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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (12 page)

En la escalera, Ruiz encuentra a un mozalbete que sube corriendo, y con él se informa de que los franceses disparan contra el pueblo mientras grupos de civiles se encaminan a los cuarteles en busca de armas. Inquieto, Jacinto Ruiz sale a la calle y apresura el paso sin responder a las interpelaciones que varios vecinos, al ver su uniforme, le hacen desde los balcones en demanda de noticias. Sigue sin detenerse en dirección al cuartel de Mejorada, situado al final de la calle de San Bernardo, en el número 83 y haciendo esquina con San Hermenegildo, un poco más arriba del edificio de la Junta de Artillería. De ese modo, lo más aprisa que puede, aunque sin descomponer el paso para no causar mala impresión, luchando con el sofoco de sus pulmones enfermos y pese a la fiebre que le hace arder la frente bajo el sombrero, el humilde teniente de infantería, cuyo nombre no es más que una escueta línea en el escalafón del Ejército, acude a incorporarse a su regimiento sin sospechar que, cerca de la calle por la que ahora camina, muchos años después de este largo día que apenas comienza, se alzará un monumento de bronce a su memoria.

Lo que se oye en la distancia son tiros sueltos, pero no descargas. Eso tranquiliza un poco a Antonio Alcalá Galiano, que recorre el barrio observando el revuelo de la gente. Sus diecinueve años no le impiden darse cuenta de lo obvio: las cuadrillas van tan ridículamente armadas que parece locura desafiar a los soldados franceses. Aun así, a impulsos de su mocedad, el joven acaba uniéndose a un grupo que pasa con mucho alboroto junto a la iglesia de San Ildefonso, más por las mujeres que miran desde los balcones que por otra cosa. Está enamorado de una madrileña, y eso lo alienta a poder contar algún lance heroico, aunque sea mínimo. La cuadrilla, compuesta de muchachos, la dirige uno con trazas de oficial artesano, que da vivas al rey Fernando. Los sigue el joven Alcalá Galiano hasta la calle Fuencarral, donde surge una acalorada discusión sobre el camino a seguir: unos quieren ir a un cuartel a juntarse con la tropa y pelear juntos y en orden, mientras otros pretenden embestir a los franceses donde los encuentren, tendiéndoles celadas para hacerse con sus armas y seguir actuando a saltos, en pequeños grupos, atacando y retirándose por esquinas y azoteas. La disputa se enciende, algunos están a punto de llegar a las manos, y uno de los más exaltados, descamisado y de malas trazas, termina volviéndose a Alcalá Galiano:

—¿Qué opina usted, amigo?

El tratamiento llano no le hace gracia al educado huérfano del héroe de Trafalgar, que además pertenece a la Maestranza de Caballería de Sevilla, aunque vista de paisano. Así que, disgustado pero con prudencia y marcando distancias, responde que no tiene opinión formada al respecto.

—¿Pero quiere matar franceses, o no?

—Claro que sí. Aunque no pretenderá que los mate a puñetazos… No llevo armas.

—En eso estamos. En buscarlas.

Alcalá Galiano mira los rostros poco simpáticos que lo rodean. Casi todos son mozos de baja condición, y no faltan chicuelos desharrapados de la calle. Tampoco le pasan inadvertidas las miradas recelosas que dirigen a su frac y sombrero bordado. «Un currutaco», oye decir a uno. A éstos, concluye inquieto, hay que temerlos más que a los franceses.

—Pues ahora que me acuerdo —responde, todo lo sereno que puede—, tengo armas en mi casa. Así que voy a buscarlas, que vivo cerca, y vuelvo.

El otro lo estudia de arriba abajo, suspicaz y despectivo.

—Vaya entonces, hombre de Dios.

Alcalá Galiano titubea, picado por el tono, y en ese momento se acerca el que hace las veces de jefe. Es un esportillero de manos fuertes y callosas, que huele a sudor.

—Usted —le dice a bocajarro— no nos sirve para nada.

