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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

Te Daré la Tierra (85 page)

Cuando hubo llegado desmontó del caballo y después de atarlo a una barra a ello destinada, se acercó a las hogueras donde algunos herreros descansaban de su turno de forja mientras tomaban un ligero condumio y trasegaban una bota de vino.

—¿Conoce alguna de vuestras mercedes al capitán Jofre?

—Acabo de verlo en la fragua número cinco; si allá vais allá lo encontraréis.

—Dios guarde a vuesas mercedes, que tengáis buen turno.

Y tras despedirse, Ruth dirigió sus pasos a la fragua número cinco que distaba apenas un centenar de metros.

El ruido de los martillos golpeando el caliente metal sobre la cama de los yunques llenaba la noche de extraños ritmos. Cuando la muchacha, con la venia del celador encargado de vigilar la entrada, atravesó la cancela de la fragua, la visión de los hornos escupiendo chispas y el rojo resplandeciente del ambiente reflejado en los torsos desnudos de los herreros, la transportó a la ceremonia de un aquelarre en el mismísimo averno. El ruido era ensordecedor. Ruth se acercó a dos muchachos cuya misión consistía en recoger en grandes capazos de esparto las limaduras que quedaban junto a los grandes soplillos de cuero que aventaban los recortes de metal para volver a meterlos en los hornos.

En medio de aquel tumulto y haciéndose oír a fuerza de gritar junto a la oreja de uno de ellos, demandó por el capitán Jofre, encargado, entre otras muchas cosas, de revisar el trabajo de los hornos donde se fabricaban las piezas de hierro que precisaban las embarcaciones.

El muchacho señaló con el dedo una cabina levantada al fondo de la fragua, a la que se llegaba mediante una escalerilla de madera que ascendía al altillo. Ruth atravesó la estancia seguida por la mirada ardiente de aquellos hombres, que detectaban un elemento extraño en su medio natural.

Jofre la vio llegar y se asomó al instante, creyendo que algo malo era lo que motivaba tan anómala visita. Ruth intentó tranquilizarle, pero era tal el ruido que hasta que la tomó del brazo y, tras hacerla entrar en el cuartucho, cerró la puerta, fue imposible explicarle el motivo de su visita.

A medida que el marino se enteraba del asunto sus ojos se iluminaban progresivamente.

—¿Dónde está el paquete?

—Aquí lo tenéis.

Ruth extrajo del interior de su ropa el pequeño saco y se lo entregó a Jofre; éste se dirigió a la mesa del centro iluminada por un candil y volcó en ella el contenido.

—¿Es todo?

—No, la otra mitad la he dejado en casa a buen recaudo; ésta es solamente para que experimentéis.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—La última vista es para pasado mañana. Por lo tanto, nos resta un día.

—Entonces no perdamos tiempo y vamos a ello.

118
Las piezas del rompecabezas

El ambiente había alcanzado un estado de exaltación extremo. Si cada uno de los días anteriores, el lleno había sido absoluto, en esta ocasión, teniendo en cuenta que en aquella jornada se dirimía todo, se podía decir que hasta los soldados habían negociado sus guardias para hacerse un lugar en el inmenso salón. Todos querían poder decir a vecinos, amigos y parientes llegados de otros condados: «Yo estuve allí aquel día». De cualquier manera, un espectador ajeno a todo que hubiera tenido que emitir un juicio de valor dejándose llevar por los signos externos, se hubiera decantado con seguridad a favor del consejero condal. Los saludos, los parabienes y los agasajos indirectos hacia su persona por parte de clientes y deudos que, intuyéndolo vencedor, buscaban aproximarse, eran muy superiores a los que recibía un Martí pálido, que en la mesa y apenas repuesto de su último acceso de fiebre, aguardaba extrañamente sereno a que el acto diera comienzo.

Ya todos estaban en su lugar: las tres tribunas totalmente atestadas, los jueces en su mesa, los contendientes frente a frente, cuando los añafiles de plata, regalo del rey moro de Tortosa, y las trompetas anunciaron la llegada de los condes de Barcelona, en esta ocasión acompañados del hijo mayor de Ramón Berenguer, Pedro Ramón, que iba a ocupar un trono situado un escalón más bajo que el de su padre y su madrastra.

Cuando el juez Vidiella anunció que la
litis
quedaba abierta por último día y que de allí saldría el veredicto del conde, una tensa calma se estableció entre los presentes y las miradas se dirigieron alternativamente de uno a otro contendiente.

—Don Martí Barbany de Montgrí tiene la vez. Exponed aquí y ahora cualquier argumento final, ya que no habrá otra ocasión.

Martí rebuscó en una bolsa de cuero que tenía frente a él, y extrajo una misiva, que puso a la vista de todos.

—Demando permiso a sus señorías para acercarme a la mesa para aportar nuevas pruebas que corroborarán cuanto he dicho hasta ahora.

—Proceda, pero diga antes cuál es su pretensión —intervino Frederic Fortuny.

