—Que Dios os bendiga, hijos míos.
—Apárrtese de ahí, reverrendo. Vienen más frranzosen.
Ja
.
En efecto. Desde la plazuela del Celenque suben, con muchas precauciones, dos dragones franceses desmontados parapetándose tras sus caballos, seguidos por un pequeño grupo de uniformes azules. Apenas ven a los concentrados en la esquina, se detienen y hacen fuego. Algunas balas levantan desconchones en el yeso de las paredes.
—¡De lejos no hacemos nada! —grita el sacerdote—… ¡A ellos!
Y acto seguido, pese a los esfuerzos de los militares por detenerlo, se lanza blandiendo el fusil como una maza, seguido ciegamente por los paisanos. La nueva descarga francesa, cerrada y bien dirigida, los encuentra al descubierto, mata al sargento de Inválidos Morales, hiere de muerte al soldado Mathias Schleser —que hace dos días cumplió veintinueve años— y alcanza con un rebote superficial a su hermano Mario, mientras don Francisco Gallego, aturdido, es arrastrado por los otros en busca de refugio. Cargan ahora los franceses con sus bayonetas, y los supervivientes corren despavoridos hacia las Descalzas golpeando las puertas que encuentran al paso, aunque ninguna se abre. El zapatero Iglesias y el conductor de Correos Linares logran escabullirse hacia la plazuela de San Martín; pero el sacerdote, que cojea por haberse lastimado un pie, sólo llega hasta la puerta principal del convento. Allí, dando golpes con la culata del fusil, pide refugio; mas nadie responde dentro, y los franceses le dan alcance. Resignado a su suerte, se vuelve mientras reza el acto de contrición, dispuesto a entregar a Dios su alma. Pero al ver su sotana y su tonsura, el oficial que manda el grupo, un veterano de bigote cano, aparta con el sable a los que quieren atravesarlo allí mismo.
—¡Herejes y malditos hijos de Lucifer! —les escupe don Francisco.
Los soldados se limitan a molerlo a culatazos y llevárselo maniatado en dirección a Palacio.
No sólo corren los fugitivos de la plaza de las Descalzas. Algo más al sur de la ciudad, al otro lado de la plaza Mayor, los supervivientes tras la carga de la caballería pesada en la puerta de Toledo se retiran como pueden, cuesta arriba, hacia el Rastro y la plaza de la Cebada. La refriega ha sido tan dura, y tan enorme la matanza, que los franceses no conceden cuartel a nadie. Para dar esquinazo a los coraceros que lo sablean todo a su paso, el exhausto marqués de Malpica busca resguardo en las calles próximas a la Cava Baja mientras sostiene a su sirviente Olmos, que después de verse entre las patas de un caballo enemigo orina sangre como un cerdo degollado.
—¿Adónde vamos ahora, señor marqués?
—A casa, Olmos.
—¿Y los gabachos?
—No te preocupes. Has hecho suficiente por hoy. Y creo que yo también.
El criado se mira el calzón, teñido de rojo hasta las rodillas.
—Me estoy vaciando por el pitorro del botijo.
—Pues aguanta.
En la esquina de la calle de Toledo con la de la Sierpe, el dragón de Lusitania Manuel Ruiz García, que se retira con los Guardias Walonas supervivientes Paul Monsak, Gregor Franzmann y Franz Weller —los tres extranjeros y él se conocen desde hace poco rato, pero les parece haber pasado juntos media vida—, se detiene muy sereno a cargar el fusil al reparo de un portal, encara el arma apuntando con cuidado y derriba de un tiro en el pecho a un francés que galopaba calle arriba, sable en alto.
—Era mi último cartucho —le dice a Weller.
Después los cuatro echan a correr, agachados, esquivando el fuego que les hacen unos franceses desmontados que avanzan bajo los soportales. Lo empinado de la calle los fatiga. Ruiz García les ha propuesto a los otros ampararse con él en su cuartel, que está en la plaza de la Cebada. Todos se apresuran mucho, pues zurrean las balas y también suena próximo el trote de más caballos enemigos. Al llegar Monsak, Franzmann y Weller al cruce con la calle de las Velas, este último advierte que el dragón no va con ellos; se vuelve y lo ve tirado boca arriba en mitad de la calle.
