—Vivan los señores oficiales guapos, aunque sean bajitos. Y viva la madre que los parió.
—Gracias. Pero váyase, que disparan otra vez.
—¿Irme?… De aquí no me sacan ni los moros de Murat, ni la emperatriz Agripina, ni el desaborío de Naboleón Malaparte en persona… Yo sólo salto por el rey Fernando.
—Que se vaya, le digo —insiste Daoiz, malhumorado—. Estar al descubierto es peligroso.
Sonríe con media boca la maja, ahumada la cara de pólvora, mientras se anuda un pañuelo en torno a la cabeza para recogerse el pelo. El sudor, observa Daoiz, le oscurece la camisa en las axilas.
—Mientras usted siga aquí, mi brigadier, Ramona García se le atornilla… Como dice una prima mía soltera, a un hombre hay que seguirlo hasta el altar, y a un hombre valiente hasta el fin del mundo.
—¿De verdad dice eso su prima?
—Como lo oye, sentrañas.
Y arrimándose un poco más, ante las sonrisas fatigadas de los otros artilleros y paisanos, Ramona García Sánchez le canta al capitán Daoiz, en voz baja, dos o tres compases de una copla.
El postrer combate en el centro de Madrid tiene lugar en la plaza Mayor, donde se han retirado las últimas partidas que aún disputan la calle a los franceses. Amparándose bajo los soportales, en zaguanes y callejones aledaños, ya sin municiones y con la única ayuda de sables, navajas y cuchillos, unos pocos hombres libran una lucha sin esperanza, mueren o son capturados. El tahonero Antonio Maseda, que acorralado por un piquete de infantería francesa se niega a soltar la vieja espada enmohecida que tiene en la mano, es cosido a bayonetazos en el portal de Pañeros. La misma suerte corre el mendigo Francisco Calderón, muerto de un balazo cuando intenta escapar por el callejón del Infierno.
—¡Aquí ya no hay quien aguante más!… ¡Que cada perro se lama su cipote!
Un estampido final, y todos a correr. En la embocadura de la calle Nueva, los presos de la Cárcel Real han hecho su último disparo de cañón contra los granaderos franceses que vienen de la Platería. Después lo inutilizan, siguiendo el consejo del gallego Souto, aplastándole un clavo en el orificio de la pólvora antes de dispersarse buscando el amparo de las calles próximas. Un disparo abate al preso Domingo Palén, que es recogido con vida por los compañeros. En su fuga, apenas se meten corriendo a ciegas por la calle de la Amargura, el carbonero asturiano Domingo Girón y los presos Souto, Francisco Xavier Cayón y Francisco Fernández Pico se dan de boca con seis jinetes polacos, que los intiman a rendirse. Están a punto de hacerlo cuando interviene desde un balcón la joven de quince años Felipa Vicálvaro Sáez, que arroja macetas sobre los polacos, derribando a uno del caballo. Suena un tiro, cae la muchacha pasada de un balazo, y aprovechan los presos para acometer cuchillo en mano.
—¡Gabachos cabrones!… ¡Os vamos a meter los sables por el culo!
En la refriega degüellan al caído y vuelven grupas los otros, mientras los cuatro hombres cruzan corriendo la calle Mayor. Acuden al galope más polacos, suenan tiros, y en la esquina de la calle Bordadores cae muerto el carbonero Girón. Unos pasos más allá, en la de las Aguas, una bala le destroza una rodilla a Fernández Pico, y da con él en tierra.
—¡No me dejéis aquí!… ¡Socorredme!
Los cascos de los jinetes enemigos suenan cerca. Ni Souto ni Cayón se vuelven a mirar atrás. El caído intenta arrastrarse hasta el resguardo de un portal, pero un polaco refrena su caballo junto a él e, inclinado y sin desmontar, lo remata despacio, a sablazos. Muere así el preso Francisco Fernández Pico, de dieciocho años, vecino de la calle de la Paloma y pastor de profesión. Se encontraba en la cárcel por apuñalar a un tabernero que le había aguado el vino.
