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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (82 page)

BOOK: Te Daré la Tierra
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El consejero se ausentó rodeado de su clientela, repartiendo sonrisas y apretones de mano a diestro y siniestro, en tanto que un Martí enfebrecido se unía al torrente que caminaba hacia el vestíbulo, donde el padre Llobet le aguardaba alarmado por su mal aspecto. Una mujer los observaba con atención desde la puerta del palacio y cuando pisaron la calle fue tras ellos a prudente distancia hasta que ambos se introdujeron en el patio de la residencia de Martí. Entonces, cuando estuvo cierta de que aquél era el lugar, dio media vuelta y se perdió entre la multitud.

115
El segundo día

Si cabe, la audiencia había aumentado o eso parecía. En la tribuna de ciudadanos no cabía un alfiler y, dado el interés de la vista, era notorio que el dinero había vuelto a cambiar de manos, pues por los comentarios se deducía que alguno era nuevo en la plaza.

Los condes habían ocupado sus sitiales y en el rostro de Almodis se reflejaba una divertida curiosidad. El de Martí lucía una palidez cadavérica en tanto que el consejero se mostraba orondo y tranquilo. El secretario requirió la presencia del ciudadano Fabià de Claramunt y tras tomarle juramento le indicó que ocupara plaza en el banco de testigos que se había instalado entre los dos pupitres.

El juez Frederic Fortuny, que desde el comienzo era proclive al consejero, comenzó el interrogatorio.

—¿Sois en verdad don Fabià de Claramunt, ciudadano de Barcelona?

—El mismo.

—¿Fuisteis nombrado alcaide de una casa fuerte próxima a Terrassa por el consejero Bernat Montcusí?

—No fui nombrado, accedí al cargo por contrato y así lo mantuve hasta que mis intereses no coincidieron con los de mi contratador.

—¿Estabais el 23 de diciembre en dicha casa fuerte?

—Estaba, pero en calidad de administrador.

—Dejemos a un lado el cargo que desempeñabais la noche de autos, es irrelevante. ¿No es cierto que una tropa que admitió haber comandado el ciudadano Barbany asaltó la casa a fin de rescatar a una esclava que teníais custodiada en la fortaleza?

—No exactamente.

—Explicaos.

—Un grupo de hombres se introdujo entre los muros de la fortaleza. La forma no fue la ortodoxa, pero debo decir que nadie recibió daño y que tras mostrarme la documentación que portaban, entendí que se estaba reteniendo a una persona sin derecho alguno.

—No sois quién para decidir estas cosas. Vuestra obligación era custodiar el bien recibido.

—De haberlo hecho, podía haber corrido la sangre y no quise que una sinrazón originara algo que repugnaría a mi conciencia de por vida. No entro en las formas, pero sí en el fondo. La mujer retenida y atormentada no merecía aquel sufrimiento.

El juez Vidiella intervino.

—No estamos juzgando hechos que no ocurrieron, no es éste ni el momento ni el lugar oportuno y el señor Claramunt está aquí en calidad de testigo, no de inculpado. Diga el testigo: ¿cuál fue el título y la comprobación que se realizó en aquel momento?

—El documento era una carta de manumisión hecha ante un notario y la comprobación de personalidad era una señal en forma de trébol de cuatro hojas que la prisionera tenía bajo el brazo derecho.

Ahora fue el turno del juez Bonfill i March.

—¿Cuál era la situación de la esclava?

—En contra de mi opinión, la habían cegado y cortado la lengua. Eso motivó mi dimisión como alcaide. Aquel acto me repugnó.

Los ojos de Montcusí eran como dos carbones encendidos que de haber podido hubieran fulminado a su antiguo subordinado.

La sombra de la duda planeó sobre la sala. Nadie se atrevía a asegurar adónde podría ir a parar todo aquello.

La voz del secretario resonó desde su sitial.

—Podéis abandonar el estrado. No saldréis de la ciudad sin demandar el correspondiente permiso, no hablaréis con nadie de lo tratado en nuestro despacho y permaneceréis a disposición de este tribunal por si sois requerido. Acompañe el alguacil al testigo.

Un ujier se personó junto a Claramunt y le condujo hasta una de las puertas laterales del salón.

La voz de Bonfill resonó nuevamente.

—Consejero Montcusí, poneos en pie y responded a las preguntas de la mesa.

Lo hizo Bernat con gesto displicente, como el que otorga una gracia.

—¿Ignorabais que la tal Aixa era una liberta?

—¿Con qué derecho se toma alguien la autoridad de regalar a una liberta?

—Os he preguntado si conocíais el hecho.

—Desde luego que lo ignoraba.

Ahora fue Vidiella.

—¿No reclamasteis la documentación pertinente por si se os ocurría venderla un día u otro?

—¿Quieren decirme vuestras señorías quién es el que demanda la documentación de un regalo? ¿No sería acaso una imperdonable descortesía?

—¿Por qué no disteis cuenta del asalto de vuestro predio si lo considerasteis un atropello?

