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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (83 page)

—Y ¿cuál es el remedio, señor? —preguntó el sacerdote.

—El tiempo, padre, el tiempo y beber mucha leche de cabra.

—Pero señor... Martí está metido en el mayor envite de su vida y en él se juega algo más que la salud. Dadle algo que le ayude a afrontarlo.

—Tened mucho cuidado, padre Llobet. Voy a daros una droga que no debiera, pues en según qué dosis puede matar. Se extrae del haba de San Ignacio y de la nuez vómica: le suministraréis exactamente una gota el primer día, dos el segundo y el tercero tres; de ahí no pasaréis. Este antiguo remedio incentivará su corazón, fortalecerá su espíritu y le ayudará momentáneamente a recuperarse, pero no equivoquéis la dosis.

El físico se dirigió a su bolsa que estaba encima de una mesa y tras abrirla le entregó al angustiado sacerdote un frasquito de tapón de vidrio esmerilado que él recogió como si fueran pepitas de oro puro.

116
El tercer día

La expectación había llegado al paroxismo. Los partidarios de uno y otro bando se enfrentaban en ácidas dialécticas, y hasta en algún figón hubo cuchilladas; se decía que un barbero había rajado con la navaja el cuello de uno de sus parroquianos.

La pareja condal seguía con interés las alegaciones de los protagonistas y hasta entre ellos había discrepancias.

A petición de Martí, la
litis
iba a proseguir con sus actores sentados en sus respectivos asientos, atendiendo a la patente debilidad que le asaltaba.

Ya todos estaban en sus respectivos lugares cuando la voz del juez Fortuny abrió la sesión.

—Se abre el litigio por tercer y último día. Recuerden los querellantes que están bajo juramento. Al finalizar, nos reuniremos los jueces y atenderemos las opiniones de los componentes de la
Curia Comitis
para deliberar el consejo que debemos dar a nuestro señor Ramón Berenguer, para que él dictamine la sentencia que crea procedente. Antes de las conclusiones, las dos partes tendrán opción de aportar las últimas pruebas, si las hubiere.

Martí ordenó sus papeles y se dispuso a abrir la
litis
en cuanto el juez le diera la palabra, cosa que sucedió de inmediato.

—Tiene la vez el ciudadano Barbany; escucharemos lo que tenga a bien exponer. Recordad que luego lo hará el ilustrísimo consejero Bernat Montcusí y que posteriormente ambos podrán volver a ser interrogados por la mesa de jueces a fin de aclarar lo que fuere necesario.

Tras el saludo de ritual hacia los condes, Martí comenzó.

—Excelentísimos jueces, ilustres consejeros, tribunas de la nobleza, del clero, honorables ciudadanos de Barcelona. Mi postrera acusación es tan grave que hasta a mí me cuesta pronunciarla. Incriminé al consejero condal por la muerte de su ahijada sin precisar la causa, pues no era el momento oportuno para ello. Sin embargo, hoy ha llegado este momento.

La tensión había alcanzado su punto máximo. Las gentes rebullían inquietas en sus asientos presintiendo que les iba a ser entregado un secreto terrible, como así fue.

—Acuso solemnemente a Bernat Montcusí de haber deshonrado a Laia Betancourt, de haberla vejado infinidad de veces hasta el punto que éste y no otro fue el motivo de su posterior suicidio.

Un grito contenido se dejó oír en la tribuna de ciudadanos y un murmullo general se expandió por el salón, en tanto que el color abandonaba el semblante de un Bernat Montcusí, que tuvo que dar aire a su rostro con el pliego de pergaminos que tenía sobre la mesa.

El mazo del secretario apenas podía gobernar aquel tumulto y el juez principal tuvo que amenazar con desalojar la sala. Finalmente el alboroto cesó y las aguas volvieron a su cauce.