Los avatares de la última resistencia en la plaza Mayor han reunido en el mismo grupo, junto al arco de Cuchilleros, al vecino de la escalera de las Ánimas Teodoro Arroyo, al conductor de Correos Pedro Linares —superviviente de varias escaramuzas—, a los Guardias Walonas Monsak, Franzmann y Weller, al napolitano Bartolomé Pechirelli, al inválido de la 3.
a
compañía Felipe García Sánchez y su hijo el zapatero Pablo García Vélez, a los oficiales jubilados de embajadas Nicolás Canal y Miguel Gómez Morales, al sastre Antonio Gálvez y a los restos de la partida formada por el platero de Atocha Julián Tejedor de la Torre, su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez y varios oficiales y aprendices. Son diecisiete hombres los que se resguardan en la desembocadura del arco con la plaza, y su número llama la atención de un pelotón enemigo que en ese momento recupera el cañón abandonado. Al no poder alcanzarlos con el fuego de sus fusiles, pues los españoles se protegen en los zaguanes y en las gruesas columnas de los soportales, cargan los otros a la bayoneta y se entabla un reñido cuerpo a cuerpo. Caen varios imperiales, y también Teodoro Arroyo con la ingle abierta de un bayonetazo, mientras el conductor de Correos Pedro Linares, abrazado en el suelo a un sargento francés, intercambia puñaladas con él hasta que lo matan entre varios enemigos.
—¡Paul!… ¡Quítate de ahí, Paul!
El grito de advertencia del soldado de Guardias Walonas Franz Weller a su camarada Monsak llega tarde, cuando a éste ya le han atravesado los pulmones y cae ahogándose en sangre. Fuera de sí, Weller y Gregor Franzmann acometen a los franceses, manejando sus fusiles armados con bayonetas contra las aceradas puntas enemigas. Hay golpes, culatazos, cuchilladas. Gritan los de uno y otro bando para inspirarse valor o infundir miedo al enemigo, cae más gente, salpica la sangre por todas partes. Aguantan los insurgentes y retroceden los imperiales.
—¡A ellos! —aúlla Pablo García Vélez—. ¡Se retiran!… ¡Acabemos con ellos!
Weller y Franzmann, que han recibido heridas ligeras —el primero tiene una ceja abierta hasta el hueso y el segundo un bayonetazo en un hombro—, saben que la palabra
retirada
aplicada al enemigo es una quimera; así que, tras cambiar un rápido vistazo de inteligencia, arrojan los fusiles y salen corriendo bajo los soportales, esquivando como pueden el fuego de mosquetería que les hacen desde el otro lado de la plaza. Llegan de ese modo a la plazuela de la Provincia, donde tropiezan con unos soldados franceses. Para su sorpresa, al verlos solos, de uniforme y desarmados, los imperiales no se muestran hostiles. Cambian con ellos unas palabras en francés y alemán, e incluso los ayudan a vendar sus heridas cuando los Guardias Walonas cuentan que las recibieron intentando poner paz entre los combatientes.
—Estos españoles,
vous savez
—apunta Franzmann—… Verdaderas bestias, todos ellos.
Ja
.
Luego, orientados por los franceses sobre el mejor camino para no encontrar problemas, los dos camaradas se dirigen calle Atocha abajo, para curarse en el Hospital General. Horas después, avanzada la tarde, el húngaro y el alsaciano regresarán sin otros incidentes a su cuartel. Y allí, tras presentarse convencidos de que los espera un severo castigo por deserción, comprobarán con alivio que, a causa de la confusión reinante, nadie ha advertido su ausencia.
Menos suerte que los Guardias Walonas Franzmann y Weller tiene el sastre Antonio Gálvez, que intenta escapar tras deshacerse el grupo en la refriega del arco de Cuchilleros. Cuando corre de la calle Nueva a la plazuela de San Miguel, un disparo de metralla barre el lugar, arranca esquirlas del empedrado de la acera y alcanza a Gálvez en las piernas, derribándolo. Consigue incorporarse y correr de nuevo, maltrecho, dando traspiés, mientras unos pocos vecinos asomados a los balcones próximos lo animan a escapar; pero sólo avanza unos pasos antes de caer de nuevo. Sigue arrastrándose cuando los imperiales le dan alcance, disparan contra los balcones para ahuyentar a los vecinos y le tunden sin piedad el cuerpo a culatazos. Dejado por muerto, reanimado más tarde gracias a la caridad de dos mujeres que salen a recogerlo y lo llevan a una casa cercana, Antonio Gálvez quedará inválido para el resto de su vida.