—Pedir a mi oponente que autentifique un escrito.

—Adelante.

Salió Martí de su lugar pausadamente. Los cuidados del físico Halevi iban causando su efecto, pero lo que más temía en aquella ocasión era que le acometiera uno de los temidos y súbitos accesos de fiebre que le dejara paralizado e incapaz del menor esfuerzo. Finalmente llegó a la mesa de jueces y al entregar el documento aclaró:

—Es ésta una misiva que recibí ha mucho y desearía que el ilustre consejero dijera si la conoce y reconoce en ella la caligrafía de su ahijada.

La carta pasó de mano en mano por los tres jueces, quienes tras ordenar a Martí que regresara a su lugar, llamaron a la mesa a Bernat Montcusí.

Se acercó éste pomposo y lento como correspondía a su dignidad y a su tamaño.

El juez Bonfill le alargó el escrito. El otro, calándose un monóculo, lo observo con atención.

—Desde luego que sí, y por cierto ya hablé de ello. Ignoro adónde quiere llegar mi oponente, pero esta misiva corrobora mi aserto: es la letra de mi hija y el escrito fue dictado por mí cuando pretendí cortar de una vez aquellos malditos amores que desencadenaron la tragedia que todos conocéis.

El juez Fortuny apostilló:

—¿Queda satisfecha la curiosidad del demandante?

—Sí, señoría. Mi único interés es que quedara patente que la letra es la de Laia Betancourt.

—Ha quedado manifiesto; retírese su excelencia y prosiga el demandante.

—Señorías, tengo aquí otro escrito que quisiera mostrar y que evidentemente procede de la misma mano que el anterior.

—Acercaos.

En esta ocasión la expresión del rostro del consejero mostraba un aura de curiosidad mezclada con desconfianza.

Martí se llegó de nuevo a la mesa y entregó la misiva. Al verla pasar de mano en mano entre los tres jueces y detectar los reservados comentarios que éstos hacían en voz baja, la muchedumbre intuyó que había llegado el momento crucial del proceso. Hasta los condes se mostraron intrigados por la demora de los magistrados y los componentes de la
Curia Comitis
se miraron inquietos.

Eusebi Vidiella, en calidad de secretario, se puso en pie.

—Dada la gravedad de la prueba, llamamos de nuevo a don Bernat Montcusí.

En esta ocasión la actitud del consejero difirió en grado sumo. Retiró violentamente su sitial y a grandes zancadas se acercó a la mesa. Se colocó nuevamente el monóculo y al leer el escrito su rostro fue adquiriendo un tinte cerúleo.

—¡Ignominia, burdas mentiras! ¡Exijo que esta falsa prueba sea reprobada de inmediato!

Tras una breve consulta se alzó el secretario.

—Vamos a considerar en privado este testimonio y posteriormente...

La voz del conde interrumpió el discurso.

—Léase en voz alta el escrito. Se ha convocado esta
litis
en pública concurrencia pues no queremos privar a los ciudadanos de Barcelona de su derecho a conocer todas las circunstancias.

El juez Bonfill se puso en pie y ante un silencio sepulcral dio lectura en voz alta a la carta de Laia, con la grave acusación contra su padrastro que se desprendía de esas amargas líneas.

Al finalizar la lectura, Montcusí se puso en pie y comenzó a gritar como un energúmeno.

—¡Mentiras, absurdos embustes y calumnias! ¡Exijo a Martí Barbany que confiese la falsedad de esta maledicencia con la que intenta desacreditarme!

—Excelencia, os recuerdo que no estáis en posesión de la palabra —recordó Bonfill, y añadió—: Ciudadano Martí Barbany de Montgrí, estáis a tiempo de rectificar. Tenéis la palabra.

Martí se puso en pie lentamente; por vez primera era consciente de que llevaba la iniciativa en el proceso.

—No retiro del mismo ni una tilde ni una coma. Ni el ciudadano Montcusí ni yo estamos capacitados para afirmar que este escrito lo escribió Laia Betancourt. Pero dado que mi oponente ha certificado que la otra carta era de su puño y letra, propongo a la sala que encargue a los distinguidos sabios de la
Escola scriptorum
de la seo la certificación de su autenticidad.

Los tres jueces estaban deliberando cuando la recia voz de Ramón Berenguer dominó el murmullo de la sala.

—¡Sea, hágase de esta manera! Y como excepción y ante esta demora impensada, aplazaremos esta vista hasta que los reverendos sacerdotes anuncien su dictamen. Señor secretario, levantad la sesión.

Cuando el mazo del juez subió y bajó tres veces, cerrando la causa y mientras Martí cruzaba la mirada con Llobet, que salía de la sala para abrazar alborozado a Jofre, Omar y Manipoulos, el pateo de los presentes había alcanzado un nivel que recordó al viejo marino el fragor de una tormenta.

