A las siete de la tarde de ese mismo día, Solsona llegó a su pequeño ático de Gracia y se dejó caer de espaldas al sofá. Quiso contar las horas que llevaba despierto, pero su mente no estaba para cálculos de tanta envergadura. Sin ni siquiera quitarse los zapatos, se acurrucó en el sofá, cerrándose bien la americana, y durmió de un tirón hasta las once de la noche, hora en que su espalda protestó con vehemencia por la incomodidad del sofá, su piel de gallina por lo poco que abrigaba la americana en aquel ático sin calefacción y sus pies por llevar encajados casi cincuenta horas en unos mocasines comprados en el Sepu durante el mes de las grandes rebajas. La pereza de levantarse le llevó a intentar convencer a su cuerpo de que en el sofá no se estaba tan mal, pero la piel, la espalda y los pies mostraban su desacuerdo con firmeza, sumándose a las quejas el cuello, que reivindicaba el cojín de siempre, infinitamente más cómodo que el fibrado antebrazo de Álex. Rendido a tanta protesta, finalmente se fue a su habitación, la única del piso. Su estómago pidió algo de comer, pero tuvo menos suerte: su petición fue desatendida al acto. Solsona se metió en el sobre en calzoncillos, dejando el resto de prendas encima de un montón de ropa que desbordaba una silla plegable. Durmió hasta que la maldita radio despertador se activó a la hora programada con un tema de esos que todo el mundo ha escuchado y bailado mil veces pero que solo los muy entendidos en la materia conocen el nombre del grupo que lo parió.
Antes de salir de casa, Solsona consultó el contestador.
«Hola, Álex —decía la voz de Sara, que llegaba con el sonido de una sirena de ambulancia de fondo—. Espero que estés soportando el día mejor que yo; estoy muerta de sueño, y tantas horas despierta hacen mella en mi lucidez. Seguramente por ello me parece una buena idea volver a verte. Igual cuando me llames vuelvo a tener la lucidez al máximo y me doy cuenta de que he cometido una estupidez al pedirte que me llames. En todo caso, si quieres volver a verme, tendrás que jugártela. Hasta pronto».
Acabado el mensaje, Solsona salió hacia el trabajo, donde, como siempre, costara lo que costase, llegaría como mínimo diez minutos tarde. Difícilmente iba a dar saltos de alegría por el hecho de que una mujer quisiera volver a verle. Era lo habitual.
Compartían el sueño de atracar un banco, pero nunca pasaron de ser dos gamberros de treinta y tantos que pusieron en práctica la creencia de que la ciudad era un parque de atracciones. Se colaban en bodas, en gimnasios, en conciertos, en habitaciones de hotel, cenaban en restaurantes elegantes de los que se iban sin pagar, se llevaban ropa nueva escondida bajo la ropa que llevaban, se las ingeniaban para desangrar a las compañías de seguros… En resumen: saltarse las reglas por mera diversión.
—Era como un juego, inspector —me contó Sara—. Ver a Álex en acción era todo un espectáculo. Podía embaucar a cualquiera.
Contra todo pronóstico, la relación sentimental de aquellos dos locos de atar fue consolidándose y Solsona se instaló en el piso de Sara, que era más grande que su ático. Ella enterró su segunda vida como puta al empezar a salir con Solsona y, pese a su infantil manera de divertirse, la pareja, como todas las parejas que van cumpliendo años, acabó pasando más horas en el comedor de casa que en los bares de copas.
—Incluso empezamos a hablar de tener un hijo —me dijo Sara.
Solsona mantenía su estable trabajo como administrativo en Avis, un trabajo muy aburrido para alguien con una visión tan cinematográfica de la vida. Durante las dos horas de descanso que tenía para comer, Solsona se iba a restaurantes donde aceptaran los
Tickets Restaurant
que le daban en Avis. Un buen día de abril de 1999, entró por casualidad en El Rincón de Manolo y Loli, ubicado a solo cuatro manzanas de la oficina en la que trabajaba.
—Es una cabronada que el destino coloque esos anzuelos —lamentaba Sara.
Gracias a su asiduidad y a su empatía natural, se granjeó pronto la simpatía de los dueños, Loli y Manuel Ferrer, el hombre que acabaría dándole matarile en una playa de Río de Janeiro.
