—Habría que irse —sugiere.
—¿Por dónde?
—Por detrás. Al convento de las Maravillas.
Francisco Huertas muerde otro cartucho, mete pólvora y bala en el cañón, y usando el papel encerado como taco lo presiona todo con la baqueta. Luego mueve la cabeza, poco convencido. Aquello no se parece a lo que imaginaba cuando, al oír el tumulto, salió de casa de su tío dispuesto a batirse por la patria. En realidad está empezando a batirse por sí mismo. Para seguir vivo.
—Yo creo que deberíamos juntarnos con los del parque. Allí podemos seguir luchando.
—Por la calle, imposible —opone Gómez Pastrana—. Los mosiús están a veinte pasos y no se puede cruzar… A lo mejor yendo por los patios llegamos hasta nuestros cañones. Seguir aquí es quedarnos en la ratonera.
Indeciso, Francisco Huertas consulta con el dueño de la casa. Don Curro se rasca las patillas grises y mira alrededor, impotente. Aquél es su hogar, y no le apetece dejárselo al enemigo.
—Váyanse ustedes —dice al fin, hosco—, que yo me quedo.
—Los gabachos están al llegar.
—Por eso mismo… ¡Qué dirían mis vecinos, si desamparo esto!
—Pues bien que lo han desamparado ellos.
—Cada uno es cada cual.
Resulta imposible determinar si el valor de don Curro proviene de que defiende su casa o de la botella vacía que hay en el suelo. Prudente, agachado tras los colchones, el joven Huertas se asoma al balcón para echar un último vistazo. Los uniformes azules son cada vez más numerosos en la esquina con San Bernardo, hostigados por los Voluntarios del Estado que tiran desde las ventanas altas del parque. Calle de San José abajo, frente a la puerta principal de Monteleón, los tres cañones siguen disparando a intervalos, y algunos paisanos todavía hacen fuego desde las casas contiguas. Junto a las piezas de artillería permanece un grupo numeroso de hombres y algunas mujeres, indiferentes al hecho de hallarse al descubierto en mitad de la calle enfilada por la mosquetería enemiga.
—Yo me voy —concluye, metiéndose dentro.
El cajista Gómez Pastrana aparta la espalda de la pared.
—¿Adónde?
—Con los que luchan abajo.
El otro coge el fusil, le pone la bayoneta y se pasa la lengua por los labios, tan ennegrecidos de pólvora como los de Francisco Huertas.
—Pues andando —dice, tras pensarlo un instante—. No se nos pegue el arroz.
—¿Viene usted, don Curro?
El dueño de la casa, que se inclina para encender con un mixto otro habanero, mueve la cabeza.
—Ya he dicho que no —dice echando humo, el aire heroico—. Aquí caerá Sansón con todos los filisteos.
—¿Y su mujer?
—Por ella lo hago… Y por mis hijos, si los tuviera —nueva bocanada de humo—. Lo que no es el caso.
Francisco Huertas se cuelga el fusil del hombro:
—Que Dios lo proteja, entonces.
—Y a ustedes, criaturas.
Los dos jóvenes bajan por la escalera, y dando la espalda al zaguán principal cruzan un patio con macetas de geranios y un aljibe y salen a la parte de atrás. Algunas balas pasan alto, zurreando en el aire, y les hacen agachar la cabeza. A Gómez Pastrana se le rompe un cristal de los espejuelos.
—Maldita sea mi estampa. El ojo de apuntar.
Ayudándose mutuamente, saltan una tapia y se encuentran al otro lado, junto al huerto de las Maravillas. Hay humo a lo lejos, sobre los tejados. En la calle y los alrededores sigue el tiroteo.
—Detrás viene alguien —susurra el cajista.
—¿Gabachos?
—Puede.
Aún no ha terminado de decirlo cuando ante su bayoneta, que apunta hacia lo alto de la tapia, aparecen las patillas grises y el rostro enrojecido de don Curro. El cazador viene sudoroso, terciada la escopeta a la espalda, sofocado por el esfuerzo.