El joven siente un golpe de calor en la cara. Qué diablos hago yo, concluye, con esta gente.

—Pues que tengan un buen día.

Herido en su amor propio, pero aliviado en cuanto a la inquietante cuadrilla que deja atrás, Alcalá Galiano da media vuelta y se encamina a su casa. Una vez allí, tomando su sombrero con galón de plata y su espada, no sin dejar a la madre inquieta y llorosa al verlo arriesgarse de nuevo, sale en busca de mejor compañía, dispuesto a mezclarse en la refriega junto a gente decente y juiciosa. Pero sólo encuentra grupos de paisanos enfurecidos, casi todos gente baja, y algún militar intentando contenerlos. En la esquina de la calle de la Luna con Tudescos ve a un oficial de buen aspecto, teniente de Guardias de Corps, a quien pide consejo. El otro, creyendo por el galón del sombrero que es uno de sus guardias, le pregunta qué hace en la calle y si no conoce las órdenes.

—Soy maestrante, señor teniente. De Sevilla.

—Pues vuélvase inmediatamente a su casa. Yo voy de camino a mi cuartel, y las órdenes son de no moverse. Y si llega el caso, de disparar para sosegar el tumulto.

—¿Contra la gente?

—Todo puede ser. Ya ve cómo andan todos, rabiosos y sin freno. Hay muchas muertes de franceses y empieza a haberlas de paisanos… Usted parece de buena familia. Ni se le ocurra juntarse con la gente exaltada.

—Pero… ¿De verdad nuestras tropas no van a entrar en combate?

—Ya se lo he dicho, diantre. Le repito que vaya a su casa y no se mezcle con esa chusma.

Convencido y obediente, escarmentado por la propia experiencia, Antonio Alcalá Galiano desanda el camino a su domicilio, donde la madre, que aguarda angustiada, lo recibe con muchos ruegos de que no vuelva a salir. Y al fin, confuso y desalentado por cuanto ha visto, accede a quedarse en casa.

Mientras el joven Alcalá Galiano renuncia a ser actor de la jornada, grupos de madrileños siguen intentando llegar al parque de Monteleón en busca de armas. Desviándose en largo rodeo, el cerrajero Blas Molina y los suyos se ven detenidos cerca de la corredera de San Pablo por la presencia de un piquete francés, al que Molina, con el juicio despabilado por la experiencia de Palacio, decide no incomodar.

—Cada cosa a su tiempo —susurra—. Y los nabos en Adviento.

Otras partidas, sin embargo, llegan pronto y sin novedad a las puertas del parque, engrosando el número de los que allí se congregan. Tal es el caso de la acaudillada por el estudiante asturiano José Gutiérrez, un joven flaco y enérgico a quien se unen, con otra docena de individuos, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. También el vecino de la calle del Príncipe Cosme Martínez del Corral, impresor y administrador de una fábrica de papel y antiguo soldado de artillería, pese a llevar encima 7.250 reales en cédulas retiradas esta mañana, acude a Monteleón para ofrecerse a sus antiguos compañeros, por si se ven en trance de batirse. Por su parte, el almacenista de carbón Cosme de Mora, que tiene tienda en la corredera de San Pablo, y su amigo el portero de juzgado Félix Tordesillas, vecino de la calle del Rubio, logran abrirse paso al frente de un grupo de vecinos sin encontrar franceses que los inquieten. A esta partida, una de las más numerosas, se unen por el camino el oficial de obras Francisco Mata, el carpintero Pedro Navarro, el sangrador de la calle Silva Jerónimo Moraza, el arriero leonés Rafael Canedo, y José Rodríguez, botillero de San Jerónimo, que viene acompañado de su hijo Rafael. En la calle Hortaleza los alcanzan los hermanos Antonio y Manuel Amador; que, pese a su rechazo y a los pescozones que le dan, no pueden evitar que los siga su hermano pequeño Pepillo, de once años.