«Scheisse»
, piensa el alsaciano. Suerte de mierda. Primero su camarada Leleka, y ahora el español. Por un momento piensa en ayudarlo, pues tal vez sólo se encuentre herido; pero suenan más disparos y los coraceros están cerca. Así que sigue corriendo.
Perseguida por los jinetes franceses, llevando en una mano sus tijeras de pescadera, la manola de veintiocho años Benita Sandoval Sánchez, que ha luchado hasta el último instante en la puerta de Toledo, pasa corriendo junto al cuerpo del dragón Manuel Ruiz García. En el combate y la posterior espantada ha perdido de vista a su marido, Juan Gómez, y ahora intenta ponerse a salvo por la puerta de Moros, a fin de dar un rodeo y regresar a su casa, en el 17 de la calle de la Paloma. Pero los caballos de los perseguidores corren más que ella, entorpecida por la falda que levanta con la mano libre mientras pretende esquivarlos, desesperada. Al ver que es imposible, entra por la calle del Humilladero, refugiándose en un portal que cierra con el pestillo. Se queda de ese modo inmóvil y a oscuras, el corazón saliéndosele por la boca, sofocada por la carrera, atenta a los ruidos de afuera, que no tardan en desengañarla: el rumor de caballerías se detiene, suenan voces airadas en francés, y una sucesión de golpes estremece la puerta. Sin hacerse ilusiones sobre su suerte —morir no sería lo peor, piensa—, la mujer sube desatinada por las escaleras, golpea una puerta tras otra, y al ver una abierta se mete por ella, mientras abajo crujen los maderos del portal y ruido de botas y metal atruena los peldaños. No hay nadie en la casa; y tras recorrer las habitaciones pidiendo auxilio en vano, Benita sale al pasillo para darse de boca con unos coraceros que lo destrozan todo.
—
Viens, salope!
La ventana más próxima está demasiado lejos para tirarse a la calle, de modo que la mujer le cruza la cara de un tijeretazo al primer francés que la toca. Luego retrocede e intenta defenderse entre los muebles. Exasperados por su resistencia, los imperiales la acribillan a balazos, dejándola por muerta en un charco de sangre. Pese a la extrema gravedad de sus heridas, los dueños de la casa la encontrarán más tarde, aún con aliento. Curada in extremis en el hospital de la Orden Tercera, Benita Sandoval vivirá el resto de su vida respetada por sus vecinos, famosa entre la manolería protagonista del terrible combate de la puerta de Toledo.
Con los coraceros pisándole los talones, otro grupo de paisanos huye hacia el cerrillo del Rastro. Se trata del manolo Miguel Cubas Saldaña, sus compadres Francisco López Silva y Manuel de la Oliva Ureña, el aguador de quince años José García Caballero, la vecina de la calle Manguiteros Vicenta Reluz, y el hijo de ésta, de once años, Alfonso Esperanza Reluz. Todos, hasta el niño, han intervenido en el combate de la puerta de Toledo e intentan ponerse a salvo; pero un destacamento de caballería que sube desde Embajadores les corta el paso, acometiéndolos a sablazos. Cae herido de un tajo en la cabeza García Caballero, alcanzan a Manuel de la Oliva cuando intenta saltar una tapia, y huye el resto hacia la plaza de la Cebada, donde aún hay choques entre paisanos dispersos y jinetes. Allí, Miguel Cubas Saldaña logra escabullirse metiéndose en San Isidro, pero Francisco López, alcanzado por los franceses, es roto a culatazos que le hunden el pecho. En las escaleras de la iglesia, en el momento de volverse para arrojar una piedra, cae muerto a balazos el niño Alfonso Esperanza, y herida la madre cuando intenta protegerlo.