—Creo que la justicia condal está para asuntos importantes, no para que yo la agobie con un asunto menor que estorbe en los tribunales y que, al no haber habido sangre, carece de importancia. La vida de esa esclava, que por lo visto estaba manumitida, no valía la pena.

—¿No sería porque creeríais haber cometido una injusticia?

El consejero respondió sulfurado.

—En todo caso, de ella sería culpable el ciudadano Martí, que con su falso e intencionado regalo me indujo al yerro.

Los tres jueces se miraron y, tras una pausa, remitieron a su lugar al consejero y reclamaron la presencia de Martí.

Bonfill preguntó en esta ocasión.

—¿No es cierto, señor Barbany, que vuestro acto constituye un delito? ¿Sois consciente de que si éste fuera un juicio normal podríais ser acusado de asalto a la propiedad ajena con nocturnidad, alevosía y en cuadrilla?

—De cualquier manera habría salvado la vida de una inocente, por más que un asalto sin beneficio, sin robo y sin daño entiendo que tiene buena defensa. Os aseguro que habría pagado, muy a gusto, la multa correspondiente.

Eusebi Vidiella intervino de nuevo reconviniendo a su compañero.

—No es éste el tribunal correspondiente. Pasad, si así parece a mis doctos colegas al cargo siguiente.

Martí se trasladó del centro de la sala hasta su atril sintiendo el palpitar de la fiebre en sus sienes.

Desde allí paseó la mirada por la sala y se dirigió a la mesa de jueces.

—Señorías: hace apenas cuatro meses, la heredad de mis mayores fue atacada de noche por una cuadrilla de facinerosos que redujeron lo que era una masía preciosa a ceniza. Esto es lo menos grave, todo lo que es material se puede volver a construir, pero en esa cobarde agresión fallecieron mi señora madre, Emma de Montgrí, y un viejo criado, Mateu Cafarell, que desde que yo era niño siempre estuvo en mi casa. Mi madre falleció ahogada por las inhalaciones venenosas del humo de aquel extraño incendio. Antes de morir, me describió el único rostro que le fue dado ver al caérsele la capucha al que parecía mandar la cuadrilla, pues todos aquellos cobardes actuaron embozados, y era tan particular que su descripción quedó grabada en mi memoria.

»Hace tres noches, casualmente la anterior al comienzo de la
litis,
fui asaltado y herido por un individuo de las mismas características y ésa es una casualidad que no puedo admitir como tal. La misma persona que atacó a mi madre quiso acabar conmigo. Únicamente la fortuna, o la Providencia, impidieron que el suceso acabara como el anterior.

El juez Eusebi Vidiella intervino.

—¿Cuál era la tan notable característica que hace que sospechéis que el asunto no fue una mera coincidencia?

—Veréis, señorías: las peculiaridades son lo que diferencian a los individuos. El hombre que atacó a mi madre y el que quiso matarme tenía el cabello albino como la paja blanca; sus ojos eran de un glauco cuasi líquido y su rostro estaba picado por la viruela. Decidme, ¿cuántas personas así residen en el condado?

—Explicaos —requirió el juez Ponç Bonfill.

—Antes de expirar, como os digo, mi madre me describió exactamente a este individuo. Bien, la otra noche a la salida de la Pia Almoina, en un oscuro pasaje, fui agredido por alguien de estas características mediante un puñal emponzoñado que no me causó la muerte gracias a la intervención providencial del confesor de la condesa, el padre Eudald Llobet, que certificará esta circunstancia. De no ser por él, esta
litis
no se hubiera celebrado. Y concluyo. ¿A quién interesaba que este acto no se celebrara? ¿Quién es la única persona que tiene ánforas de aceite negro a su libre disposición aparte del ilustrísimo veguer de la ciudad y de mi persona?

Eusebi Vidiella se interesó sobremanera por este último detalle.

—El testimonio del padre Llobet es innecesario, ya que tenemos el informe del alguacil que mandaba aquella noche la ronda. En cuanto al último punto que habéis tocado, haced la merced de aclararlo.

—Vuestras señorías juzgarán: entre los restos calcinados de las cuadras del predio de mi madre hallé esto. —Martí trajo de la mesa auxiliar un trozo de ánfora con una fecha grabada en la que se podían leer unos números romanos y unas letras, y lo depositó ante los tres jueces—. El incendio tenía unas características tales y era tan difícil de dominar que al punto entendí que aquel fuego que tanto costó apagar, no era normal porque estaba alimentado por algo singular.

Tras observar detenidamente el objeto pasándolo de mano en mano, Bonfill habló:

—Explicaos.

—Señorías, las ánforas en las que importo el aceite negro de lejanas tierras vienen todas debidamente numeradas e identificadas. Se hace de esta manera para tener un control desde su origen hasta su desembarco en Barcelona. En principio, y antes de cerrar un acuerdo con el ilustrísimo veguer de la ciudad, se requería, para ser introducido en Barcelona, la rúbrica del intendente de abastos que me exigió que una reserva se almacenara en su residencia. Este trozo de ánfora corresponde a uno de estos cargamentos al que únicamente él tenía acceso.