—Me lo he pensado mejor —dice.
El cerrajero Blas Molina Soriano, que ha ayudado a retirar al teniente Ruiz, regresa a la puerta del parque con los bolsillos llenos de cartuchos. Allí, apoyado en una jamba destrozada de la puerta, dispara contra los franceses que se adelantan desde la fuente Nueva y la calle Fuencarral. Le parece que han pasado días enteros desde que, a primera hora de la mañana, encabezó el estallido del motín junto a Palacio. Y empieza a sentirse decepcionado. La gente que combate es poca, habida cuenta de la población que tiene Madrid. Y los militares, salvo los de Monteleón, donde casi todos los uniformados baten el cobre como buenos, no muestran prisa por unirse a la lucha. De cualquier modo, Molina aún confía en que los soldados españoles salgan de sus cuarteles. Es imposible, se dice, que hombres con sangre en las venas permitan a los franceses ametrallar impunemente al pueblo, como hasta ahora, sin mover un dedo para evitarlo. Pero tanta demora y falta de noticias da mala espina. A medida que el tiempo pasa, los enemigos estrechan el cerco y cae más gente, el cerrajero siente menguar sus esperanzas. No llegan los anhelados refuerzos, cada vez hay más paisanos y militares que chaquetean, hartos o asustados, retirándose del fuego para resguardarse en la parte de atrás del parque o las casas vecinas, y los franceses menudean como abejas en una colmena. Así que, en un claro del tiroteo, Molina se acerca al oficial de artillería que, sable en mano, dirige el fuego de los cañones.
—¿Cuándo vienen los militares a socorrernos, mi capitán?
—Pronto.
—¿Seguro?
Luis Daoiz lo mira impasible, el aire ausente. Como si no lo viera.
—Tal que hay Dios.
Molina, impresionado por la actitud del oficial, traga saliva con dificultad, pues tiene el gaznate seco como la mojama.
—Hombre, si usted lo dice…
La mujer que asiste en el cañón más próximo, Ramona García Sánchez, se pasa el dorso de una mana sucia por la nariz y mira al cerrajero entre los párpados entornados, ennegrecidos de humo de pólvora.
—¿No ha oído usted al señor capitán, so malaentraña?… Si dice que vienen, vendrán. Y punto. Ahora eche aquí una mano, o váyase y no estorbe. Que no está el día para chácharas.
—No se ponga así, señora.
—Me pongo como me sale del refajo. No te fastidia.
La última palabra es ahogada por un estampido. Otro de los cañones acaba de disparar, y el retroceso de la cureña casi atropella a Molina, que da un respingo y se aparta a un lado. Como respuesta, llega una, furiosa fusilada francesa. Entre el humo y los plomazos que pasan, uno de los sirvientes de la pieza se vuelve a gritar hacia la puerta del parque.
—¡Pólvora y balas!… ¡Aquí!… ¡Rápido!