La mujer de Ferrer convirtió a Álex Solsona en el primer amor platónico de su vida. Aquel casi cuarentón de ojos azules y sonrisa embriagadora, a la vez de alegrarle la vista le obligaba a preguntarse por qué no esperó a casarse con un tipo como él en lugar de hacerlo con el único novio que había tenido. ¿Por qué diablos tuvo que acabar casándose con un tipo como Manuel Ferrer? ¿Por qué tuvo dos hijos con ese hombre de humor basto que con ella solo era capaz de hablar del restaurante, estuvieran en casa o en el mismo restaurante? «Loli, el de las cervezas aún no ha traído el pedido». «Loli, tenemos que eliminar del menú el arroz con garbanzos, no lo pide nadie». «Loli, mañana nos espera un día duro, tendremos que hacer más tortillas de lo habitual». ¿Por qué se casó con un hombre al lado del cual siempre se sentía sola? Quién sabe si fue por inercia, o tal vez por miedo a la tan injustamente demonizada soledad. Manuel Ferrer era la perfecta personificación de la mediocridad, un cretino que tocaba la bocina del coche cuando no era necesario, un listillo al que cualquier decisión que tomara el gobierno le parecía mal antes de realizar el más mínimo análisis.
Manuel y Loli constituían el ejemplo pluscuamperfecto de hasta dónde puede arrastrar la rutina a dos seres que llevan mucho tiempo aborrecidos el uno del otro. Seguían juntos porque era mucho más sencillo que separarse. Lo único que tenían en común era un pasado, dos hijos, una hipoteca a medio pagar y un negocio que tenía forma de restaurante. Del último beso ninguno de los dos se acordaba. Él el sexo lo alquilaba. Ella lo fantaseaba. Hacía ya muchos años que se acabó lo que daba.
—Me he conformado con muy poco —dijo Loli muchas veces a nadie más que a sí misma.
Los gestos de Solsona calaron hondo en Loli, que se veía sorprendida con gestos que su marido no había tenido ni en los prolegómenos de su relación, cuando se suponía que a la pasión no había quien la parase. Cada vez que Solsona le traía flores, o le hacía ver que se había fijado en que su peinado no era el mismo, o le pedía que le dejase oler el perfume y se inclinaba sobre la barra para acercar la nariz hasta su cuello, Loli no podía evitar sentirse desgraciada por haberse exigido tan poco.
¿Cuándo pasó Solsona de ser solo un cliente más o menos fiel a ser un amigo de los dueños que siempre tenía su mesa reservada? Solsona era un tipo cuyos cambios de actitud o entradas en escena solían perseguir algo. En El Rincón de Manolo y Loli, el objetivo que se le metió entre ceja y ceja era el de conocer a unos clientes con los que Ferrer mantenía un trato muy cercano. Cuando la cocina cerraba, Ferrer solía sentarse con ellos a la mesa. No hacía falta tener desarrollado ningún instinto especial para percatarse de que eran tipos chungos. Bastaba con echarles un vistazo. Eran tres, a los que alguna vez se les sumaba un cuarto o hasta un quinto. Uno de ellos era Rocky, el grandullón al que tuve que pedirle por las malas que me devolviera el móvil de Silvia. Otro era un tipo algo más maduro, con el pelo teñido de negro, bigote canoso y eterna cara de malas pulgas. Su físico no era nada del otro mundo, pero su áspera mirada aconsejaba no buscarle las cosquillas; se llamaba Amador, y era el que daba instrucciones al resto el día que me las tuve con Rocky. El tercero era un veinteañero de casi treinta tacos, alto y fibrado, con el pelo rapado al dos. Se llamaba Moisés. Era el menos hablador de todos y, sin lugar a dudas, el menos inteligente. En su mandíbula prominente y su forma de reír se advertía que algo no funcionaba del todo bien en su mollera. Moisés había moldeado su personalidad a base de imitar a referentes de humor soez y nivel cultural muy por debajo de la media. El día del móvil de Silvia, la mirada que sentía clavada en mi cogote cuando me lancé al ataque era la de Moisés.
El cuadro que formaban aquellos tres tipos atraía la atención de Solsona, quien ponía la antena para escucharles hablar de dinero, amenazas y timbas de póquer. Llevaban una vida mucho más cinematográfica que un empleado de la Avis, y eso para Álex no era fácil de asumir.
Una tarde, cuando salieron del restaurante, Solsona decidió seguirles. La envergadura de Rocky permitía no perderles de vista sin caminar demasiado cerca de ellos. Solsona se fijó en las placas metálicas de la puerta del edificio al que entraron. Descartó que fueran de la agencia literaria; no daban el perfil. También descartó la clínica dental; por las conversaciones escuchadas en El Rincón de Manolo y Loli, Álex intuía que lo único que sabrían hacer esos tres con una dentadura sería destrozarla. La tercera placa que leyó, esa tenía que ser: El Cobrador Amarillo. Cobro de morosos. Quinta planta. Solsona, faltando a su cita con el trabajo, subió al ascensor.
