Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
La noche era tibia. Un cielo cubierto que amenazaba lluvia cubría la ciudad. Martí dobló la esquina del pasaje de l'Infant y, con la mente ocupada en la tensa situación que le esperaba en unas horas, se internó en él. Algo inusual llamó su atención. Acostumbrado como estaba a controlar sus faroles, observó distraídamente que el que debía alumbrar la travesía estaba apagado. Se le ocurrió que si coincidía con la ronda daría el aviso para que se reparara y sin más continuó su ruta.
Luciano Santángel aguardaba paciente a que su presa asomara por la esquina. Desde la oscuridad del zaguán y apoyado en el quicio observaba atentamente la embocadura. En el momento en que la silueta de Martí se dibujó en el extremo de la calleja, todos sus músculos se pusieron en tensión. Su mano diestra palpó instintivamente la empuñadura de asta de ciervo del puñal de doble hoja, su herramienta preferida, con la que nunca había fallado un golpe. Conociendo los procedimientos del cazador experimentado, aspiró profunda y lentamente el aire y lo expulsó de sus pulmones hasta tres veces. La sombra de su presa avanzaba lenta pero inexorablemente. Llevaba los escarpines forrados de saco de modo que su asalto fuera silencioso y rápido. La táctica la había empleado en infinidad de ocasiones y no tenía posible fallo. Aguardaba quieto en la sombra hasta que el incauto rebasara el lugar donde se ocultaba, entonces salía tras su huella y al llegar a su espalda sacaba de debajo de su capote el puñal de emponzoñado filo y asestaba con él un golpe seco entre las costillas del lado del corazón, siempre de abajo a arriba; cuando la víctima se desplomaba, realizaba una rápida incisión en el cuello a fin de que no gritara pidiendo auxilio.
El momento ya había llegado. Dejó que el hombre le sobrepasara y cuando lo hubo hecho se lanzó a la calle. En dos silenciosas zancadas estuvo a su espalda. Una aviesa sonrisa asomó en sus labios pensando en su soldada y la hoja plateada brilló en su diestra.
Un ingente número de ciudadanos se apelotonaba en el gran salón de la Casa de la Ciudad. Desde primeras horas de la mañana se había ido formando una cola interminable cuyos integrantes aguardaban pacientemente a que se abrieran las puertas para conseguir el mejor sitio posible. La nobleza y el clero tenían acceso por una puerta lateral, pero dos horas antes del anunciado acontecimiento sus tribunas ya se veían atestadas. Las damas lucían sus mejores galas, compitiendo entre ellas en riqueza y distinción como si de un fasto urbano se tratara. Briales magníficos, sobrepellices ornados de pasamanería, pellotes de rico damasco, adornos de perlas y corales, tocas y cofias sujetas bajo la barbilla mediante pañoletas bordadas de encaje, diademas y demás aderezos. Los caballeros lucían recamados terciopelos en sus túnicas, recortados los cuadrados escotes con dorados adornos, embutidas sus piernas en calzas de seda y calzando finos borceguíes, ceñían su cintura con tahalíes del mejor cuero cordobés de los que pendían espadas y dagas cuya empuñadura de asta o marfil era una auténtica obra de arte. También en la tribuna del clero se observaba el celo por lucir los atributos propios de cada cargo, sin pecar de soberbia pero cuidando de dejar clara la condición de cada cual.
La luz entraba por los ocho ventanales laterales que se abrían en los muros de piedra en forma de embudo, cual gigantescas troneras, reforzada desde los techos por doce grandes coronas de hierro forjado, sujetas al centro por cuatro radios pendientes de una cadena que soportaban doce inmensos cirios. Al fondo del salón se había montado una gran tarima sobre la que se veía la mesa de torneadas patas tras la que se sentaba el tribunal; a ambos costados se hallaban los atriles y pupitres de los litigantes y detrás de estos, los bancos de la
Curia Comitis.
Detrás de los jueces, en un nivel más elevado y sobre un damasco de fondo de estrechas franjas rojas y gualdas, se alzaban los adoselados tronos en los que se iban a sentar Ramón Berenguer y Almodis de la Marca.
Ya se había sobrepasado la hora tercia y los guardias tuvieron que cerrar las puertas por las que entraban los ciudadanos de Barcelona, pues en su tribuna ya no cabía un alma, ya fuere porque se habían facilitado más entradas de las que permitía el aforo o porque alguna ciudadana con faldas muy voluminosas ocupaba más espacio del que le correspondía.
Al dar las campanas el toque de los tres cuartos, los jueces y los componentes de la
Curia Comitis
entraron por la puerta del fondo del salón y se dirigieron a su lugar; poco después, entre el murmullo creciente del público, hizo su entrada, orondo y tranquilo, el consejero económico Bernat Montcusí, que tras saludar pomposamente con la mano alzada a sus partidarios fue a ocupar el espacio a él asignado.