Desde la puerta vienen varios paisanos, entre ellos dos mujeres —la joven Benita Pastrana y la vecina de la calle de San Gregorio Juana García— con munición encartuchada que traen en serones de esparto, agachándose para esquivar las descargas enemigas. Abastecen así el cañón del teniente Arango, que sigue enfilando la calle de San Pedro servido por el artillero Antonio Martín Magdalena, al que ayudan con la lanada y los espeques los vecinos Juan González, la mujer de éste, Clara del Rey, y sus hijos Juanito, de diecinueve años, Ceferino, de diecisiete, y Estanislao, de quince. También queda provisto el cañón de a ocho libras que antes mandaba el teniente Ruiz, cuyo fuego hacia Fuencarral y la fuente Nueva dirige ahora el cabo Eusebio Alonso, y donde combaten el escribiente Rojo, el botillero de Hortaleza José Rodríguez y su hijo Rafael. Recibe asimismo cuatro balas y cargas de pólvora la tercera pieza, que apunta hacia la calle de San Bernardo y la fuente de Matalobos, servida por los artilleros Pascual Iglesias y Juan Domingo Serrano, el chispero Antonio Gómez Mosquera y el soldado de Voluntarios del Estado Antonio Luque Rodríguez. Algunos soldados y paisanos se encuentran entre ellos, tumbados en tierra, de rodillas o en pie los más atrevidos, disparando en todas direcciones para protegerlos del fuego francés. Otros se resguardan tras las cureñas y en la puerta del parque mientras cargan fusiles y pistolas o reciben armas que les pasan cargadas desde el interior del recinto. A cada momento cae alguno. Es el caso de Juan Rodríguez Llerena, curtidor, natural de Cartagena de Levante; del soldado de Voluntarios del Estado Esteban Vilmendas Quílez, de diecinueve años, y de Francisca Olivares Muñoz, vecina de la calle de la Magdalena, a la que un balazo traspasa el cuello cuando lleva una damajuana con vino a los artilleros. Las cureñas de los cañones están manchadas de sangre, hay charcos rojos en el suelo y regueros que dejan los cuerpos que son llevados a rastras, apenas caen, a la puerta del parque o al convento de las Maravillas; en una de cuyas ventanas, la monja sor Eduarda sigue arrojando medallas y estampas mientras anima a los que combaten.
—¡Que Dios los bendiga a todos!… ¡Viva España!
Benditos o sin bendecir, piensa amargamente Luis Daoiz, lo cierto es que los defensores del parque caen como conejos. Se lo dice —discreto y entre dientes— al capitán Velarde cuando éste se acerca a ver cómo andan las cosas afuera.
—En menudo lío hemos metido a estos infelices, Pedro.
Velarde, que trae su habitual cara de alucinado, lo mira como si acabara de caer de la luna.
—Es cosa de aguantar un poco más —dice, componiéndose la charretera partida de un sablazo—. Los compañeros no pueden dejarnos así.
—¿Compañeros? ¿Qué compañeros? —Daoiz baja cuanto puede la voz—. Están todos escondidos en sus cuarteles… Y si salimos de ésta, a ti y a mí nos espera el paredón. Acabe como acabe, estamos fritos.
Un par de balas francesas pasan zumbando, cerca. Tras mirar con calma a uno y otro lado de la calle, Velarde se acerca un poco más a su amigo.
—Vendrán —susurra, confidencial—. Te lo digo yo.
—Qué coño van a venir.
Velarde se vuelve al interior del parque, y Luis Daoiz echa un nuevo vistazo en torno, sintiendo remordimientos por las miradas confiadas que ve fijas en él: su uniforme y su actitud siguen confortando a los que pelean. En cualquier caso, concluye, no hay vuelta atrás. La fatiga, las muchas bajas, el castigo francés, empiezan a sentirse. Daoiz no quiere pensar lo que ocurrirá si los franceses, profesionales a fin de cuentas, llegan al cuerpo a cuerpo en una carga a la bayoneta. Eso, suponiendo que quede alguien para recibirlos. La masa de combatientes en torno a las tres piezas de artillería atrae lo más nutrido del fuego enemigo, cuyos tiradores afinan la puntería. Otro balazo tintinea en la culata de un cañón, y el rebote, que pasa a un palmo del capitán, alcanza en la garganta al artillero Pascual Iglesias, que se derrumba con el atacador en las manos, vomitando sangre como un jarameño apuntillado. Llama Daoiz para que releven al caído, pero ninguno de los artilleros guarecidos en la puerta del parque se atreve a ocupar el puesto. Acude en su lugar un soldado de Voluntarios del Estado llamado Manuel García, veterano de rostro aguileño, patillas frondosas y piel atezada.
—¡No se agrupen junto a los cañones! —grita Daoiz—. ¡Dispérsense un poco!… ¡Busquen resguardo!
