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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (10 page)

El marqués de Malpica no es el único que ha pensado en cortar el paso a las tropas francesas. En el noroeste de la ciudad, un grupo numeroso y armado con escopetas de caza y carabinas, en el que se cuentan Nicolás Rey Canillas, de treinta y dos años, mozo de Guardias de Corps y ex soldado de caballería, Ramón González de la Cruz, criado del mariscal de campo don José Jenaro Salazar, el cocinero José Fernández Viñas, el vizcaíno Ildefonso Ardoy Chavarri, el zapatero de veinte años Juan Mallo, el aceitero de veintiséis Juan Gómez García y el soldado de Dragones de Pavía Antonio Martínez Sánchez, deciden obstaculizar la salida de la tropa francesa que ocupa el cuartel del Conde-Duque, junto a San Bernardino, y se apostan en las proximidades. El primero en morir es Nicolás Rey, que lleva dos pistolas cargadas al cinto; y que al toparse con un centinela, a quien descerraja un tiro a bocajarro, es alcanzado por un balazo. Desde ese momento, tomando posiciones en las casas cercanas y tras las tapias, los sublevados abren fuego y se generaliza un combate que será breve por la desproporción de fuerzas: quinientos franceses frente a veintipocos madrileños. Saliendo los marinos de la Guardia Imperial del cuartel, dirigen un eficaz fuego graneado que obliga a replegarse a los atacantes. En la retirada, deteniéndose de vez en cuando a disparar mientras saltan tapias y huertos para ponerse a salvo, morirán González de la Cruz, Juan Mallo, Ardoy, Fernández Viñas y el soldado Martínez Sánchez.

No sólo mueren los combatientes. Exasperados por el acoso de los madrileños, los piquetes franceses empiezan a hacer fuego contra los vecinos asomados a ventanas y balcones, o contra grupos de curiosos. El ex sacerdote José Blanco White, sevillano de treinta y dos años, sale a ver qué ocurre cuando oye el tumulto desde la casa que lleva dos meses habitando en el número 8 de la calle Silva.

—¡Los franceses tiran contra el pueblo! —le advierte un vecino.

En realidad, José Blanco White todavía no se llama así. El nombre —tomado de su ascendencia irlandesa— lo adoptará más tarde, britanizando el suyo original de José María Blanco y Crespo, cuando exiliado en Inglaterra escriba unas
Cartas de España
fundamentales para comprender el tiempo que le toca vivir. Ahora, a Blanco White, el Pepe Crespo de las tertulias sevillanas y de los cafés madrileños, amigo del poeta Quintana y al mismo tiempo admirador del teatro de Moratín, hombre ilustrado, lúcido, cuyas ideas de libertad y progreso están más cerca de las extranjeras que del cerrado ambiente de telarañas y sacristía que tanto lo desazona en su patria —es lector pertinaz de Feijoo, Rousseau y Voltaire—, la noticia de la represalia francesa le parece increíble; una atrocidad enorme e impolítica. De modo que se apresura a confirmarlo con sus propios ojos. Así llega a la plaza de Santo Domingo, donde confluyen cuatro grandes calles, una de las cuales viene directamente de Palacio. Por ella resuena el redoble de un tambor, y Blanco White se detiene junto a un grupo de gente pacífica, transeúntes bien vestidos y menestrales del barrio. Aparece entonces al extremo de la calle una tropa francesa a paso ligero, con los fusiles prevenidos. Mientras Blanco White espera a verlos de cerca, sin sospechar peligro alguno, observa que los imperiales hacen alto a veinte pasos y encaran sus armas.

—¡Cuidado!… ¡Van a disparar!… ¡Cuidado!