No lejos de allí, tras escapar de la plaza Mayor, el zapatero Pablo García Vélez, de veinte años, busca a su padre. Cuando la segunda carga a la bayoneta francesa se vio apoyada por unos coraceros venidos de la calle Imperial, y los restos del grupo del arco de Cuchilleros acabaron deshechos bajo una lluvia de sablazos, García Vélez y su padre —el murciano de cuarenta y dos años Felipe García Sánchez— se vieron separados, pues cada uno procuró salvarse como pudo. Ahora, con la navaja metida en la faja y un tajo de sable que le sangra un poco en el cuero cabelludo, exhausto por el combate y las carreras que se ha dado con los franceses detrás, el zapatero recorre prudente los alrededores, guareciéndose de portal en portal, preocupado por la suerte de su padre; ignorando que a estas horas, después de huir hasta las cercanías de la calle Preciados, Felipe García Sánchez yace en el suelo con dos balas en la espalda.
—¡Tenga cuidado, señor!… ¡Hay franceses en los Consejos!
García Vélez se vuelve, sobresaltado. Sentada en los escalones de madera, en la penumbra del zaguán donde acaba de refugiarse, hay una joven de dieciséis o diecisiete años.
—Súbete arriba, niña. Eso de afuera no es para ti.
—Ésta no es mi casa. Estoy esperando a poder irme.
—Pues quédate un poco más, hasta que amaine.
El joven permanece en el umbral, espiando las inmediaciones. Parecen tranquilas, aunque hacia la plaza Mayor suenan tiros sueltos. Alcanza a ver un hombre muerto: un paisano boca abajo en la acera, a quince pasos.
«Espero —se dice— que mi padre haya logrado escapar».
Luego piensa en los otros. En toda la gente dispersa con la última arremetida francesa. Antes de echar a correr tuvo tiempo de ver a alguno con las manos levantadas, rindiéndose. No le gustaría estar en su pellejo, concluye, con tanto gabacho muerto en la plaza.
—¿Quiere un poco de pan?
García Vélez no ha probado bocado desde que salió de su casa, muy temprano. Así que va a sentarse en la escalera, junto a la muchacha que le ofrece medio pan de los dos que lleva en una cesta. No es ni fea ni bonita. Dice llamarse Antonia Nieto Colmenar, costurera y vecina del barrio, con casa junto a la iglesia de Santiago. Había salido a comprar en la plaza cuando se vio sorprendida por las cargas de los franceses, y buscó refugio.
—Tienes sangre en la falda, chica —observa el zapatero.
—También usted la lleva en las manos y en la cabeza.
Sonríe el joven, mirando el rojo oscuro que se coagula en sus dedos y en la navaja. Luego se toca la herida del pelo. Le escuece.
—La de las manos es sangre francesa —dice, pavoneándose un poco.
—La mía es del hombre muerto ahí afuera. Me arrodillé a socorrerlo, pero no pude hacer nada. Luego vine aquí… Por culpa de esta sangre no me han dejado entrar en ninguna casa. Todo era verme y cerrar la puerta, los que abrían… La gente no quiere problemas.
El zapatero escucha distraído mientras mordisquea el pan con voracidad, pero el tercer bocado se hace imposible de tragar, a causa de la boca seca. Daría la vida, decide, por un cuartillo de vino. Con ese pensamiento se levanta y sube por la escalera, llamando a tres o cuatro puertas. Nadie abre ni atiende a sus voces, así que vuelve a bajar, resignado.
—Cobardes hijos de Satanás… Son peores que los gabachos.
Encuentra a la joven observando la calle, con su cesta al brazo.