Otra cuadrilla que está a punto de llegar a Monteleón es la levantada por José Fernández Villamil, hostelero de la plazuela de Matute, a quien siguen escoltando los mozos a su servicio, algunos vecinos y el mendigo de Antón Martín. Irrumpiendo en el retén de Inválidos de las Casas Consistoriales, Fernández Villamil ha logrado apoderarse, sin resistencia por parte de los guardias —uno se unió a ellos—, de media docena de fusiles, sus bayonetas y la munición correspondiente. Entre todos los paisanos sublevados hoy en Madrid, el hostelero y su partida serán de los que más peripecias vivan. Apenas conseguidos los fusiles, tras encaminarse a Palacio por Atocha y la calle Mayor, tuvieron un encuentro cerca de los Consejos con un pequeño destacamento de caballería imperial. En la escaramuza, derribado de un tiro el oficial enemigo, el grupo se vio obligado a retroceder hasta los soportales de la plaza Mayor, manteniendo allí un breve tiroteo hasta que, llegada desde Palacio una avanzada de infantería francesa, el hostelero y los suyos tuvieron que replegarse, cruzando al descubierto y bajo fuego intenso la puerta de Guadalajara hacia la plaza de las Descalzas, donde se les unieron el maestro cerrajero Bernardo Morales y Juan Antonio Martínez del Álamo, dependiente de Rentas Reales. Un nuevo intento de ir a Palacio se vio frustrado hace rato por una descarga de metralla al doblar una esquina. De regreso a las Descalzas, mientras se detenían agrupados para recobrar aliento discutiendo qué hacer, algunos vecinos les han dicho desde los balcones que grupos de paisanos se dirigen al parque de Monteleón. De modo que, tras breve alto para refrescarse en la taberna de San Martín y coger un pellejo de vino de una arroba para el camino —a la vista de los fusiles, el tabernero se niega a cobrarles nada—, Villamil y sus hombres, mendigo incluido, toman a buen paso el camino del parque, sin que esta vez nadie grite «¡A matar franceses!». Aunque se cruzan con pequeños grupos que alborotan y piden armas, o vecinos que jalean desde portales, balcones y ventanas, el hostelero y sus acompañantes, escarmentados, avanzan ojo avizor pegados a las casas, con las armas prevenidas, la boca cerrada y procurando no llamar la atención.

Por las ventanas de la Junta de Artillería siguen oyéndose disparos a lo lejos —ahora el tiroteo es continuo— y gritos de gente suelta que pasa camino de Monteleón. A las once de la mañana, el capitán Pedro Velarde, que para preocupación de su coronel continúa haciendo garabatos en un papel mientras murmura entre dientes «a batirnos, a batirnos», echa hacia atrás su silla, con violencia, y se pone en pie, apoyadas ambas manos en la mesa.

—¡A morir! —exclama—. ¡A vengar a España!

Navarro Falcón se levanta e intenta contenerlo, pero Velarde está fuera de sí. Cada disparo de los que suenan en la calle, cada grito de la gente que pasa, parece roerle las entrañas. Descompuesto el gesto, pálido el rostro, rechaza a su superior, y ante los ojos espantados de oficiales, soldados y escribientes que acuden al oír sus voces, se precipita hacia la escalera.

—¡Vamos a batirnos con los franceses!… ¡A defender a la patria!

Todos se miran indecisos mientras el coronel levanta los brazos, ordenando que permanezcan donde están. Velarde, que se ha detenido un instante para ver si alguien lo acompaña, da media vuelta y se lanza a la calle, arrebatando de camino el fusil a uno de los ordenanzas.

—¡Todo el mundo quieto! —ordena Navarro Falcón—. ¡Que nadie lo siga!

Del medio centenar de hombres que en este momento se encuentran en las oficinas, patio y zaguán de la Junta de Artillería, sólo dos desobedecen esa orden: el escribiente de cuenta y razón Manuel Almira y el meritorio Domingo Rojo Martínez. Levantándose de sus mesas, dejan plumas y tinteros, cogen cada uno un fusil, y sin decir palabra siguen a Velarde.

