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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (2 page)

El joven capitán sigue afeitándose. Una chusma de aldeanos embrutecidos e ignorantes, gobernada por curas. Así ha calificado hace poco el Emperador a los españoles, a quienes desprecia —con motivo— por el infame comportamiento de sus reyes, la incompetencia de sus ministros y Consejos, la incultura y el desinterés del pueblo por los asuntos públicos. Al capitán Marbot, sin embargo, cuatro meses en España lo llevan a la conclusión —al menos eso afirmará cuarenta años más tarde, en sus memorias— de que la empresa no es tan fácil como creen algunos. Los rumores que circulan sobre el proyecto del Emperador de barrer la corrupta estirpe de los Borbones, retener a toda la familia real en Bayona y dar la corona a uno de sus hermanos, Luciano o José, o al duque de Berg, contribuyen a enrarecer el ambiente. Según los indicios, Napoleón estima favorable para sus planes el momento actual. Está seguro de que los españoles, hartos de Inquisición, curas y mal gobierno, empujados por compatriotas ilustrados que tienen puestos los ojos en Francia, se lanzarán a sus brazos, o a los de una nueva dinastía que abra puertas a la razón y al progreso. Pero, aparte conversaciones mantenidas con algunos oficiales y personajes locales inclinados a las ideas francesas —
afrancesados
los llaman aquí, y no precisamente para ensalzarlos—, a medida que las tropas imperiales bajan desde los Pirineos adentrándose en el país, con el pretexto de ayudar a España contra Inglaterra en Portugal y Andalucía, lo que Marcellin Marbot ve en los ojos de la gente no es anhelo de un futuro mejor, sino rencor y desconfianza. La simpatía con que al principio fueron acogidos los ejércitos imperiales se ha trocado en recelo, sobre todo desde la ocupación de la ciudadela de Pamplona, de las fortalezas de Barcelona y del castillo de Figueras, con tretas consideradas insidiosas hasta por los franceses que se dicen imparciales, como el propio Marbot. Maniobras que a los españoles, sin distinción de militares o civiles, incluso a los partidarios de una alianza estrecha con el Emperador, han sentado como un pistoletazo.

«Su venganza es terrible cuando se le traiciona

Las palabras escritas por Chateaubriand dan vueltas en la cabeza del capitán francés, que continúa rasurándose con el esmero que corresponde a un elegante oficial de estado mayor. La palabra
venganza
, concluye sombrío, encaja bien con esos ojos oscuros y hostiles que siente clavados en él cada vez que sale a la calle; con las navajas de dos palmos que asoman metidas en cada faja, bajo las capas que todos llevan; con los hombres de rostro moreno y patilludo que hablan en voz baja y escupen al suelo; con las mujeres desabridas que insultan sin rebozo a los que llaman
franchutes, mosiús
y
gabachos
sin disimular la voz, o pasean descaradas, abanicándose envueltas en sus mantillas, ante las bocas de los cañones franceses apostados en el Prado. Traición y venganza, se repite Marbot, incómodo. El pensamiento lo lleva a distraerse un instante, y por eso se hace un corte en la mejilla derecha, entre el jabón que la cubre. Cuando maldice y sacude la mano, una gota roja se desliza por el filo de la navaja de cachas de marfil y cae en la toalla blanca que tiene extendida sobre la mesa, ante el espejo.

Es la primera sangre que se derrama el 2 de mayo de 1808.

—Acuérdate siempre de que hemos nacido españoles.

El teniente de artillería Rafael de Arango baja despacio los peldaños de su casa, que crujen bajo las botas bien lustradas, y se detiene en el portal, pensativo, abotonándose la casaca azul turquí con vivos encarnados. Las palabras que acaba de dedicarle su hermano José, intendente honorario del Ejército, le producen especial desasosiego. O tal vez no sean las palabras, sino el fuerte apretón de manos y el abrazo con que lo ha despedido en el pasillo de la casa familiar, al enterarse de que se encamina a tomar las órdenes del día antes de acudir a su puesto en el parque de Monteleón.

—Buenos días, mi teniente —lo saluda el portero, que barre el umbral—. ¿Cómo andan las cosas?

—Te lo diré cuando vuelva, Tomás.

—Hay gabachos calle abajo, junto a la panadería. Un piquete dentro del mesón, desde anoche. Pero no asoman la gaita.