Dos personas particularmente tenían la vista clavada en el atril todavía vacío tras el que se situaría Martí Barbany. A un costado y sin haber recurrido a su influencia para ocupar un mejor lugar en la tribuna de clérigos, un corpulento clérigo, con el hábito de su orden; era el confesor de la condesa. Y al otro lado, junto a una de las barandillas laterales que limitaban la grada, una mujer de mediana edad, discretamente vestida y medio embozada en una capa verde, con el pelo recogido en dos gruesas trenzas que se anudaban en su coronilla mediante un prendedor de carey y cuyos ojos no cesaban de recorrer el salón.
Los tronos de la pareja condal no iban a ser ocupados hasta que ambos litigantes y todo aquel que algo tuviera que ver con el acontecimiento no estuviera en su lugar correspondiente.
Bernat Montcusí estaba de espaldas charlando relajadamente con uno de los nobles que constituían la
Curia Comitis
e incluso parecía sonreír despreocupadamente.
El secretario, Eusebi Vidiella i Montclús, golpeó con un mazo la superficie de la mesa. Al punto se hizo el silencio y con su bien timbrada voz anunció que el tiempo límite de la presentación de los contendientes, que no debía ser muy prolongado, comenzaba a transcurrir, y al decirlo dio vuelta al huso de cristal de un reloj de arena que estaba a su lado sobre el tapete que cubría la mesa. Un murmullo se propagó entre la concurrencia al darse cuenta de que el querellante, sin duda el más interesado en el asunto, aún no había llegado.
Dos veces había ya bajado el mazo el secretario, y Bernat Montcusí continuaba su charla ajeno a todo, como si nada de aquello fuera con él. Cuando faltaban escasos granos de arena para que se diera por concluido el tiempo, la puerta lateral se abrió y, precedido por un ujier, hizo su entrada en el salón Martí Barbany, mostrando el rostro sudoroso y desencajado y en el brazo diestro un aparatoso vendaje. La exclamación de sorpresa de Montcusí no le pasó inadvertida al padre Llobet.
La noche anterior, en cuanto Martí abandonó su aposento, Eudald se dispuso a rezar las oraciones pertinentes. Cuando ya había tomado en sus manos el breviario y se dirigía al reclinatorio, cayó en la cuenta de que Martí, atosigado sin duda por sus preocupaciones, había dejado olvidada en el perchero la gorra genovesa con la que se cubría al anochecer. Rápidamente hizo la composición de lugar. En aquel momento debería estar saliendo del edificio, si no había ya dado la vuelta a la esquina. Llobet tomó en sus manos la prenda, y contando con que su ventana se abría en el primer piso, justamente a medio pasaje, abrió los postigos y asomó su inmensa cabeza entre las ramas de sus rosales, con la idea de lanzarle el adminículo por la ventana. Su mente de soldado se hizo cargo al instante de la situación. Un maleante embozado, de los que tanto abundaban en la ciudad, pretendía asaltar a su amigo que, absorto en sus pensamientos, no había atinado a darse cuenta del ataque. Eudald no lo pensó dos veces: al tiempo que el bellaco sacaba, de debajo de su capote, algo parecido a una daga su potente voz emitió un «¡Martí!» que resonó en la noche como un trueno, y tomando en sus manos una de las grandes macetas de piedra que reposaban en el alféizar de su ventana, la lanzó sobre la sombra que iniciaba el asalto. Martí, al oír el estentóreo aviso de su amigo, se giró e, intuyendo más que viendo el peligro, se cubrió con el antebrazo diestro, que recibió una cuchillada. El asaltante cayó abatido por el peso de un tiesto lleno de tierra que pesaría sus buenas libras.
El cura y el portero salieron en busca del herido. El asaltante yacía a sus pies, todavía con la daga en la mano. Sin demorarse un instante, Eudald se arrodilló a su lado y procedió a desenmascararle. En cuanto le retiró el embozo, lo que más impresionó a los tres hombres fue el glauco reflejo de sus ojos muertos, el color albino de sus lacios cabellos y las profundas marcas de viruela de sus mejillas. No llevaba documento alguno.
Martí llegó a la casona de la plaza cercana a Sant Miquel bien pasada la medianoche, y apenas golpeó la aldaba del portón, cuando una algarabía de voces sonó en el interior. Rápidamente se descorrieron los cerrojos y el ruido de la falleba le anunció que su gente le había estado aguardando en el patio, pues era ésta una hora muy avanzada para retirarse a descansar sabiendo que al día siguiente iba a celebrarse el acto más importante de su vida. La portilla que se recortaba en una de las hojas del gran portón se abrió y Martí se introdujo en su casa. Caterina, demudada, salió a su encuentro y tras ella fueron apareciendo los rostros angustiados de Omar, Andreu Codina, Naima y el resto del personal de su casa, que iba asomando tras las columnas del patio. Aixa, algo más retirada, se acercaba a tientas hacia donde le conducía el sonido del grupo.
—Dios bendito, Martí, ¿qué ha sucedido? ¡Os han herido!