En su progresión hacia el centro de la ciudad, la caballería pesada que viene de los Carabancheles por la calle de Toledo y la infantería que sube desde la Casa de Campo por la calle de Segovia encontrarán, todavía, otro núcleo de resistencia en Puerta Cerrada. Allí se ven acometidos los franceses por fusilería desde ventanas y azoteas, y por ataques de vecinos que los hostigan desde las calles próximas. Eso da ocasión a varias cargas despiadadas con pérdida de muchas vidas, el incendio de algunas casas y la explosión del depósito de pólvora de la plazuela, donde muere abrasado el empleado de almacén Mariano Panadero. Cae combatiendo, alcanzado por un balazo, el zapatero gallego Francisco Doce, vecino de la calle del Nuncio; y también José Guesuraga de Ayarza, natural de Zornoza, Joaquín Rodríguez Ocaña —peón albañil de treinta años, casado y con tres hijos— y Francisco Planillas, de Crevillente, que logra retirarse herido hasta las cercanías de su casa, en la calle del Tesoro, donde morirá sin socorro y desangrado. Muere también el asturiano de Llanes Francisco Teresa, soltero, con madre anciana en su tierra: hombre bravo, licenciado de la guerra del Rosellón y sirviente en el mesón nuevo de la calle de Segovia, hace fuego de fusil por las ventanas, matando a un oficial francés. Cuando se le acaba la munición, los franceses entran a por él y, tras maltratarlo mucho, lo fusilan en la puerta.
El avance imperial se complica, pues ni siquiera las grandes calles que conducen al centro son seguras. El capitán Marcellin Marbot, que tras el primer ataque en la puerta del Sol intenta establecer contacto con el general Rigaud y sus coraceros, se ve obligado a detenerse y desmontar en la plazuela de la Provincia hasta que una tropa de infantería despeje el camino. Escarmentados de anteriores emboscadas, los soldados avanzan despacio, pegados a las casas y resguardándose en los zaguanes, apuntando a ventanas y tejados, y disparan contra cualquier vecino, hombre, mujer o niño, que se asoma.
—¿Se puede pasar sin problemas? —le pregunta Marbot al caporal de infantería que al fin le hace señas de seguir adelante.
—Pasar, se puede —responde indiferente el otro—. De los problemas no me hago responsable.
Picando espuelas con su escolta de dragones, el joven capitán de estado mayor avanza al trote, cauto. No llega, sin embargo, más que hasta la calle de la Lechuga, donde se detiene al ver más fusileros agazapados tras unos carros con las caballerías muertas entre los varales. Más allá, le dicen, los golpes de mano de la gente que ataca a saltos desde las calles cercanas y la acción de tiradores ocultos hacen el avance imposible.
—¿Cuándo podré pasar?
—Ni idea —responde un sargento con aretes en las orejas, mostacho gris y la cara tiznada de pólvora—. Tendrá que esperar a que despejemos la calle… Aventurarse es peligroso.
Marbot mira en torno. Sentados contra una pared hay tres soldados franceses con vendajes ensangrentados. Un cuarto yace boca abajo, inmóvil en un charco rojo parduzco sobre el que zumba un enjambre de moscas. En cada bocacalle hay cadáveres que nadie se atreve a retirar.
—¿Tardarán mucho nuestros jinetes?
El sargento se hurga la nariz. Parece muy cansado.
—Por los tiros y gritos que se oyen, no andan lejos. Pero han tenido pérdidas enormes.
—¿Frente a mujeres y paisanos? ¡Es caballería pesada, por Dios!
—A mí qué me cuenta. Con estos brutos enloquecidos, todo es posible. Y matarlos lleva su tiempo.
