Recibe el tiro casi antes de escucharlo. Un golpe en el pecho y un chasquido. Pero no siente dolor. Creo que me han disparado, concluye. Tengo que salir de aquí. Ayúdame, Dios mío. De pronto advierte que tiene la cara pegada al suelo y que todo se vuelve oscuro. Tengo que entregar el mensaje, piensa angustiado. Hace un esfuerzo para levantarse, y muere.
La llegada de más infantería enemiga por San Jerónimo y desde Palacio ha hecho insostenible la situación en la puerta del Sol. El suelo está cubierto de cadáveres de franceses y españoles, caballos muertos, sangre y escombros. Desiertos balcones y ventanas, marcados los edificios con viruela de balas y metralla, el lugar queda al fin en manos imperiales. En los últimos combates, huyendo hacia las calles próximas o luchando como perros acorralados, caen el carbonero de veinticuatro años Andrés Cano Fernández, Juan Alfonso Tirado, de ochenta años, el jornalero Félix Sánchez de la Hoz, de veintitrés, y muchos otros que, sin poder escapar, quedan heridos o presos. Mientras huyen calle Montera arriba, una descarga mata al tejedor septuagenario Joaquín Ruesga y a la manola de Lavapiés Francisca Pérez de Párraga, de cuarenta y seis años. El último disparo español en la puerta del Sol lo hace, con una carabina y desde su casa —situada cerca de la esquina con Arenal—, el oficial de la Real Lotería José de Fumagal y Salinas, de cincuenta y tres años, a quien la fusilada francesa que llega como respuesta deja muerto sobre los hierros del balcón, ante los ojos espantados de su esposa. Y abajo, junto a la fuente de la Soledad, el maestro de esgrima Pedro Jiménez de Haro, que salió a batirse en compañía de su primo el también maestro de armas Vicente Jiménez, cae tras vérselas a sablazos con un grupo de dragones franceses mientras el primo, desarmado por los imperiales, es hecho prisionero. A golpes, los franceses llevan a Vicente Jiménez a las covachuelas de San Felipe, bajo las gradas de la iglesia, donde están concentrando a cuantos capturan cerca. Allí es puesto con otros hombres que aguardan a que se decida su suerte.
—Nos van a fusilar —comenta alguien.
—Ya veremos.
En la penumbra de la covacha, unos rezan y otros blasfeman. Alguno confía en una intervención de las autoridades españolas, y no falta quien manifiesta su esperanza en un alzamiento general de los militares contra los franceses; pero el comentario sólo suscita un silencio escéptico. De vez en cuando se abre la puerta y los centinelas meten dentro a otro prisionero. De ese modo, a medida que sus captores los traen atados, sangrando y maltratados, llegan el contador del Ayuntamiento Gabino Fernández Godoy, de treinta y cuatro años, y el corredor de letras de cambio aragonés Gregorio Moreno y Medina, de treinta y ocho.
—Nos van a fusilar, seguro —insiste el de antes.
—No sea usted cenizo, hombre… ¡Habrase visto mala sombra!
No todos los fusilamientos se hacen esperar. En algunos lugares de Madrid, los franceses pasan de las represalias individuales a las ejecuciones en grupo, sin juicio previo. En la zona oriental de la ciudad, apenas se despeja de resistencia la amplia alameda del paseo del Prado, los funcionarios del Resguardo de Recoletos y otros paisanos capturados con las armas en la mano son empujados a culatazos hasta la fuente de la Cibeles, donde se les obliga a desnudarse para no estropear la ropa con las balas y la sangre. En la calle de Alcalá, asomado a un balcón del palacio del marqués de Alcañices, el oficial de contaduría Luis Antonio Palacios ve traer del Buen Retiro a una de esas cuerdas de prisioneros, custodiada por mucha tropa francesa. Tumbado en el balcón para no recibir un balazo desde abajo, con un catalejo para observar mejor la escena, Palacios reconoce entre los prisioneros a algunos de los funcionarios del Resguardo y a un amigo suyo, de familia distinguida, llamado Félix de Salinas González. Aterrado, el contador ve a través de la lente cómo a Salinas, tras despojarlo de su levita y su reloj, lo hacen arrodillarse y le disparan en la cabeza, desde atrás. A su lado ve caer, uno tras otro, a los aduaneros Gaudosio Calvillo, Francisco Parra y Francisco Requena, y al hortelano de la duquesa de Frías Juan Fernández López.
