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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera

 

Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian.

En
Un día de cólera
, Arturo Pérez-Reverte convierte en historia colectiva las pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra
novela
justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

Arturo Pérez-Reverte

Un día de cólera

ePUB v1.2

Himali
03.02.11

Título original:
Un día de cólera

Arturo Pérez-Reverte, 2007

Diseño portada: Eugenio Álvarez Dumunt,
Malasaña y su hija

Proyecto: Enric Samé

Páginas: 250

Editor original: deor67 (v1.0 a v1.1)

Segundo editor: Himali (v1.2)

ePub base v2.0

A Étienne de Montety, gabacho

Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza, corriendo a las armas. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor.

Napoleón Bonaparte, citado por Les Cases

Memorial de Santa Helena

Tengo por enemigo a una nación de doce millones de almas, enfurecidas hasta lo indecible. Todo lo que aquí se hizo el dos de mayo fue odioso. No, Sire. Estáis en un error. Vuestra gloria se hundirá en España.

Carta de José Bonaparte a su hermano el Emperador

Los que dieron la cara no fueron en verdad los doctos. Ésos pasaron todo el sarampión napoleónico, y en nombre de las ideas nuevas se hubieran dejado rapar como quintos e imponer el imperial uniforme. Los que salvaron a España fueron los ignorantes, los que no sabían leer ni escribir… El único papel decoroso que España ha representado en la política europea lo ha representado ese pueblo ignorante que un artista tan ignorante y genial como él, Goya, simbolizó en aquel hombre o fiera que, con los brazos abiertos, el pecho salido, desafiando con los ojos, ruge delante de las balas que lo asedian.

Ángel Ganivet

Granada la bella

1

Siete de la mañana y ocho grados en los termómetros de Madrid, escala Réaumur. El sol lleva dos horas por encima del horizonte, y desde el otro extremo de la ciudad, recortando torres y campanarios, ilumina la fachada de piedra blanca del palacio de Oriente. Llovió por la noche y aún quedan charcos en la plaza, bajo las ruedas y los cascos de los caballos de tres carruajes de camino, vacíos, que acaban de situarse ante la puerta del Príncipe. El conde Selvático, gran cruz de Carlos III sobre el casacón cortesano, gentilhombre florentino de la servidumbre de la reina de Etruria —viuda, hija de los viejos reyes Carlos IV y María Luisa—, se asoma un momento, observa los carruajes y entra de nuevo. Algunos madrileños desocupados, en su mayor parte mujeres, miran con curiosidad. No llegan a una docena, y todos guardan silencio. Uno de los dos centinelas de la puerta está apoyado en su fusil con la bayoneta calada, junto a la garita, indolente. En realidad, esa bayoneta es su única arma efectiva; por órdenes superiores, su cartuchera está vacía. Al escuchar las campanadas de la cercana iglesia de Santa María, el soldado observa de reojo a su compañero, que bosteza. Les queda una hora para salir de guardia.

En casi toda la ciudad, el panorama es tranquilo. Abren los comercios madrugadores, y los vendedores disponen en las plazas sus puestos de mercancías. Pero esa aparente normalidad se enrarece en las proximidades de la puerta del Sol: por San Felipe y la calle de Postas, Montera, la iglesia del Buen Suceso y los escaparates de las librerías de la calle Carretas, todavía cerradas, se forman pequeños grupos de vecinos que confluyen hacia la puerta del edificio de Correos. Y a medida que la ciudad despierta y se despereza, hay más gente asomada en ventanas y balcones. Circulan rumores de que Murat, gran duque de Berg y lugarteniente de Napoleón en España, quiere llevarse hoy a Francia a la reina de Etruria y al infante don Francisco de Paula, para reunirlos con los reyes viejos y su hijo Fernando VII, que ya están allí. La ausencia de noticias del joven rey es lo que más inquieta. Dos correos de Bayona que se esperaban no han llegado todavía, y la gente murmura. Los han interceptado, es el rumor. También se dice que el Emperador quiere tener junta a toda la familia real para manejarla con más comodidad, y que el joven Fernando, que se opone a ello, ha enviado instrucciones secretas a la junta de Gobierno que preside su tío el infante don Antonio. «No me quitarán la corona —dicen que ha dicho— sino con la vida».

