Dejando el tazón de China sobre su bandeja, Moratín se levanta y da unos pasos hasta el balcón. Aliviado, sin apartar del todo los visillos, comprueba que el puesto de la cabrera está cerrado. Tal vez anda lejos, con la gente que se congrega en la puerta del Sol. Todo Madrid es un hervidero de desconcierto, rumores y odio, y eso no puede terminar bien para nadie. Ojalá, se dice el literato, ni la junta de Gobierno ni los franceses —confía más en éstos que en la junta, de todas formas— pierdan el control de la situación. El recuerdo de los horrores callejeros del año 1792, que vivió de cerca en París, le estremece el ánimo. Su talante de hombre culto, viajado, cortés y prudente, se acobarda ante los excesos que recela, pues los conoce, del pueblo sin freno: la calumnia hace dudosa la más firme reputación, la crueldad adopta la máscara de la virtud, la venganza usurpa la balanza de la Justicia, y la celebridad situada en lugar equívoco acarrea, a menudo, consecuencias funestas. Si todo eso fue posible en una Francia templada por las ideas ilustradas y la razón, a Moratín lo amedrenta lo que un estallido popular puede desencadenar en España, donde a la gente analfabeta, cerril, la mueve más el corazón que la cabeza. Ya en la noche del 19 de marzo, cuando la sublevación de Aranjuez hizo caer a su protector Godoy, Moratín tuvo ocasión de oír, bajo la ventana, su propio nombre en gritos de amotinados que le hicieron temer verse fuera de casa, arrastrado por las calles. La certeza de cómo el populacho sin freno ejerce la soberanía cuando se apodera de ella, lo aterroriza. Y esta mañana parece a punto de repetirse la pesadilla, mientras él permanece inmóvil tras los visillos, la frente helada y el corazón latiéndole inquieto. Esperando.
El dramaturgo Moratín no es el único que desconfía del pueblo y sus pasiones. A la misma hora, en Palacio, en el salón de consejos de la junta de Gobierno, los próceres encargados del bienestar de la nación española en ausencia del rey Fernando VII, retenido en Bayona por el emperador Napoleón, siguen discutiendo abatidos y desconcertados, con las huellas de la noche que han pasado en blanco impresas en la cara, arrugadas las ropas, despuntando las barbas en los rostros ojerosos que reclaman la navaja de un barbero. Sólo el infante don Antonio, presidente de la junta, hermano del viejo rey Carlos IV y tío del joven Fernando VII, utilizó el privilegio de su sangre real para retirarse a dormir un rato después de una última entrevista con el embajador de Francia, monsieur Laforest, y no ha vuelto a aparecer. Los demás siguen allí sosteniéndose como pueden, tirados por los sillones y sofás bajo las imponentes arañas del techo, apoyados de codos en la gran mesa cubierta de tazas sucias de café y ceniceros rebosantes de gruesas colillas de cigarros, los puños en las sienes.
—Lo de ayer nos llevó al extremo, señores —opina el secretario de la junta, conde de Casa Valencia—. Abuchear a Murat ya era insolencia; pero llamarlo
troncho de berzas
en su cara, y apedrearlo luego hasta encabritarle el caballo en medio de la rechifla general, eso no lo perdonará nunca… Para más escarnio, todos vitorearon luego al infante don Antonio cuando pasaba en coche por el mismo sitio… La gente baja terminará por ponernos a todos la soga al cuello.
—Fea metáfora esa —apunta Francisco Gil de Lemus, ministro de Marina, entre dos bostezos—. Me refiero a lo de la soga.
—Pues llámelo como le dé la gana.
Además de Casa Valencia y Gil de Lemus, que representa a la poca Armada española que queda después de Trafalgar, en la sala están presentes, entre otros, don Antonio Arias Mon, anciano gobernador del Consejo; Miguel José de Azanza, ministro de la inexistente Hacienda española; Sebastián Piñuela, por una Gracia y Justicia de la que se burlan los franceses y en la que no confían los españoles; y el general Gonzalo O’Farril como tibio representante de un Ejército confuso, indefenso e irritado ante la invasión extranjera. Durante toda la noche, convocados también dignatarios de los Consejos y Tribunales Supremos, todos han discutido hasta enronquecer, pues tienen sobre la mesa un ultimátum de Murat, a quien el incidente del día anterior dejó fuera de sí: de no obtener la colaboración incondicional de la Junta, dice, tomará el mando de ésta, pues tiene fuerza suficiente para tratar a España como país conquistado.
—No siempre es el número lo que vence —sugería, de madrugada, el fiscal Manuel Torres Cónsul—. Recuerden que Alejandro derrotó a trescientos mil persas con veinte mil macedonios. Ya saben:
Audaces fortuna iuvat
, y todo eso.
El impulso patriótico de Torres Cónsul, de una energía inusitada a tales horas, hizo levantar la cabeza, sobresaltados, a varios consejeros que daban cabezadas en sus asientos. Sobre todo a los que sabían latín.
—Sí, claro —respondió el gobernador del Consejo, Arias Mon, resumiendo el sentir general—. ¿Y quién de nosotros es Alejandro?