119
La justicia divina

El dictamen de los sabios fue concluyente. La mano que había escrito ambas cartas era la misma. Cuando la voz del secretario lo leyó, el silencio de los presentes era total. La certificación había puesto de manifiesto la evidente falta al honor de Montcusí. El conde, desde su trono, lo miraba adusto y ceñudo. Lo que había comenzado como un divertimento, algo así como una prueba para ver la agudeza y astucia de su consejero, tenía trazas de acabar en drama. Se veía a Bernat en su mesa mirando al vacío con una expresión perdida en el semblante. La voz del juez Fortuny devolvió a la realidad a los presentes.

—Diga el demandante, ¿hay algo más que queráis reivindicar antes de cerrar esta
litis,
y que tenga que ver con el demandado?

—Sí, señorías.

—Proceded pues.

—Reivindico la honorabilidad del preboste de los cambistas Baruj Benvenist, ajusticiado en la plaza pública con muerte, por demás infamante.

La voz de Martí hizo el efecto del rayo que precede al trueno. La tormenta estaba a punto de desencadenarse, ya que la acusación de Martí implicaba indirectamente al conde de Barcelona.

La voz del juez Fortuny sonó neutra, y sin embargo preñada de amenazas.

—¿Sois consciente de que implicáis en este envite a la justicia de nuestro señor?

—Soy consciente de que únicamente el Dios del cielo es infalible.

—Vuestra respuesta es baladí. De no aclarar vuestras palabras tal vez ganéis esta
litis,
pero os veáis implicado en un proceso mucho más grave.

Barbany se dispuso a entablar su postrera batalla. El consejero, que había visto una fisura en su defensa, estaba presto a aprovechar su coyuntura.

Martí dirigió la mirada hacia los tronos condales y habló como si únicamente a ellos se dirigiera.

—Excelentísimos condes, ilustres jueces. Yo no nací de noble cuna y mi educación no la recibí de nobles tutores ni de sabios profesores de la escuela catedralicia. Nací de humilde condición y me ilustró un modesto cura de pueblo, que sin embargo supo inculcar en mí los principios de la equidad y de la justicia. Sé que la vuestra es legendaria y que no distingue entre nobles, ciudadanos de Barcelona y gente de la plebe. Por eso vuestro pueblo os ama y presume de tener por guía al más preclaro príncipe de la cristiandad. Pero la justicia, señor, se basa en pruebas y testimonios, y cuando éstos, por circunstancias ajenas a vuestra persona, no son fidedignos, más aún, son falseados, puede ocurrir que sea castigado un inocente y eluda la pena algún culpable.

Martí había captado la atención de los presentes y el tenso ambiente se podía cortar con un cuchillo. Después de una pausa, pensada para que sus palabras calaran en el auditorio, prosiguió:

—Hace unos meses condenasteis a la horca al preboste de los cambistas, Baruj Benvenist, y lo hicisteis, no por haber errado al admitir como buenos unos maravedíes de falso metal, sino por haber intentado defraudar al tesoro condal quedándose para su beneficio el oro fundido de los mismos, alegando que se le había entregado moneda falsa; de ese modo intentó engañar al consejero económico del condado, que no es otro que el demandado, Bernat Montcusí. Bien, excelencias: traigo conmigo la prueba irrefutable del desafuero que se cometió con él y que restaurará sin duda la honorabilidad de tan buen servidor y asimismo la de la comunidad hebrea del
Call
de la ciudad.

Con gesto solemne, Martí extrajo de su atestada escarcela dos saquitos, uno de burdo cordobán y otro de fina gamuza con el escudo condal de las cuatro barras bordado en él y los colocó sobre la mesa. Las gentes seguían sus maniobras con la atención que los niños ponen en la magia de cualquier encantador en la plaza mayor de un pueblo. En esta ocasión Martí se dirigió al público en general que poblaba las tres tribunas.

—Ved, señores, lo que aquí traigo. Mi señora Almodis tuvo a bien nombrarme ciudadano de Barcelona, como premio por haber iluminado la ciudad antes de la llegada del embajador de Sevilla, recompensándome además con una faltriquera de monedas de oro, a fin de que las distribuyera entre los servidores de mi casa, conmemorando así tan feliz efeméride. Pero hete aquí que no quise malbaratar tan hermoso recuerdo y recompensé a mi gente con mancusos de curso legal, guardando en lo más profundo del cofre de mis recuerdos el saquito con el escudo condal, que os presento y que contiene todavía los maravedíes con los que fui premiado. Hace dos noches alguien lo halló entre mis objetos de valor y decidió tomar una porción de ellos y llevarlos a la fragua que poseo en la ribera del mar, para hacerlos fundir y de esta manera comprobar la calidad de la aleación. ¡Señores, la amalgama era falsa! Y estas monedas no habían tenido contacto con Benvenist ni con los cambistas del
Call.
Aquí está la prueba.

Entonces, tan despacio como pudo, volcó en la mesa de los jueces el contenido del segundo saquillo, y unas irregulares piezas de un oscuro metal rodaron sobre la superficie.

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