—No es nada, un mal encuentro.
Omar indagó.
—Dejadme ver.
Todos fueron subiendo por la escalera y se dirigieron a la sala central del primer piso.
Martí se desplomó en uno de los divanes y una rara laxitud invadió su espíritu.
Omar cortó el vendaje con una tijera y procedió a descubrir la herida.
—Os han dado una buena cuchillada, ¿tenéis idea de quién ha sido?
—Desconozco su nombre, pero por la descripción que hizo mi madre del hombre que asaltó su masía diría que era el mismo. Los albinos no son comunes y menos aún si tienen los ojos pálidos como el agua y están picados de viruela.
—¿Dónde os ha ocurrido el incidente?
—En el pasaje que hay saliendo de la Pia Almoina, cuando salía de hablar con Eudald.
—Y ¿dónde está el agresor? —preguntó el mayordomo.
—En el depósito municipal. Llobet le arrojó una maceta que por lo menos pesaría un quintal desde la ventana de su aposento. La vigilancia nocturna se hizo cargo de él.
—Y ¿quién os ha realizado la primera cura?
—En la enfermería del convento, el físico de los religiosos me ha suministrado una taza de hierbas y tras desinfectar la herida, la ha vendado.
Omar había ordenado a uno de los criados que acudiera al Viejo Tritón en busca del capitán Jofre, ya que éste, en compañía de Manipoulos, tenía la costumbre de tomar la última antes de «levar anclas» y recogerse. Los dos hombres llegaron poco después y se precipitaron junto al herido.
El griego examinó la herida con atención; su larga experiencia de hombre de mar le aconsejaba prudencia.
—El que os agredió dominaba el oficio, la daga tenía sin duda el filo emponzoñado, tenéis los bordes blancos; si no obramos con presteza podéis tener complicaciones.
—Pero ¿no decís que os han curado en el convento? —preguntó Jofre, con voz temblorosa.
—La herida sangrante y una somera cura es lo que me han hecho, pero el hermano enfermero no ha atinado a ver el veneno que dice el capitán Manipoulos.
—¿Qué vamos a hacer?
—Ir a buscar al físico Halevi —respondió Omar.
—Hasta el atardecer el
Call
permanecerá cerrado y para entonces puede ser tarde —alegó Jofre.
El griego, dirigiéndose a Martí, tuvo una idea.
—En el
Stella Maris
tengo un pote de sanguijuelas y una pomada que me regaló un marino sirio al que salvé la vida y que mata todo lo que toca; en la mar hay mucho bicho que destila veneno para defenderse ya por su cola, por su mordedura o por sus púas, y este remedio no me ha fallado jamás. Habrá que abrir la herida, colocar en sus bordes los bichos para que chupen la sangre toda la noche, y pedir cada uno a su dios que el ataque de fiebre que os acometerá sin duda sea lo más débil posible.
—Pues haced lo que proceda —musitó Martí—. Mañana por la mañana tengo la cita más importante de mi vida.
Manipoulos partió a caballo, escoltado por tres criados, para embarcarse en la chalupa que le aguardaba todas las noches para regresar a su barco. Los criados quedaron en la playa cuidando las caballerías. Poco después, la rápida boga de los remeros depositaba a su capitán de vuelta en la orilla; los bateleros se quedaron doblados sobre los remos tras el esfuerzo realizado. Los hombres partieron hacia la puerta de Regomir, donde los soldados de la guardia no opusieron objeción alguna. El salvoconducto de la naviera de Martí Barbany era un documento que debía tenerse en cuenta.
Cuando regresaron al caserón de Martí el cuadro era alarmante. El aspecto del herido había empeorado notablemente. Omar le secaba el sudor que perlaba su frente con un pañuelo empapado en agua. Manipoulos se puso manos a la obra ayudado por Jofre, Omar y Andreu Codina. Después de obligar a Martí a beber una generosa ración de orujo, le metieron entre los dientes un taco de madera para que lo mordiera y entre los tres hombres le sujetaron. Mariona iba y venía del hogar de la chimenea trayendo en una bandeja trapos de hilo empapados en agua caliente. Cuando todo estuvo como quería Manipoulos, el griego comenzó a sajar cuidadosamente los bordes de la herida hasta dejarla en carne viva. Martí gemía quedamente mordiendo el taco de madera, hasta que finalmente se desmayó.
—Mejor así —apostilló Manipoulos, mientras prendía con sumo cuidado los bichejos en los bordes de la herida, observando cómo a medida que se atiborraban de la sangre emponzoñada de Martí se iban inflando como pequeños globos. Luego cubrió con ungüento los bordes y el interior del costurón y tapó la sutura con un trapo limpio de lino.
Al terminar, observó atentamente su obra y apuntó:
—Va a tener fiebre cada día hasta que venza la infección. Las primeras horas son las peores, y luego, si no me engaño, cada tres o cuatro años podrá tener recaídas. En el mar hay picadas de medusas, de rayas y morenas, que producen efectos semejantes.