—No te preocupes por eso. Son nuestros aliados.

—Si usted lo dice, mi teniente…

Inquieto, Arango se pone un poco atravesado el sombrero negro de dos picos con escarapela roja, se cuelga el sable y mira a uno y otro lado de la calle mientras apura las últimas chupadas del cigarro que humea entre sus dedos. Aunque sólo tiene veinte años, fumar cigarros de hoja es en él una vieja costumbre. Nacido en La Habana de familia noble y origen vascongado, desde que ingresó como cadete ha tenido tiempo de servir en Cuba, en el Ferrol, y también de ser apresado por los ingleses, que lo canjearon en septiembre del año pasado. Serio, capaz y con valor militar acreditado en su hoja de servicios, el joven oficial es, desde hace un mes, ayudante del comandante de la artillería de Madrid, coronel Navarro Falcón; y a recibir las órdenes de su cargo se dirige, preguntándose si las tensiones del día anterior —manifestaciones contra Murat y acaloradas tertulias callejeras— irán a más, o las autoridades controlarán una situación que, poco a poco, parece escaparse de las manos. La Junta de Gobierno crece en debilidad mientras Murat y sus tropas crecen en insolencia. Anoche, antes de recogerse Arango en casa, por el Círculo Militar corría la voz de que en la fonda de Genieys los capitanes de artillería Daoiz, Cónsul y Córdoba —Arango los conoce a los tres, y Daoiz es su jefe inmediato— habían estado a punto de batirse en duelo con otros tantos oficiales franceses, y que sólo la intervención enérgica de jefes y compañeros de unos y otros impidió una desgracia.

—Daoiz, que ya sabéis lo templado que es, andaba como loco —contó el teniente José Ontoria, citando a testigos del suceso—. Cónsul y Pepe Córdoba lo apoyaban. Los tres querían salir a la calle de la Reina y matarse con los franceses, y a duras penas se lo impidieron entre todos… A saber qué impertinencia dirían los otros.

El nombre del capitán Daoiz hace fruncir el ceño a Arango. Se trata, como dijo Ontoria y el propio Arango puede confirmarlo, de un militar frío y cabal, a quien no es fácil que se le suba la cólera al campanario; muy diferente del exaltado Pedro Velarde, otro capitán de artillería que, ése sí, anda por las salas de banderas predicando sangre y cuchillo desde hace días. En cambio, Luis Daoiz, un sevillano distinguido, acreditado en combate, tiene una excelente hoja de servicios y enorme prestigio en el Cuerpo, donde los artilleros, por su talante sereno, edad y prudencia, lo apodan
El Abuelo
. Pero el comentario definitivo, la guinda del asunto, la puso anoche Ontoria, resumiendo:

—Si Daoiz pierde la paciencia con los franceses, eso significa que puede perderla cualquiera.

De camino hacia el despacho del gobernador militar de la plaza, Arango pasa ante la panadería y el mesón de los que habló el portero y echa una mirada de reojo, pero sólo alcanza a ver la silueta de un centinela bajo el arco de entrada. Los franceses han debido de apostarse allí durante la noche, pues ayer por la tarde el lugar estaba vacío. No es buena señal, y el joven se aleja, preocupado. Algunas calles están desiertas; pero en las que llevan al centro de la ciudad, pequeños grupos de gente se van formando ante botillerías y tiendas, donde los comerciantes atienden más a la charla en corro que a sus negocios. La Fontana de Oro, el café de la carrera de San Jerónimo que hasta ayer era frecuentado a todas horas por militares franceses y españoles, se encuentra vacío. Al ver el uniforme de Arango con la charretera de teniente, varios transeúntes se acercan a preguntarle por la situación; pero él se limita a sonreír, tocarse un pico del sombrero y seguir camino. Aquello no pinta bien, así que aprieta el paso. Las últimas horas han sido tensas, con el infante don Antonio y los miembros de la junta de Gobierno poniendo paños calientes, los franceses prevenidos y Madrid zumbando como una colmena peligrosa. Se dice que hay gente convocada a favor del rey Fernando, y que ayer, con el pretexto del mercado, entró mucho forastero de los pueblos de alrededor y de los Reales Sitios. Gente moza y ruda que no venía a vender. También se sabe que andan conspirando ciertos artilleros: el inevitable Velarde y algunos íntimos, entre ellos Juan Cónsul, uno de los protagonistas del incidente en la fonda de Genieys. Hay quien menciona también a Daoiz; pero Arango, capaz de comprender que éste discuta y quiera batirse con oficiales franceses, no imagina al frío capitán, disciplinado y serio hasta las trancas, yendo más allá, en una conspiración formal. En cualquier caso, con Daoiz o sin él, si Velarde y sus amigos preparan algo, lo cierto es que a los oficiales que no son de su confianza, como el propio Arango, los mantienen al margen. En cuanto a su comandante en Madrid, el plácido coronel Navarro Falcón, hombre de bien pero obligado a navegar entre dos aguas, los franceses por arriba y sus oficiales por abajo, prefiere no darse por enterado de nada. Y cada vez que, con tacto, Arango, a título de ayudante, intenta sondearlo al respecto, el otro sale por los cerros de Úbeda, acogiéndose al reglamento.