Todos miraron al ministro de la Guerra; que, ajeno a todo, como si no escuchara la conversación, encendía un cigarro de Cuba.
—¿Qué opina usted, O’Farril?
—Opino que este habano tira fatal.
Así están las cosas, amanecido el día. Asustados, indecisos —hace tiempo que firman sus tímidos bandos y decretos
en nombre del rey
, sin especificar si se trata de Carlos IV o Fernando VII—, la parálisis de la Junta se alimenta con la falta de noticias. Los correos de Bayona no han llegado, y los ministros y consejeros carecen de instrucciones del joven monarca, de quien ignoran si sigue allí por su voluntad o como prisionero del Emperador. Pero algo está claro: la sombra del cambio de dinastía oscurece España. El pueblo ruge, ofendido, y los imperiales se refuerzan, arrogantes. Después de haberse llevado a la familia real y a Godoy, Murat pretende hacer lo mismo —se ejecuta en este preciso instante— con la reina viuda de Etruria y el infante don Francisco de Paula, que cuenta sólo doce años. La de Etruria es amiga de Francia y se va de mil amores; pero lo del infantito es otra cosa. De cualquier modo, tras resistirse con cierta decencia a esta última imposición, la Junta ha debido doblegarse ante Murat, aceptando lo inevitable. Con las tropas españolas alejadas de la capital, la escasa guarnición acuartelada y sin medios, la única fuerza que puede oponerse a tales designios es un estallido popular. Pero, en opinión de los allí reunidos, eso justificaría la brutalidad francesa, dándole al lugarteniente de Napoleón el pretexto para aplastar Madrid con una victoria fácil, sometiéndola al saqueo y la esclavitud.
—No hay otra que ser pacientes —opina al fin, cauto como siempre, el general O’Farril—. No podemos sino calmar los ánimos, precaver las inquietudes populares, y contenerlas, llegado el caso, con nuestras propias fuerzas.
Al oír eso, el ministro de Marina, Gil de Lemus, da un respingo en su asiento.
—¿A qué se refiere?
—A nuestras tropas, señor mío. No sé si me explico.
—Me temo que se explica demasiado bien.
Algunos consejeros se miran significativamente. Gonzalo O’Farril se lleva de maravilla con los franceses —por eso es ministro de la Guerra con la que está cayendo—, extremo que la Historia confirmará con su actuación en el día que hoy comienza y con sus posteriores servicios al rey José Bonaparte. Entre los miembros de la Junta, sólo unos pocos participan de sus ideas. Aunque, tal como andan las cosas, casi todos ahorran comentarios. Sólo el contumaz Gil de Lemus vuelve a la carga:
—Es lo que nos faltaba, caballeros. Hacerles el trabajo sucio a los franceses.
—Si lo hacen ellos, será más sucio todavía —opone O’Farril—. Y sangriento.
—¿Y con qué fuerzas quiere usted contener a la gente en Madrid?… Demasiado es que los soldados no se unan al populacho.
El ministro de la Guerra levanta un dedo admonitorio, marcial, y ensarta en él un aro de humo habanero.
—Me hago responsable, descuiden. Les recuerdo que toda la tropa está acuartelada con órdenes estrictas. Y sin munición, como saben.
—Entonces, ¿cómo pretende que contengan al pueblo? —se interesa, guasón, Gil de Lemus—. ¿A bofetadas?
Un silencio incómodo sucede a las palabras del ministro de Marina. Pese a los bandos publicados por la Junta y por el duque de Berg, fijando horas de cierre para tabernas, rondas de vigilancia y responsabilidades de patronos y padres de familia respecto a empleados, hijos y criados que molesten a los franceses, los incidentes menudean en las seis semanas transcurridas desde la llegada de Murat a Madrid: al día siguiente, 24 de marzo, ya ingresaban en el Hospital General tres soldados franceses malheridos en peleas con paisanos a causa de su descomedimiento y abusos, que a partir de entonces incluyeron crímenes por robo, exacciones diversas, violaciones, ofensas en iglesias, y el sonado asesinato del comerciante Manuel Vidal en la calle del Candil por el general príncipe de Salm-Isemburg y dos edecanes suyos. Como respuesta, la lucha sorda de navajas contra bayonetas resulta ya imposible de parar: tabernas, barrios bajos y lugares de prostitución frecuentados por la tropa francesa, con su peligrosa mezcla de mujeres, rufianes, aguardiente y puñaladas, se han convertido en focos de conflicto; pero también sitios respetables de la ciudad amanecen con franceses degollados por propasarse con la hija, hermana, sobrina o nieta de alguien. Sin contar los presuntos desertores, así declarados por el mando imperial, en realidad desaparecidos en pozos o enterrados discretamente en patios o sótanos. El registro del Hospital General, sin contar otros establecimientos de la ciudad, basta para advertir la situación: el 25 de marzo se anotaron los casos de un mameluco de la Guardia Imperial, herido, un artillero de la Guardia, muerto, y otro soldado del batallón de Westfalia que falleció al poco rato. Dos franceses apaleados y tres muertos, uno de ellos de un balazo, fueron anotados en los días siguientes. Y entre el 29 de marzo y el 4 de abril se consignaron las muertes de tres soldados de la Guardia, uno del batallón de Irlanda, dos granaderos y un artillero. Desde entonces, el número de imperiales que han ingresado heridos o muertos en el Hospital General es de cuarenta y cinco, y el total en Madrid, de ciento setenta y cuatro. Tampoco escasean las víctimas españolas. La comisión militar hispano-francesa que debe controlar estos incidentes incluye, además del general Sexti, al general de división Emmanuel Grouchy; pero Sexti suele inhibirse a favor de su colega francés, con el resultado de que casi todos los conflictos provocados por los imperiales quedan impunes. En cambio, en sucesos como el del presbítero de Carabanchel don Andrés López, que hace días mató de un tiro a un capitán francés llamado Michel Moté, no sólo la justicia es rigurosa, sino que los propios imperiales la toman por su mano, saqueando, como fue el caso, la vivienda del sacerdote homicida y maltratando a criados y vecinos.