—Ciudadano Barbany, vuestra acusación es de tal gravedad que si no lográis probarla podréis ser reconvenido por este tribunal, que aconsejará al conde que os aplique un castigo ejemplar. Proceded.

Martí Barbany, creyendo que el momento supremo había llegado, se dispuso a quemar las naves, y señalando con el índice a su enemigo gritó más que habló:

—Este hombre que mancilla el cargo que ostenta se aprovechó de la influencia que ejercía sobre su pupila, la deshonró con la amenaza de matar a su amiga Aixa, abusó de ella en incontables ocasiones y la preñó. Luego, habiéndose cansado de su juguete, la repudió y para soslayar el problema, intentó que yo la desposara, cosa que hubiera hecho sin reparos pues la amaba intensamente y era consciente de la limpieza de su corazón. Ella, considerándose mancillada, en un ataque de enajenación se lanzó desde lo alto del lienzo de muralla de la casa de su padrastro, acabando con su vida. Aquí está la prueba de cuanto digo.

Y diciendo esto último se llegó hasta la mesa de jueces y depositó en ella la carta de Edelmunda.

La esquela pasó de mano en mano y cuando los tres jueces la hubieron leído, Eusebi Vidiella puesto en pie, pasó a dar lectura, en voz alta, del contenido del escrito.

Cuando finalizó la lectura, un escalofrío recorrió la sala. Luego exigió a Martí que se explicara, a fin de que el consejero pudiera escuchar sus razones para poder refutarlas y los condes, sus consejeros y las tribunas supieran el fundamento de su acusación.

Martí comenzó su disertación.

—Señorías, cuando la misiva llegó a mis manos mi intelecto se negaba a admitir lo que leían mis ojos. Cierto que pedí la mano de Laia antes de mi partida y es cierto asimismo que el consejero, a pesar de negármela, me dio esperanzas supeditándolas a que obtuviera la ciudadanía de Barcelona; en esta esperanza intenté hablar con Laia en cuanta ocasión me fue posible y supe de su amor hacia mí. Estando ya de viaje recibí una carta de mi amada que se desdecía de todo lo hablado entre nosotros y me aconsejaba que renunciara a nuestro amor. Sin embargo, observé en el escrito flagrantes contradicciones y signos clarísimos que indicaban todo lo contrario a lo que la mera letra decía. Como luego pude ver, los hechos fueron muy otros. Ved cómo este hombre abusó de su propia ahijada, la sometió a un sinfín de vejaciones y mediante amenazas la apartó de mí, sometiéndola, mediante coacciones que mucho tenían que ver con la vida de Aixa, a su voluntad. A mi llegada hubo un cambio de actitud por su parte que, pese a no entender, agradecí, pues suponía su consentimiento a nuestra boda. Pero todo se frustró la malhadada noche en que mi amada decidió por propia voluntad abandonar avergonzada el mundo de los vivos. Entonces no entendí el motivo hasta que un buen día llegó a mis manos la carta del ama de llaves del consejero, que es la que se ha entregado a vuestras señorías y que posteriormente se ha leído en voz alta. Laia tuvo un hijo de este hombre, que murió apenas nacido, pero durante el embarazo, este individuo maquinó la conveniencia de buscar un padre para la criatura y además hacer un pingüe negocio. Por eso me ofreció a su hijastra en matrimonio. Pero los dados de la fortuna son caprichosos y cayeron mal los números. Si esta prueba no es suficiente, empezaré a creer que en el condado hay dos tipos de justicia.

En esta ocasión ni un suspiro rompió el silencio de la sala antes de que la voz del juez Bonfill ordenara a Martí que se sentara de nuevo, y dirigiéndose al consejero anunció:

—Señor Montcusí, estáis en posesión de la palabra.

Con el rostro cariacontecido pero decidido a luchar hasta morir, Bernat Montcusí se dirigió a su atril.