La descarga llega inesperada, brutal, y un hombre cae muerto a la entrada de la calle por donde todos escapan corriendo. Con el corazón saltándole en el pecho, aterrado por lo que acaba de presenciar y sin aliento, Blanco White corre de vuelta a su casa, sube las escaleras y cierra la puerta. Allí, indeciso, lleno de turbación, abre la ventana, escucha más disparos y vuelve a cerrarla a toda prisa. Luego, sin saber qué hacer, saca de un arcón una escopeta de caza, y con ella en las manos se pasea por la habitación, sobresaltándose a cada descarga cercana. Es un acto suicida, se dice, echarse a la calle de cualquier modo, sin saber para qué. Con quién ni contra quién. A fin de calmarse, mientras toma una decisión, coge una caja de pólvora y plomos y se pone a hacer cartuchos para la escopeta. Al cabo, sintiéndose ridículo, devuelve la escopeta al arcón y va a sentarse junto a la ventana, estremeciéndose con el crepitar del tiroteo que se extiende por los barrios cercanos, punteado a intervalos por el retumbar del cañón.

Cuando el capitán Marbot regresa al palacio Grimaldi, encuentra al duque de Berg saliendo a caballo con toda su plana mayor, escoltado por medio escuadrón de jinetes polacos y una compañía de fusileros de la Guardia Imperial. Como la situación se complica, y teme quedar aislado allí, Murat ha decidido trasladar su cuartel general cerca de las caballerizas del Palacio Real, en la cuesta de San Vicente, por donde tiene prevista su llegada la infantería acampada en El Pardo, mientras otra columna lo hará desde la Casa de Campo por el puente de Segovia. Una ventaja táctica del sitio, aunque eso nadie lo comenta en voz alta, es que desde allí podría Murat, con su cuartel general en pleno, rodear por el norte y replegarse sobre Chamartín si la ciudad quedase bloqueada y las cosas se salieran de madre.

—¡La caballería ya debería estar en la puerta del Sol, acuchillando a esa chusma! ¡Y Godinot y Aubrée avanzando detrás con su infantería!… ¿Qué pasa en el Buen Retiro?

El duque de Berg da furiosos tirones a las riendas del caballo. Su humor ha empeorado, y no le faltan motivos. Acaba de saber que más de la mitad de los correos enviados a las tropas han sido interceptados. Al menos ésa es la palabra que utiliza el general Belliard. El capitán Marbot, que se acerca sobre su montura mientras el rutilante grupo de estado mayor toma la calle Nueva hacia el Campo de Guardias, tuerce la boca al escuchar el eufemismo. Es una forma como otra cualquiera, piensa, de describir a jinetes apedreados desde las casas y las esquinas, acorralados por la gente, derribados de sus caballos y apuñalados en calles y plazas.

—Ahí tiene un pliego de órdenes, Marbot. Haga el favor de llevarlo al Buen Retiro. A rienda suelta.

—¿A quién se lo entrego, Alteza?

—Al general Grouchy. Y si no lo encuentra, a cualquiera que esté al mando… ¡Muévase!

El joven capitán recibe el sobre sellado, se lleva la mano al colbac y pica espuelas en dirección a Santa María y la calle Mayor, dejando atrás al escoltadísimo duque de Berg. Debido a la importancia de su misión, el general Belliard ha tenido la precaución de asignarle cuatro dragones de escolta. Mientras cabalga precediéndolos por la calle de la Encarnación, Marbot inclina la cabeza sobre la crin del caballo y aprieta los dientes, esperando el golpe de una teja, la maceta o el escopetazo que lo derriben de la silla. Es un militar profesional y con experiencia, pero eso no le impide lamentar su mala suerte. No hay tarea más peligrosa que llevar un mensaje a través de una ciudad en estado de insurrección; y su misión consiste en llegar al Buen Retiro, donde se encuentran acampadas la caballería de la Guardia Imperial y una división de dragones, sumando tres mil jinetes. La distancia no es grande, pero el itinerario incluye la calle Mayor, la puerta del Sol y las calles de Alcalá o San Jerónimo, que en este momento son, para un francés, los peores lugares de Madrid. A Marbot no se le escapa que Murat, consciente de lo peligroso del encargo, se lo ha encomendado a él, joven oficial agregado a su estado mayor, en vez de a los edecanes titulares, a quienes prefiere mantener cerca y a salvo.