El más absoluto silencio se instaló en el salón.

El juez Fortuny, tras una breve consulta con sus colegas, se dirigió al intendente.

—Señores litigantes, a fin de evitar la pérdida de tiempo se os autoriza a declarar desde vuestros pupitres y únicamente en caso que se señale se os requerirá a que lo hagáis desde los respectivos atriles.

Martí agradeció la facilidad, pues el dolor de cabeza era inaguantable.

—Ilustrísimo consejero, ¿qué tenéis que alegar ante las pruebas que aporta el señor Barbany?

Bernat Montcusí acusó levemente el golpe, pero rápidamente se rehízo.

—Sus señorías pueden comprobar cómo el exceso de celo al servicio del condado comporta no pocos enojos y desazones. Hete aquí cómo se quiere retorcer la verdad para justificar algo que ni de lejos me roza. Mi artero oponente conoce perfectamente cuál era la finalidad de almacenar el negro sebo en mi casa, con las correspondientes molestias y peligros que ello comporta, pues así se lo dije. Sin embargo, ahora lo alega para intentar manchar mi nombre cambiando el sentido de las cosas. Cuando consideró que su trato debería ser con mi ilustre colega, el veguer de Barcelona, don Olderich de Pellicer, para de esta manera ahorrarse el tributo que rinde todo aquel artículo que se negocia intramuros, le obligué a dejar en el gran sótano que adecué para ello una reserva de ánforas por si en alguna ocasión fallaba una entrega. Como comprenderéis y dado que era indiferente, ordené a un sirviente que las contara, pero estaréis conmigo que igual daba que tuviera un número u otro. Bien, el señor Barbany sostiene que este trozo de vasija corresponde a una que estaba en mi poder; y digo yo: ¿no será una de las suyas? No es extraño que tuviera diferencias con su madre, ya que me consta que, siendo hijo único, vivía ésta apartada en su masía del Empordà pudiendo vivir y espléndidamente en nuestra ciudad. Decidme, honorables jueces, ¿qué mujer prefiere vivir duramente en el campo, trabajando de sol a sol, a hacerlo con todas las comodidades que alguien pueda desear en una de las mejores casas de la ciudad? No es la primera ni será la última vez que desavenencias familiares desembocan en un crimen nauseabundo.

»Rechazo de plano cualquier acusación al respecto de la insidiosa imputación de haber intentado quemar el predio de nadie y declaro que ni siquiera conozco al personaje albino que dice fue el causante. Si el querellante puede demostrar lo contrario, que lo diga.

Tras esta última declaración el tribunal, tras disolver la asamblea, se retiró a deliberar dando por cerrada la sesión de la segunda jornada.

Martí, comido por la fiebre y en compañía del padre Llobet, se dirigió a su casa, seguido de nuevo por la extraña mujer que ya lo había hecho el día anterior.

Al ver el lamentable estado en que llegaba, Omar se asustó y salió al encuentro de ambos.

—Tenéis un aspecto deplorable. Este asunto os va a causar la muerte.

—Os lo he dicho un millar de veces, el bocado es demasiado grande y ni alguien tan tenaz y dispuesto como tú lo puede deglutir.

—Señor, por lo que más queráis, dejad este asunto que os va a matar. Nada se puede hacer ya por vuestra madre ni por nadie, los poderosos siempre consiguen evadirse —insistió Omar.

—Antes de comenzar ya le advertí que iba a ser vana tarea y tal como van las cosas me reafirmo en ello, pero qué queréis, es tozudo como una mula —dijo el clérigo.

—¿Cómo ha ido hoy?

—Es sinuoso como un zorro y escurridizo como una anguila, pero no dudéis que al final lo atraparé —afirmó Martí.

—Lo que vais a hacer es meteros en la cama —repuso Eudald—. He avisado al físico Halevi y está a punto de llegar.

Martí ascendió la escalinata de su casa apoyado entre Omar y Eudald, y al llegar a su habitación se derrumbó sobre la cama.

Cuando llegó el físico, el criado se retiró. La fiebre había subido notablemente y en algún momento la imagen de las cosas se le tornaba borrosa.

El sabio Halevi apartó el apósito de la herida y la examinó detenidamente: su opinión fue inmediata.

—El que os hizo la primera cura sabía lo que se hacía. La herida está desinfectada y el corte se ve limpio. —Procedió entonces a palparle el rosario de los ganglios del cuello; con una lanceta le extrajo una gota de sangre de la punta del dedo corazón de su diestra y llevándosela a los labios, la probó; observó a continuación y con atención la pupila de sus ojos y el color amarillento de los mismos y finalmente extrajo de un pequeño frasco una gota de un líquido morado y la mezcló con su orina, observando la mezcla al trasluz. Su diagnóstico no pudo ser más conciso y claro—: Vuestra sangre está envenenada y hasta que vuestro cuerpo no haya eliminado la ponzoña que habita en vuestros humores, tendréis episodios de fiebre que se sucederán esporádicamente y durante los mismos hasta podéis perder el conocimiento.

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