En cualquier caso, convencida de su propia impotencia, la Junta de Gobierno que, nominalmente, aún rige España en esta mañana del lunes 2 de mayo, ha tomado, incluso contra la opinión de sus miembros más irresolutos, una decisión con ribetes de gallardía que salva para la Historia algunos flecos de su honor. Al tiempo que accede al deseo del duque de Berg de trasladar a Bayona a los últimos miembros de la familia real española y ordena que las tropas permanezcan en sus cuarteles sin que se les permita
«juntarse con el paisanaje»
, también, a propuesta del ministro de Marina, nombra una nueva Junta fuera de Madrid, en previsión de que la actual
«quede privada de libertad en el ejercicio de sus funciones»
. Y a esa junta paralela, compuesta exclusivamente por militares, le otorga poderes para establecerse libremente allí donde sea posible; aunque el lugar de reunión recomendado es una ciudad española todavía libre de tropas francesas: Zaragoza.
De camino hacia la puerta del Sol, don Ignacio Pérez Hernández, presbítero de la parroquia de Fuencarral, se cruza con un batidor imperial cuando baja por la calle Montera. El francés, un cazador a caballo, parece tener prisa y se aleja calle arriba, al galope y con mucha desconsideración, casi atropellando a los vendedores que acaban de montar sus puestos en la red de San Luis. Aunque algunos gritos e insultos lo siguen en la galopada, don Ignacio no abre la boca, si bien sus ojos negros y vivos —tiene veintisiete años— perforan al jinete como si pretendieran que la ira de Dios lo fulminase allí mismo con su montura y las órdenes que lleva en el portapliegos. El clérigo aprieta los puños dentro de los amplios bolsillos de la sotana que viste. En el derecho estruja un folleto recién impreso, que el amigo en cuya casa ha pasado la noche, párroco de San Ildefonso, le dio esta mañana:
Carta de un oficial retirado a uno de sus antiguos compañeros
. En el izquierdo —don Ignacio es zurdo— aprieta las cachas de una navaja que, pese a las órdenes que ostenta, lleva encima desde que ayer se presentó en Madrid en compañía de un grupo de feligreses para hacer bulto contra los franceses y a favor de Fernando VII. La navaja es como la que todo español de las clases populares usa para cortar pan, ayudarse en la comida o picar tabaco. Al menos es la excusa que el sacerdote, en debate interior que a veces llega a angustiarlo un poco, se plantea ante su conciencia. Pero lo cierto es que nunca la había llevado en el bolsillo, como ahora.
Don Ignacio no es hombre fanático: hasta ayer, como la mayor parte de los eclesiásticos españoles, mantuvo un silencio prudente, según instrucciones recibidas de su párroco, y éste del obispo correspondiente, sobre los turbios asuntos de la familia real y la presencia francesa en España. Ni siquiera durante la caída de Godoy o el asunto de El Escorial el joven clérigo abrió la boca. Pero un mes de humillaciones por parte de las tropas imperiales acampadas en Fuencarral colma ya su vaso de paciencia cristiana. La última gota de hiel rebosó hace una semana, cuando un pobre cabrero fue apaleado ante la iglesia por varios soldados franceses para robarle sus animales; y cuando don Ignacio corrió a impedirlo, se encontró con una bayoneta ante los ojos. Para acabar la faena, los franceses se entretuvieron orinando, entre risotadas, en los escalones del recinto sagrado. Así que, cuando ayer corrió la voz de que en Madrid se anunciaba jarana, don Ignacio no lo pensó dos veces. Después de la misa de ocho, sin decir palabra a su párroco, vino a la ciudad acaudillando a una docena de feligreses con ganas de gresca. Y con ellos, tras pasar la jornada ronco de abuchear a Murat, aplaudir al infante don Antonio y dar vivas al rey, durmiendo luego cada uno donde pudo, quedó en verse con ellos a estas horas, para averiguar si han llegado los mensajeros de Bayona.