—Señorías, permitid que en esta ocasión y ante tan grave circunstancia, ya que está en peligro mi credibilidad y con ella mi prestigio, me defienda de tanta insania desde este atril y en pie.

»Es puro desvarío querer retorcer los hechos hasta el extremo de confundir la buena fe de las personas, amparando la argumentación en falsas verdades y en testimonios guiados por el odio y la venganza.

Aquí hizo una ostentosa pausa y emitió el profundo suspiro del hombre que clama al cielo por una flagrante injusticia.

—Ciertamente, tuve a mi servicio un ama de llaves que me sirvió fielmente durante años. Pero desgraciadamente contrajo la lepra y no sólo tuve que prescindir de sus oficios sino que me vi obligado a encerrarla. En verdad que la tal Edelmunda, que así se llamaba, se había ganado mi confianza, pero mi deber hacia la ley es mucho más fuerte que mis posibles afectos y me vi, contra mi voluntad y a pesar de su malquerencia, forzado a enviarla a la leprosería vigilada que se halla a las faldas del Montseny. Esta carta no es otra cosa que una venganza fruto de su aversión y su malevolencia hacia mi persona. Sin embargo, observaréis que en ella dice una sola verdad y, como lo es, la recalca varias veces. Nombra a la tal Aixa como lo que era, una esclava, ya que como tal entró en mi casa. Lo demás quiero pensar que es una fabulación fruto del odio que pudo germinar en su pecho. Pero decidme, conspicuos jueces: ¿qué podía hacer un fiel servidor de la ley por dolorosa que fuera la decisión? La mujer pretendía quedarse en Barcelona y se negaba a llevar la campanilla de madera que anuncia a un leproso. Ésta es la única razón de esta misiva. Pero ya que se ha puesto en el filo de la duda mi honorabilidad, voy a contar los hechos tal como ocurrieron, cosa que no hice anteriormente porqué pensé que el buen nombre de mi querida hija, en tan tristes circunstancias fallecida, bien merecía un poco de respeto y sobre todo discreción. Ahora el enredo es demasiado grande para no poner todo al descubierto.

En una buscada pausa, el consejero se dirigió a su mesa y tomando lentamente una frasca escanció agua en una copa y dio un largo sorbo aguardando a que sus palabras fueran calando en el personal. Luego regresó al atril y prosiguió su exposición.

—Ahora, queridos conciudadanos, atended y juzgad si no es más coherente la verdadera historia que voy a explicaros que la sarta de embustes que el odio manifiesto que me profesa el ciudadano Barbany le ha inspirado. Como sabéis, condicioné la boda de mi ahijada con el antedicho, exigiendo únicamente que fuera ciudadano de esta maravillosa ciudad. Pues bien, él quiso asegurar la flecha y sedujo en varias ocasiones a la única flor de mi jardín y lo hizo con la connivencia de la esclava Aixa, y recalco lo de esclava, y en casa del ama de cría de mi hijastra, de mala memoria, cuyo nombre era Adelaida, cosa que como comprenderéis, no supe hasta más tarde.

»Cuando Barbany partió, y prescindiendo como buen padre de familia de aquella oferta de matrimonio que no tenía pies ni cabeza, comuniqué a mi hija que había llegado el momento de buscarle marido y me dispuse a ello sondeando entre los hijos de las familias de mi rango que yo consideraba apropiadas para ello. Pues bien, imaginad mi asombro cuando Laia se presenta en mi despacho una mañana y me dice que no es virgen porque aquel osado mozalbete, con su consentimiento, ha mancillado su doncellez. Fijaos que no afirmo que la forzara. Reconozco que me llevaron los demonios y una santa ira se instaló en mi alma. La amenacé, bien es verdad, con perjudicar a la verdadera culpable de aquel negocio, que no era otra que la esclava Aixa, y tomé buena nota de Adelaida, que había brindado el nido para la coyunda. Entonces la conminé para que dejara claro que se había equivocado y di por terminada la relación, y desde luego aparté de su lado a la esclava.