Atruena de punta a punta, entre turbonadas de humo de pólvora, la calle de San José, frente al parque de Monteleón. Las balas crepitan por todas partes, punteadas por estampidos y fogonazos de artillería.
—¡Cubrirse! —grita ronco el capitán Daoiz—. ¡Los que no estén en los cañones, que se protejan!
Los franceses han aprendido la lección de los dos fracasos anteriores: no intentan ya forzar el asalto, sino que aprietan el cerco desde San Bernardo, Fuencarral y la Palma, destacando tiradores que hacen fuego graneado sobre los defensores del parque. De vez en cuando, resueltos a apoderarse de un zaguán o a desalojar un edificio, lanzan ataques puntuales, con grupos reducidos que avanzan pegados a las casas; pero sus esfuerzos se ven obstaculizados por el fuego de los paisanos parapetados en las viviendas próximas, el de los Voluntarios del Estado que disparan desde el tercer piso del edificio del parque, y el de los cuatro cañones situados ante la puerta que enfilan las calles a lo largo, en todas direcciones. Aun así, entre quienes sirven las piezas de artillería o combaten tumbados en la acera junto a la tapia, hay varias bajas. Muy castigado por los tiradores franceses, con las balas estrellándose sobre sus cabezas o rebotando en el suelo, el grupo del hostelero Fernández Villamil, cegado por el humo de las descargas, se ve obligado a retirarse al interior del parque, luego que la fusilada enemiga mate al mendigo de Antón Martín —nunca llegará a saberse su nombre— y hiera en la cabeza a Antonio Claudio Dadina, platero de la calle de la Gorguera, a quien los hermanos Muñiz, con los fusiles terciados a la espalda y a gatas por el suelo bajo las balas francesas, arrastran por los pies hasta poner en resguardo.
—¡Sólo quedan dos saquetes de metralla, mi capitán!
—Usad bala rasa… Y guardad los saquetes para cuando los franceses estén más cerca.
—¡A la orden!
De pie entre los cañones, paseándose con el sable apoyado en el hombro como si estuviera en una parada militar, el semblante en apariencia tranquilo, Luis Daoiz dirige con mucho oficio el fuego de los que sirven las cuatro piezas, mientras el tiroteo enemigo busca su cuerpo. La fortuna, sin embargo, sonríe al capitán: ninguno de los moscardones de plomo que pasan zumbando da en el blanco.
—¡Ruiz!
El teniente Ruiz, que ayuda a cargar una de las piezas de a ocho libras, se yergue entre el humo de la refriega. Está más pálido que la casaca de su uniforme, pero los ojos le brillan enrojecidos de fiebre.
—¡A sus órdenes, mi capitán!
Una bala roza la charretera derecha de Daoiz, haciéndole sentir un hondo vacío en el estómago. Esto no puede durar mucho, piensa. De un momento a otro, esos cabrones se harán conmigo.
—Mire aquellos franceses que se agrupan en la esquina de San Andrés. ¿Cree que podrá alcanzarlos con un disparo?
—Si movemos el cañón unos pasos allá, podría intentarse.
—Pues a ello.
Otras dos balas francesas zumban entre los dos hombres. El teniente Ruiz mira de dónde provienen con aire molesto, como si algún inoportuno maleducado se inmiscuyera en la conversación. Buen muchacho, piensa Daoiz. Nunca lo había visto antes de hoy, pero le gusta el tenientucho. Desea que salga de ésta.
—¡Alonso!… ¡Portales!… ¡Ayuden a mover esta pieza!
El cabo segundo Eusebio Alonso y el artillero valenciano de treinta y tres años José Portales Sánchez, que acaban de municionar un cañón cuyo fuego dirige el teniente Arango, acuden con la cabeza baja, esquivando balazos, y empujan las ruedas de la cureña. A medio camino es alcanzado Portales, que se desploma sin abrir la boca. Al verlo caer, una mujer de buen palmito que, desafiando el tiroteo, remangada la basquiña, trae dos cartuchos de cañón desde la puerta del parque, se une al grupo.