—Disciplina, joven. Y no le dé vueltas. Con franceses, con ingleses o con el sursum corda… Disciplina y boca cerrada, que entran moscas.

Tres hombres endomingados pese a ser lunes, vestidos con sombreros de ala, marsellés bordado, capote con vuelta de grana y navajas metidas en la faja, se cruzan con el teniente Arango cuando éste camina, en busca de la orden del día para su coronel, cerca del Gobierno Militar. Dos son hermanos: el mayor se llama Leandro Rejón y cuenta treinta y tres años, y el otro, Julián, veinticuatro. Leandro tiene mujer —se llama Victoria Madrid— y dos hijos; en cuanto a Julián, acaba de casarse en su pueblo con una joven llamada Pascuala Macías. Los hermanos son naturales de Leganés, en las afueras, y llegaron ayer a la ciudad, convocados por un amigo de confianza al que ya acompañaron hace mes y medio cuando los sucesos que, en Aranjuez, derrocaron al ministro Godoy. El tal amigo pertenece a la casa del conde de Montijo, de quien se dice que, por lealtad al joven rey Fernando VII, alienta otra asonada en su nombre. Pero es lo que se dice, y nada más. Lo único que los Rejón saben de cierto es que, con algún viático para la jornada y gastos de taberna, traen instrucciones de estar atentos por si se tercia armar bulla. Cosa que a los dos hermanos, que son mozos traviesos y en pleno vigor de sus años, no disgusta en absoluto, hartos como están de sufrir impertinencias de los gabachos; a quienes ya es hora de que hombres que se visten por los pies —eso dice Leandro, el mayor— demuestren quién es el verdadero rey de España, pese a Napoleón Bonaparte y a la puta que lo parió.

El tercer hombre, que camina a la par de los Rejón, se llama Mateo González Menéndez y también ayer vino a Madrid desde Colmenar de Oreja, su pueblo, obedeciendo a consignas que algunos compadres suyos han hecho correr entre los opuestos a la presencia francesa y partidarios del rey Fernando. Es cazador, hecho al campo y a las armas, cuajado y fuerte, y bajo el capote que le cubre hasta las corvas esconde un pistolón cargado. Aunque va junto a los Rejón como si no los conociera, los tres formaron parte anoche del grupo que, con guitarras y bandurrias, pese al agua que caía, dio una ruidosa rondalla a base de canzonetas picantes, con mucho insulto y mucha guasa, al emperifollado Murat bajo los balcones del palacio donde se aloja, en la plaza de Doña María de Aragón, desapareciendo al ser disueltos por las rondas y reapareciendo al rato para continuar la murga. Eso, después de abuchear bien al francés por la mañana, cuando regresaba de la revista en el Prado.

Dicen que mosiú Murat

está acostumbrado al fuego.

¡Vaya si tendrá costumbre

quien ha sido cocinero!

—Pise usted fuerte, prenda, que esa acera está empedrada —dice Leandro Rejón a una mujer hermosa que, basquiña de flecos, mantilla de lana y cesta de la compra al brazo, cruza un rectángulo de sol.