»Imaginé que con esta decisión todo habría acabado, pero me equivoqué. Al poco tiempo Laia acudió de nuevo a mi despacho y me amenazó con entregarse al primero que encontrara si no le dejaba proseguir con aquellos amores insensatos. Hice caso omiso de la amenaza y me mostré inflexible. Al cabo de un tiempo compareció otra vez ante mí comunicándome su estado de gravidez. Ahí comenzó mi calvario. Estuve noches y noches sin dormir, la envié al campo a fin de que meditara y cumpliera el tiempo de parir con el menor escándalo posible y no pude reclamar al padre de la criatura, ya que ella se negó en redondo a dar su nombre. Ved lo que es un padre desesperado; mi religión me prohíbe que la hiciera abortar y mi amor por ella me empujaba a ayudarla a salir de aquel mal paso con el menor daño posible. Finalmente se me ocurrió una solución que aunque mala era la única. Recurrí para ello a mi buen amigo y confesor, el padre Llobet, que bien sé que por su condición no podrá testificar... Como comprenderéis, nunca osaría decir algo que no se ajustara a la verdad, ya que me consta que está en la sala. Fui una tarde a visitarle a la Pia Almoina y le rogué para que, a la vuelta de su protegido, que ya se anunciaba, intercediera para que cumpliera como hombre, ya que al fin y a la postre había sido Barbany el ladrón de la honra de Laia, y, tragándome un sapo, le supliqué que me ayudara a convencerle para que desposara a mi hija y asumiera el papel de padre de la criatura. En el ínterin las cosas se pusieron mejor, ya que el crío tristemente nació muerto. Como siempre, el padre Llobet me ayudó en el trance. En cuanto este hombre —señaló displicentemente a Martí— regresó de sus viajes, quedamos una noche para hablar del asunto. En tanto, ordené que trajeran a Barcelona a mi niña y en cuanto llegó le anuncié que consentía en su boda y que próximamente iba a acudir su galán a mi casa para concertar el pago de la dote. Aún se me enturbian los ojos cuando veo su carita feliz e ilusionada tras tan amargos trances.

»Llegó la fecha señalada y en el cenador de mi casa me reconcilié con él y le di mi bendición de padre. Transcurrió la velada sin nada notable a reseñar; quizá lo único fue que noté que este hombre libaba vino en demasía. Llegando al postre y ya un tanto ebrio, se atrevió a pedirme una dote desproporcionada a todas luces para consentir la unión. Ante mi justa ira, argumentó que cargaría con una mujer deshonrada y que la cosa tenía un precio. No os cuento mi respuesta, ya que no la hubo. Acudió al punto mi mayordomo anunciando una gran desgracia. Mi pobre hija, que había escuchado, oculta tras los balaustres del primer piso, el precio que a su honra ponía el galán de sus sueños, se encaramó a la muralla y se lanzó al vacío. El resto de la historia ya la conocéis, es pública y notoria.

La concurrencia estaba sobrecogida, y los bandos bien delimitados: en la tribuna de ciudadanos se apoyaba a Martí, en la de la nobleza se optaba por la versión del consejero; el clero dudaba. Tras otra larga pausa Bernat habló de nuevo.

—Soy consciente de que el argumento jurídico que aportaré a continuación no despertará precisamente simpatías, pero dará a entender a los ilustrísimos jueces que también en este campo, la razón me asiste.

»Vamos a elucubrar admitiendo que realmente he sido el causante de toda esta desgracia. ¿No ha admitido mi oponente que pretendí que desposara a mi ahijada? ¿Cuál es la obligación de un violador, estuprador o no, al respecto de reparar su yerro? ¿No es cierto que consiste únicamente en buscar esposo para la violada y dotarla dignamente? Pues eso, y además sin culpa alguna, señores míos, es lo que hizo este humilde servidor del condado de Barcelona.

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