Mientras el capitán Marbot intenta cumplir su misión de enlace, algunos madrileños sufren las primeras represalias organizadas. Además de las ejecuciones en caliente, rematando heridos o tirando sobre gente indefensa que observa los combates, los franceses empiezan a fusilar, sin trámite previo, a quienes apresan con armas en la mano. Tal es la suerte que corre Vicente Gómez Sánchez, de treinta años, de profesión tornero de marfil, capturado tras una escaramuza frente a San Gil y arcabuceado en la alcantarilla de Leganitos. Lo mismo ocurre con los hortelanos de la duquesa de Frías Juan José Postigo y Juan Toribio Arjona, que los imperiales capturan tras la matanza del portillo de Recoletos. Sacados de la huerta donde se escondían y llevados fuera de la puerta de Alcalá, junto a la plaza de toros, los fusilan y rematan a bayonetazos en compañía de los hermanos alfareros Miguel y Diego Manso Martín, y del hijo de éste, Miguel.
Sobre las doce y media, a excepción de los puntos de resistencia que los madrileños mantienen entre Puerta Cerrada, la calle Mayor, Antón Martín y la puerta del Sol, las columnas que convergen hacia el centro avanzan ya sin demasiada dificultad, asegurando sus comunicaciones por las grandes avenidas. Tal es el caso de la calle de Atocha, hacia la que se han retirado numerosos paisanos que combatían en el paseo del Prado. Algunos traen noticia de las atrocidades cometidas por los franceses en la puerta de Alcalá y en el Resguardo de Recoletos, donde acaban de apresar a los funcionarios que allí estaban, interviniesen o no en los combates.
—Se los han llevado a todos —cuenta alguien—: Ramírez de Arellano, Requena, Parra, Calvillo y los otros… También a un hortelano del marqués de Perales que tuvo la mala suerte de esconderse con ellos. Llegaron los gabachos, les quitaron las armas y los caballos, y los bajaron al Prado como a una recua de bestias… Y cuando el brigadier don Nicolás Galet acudió de uniforme a reclamar a su gente, le pegaron un tiro en la ingle.
—Conozco a Ramírez de Arellano. Su mujer es Manuela Franco, la hermana de Lucas. Tienen dos hijos y ella está embarazada del tercero… ¡Pobres!
—Por lo visto están fusilando a mucha gente.
—Y la que van a fusilar… A nosotros, por ejemplo, si nos agarran.
—¡Cuidado, que vuelven!
Atacados por un destacamento de dragones procedente del Buen Retiro y por una columna de infantería que avanza desde el paseo de las Delicias, una docena de paisanos y cuatro soldados de los cinco que abandonaron el cuartel de Guardias Españolas —el quinto, Eugenio García Rodríguez, ha muerto junto a la verja del Jardín Botánico— se baten en retirada protegiéndose en las calles próximas. Empieza de ese modo una sucia pelea de esquinas, zaguanes y soportales, en la que los españoles terminan cercados. Apresan así, cuando huye hacia las tapias de Jesús, a Domingo Braña Balbín, mozo de tabaco de la Real Aduana. Tres soldados de Guardias Españolas que van con él logran escapar de casa en casa, derribando tabiques y saltando por los tejados, mientras que el sevillano Manuel Alonso Albis, cuyo uniforme atrae la atención de los franceses, recibe un tiro de refilón que le destroza un carrillo; y al volverse dejando caer el fusil mientras desenvaina el sable, recibe otro disparo en el pecho que lo derriba junto al muro trasero del Hospital General. Capturan después al arriero Baltasar Ruiz, que será fusilado al poco rato en la alcantarilla de Atocha. Los demás, perseguidos por los imperiales que les dan caza a la bayoneta y los ametrallan con una pieza de artillería que enfila calle de Atocha arriba, pelean al arma blanca, sin esperanza, sucumbiendo uno tras otro. El que más lejos llega es Juan Bautista Coronel, músico de cincuenta años nacido en San Juan de Panamá, quien, corriendo cerca de la plazuela de Antón Martín, recibe una esquirla de metralla que le desgarra un muslo y el vientre. Otros miembros de esa partida, José Juan Bautista Montenegro, el gallego de Mondoñedo Juan Fernández de Chao y el zapatero de diecinueve años José Peña, acorralados y sin municiones, levantan las manos y se rinden a los franceses. Por la tarde, los tres se contarán entre los fusilados en la cuesta del Buen Retiro.