Casi a la misma hora en que el capitán Velarde abandona la Junta de Artillería, al otro lado de la ciudad, cerca de la fuente de Neptuno, el capitán Marcellin Marbot mira la cuesta que baja del Buen Retiro, dispuesto a guiar las avanzadas de la columna de caballería que el general Grouchy envía en dirección a la puerta del Sol, donde según un correo que acaba de llegar —al galope y con un brazo roto de un balazo— todo sigue en manos del populacho. Vuelto a mirar sobre la grupa del caballo, firme y erguido en su silla, Marbot admira el aspecto imponente de la máquina de guerra inmóvil a su espalda.

«Nada en el mundo —se dice con orgullo— puede detener esto».

Y no le falta razón. Aquélla es la crema de las tropas imperiales. La mejor caballería del mundo. A lo largo de la tapia sur de las caballerizas, escalonadas por escuadrones, las compactas filas de monturas y jinetes ocupan toda la extensión de la alameda hasta la plaza del Coliseo del antiguo palacio de los Austrias, centellando puntas de lanza, cascos y cordones dorados bajo el sol de la mañana. La vanguardia está formada por un centenar de mamelucos y medio centenar de dragones de la Emperatriz. Los siguen doscientos cazadores a caballo y otros tantos granaderos montados, pertenecientes todos a la Guardia Imperial, y casi un millar de dragones de la brigada Privé. La misión de esa fuerza de caballería es despejar la puerta del Sol y la plaza Mayor para converger allí con la infantería, que llegará por las calles Arenal y Mayor, y la caballería pesada, que desde los Carabancheles avanzará por la calle de Toledo.

—Usted dirá, Marbot.

El veterano coronel Daumesnil, encargado de dirigir el primer ataque, llega junto al capitán. Viene a lomos de un espléndido tordo rodado, vestido con su vistoso uniforme de coronel de cazadores a caballo de la Guardia: el dolmán verde, la pelliza roja balanceándose con garbo sobre un hombro, el colbac de piel de oso con su barbuquejo enmarcándole los ojos vivos y el mostacho. Reprimir alborotos de muchachos y viejas, ha dicho despectivo, es impropio de un soldado. Pero las órdenes son las órdenes. Respetuosamente, Marbot recomienda la calle de Alcalá, que es ancha y despejada.

—Con atención a las bocacalles de la izquierda, mi coronel. Hay mucha gente emboscada.

Daumesnil, sin embargo, se muestra partidario de enviar la vanguardia por San Jerónimo, que es el camino más corto. El resto de la fuerza seguirá luego por Alcalá, despejando así ambas avenidas.

—Que asomen el hocico, si se atreven… ¿Se adelanta usted de vuelta con el gran duque o viene con nosotros?

—Tal como está la puerta del Sol, prefiero acompañarlos. Ya ha visto cómo llegó el último batidor, y lo que cuenta. Con mi pequeña escolta no podré pasar.

—Permanezca a mi lado, entonces… ¡Mustafá!

El bravo jefe de los mercenarios egipcios, el mismo que en Austerlitz estuvo a punto de alcanzar al gran duque Constantino de Rusia, avanza con su caballo, acariciándose solemne los desaforados bigotes. Es un tipo grande y fuerte, que viste pantalón bombacho rojo, chaleco y turbante, y al cinto luce curva gumía y un largo alfanje, como el resto de sus camaradas.

—Tú y tus mamelucos vais delante. Sin piedad.

En el rostro atezado del egipcio destella una sonrisa feroz.
«Iallah Bismillah»
, responde, y tornando grupas alcanza la cabeza de su colorida tropa. Entonces el coronel Daumesnil se vuelve a su corneta de órdenes, suena un clarinazo, todos gritan «¡Viva el Emperador!» y la vanguardia de la columna se pone en marcha.

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