—¡Quítese de ahí, señora! —la intima el cabo Alonso.
—¡Quítate tú, malasombra!
La maja —lo sabrán más tarde los artilleros— se llama Ramona García Sánchez, tiene treinta y cuatro años y vive en la cercana calle de San Gregorio. Al poco rato la releva un artillero. No es la única que en este momento participa en el combate. La inquilina del número 11 de la calle de San José, Clara del Rey y Calvo, de cuarenta y siete años, ayuda al teniente Arango y al artillero Sebastián Blanco a cargar y apuntar uno de los cañones, en compañía de su marido, Juan González, y sus tres hijos. Otras mujeres traen cartuchos, vino o agua para los que pelean. Entre ellas está la joven de diecisiete años Benita Pastrana, vecina del barrio, que salió a la calle al saber herido a su novio Francisco Sánchez Rodríguez, cerrajero de la plazuela del Gato. También combaten la malagueña Juana García, de cincuenta años; la vecina de la calle de la Magdalena Francisca Olivares Muñoz; Juana Calderón, que tumbada en un zaguán carga y pasa fusiles a su marido José Beguí; y una muchachita quinceañera que cruza a menudo la calle sin inmutarse por las descargas francesas, llevando en el delantal munición para su padre y el grupo de paisanos que disparan contra los franceses desde el huerto de las Maravillas, hasta que en una descarga cerrada cae muerta por una bala. El nombre de esta joven nunca llegará a saberse con certeza, aunque algunos testigos y vecinos afirman que se llama Manolita Malasaña.
—¿Que el parque de artillería qué? —pregunta Murat, fuera de sí.
Alrededor del duque de Berg, instalado en el Campo de Guardias con toda su plana mayor y fuerte escolta, sus generales y edecanes tragan saliva. Los partes de bajas propias son estremecedores. El capitán Marcellin Marbot —quien acaba de informar de que la infantería del coronel Friederichs ha tomado la puerta del Sol, pero continúan los combates en Antón Martín, Puerta Cerrada y la plaza Mayor— ve a Murat estrujar entre las manos el informe del comandante del batallón de Westfalia, empeñado en el parque de Monteleón. Allí, la resistencia de los sublevados está siendo tenaz. Los artilleros, reforzados con algunos soldados, se han unido al pueblo. Sus cañones, bien situados en la calle, hacen estragos.
—Quiero que los borren de la faz de la tierra —exige Murat—. Inmediatamente.
—Se está en ello, Alteza. Pero tenemos muchas bajas.
—Me importan poco las bajas. ¡A ver si nos enteramos de una vez!… ¡Me importan un rábano!
Murat, que se ha inclinado sobre el plano de Madrid extendido en una mesa de campaña, golpea con el dedo un punto de la parte superior: un contorno cuadrangular rodeado de calles rectas, que hasta ahora traía a todos sin cuidado. Monteleón. Ni siquiera tiene un nombre en el plano.
—¡Quiero que se tome a cualquier precio! ¿Me oyen? ¡A cualquier precio!… Esos canallas necesitan un escarmiento ejemplar… A ver, Lagrange. ¿A quién tenemos cerca?
El general de división Joseph Lagrange, que hoy oficia de ayudante personal del duque de Berg, echa un vistazo al mapa y consulta las notas que le muestra un edecán. Parece aliviado al confirmar que, en efecto, disponen de alguien en las inmediaciones.
—El comandante Montholon, Alteza. Coronel en funciones del Cuarto de infantería. Espera órdenes con un batallón entre la puerta de Santa Bárbara y la de los Pozos.
—Perfecto. Que refuerce a los westfalianos inmediatamente… ¡Mil quinientos hombres bastarán para planchar a esa chusma, maldita sea!
—Supongo, Alteza.
—¿Lo supone?… ¿Qué coño que lo supone?