Pasa adelante la mujer, entre desdeñosa y halagada por el piropo —el mayor de los Rejón es mozo bien plantado—, y Mateo González, que escucha el comentario, la sigue con la mirada antes de volverse a los hermanos, guiñarles un ojo, y seguir junto a ellos al mismo paso. Ahora los tres sonríen y se balancean caminando con aplomo masculino. Son jóvenes, fuertes, están vivos y sanos, y la vista de una mujer guapa les anima el día. Es, opina el menor de los Rejón, un buen comienzo. Para celebrarlo, saca de bajo el capote una bota con tinto de Valdemoro, que la larga noche y la cencerrada a Murat dejaron más que mediada.

—¿Remojamos la calle del trago?

—Ni se pregunta —mirada falsamente casual de Leandro Rejón a Mateo González—… ¿Usted se apunta, paisano?

—Con mucho gusto.

—Pues alcance esto, si apetece.

Estos tres hombres que andan sin prisas pasando la bota mientras se dirigen a la puerta del Sol, deteniéndose para echar atrás la cabeza y asestarse con pulso experto un chorro de vino, están lejos de imaginar que, dentro de tres días, reos de sublevación, dos de ellos, los hermanos Rejón, serán sacados a rastras de sus casas en Leganés y fusilados por los franceses, y que Mateo González morirá semanas más tarde, a resultas de un sablazo, en el hospital del Buen Suceso. Pero eso, a estas horas y bota en mano, ni lo piensan ni les importa. Antes de que se oculte el sol que acaba de salir, las tres navajas albaceteñas que llevan metidas en las fajas quedarán empapadas de sangre francesa. En el día que comienza —tras la lluvia, sol, ha dicho el mayor de los Rejón mirando el cielo, y volverá a llover por la noche—, esas tres futuras muertes, como tantas otras que se avecinan, serán vengadas con creces, de antemano. Y todavía después, durante años, una nación entera las seguirá vengando.

Durante el desayuno, Leandro Fernández de Moratín se quema la lengua con el chocolate, pero reprime el juramento que le tienta los labios. No porque sea hombre temeroso de Dios; son los hombres los que le dan miedo, no Dios. Y él es poco amigo de agua bendita y sacristías. Sucede que la contención y la prudencia son aspectos destacados de su carácter, con cierta timidez que proviene de cuando, a los cuatro años, quedó con el rostro desfigurado por la viruela. Quizá por eso sigue soltero, pese a que hace dos meses cumplió los cuarenta y ocho. Por lo demás es hombre educado, culto y tranquilo; como suelen serlo los protagonistas de las obras que le han dado fama, contestada por numerosos adversarios, de principal autor teatral de su tiempo. El estreno de
El sí de las niñas
aún se recuerda como el más importante y discutido acontecimiento escénico del momento; y esas cosas, en España, aportan pocas mieles y mucho acíbar amargo, por las infinitas envidias. Ésta es la razón de que, en las actuales circunstancias, el temor al mundo y sus vilezas esté presente en los pensamientos del hombre que, vestido con bata y zapatillas, bebe, ahora a breves sorbos, su chocolate. Ser autor de renombre, favorecido además por el primer ministro Godoy, luego caído en desgracia, preso y al cabo acogido en Francia por Napoleón, incomoda la posición de Moratín, que en el mundillo de las letras tiene enemigos mortales. Sobre todo desde que, por gustos personales e ideas más artísticas que políticas —de éstas carece en absoluto, excepto ser amigo del poder constituido, fuera cual fuere—, se le atribuye, no sin razón, la etiqueta de
afrancesado
, que en los tiempos confusos que corren se ha vuelto peligrosa. Desde los abucheos de ayer al duque de Berg y las concentraciones de vecinos gritando contra los franceses, Moratín teme por su vida. Los amigos de la tertulia de la fonda de San Esteban le han aconsejado que no salga de su casa —número 6 de la calle Fuencarral, entre las esquinas de San Onofre y Desengaño—; pero eso tampoco garantiza nada. A las desgracias que en los últimos tiempos le vienen encima, se añade la vecindad de una cabrera tuerta que tiene su puesto de leche en el portal de enfrente: mujer parlanchina y de lengua venenosa, lleva días incitando a los vecinos a dar un escarmiento a ese Moratín de ahí enfrente, hechura de Godoy —la cabrera se refiere al ministro caído con el mote popular de
Choricero
—y de la
gente de polaina
: los afrancesados que han vendido España y al buen rey don Fernando, que Dios guarde, al maldito Napoleón.

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