Es inútil, comprueba. A los paisanos que todavía no se amilanan y aflojan, poco hechos a los rudimentos de táctica militar, su propio ardor los expone demasiado. Otra descarga francesa acaba de cobrarse las vidas del vecino del barrio Vicente Fernández de Herosa, alcanzado cuando traía cartuchos para los fusiles, y del mozo de pala de tahona Amaro Otero Méndez, de veinticuatro años, a quien el ama, Cándida Escribano —que observa la lucha escondida tras la ventana de su panadería—, ve caer pasado de dos balazos, tras batirse junto a sus compañeros Guillermo Degrenon Dérber, de treinta años, Pedro del Valle Prieto, de dieciocho, y Antonio Vigo Fernández, de veintidós. Agarrando al caído, los tres panaderos lo cargan hasta el convento, sin poder evitar que por el camino —su sangre les chorrea por los brazos— muera desangrado. Al regreso, apenas pisan la calle, una nueva fusilada francesa hiere en la cabeza, de gravedad, a Guillermo Degrenon, alcanza en el pecho a Antonio Vigo y mata en el acto a Pedro del Valle. En sólo diez minutos, la panadería de la calle de San José pierde a sus cuatro mozos de tahona.
Charles Tristan de Montholon, comandante en funciones de coronel del 4.
o
regimiento provisional de infantería imperial, comprueba que todos los botones de su casaca están abrochados según las ordenanzas, se ajusta bien el sombrero y saca el sable. Está harto de que a sus soldados los cacen uno a uno. Así que, tras recibir los informes de sus capitanes de compañía y las malas noticias de los westfalianos, que siguen bloqueados en la esquina de San José con San Bernardo, resuelve poner toda la carne en la sartén. El ataque simultáneo por las tres calles no progresa, sus hombres sufren demasiadas bajas, y los mensajes del cuartel general son cada vez más irritados y acuciantes.
«Acabe con eso»
, ordena, lacónico, el último, firmado de puño y letra por Joachim Murat. De modo que, ordenando un repliegue táctico, Montholon no ha dejado en primera línea más que a los de Westfalia y a destacamentos de tiradores para que hostiguen desde terrazas y tejados. El resto de la fuerza lo concentrará en un solo punto.
—Iremos en columna cerrada —ha dicho a sus oficiales—. Desde la fuente Nueva, calle de San José adelante, hasta el parque mismo. Bayonetas caladas, y sin detenerse… Yo iré a la cabeza.
Los oficiales terminan de disponer a los hombres y se sitúan en sus puestos. Montholon comprueba que la columna imperial es una masa compacta, erizada de ochocientas bayonetas, que ocupa toda la calle; y que los soldados jóvenes, al verse amparados entre sus camaradas, muestran más confianza. Para abrir la marcha ha escogido a los mejores granaderos del regimiento. El ataque en columna cerrada es, además, temible especialidad del ejército imperial. Los campos de batalla de toda Europa atestiguan que resulta difícil soportar la presión de un ataque francés en columnas, formación que expone a los hombres a sufrir mayor castigo durante el avance, pero que, dirigida por buenos oficiales y con tropas entrenadas, permite llevar hasta las filas enemigas, a modo de ariete, una cuña compacta y disciplinada, de gran cohesión y potencia de fuego. Decenas de combates se han ganado así.
—¡Viva el Emperador!
La corneta de órdenes emite la nota oportuna, y en el acto empiezan a redoblar los tambores.
—¡Adelante!… ¡Adelante!
Azul, sólida, impresionante por su tamaño y el brillo de las bayonetas, con rítmico ruido de pasos, la columna se pone en marcha embocando San José. Montholon camina en cabeza, expuesto como el que más, con la extraña sensación de irrealidad que siempre le produce entrar en combate: los movimientos mecánicos, el adiestramiento y la disciplina, reemplazan la voluntad y los sentimientos. Procura, por otra parte, que la aprensión a recibir un balazo se mantenga relegada al rincón más remoto de su pensamiento.