Aún no han perdido de vista Marbot y sus cuatro dragones el palacio Grimaldi, cuando desde un balcón les tiran un escopetazo, que eluden sin consecuencias. A su paso suenan varios tiros más —por fortuna no son militares quienes disparan, sino civiles con escopetas de caza y pistolas— y algunos objetos caen desde balcones y ventanas. Acompañados del sonido de los cascos de sus monturas, los cinco jinetes avanzan al galope por las calles, en grupo compacto que obliga a la gente a dejar paso libre. De ese modo toman la calle Mayor y llegan a la puerta del Sol, donde la multitud es tanta y tan amenazadora que Marbot siente flaquearle el ánimo. Si vacilamos, concluye, aquí se acaba todo.

—¡No os detengáis! —grita a sus hombres—. ¡O estamos muertos!

Y así, temiendo a cada zancada del caballo verse desmontado y hecho pedazos, el capitán clava espuelas, ordena a los dragones juntarse bien unos con otros, y los cinco cabalgan hacia la embocadura de San Jerónimo sin que los que se apartan a su paso, intentando algunos atrevidos oponerse o agarrarlos por las riendas —el propio Marbot atropella con su caballo a un par de exaltados—, puedan hacer otra cosa que insultarlos, arrojarles piedras y palos, y verlos pasar, impotentes. Sin embargo, entre la calle del Lobo y el hospital de los Italianos, la carrera se trunca: un hombre envuelto en una capa dispara a bocajarro una pistola contra el caballo de uno de los dragones, que hinca el belfo y derriba al jinete. En el acto sale de las casas vecinas un grupo numeroso que intenta degollar al dragón caído; pero Marbot y los otros tiran de las riendas, vuelven grupas y acuden en socorro del camarada, imponiéndose a sablazos sobre las navajas y puñales que manejan los atacantes, casi todos jóvenes y desharrapados, de los que tres quedan en el suelo y huye el resto; no sin que dos dragones sufran heridas ligeras y Marbot reciba una recia puñalada que, pese a no dar en carne, rasga una manga de su dolmen. Al fin, dando una mano al dragón desmontado para que se agarre a las sillas y corra entre dos caballos, los cinco hombres prosiguen la marcha a toda prisa, carrera de San Jerónimo abajo, hasta las caballerizas del Buen Retiro.

Mientras eso ocurre, el cerrajero Blas Molina Soriano también corre junto a los muros del convento de Santa Clara, huyendo de las descargas francesas. Tiene intención de bajar hacia la calle Mayor y la puerta del Sol para unirse a los que allí están; pero suena tiroteo y gritos de gente desbandada hacia la Platería, así que se detiene en la plazuela de Herradores con varios fugitivos que, como él, vienen corriendo desde Palacio. Entre ellos se encuentran el grupo del chocolatero José Lueco y otra pequeña cuadrilla formada por un hombre mayor de barba blanca, que trae una antigua espada llena de herrumbre en la mano, y tres jóvenes armados con oxidadas moharras de lanzas; armas todas viejas de más de un siglo, y que, cuentan, han cogido en la tienda de un chamarilero. Dos mujeres y un vecino salen a darles agua y a preguntar cómo están las cosas, aunque hay más gente arriba, en las ventanas, mirando sin comprometerse. Molina, que tiene una sed atroz, bebe un trago y pasa la jarra.

—¡Quién tuviera fusiles! —se lamenta el viejo de la barba blanca.

—Y que lo diga usted, vecino —apostilla uno de los jóvenes—. Hoy veríamos cosas gordas.

En ese momento el cerrajero tiene una inspiración. El recuerdo de su visita al parque de Monteleón, escoltando al joven Fernando VII, lo ilumina de pronto. Su memoria registró fielmente los cañones puestos en el patio, los fusiles alineados en sus armeros. Y ahora se da una sonora palmada en la frente.

—¡Estúpido de mí! —exclama.