En la plazuela de Antón Martín, situada a media subida de Atocha hacia la plaza Mayor, al manolo Miguel Cubas Saldaña, que tras batirse en la puerta de Toledo pudo escapar refugiándose en San Isidro, se le acaba la suerte. Ha llegado hasta allí peleando donde podía, unido a un pequeño grupo que al final se ve disperso por una andanada de metralla. Aturdido Saldaña por el impacto, sangrando por los oídos y la nariz, cuando levanta la cabeza del suelo se encuentra rodeado de bayonetas francesas. Mientras lo llevan a empujones, tambaleante y maniatado, en dirección al Prado, el manolo observa con desconsuelo que se apaga la resistencia de los que pelean en las callejas próximas. Apoyada por un cañón que bate la ancha avenida, la infantería francesa avanza de casa en casa, disparando de modo preventivo hacia cada balcón, ventana o bocacalle. Por tierra hay numerosos muertos y heridos que nadie retira.
Poco después de que Cubas Saldaña caiga prisionero, las dos últimas partidas que combaten en Atocha y Antón Martín son aniquiladas. Acosados hasta la puerta de una corrala de la Magdalena, ametrallados por el cañón que tira desde la plaza, caen Francisco Balseyro María, jornalero de cuarenta y nueve años, la gallega de treinta Manuela Fernández, herida en la cabeza por una esquirla, y el sirviente asturiano Francisco Fernández Gómez, a quien la metralla arranca el brazo derecho. De esa cuadrilla sólo consiguen escapar el cabrero Matías López de Uceda, moribundo de un balazo, y dos hombres también heridos que lo transportan: su hijo Miguel y el jornalero palentino Domingo Rodríguez González. Dando un rodeo intentan dirigirse al Hospital General, sin que en ninguna de las casas a las que llaman se les abra ni socorra.
—¡Dispersaos!… ¡Sálvese quien pueda!
El otro grupo corre la misma suerte. Deshecho a metrallazos, en plena fuga, caen junto a la calle de la Flor, cazados como conejos, el músico de veintisiete años Pedro Sessé y Mazal el criado de la Inclusa Manuel Anvías Pérez, de treinta y tres, y el mozo de cuerda leonés Fulgencio Álvarez, de veinticuatro. Este último, al que dan alcance los franceses por ir herido en una pierna, se defiende con su navaja hasta que lo rematan a bayonetazos. No es mucho mejor la suerte que corre el joven de dieciocho años Donato Archilla y Valiente, a quien su compadre y compañero de combate Pascual Montalvo, panadero, que huye con él por la calle del León, ve capturar y llevarse atado calle del Prado abajo. Desprendiéndose en un portal del sable francés que lleva en la mano, Montalvo camina detrás de su amigo, siguiéndolo de lejos para ver adónde lo conducen y procurar, si puede, su liberación. Poco después, escondido tras unos setos del paseo del Prado, lo verá fusilar en las tapias de Jesús Nazareno, en compañía de Miguel Cubas Saldaña.
No todos los muertos en Antón Martín son combatientes. Tal es el caso del cirujano de ochenta y dos años Fernando González de Pereda, que fallece de un balazo junto a la fuente de la plaza cuando, con algunos camilleros voluntarios, socorre a las víctimas de uno y otro bando. Como él, varios médicos, cirujanos y mozos de hospital caen hoy mientras realizan su tarea humanitaria: el cirujano Juan de la Fuente y Casas, de treinta y dos años, muere cuando intenta cruzar la plazuela de Santa Isabel con enfermeros y material sanitario; Francisco Javier Aguirre y Angulo, médico de treinta y tres años, recibe un balazo de un centinela francés mientras atiende a unos heridos abandonados en la calle de Atocha; y a Carlos Nogués y Pedrol, catedrático de clínica de la universidad de Barcelona, una bala le rompe la cadera cuando, tras atender a innumerables heridos en la puerta del Sol, se retira a su casa de la calle del Carmen. Caen también Miguel Blanco López, de sesenta años, enfermero de la sacramental de San Luis; el mancebo de cirugía Saturnino Valdés Regalado, que con otro compañero transporta en camilla a un herido por la calle de Atocha; y el capellán de las Descalzas José Cremades García, a quien los franceses matan de un tiro mientras da los auxilios espirituales a un moribundo, en la puerta misma de la iglesia.