—Se ve todo tranquilo. Voy a irme a casa.
A García Vélez no le parece buena idea. Hay franceses por todas partes, dice. Y no respetan nada.
—Deberías esperar un poco.
—Llevo mucho rato fuera. Mi madre estará preocupada.
Tras mirar con cautela a uno y otro lado de la calle, la muchacha se recoge un poco la falda con una mano y camina apresurada y temerosa. Desde el portal, García Vélez la ve alejarse. En ese momento, hacia los Consejos, oye cascos de caballos; se vuelve y ve a cinco coraceros franceses que trotan calle arriba. Al descubrir a la chica, espolean sus monturas y cruzan frente al portal, gritando de júbilo. Viéndolos pasar, el zapatero blasfema para sus adentros. La pobrecita no tiene ninguna posibilidad de escapar.
«Y aquí se acaba tu suerte, compañero.»
Es lo que se dice a sí mismo, resuelto a encarar lo inevitable. Después, con el chasquido de siete muescas cachicuernas, Pablo García Vélez abre la navaja.
En la ventana del segundo piso de una casa de la calle Mayor, desde donde observa tras una persiana, el oficial de la Biblioteca Real Lucas Espejo, de cincuenta años, que vive con su madre inválida y una hermana soltera, ve a cinco coraceros franceses perseguir a una joven, que corre delante de los caballos hasta que éstos la atropellan y derriban. Tres de los jinetes siguen adelante, pero los otros hacen caracolear a sus monturas en torno a la muchacha, que se incorpora aturdida. De improviso, intenta escapar. Un coracero se inclina desde la silla y la agarra brutal por el pelo. Ella se debate furiosa, le muerde la mano, y el francés la derriba de un sablazo.
—Dios mío —murmura Lucas Espejo, apartando a su hermana, que pretende acercarse a mirar.
Horrorizado, el oficial de la Biblioteca Real está a punto de retirarse de la ventana cuando, de un portal próximo, ve salir a un hombre joven con alpargatas, faja, chaleco y en mangas de camisa, que se arroja navaja en mano contra el coracero, apuñala al caballo en el cuello hasta hacerle doblar las patas delanteras, y aferrándose al jinete, encaramado sobre la montura, le clava al francés una y otra vez la navaja de dos palmos de hoja por la escotadura de la coraza, antes de que el segundo coracero, acercándose por detrás, lo mate de un tiro de pistola a bocajarro.
Una granizada de balas francesas obliga a meterse dentro a los tres hombres que combaten parapetados tras los colchones, en el balcón que da a la calle de San José, frente a la tapia del parque de Monteleón.
—Esto se pone feo —dice el dueño de la casa, don Curro García, apurando el chicote de un cigarro habanero.
La botella de anís, que rueda vacía a sus pies, no le afloja el pulso. Ha estado disparando su escopeta de postas, con eficacia de cazador, sobre los franceses que asoman por la esquina de San Bernardo. Pero el fuego enemigo, cada vez más intenso, apenas permite ya asomar la cabeza. Junto a don Curro, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo tiene la boca amarga y áspera, llena de un desagradable sabor a pólvora. Sus labios y lengua están grises, pues ha mordido y metido en el caño del fusil, con sus respectivas balas, diecisiete de los veinte cartuchos de papel encerado —cada uno contiene una bala y la carga necesaria para el disparo— que le dieron antes de empezar el combate. Nadie ha traído más munición desde el parque de artillería, difuminado entre la humareda de los cañonazos y el fogonear de los disparos. Lo ha intentado el cajista de imprenta Vicente Gómez Pastrana, que hace rato quemó su último cartucho y ahora se apoya en la pared del revuelto salón de la casa —hay impactos de bala en el techo y astillazos en los muebles—, con las manos en los bolsillos y mirando disparar a sus compañeros. Hace un rato quiso ir en busca de munición, pero los enemigos están muy cerca, su fuego es graneado y no hay quien salga a la calle. Abajo no queda nadie, y en las otras viviendas, tampoco. De un momento a otro, ha dicho preocupado el cajista, los gabachos pueden aparecer en la escalera.