Los otros lo miran, sorprendidos. Entonces se explica. En el parque de artillería hay armas, pólvora y munición. Con todo eso en su poder, los madrileños podrían tratar a los franceses de hombre a hombre, como debe ser, en vez de hacerse ametrallar por las calles, indefensos.

—Ojo por ojo —puntualiza, feroz.

A medida que explica su plan, Molina ve animarse los rostros de cuantos lo rodean: miradas de esperanza y ansia de revancha sustituyen a la fatiga. Al fin, levanta en alto el bastón de nudos con el que apaleó al soldado francés y echa a andar, decidido, hacia la calle de las Hileras.

—¡Quien quiera luchar, que me siga! Y ustedes, vecinas, corran la voz… ¡Hay fusiles en el parque de Monteleón!

3

En el parque de Monteleón, el teniente Rafael de Arango ha visto, con grandísimo alivio, abrirse un poco las puertas y entrar tranquilamente al capitán Luis Daoiz.

—¿Qué tenemos por aquí? —pregunta el recién llegado, con mucha sangre fría.

Arango, que debe contenerse para no perder las formas y abrazar a su superior, lo pone al corriente, incluido lo de colocar piedras en los fusiles y disponer alguna cartuchería, precauciones que Daoiz aprueba.

—Es hacer un poco de contrabando —dice con una breve sonrisa—. Pero eso llevamos adelantado, por si acaso.

La situación, le informa el teniente, es difícil, con el capitán francés y su gente muy nerviosos, y el gentío de afuera cada vez más espeso. Mientras se escuchan tiros hacia el centro de la ciudad, nuevos grupos de alborotadores confluyen desde las calles próximas a las de San José y San Pedro, delante del parque. Los vecinos, entre ellos muchas mujeres exaltadas, salen a unírseles y golpean las puertas pidiendo armas. Según el cabo Alonso, que sigue en la entrada, y el maestre mayor Juan Pardo, que vive enfrente y va y viene con noticias de la calle, todo se complica por momentos. El propio Daoiz pudo comprobarlo cuando se dirigía hacia aquí, enviado por el coronel Navarro Falcón.

—Así es —dice el capitán en el mismo tono de calma—. Pero creo que podemos controlar las cosas, de momento… ¿Cómo están los hombres?

—Preocupados, pero mantienen la disciplina —Arango baja la voz—. Imagino que al verlo a usted aquí estarán más confortados. Algunos vinieron a decirme que, si hay que batirse, cuente con ellos.

Daoiz sonríe, tranquilizador.

—No llegaremos a eso. Las órdenes que traigo son todo lo contrario: calma absoluta y ni un solo artillero fuera del parque.

—¿Y lo de dar armas al pueblo?

—Menos todavía. Sería un disparate, tal como están los ánimos… ¿Qué hay de los franceses?

Arango señala el centro del patio, donde el capitán imperial y sus subalternos forman un grupo que observa, preocupado, a los oficiales españoles. El resto de la tropa, excepto los pocos que hay vigilando la puerta, permanece formado a discreción veinte pasos más allá. Algunos hombres están sentados en el suelo.

—El capitán andaba muy arrogante hace un rato. Pero a medida que la gente se reunía afuera, se ha ido arrugando… Ahora está nervioso, y creo que tiene miedo.

—Voy a hablar con él. Un hombre nervioso y asustado resulta más peligroso que sereno.

En ese momento se acerca el cabo Alonso, que viene de la puerta. Tres oficiales de artillería solicitan entrar. Daoiz, que no parece sorprendido, dice que los dejen pasar; y al poco aparecen en el patio con aire casual, vestidos de uniforme y sable al cinto, el capitán Juan Cónsul y los tenientes Gabriel de Torres y Felipe Carpegna. Los tres saludan a Daoiz de modo tan serio y circunspecto que hace pensar a Arango que no es la primera vez que se encuentran esta mañana. Juan Cónsul es amigo íntimo de Daoiz; y su nombre, junto al del capitán Velarde y el de otros, circula estos días entre rumores de conspiración. También es uno de los que ayer lo acompañaban en el frustrado desafío de la fonda de Genieys.

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