Mientras los tres carruajes vacíos aguardan ante Palacio, al otro extremo de la calle Mayor, en la puerta del Sol, apoyado en la barandilla de hierro del balcón principal de Correos, el alférez de fragata Manuel María Esquivel observa los corrillos de gente. En su mayor parte son vecinos de las casas cercanas, criados enviados en busca de noticias, vendedores, artesanos y gente subalterna, sin que falten chisperos y manolos característicos del Barquillo, Lavapiés y los barrios crudos del sur. No escapan al ojo atento de Esquivel pequeños grupos sueltos de tres o cuatro hombres de aspecto forastero que se mantienen silenciosos y a distancia. Aparentan desconocerse entre ellos, pero todos tienen en común ser jóvenes y vigorosos. Sin duda se cuentan entre los llegados el día anterior, domingo, desde Aranjuez y los pueblos vecinos, que por alguna razón —ninguna puede ser buena, deduce el alférez de fragata— no han salido todavía de la ciudad. También hay mujeres, pues suelen ser madrugadoras: la mayoría trae la canasta del mercado al brazo y comadrea repitiendo los rumores y chismes que circulan en los últimos días, agravados por la tensa jornada de ayer, cuando se abucheó a Murat mientras iba a una revista militar en el Prado. Sus batidores incomodaban a la gente para abrir paso, y la vuelta tuvo que hacerla con escolta de caballería y cuatro cañones, con el populacho cantándole:

Por pragmática sanción

se ha mandado publicar

el que al jarro de cagar

se llame Napoleón.

Esquivel, al mando del pelotón de granaderos de Marina que guarnece Correos desde las doce del día anterior, es un oficial prudente. Además, la tradicional disciplina de la Armada equilibra su juventud. Las órdenes son evitar problemas. Los franceses están sobre las armas, y se teme que sólo esperen un pretexto serio para dar un escarmiento que apacigüe la ciudad. Lo comentó anoche en el cuerpo de guardia, hacia las once, el teniente general don José de Sexti: un italiano al servicio de España, hombre poco simpático, que preside por parte española la comisión mixta para resolver los incidentes —cada vez más numerosos— entre madrileños y soldados franceses.

—Sobre las armas, como le digo —contaba Sexti—. Los imperiales casi no me dejan pasar por delante del cuartel del Prado Nuevo, y eso que voy de uniforme… Todo tiene un aspecto infame, se lo aseguro.

—¿Y no hay ninguna instrucción concreta?

—¿Concreta?… No sea infeliz, hombre. La junta de Gobierno parece un corral con la raposa dentro.

Estando en conversación, los dos militares oyeron rumor de caballos y salieron a la puerta, a tiempo de ver una numerosa partida francesa que se dirigía al galope hacia el Buen Retiro, bajo la lluvia, para reunirse con los dos mil hombres que allí acampan con varias piezas de artillería. Al ver aquello, Sexti se fue a toda prisa, sin despedirse, y Esquivel envió otro mensajero a sus superiores pidiendo instrucciones, sin recibir respuesta. En consecuencia, puso a los hombres en estado de alerta y extremó la vigilancia durante el resto de la noche, que se hizo larga. Hace un rato, al empezar a congregarse vecinos en la puerta del Sol, mandó a un cabo y cuatro soldados a pedir a la gente que se aleje; pero nadie obedece, y los corrillos engrosan a cada minuto que pasa. No puede hacerse más, así que el alférez de fragata acaba de ordenar al cabo y los soldados que se retiren, y a los centinelas de guardia que, al menor incidente, se metan dentro y cierren las puertas. Ni siquiera en caso de que estalle un altercado los granaderos podrán hacer nada, en un sentido u otro. Ni ellos, ni nadie. Por orden de la Junta de Gobierno y de don Francisco Javier Negrete, capitán general de Madrid y Castilla la Nueva, y para complacer a Murat, a las tropas españolas se les ha retirado la munición. Con diez mil soldados imperiales dentro de la ciudad, veinte mil dispuestos en las afueras y otros veinte mil a sólo una jornada de marcha, los tres mil quinientos soldados de la guarnición local están indefensos frente a los franceses.

«Lo mismo que la generosidad de este pueblo hacia los extranjeros no tiene límites, su venganza es terrible cuando se le traiciona.»

Jean Baptiste Antoine Marcellin Marbot, hijo y hermano de militares, futuro general, barón, par de Francia y héroe de las guerras del Imperio, que esta mañana es un simple capitán de veintiséis años asignado al estado mayor del gran duque de Berg, cierra el libro que tiene en las manos —
El último Abencerraje
, del vizconde Chateaubriand— y mira el reloj de bolsillo puesto sobre la mesita de noche. Hoy no entra de servicio hasta las diez y media en el palacio Grimaldi, con el resto de ayudantes militares de Murat; de modo que se levanta sin prisas, acaba el desayuno que un criado de la casa donde se aloja le ha servido en la habitación, y empieza a afeitarse junto a la ventana, mirando la calle desierta. El sol que atraviesa los vidrios ilumina, desplegado sobre un sofá y una silla, su elegante uniforme de oficial edecán del gran duque: pelliza blanca, pantalón carmesí, botas hannoverianas y colbac de piel a lo húsar. A pesar de su juventud, Marbot es veterano de Marengo, Austerlitz, Jena, Eylau y Friedland. Tiene experiencia, por tanto. Es, además, un militar ilustrado: lee libros. Eso sitúa su visión de los acontecimientos por encima de la de muchos compañeros de armas, partidarios de arreglarlo todo a sablazos.

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