—Usted dirá —dijo la madura secretaria que le abrió la puerta de El Cobrador Amarillo.
—Tengo un problema. Quisiera informarme de cómo trabajan.
Le pidió que esperara en una pequeña sala en la que, enmarcado en la pared, había un recorte de prensa. El protagonista de la noticia era un empresario que había denunciado el acoso y las amenazas que sufría por parte de unos matones (así los definía el empresario) de El Cobrador Amarillo. «No vienen vestidos de amarillo —decía el empresario—, solo su coche es amarillo, y rotulado con el nombre de la empresa, pero si alguien ve un coche de El Cobrador Amarillo, por favor, fíjense en quién va dentro: no va nadie vestido de amarillo que, se supone, sigue a un presunto moroso. Van matones que amenazan y abofetean. A mí me han abofeteado delante de mis hijos». A renglón seguido, el empresario cargaba contra la existencia de ese tipo de empresas. «Si debo dinero, existe una ley a la que recurrir para demandarme, y un juez dirimirá si lo debo o no, pero lo de estas empresas es absolutamente delictivo. ¿Qué se supone que tengo que hacer para defenderme? ¿Contratar a otros matones para que le rompan las piernas al acreedor que me ha puesto encima a estos mafiosos? ¿Comprarme una pistola?»
—Al final, el tío pagó —dijo una voz ronca detrás de Solsona, que al girarse se topó con Rocky. Este dio dos pasos para situarse junto a Álex y señaló el recorte enmarcado—. El mafioso era él. Tenía dos coches, cinco hijos matriculados en una escuela del Opus, una casa con piscina y un morro que se lo pisaba. Dejó de pagar a un pobre carpintero porque consideraba que el trabajo que le encargó no estaba a la altura. Un pobre carpintero del Raval a punto de jubilarse. El tío sabía que el carpintero no acudiría a la justicia por solo trescientas mil pesetas. Lo que no esperaba era que nos contratara.
—¿Le abofeteasteis? —preguntó Solsona.
—Cobramos la deuda —dijo Rocky en lugar de contestar directamente con un sí.
—Entonces el empresario de los niños del Opus tiene razón: sois matones.
—Eso es pervertir el lenguaje. Nosotros estamos de parte del débil. Somos los nuevos Robin Hood, aunque no caemos tan simpáticos como Errol Flynn. Será porque tenemos más mala uva.
—Es decir, que si quien quiere contrataros es un rico con hijos en un colegio del Opus para que acoséis a un carpintero del Raval…
—A tomar viento —le interrumpió Rocky—. Para oprimir al pobre ya están los bancos, los gobiernos y las multinacionales.
Robin Hood. Menudo referente para Solsona… con lo que él odiaba a los ricos. Si de verdad existía una profesión que permitía cruzarles la cara, Álex tenía que dedicarse a ello.
—¿Qué clase de problema tiene usted? —le preguntó Rocky.
—De tipo laboral. Necesito un trabajo nuevo. Estoy harto de alquilar coches.
Amador y Rocky le hicieron la entrevista en un despacho pequeño y sin ventanas. Para dedicarse a la intimidación física, la presencia juega un papel esencial. Solsona era alto y ancho de espaldas. Era casi perfecto.
—El problema es tu cara —le soltó Amador—. Tienes un rostro demasiado angelical. Los ojos claros no dan miedo.
—Quizá deberías dejarte barba, como yo —le sugirió Rocky.
Admitido a prueba, Álex se incorporó a la Unidad de Cobro número 9, curiosa denominación cuando solo había en realidad tres unidades de cobro: la 1, la 2 y la 9. En la 9 estaban Amador, que era el jefe, Rocky y el zoquete de Moisés. Solsona les hizo caso y se dejó una perilla que a diario se repasaba en el espejo, donde ensayaba miradas de hombre furioso y violento ante la estupefacta mirada de Sara, a la que no le convencía ese nuevo trabajo. Nos lo contó a Ramos y a mí el día que fuimos a hacerle unas preguntas:
—Primero, porque sus ingresos empezaron a ser inferiores e irregulares. Es cierto que nuestra manera de divertirnos no era muy convencional… pero los recibos había que pagarlos. Sin embargo, lo que más me preocupó no fue eso, sino que empezara a pasar más tiempo con sus compañeros de trabajo que conmigo. Sentía fascinación por lo que hacía, se sentía el defensor de los pobres y no un vulgar matón, que es lo que realmente era. Llegué a considerar poner fin a la relación… pero entonces estalló el problema, se vio en un lío tremendo y cerré filas junto a él. Eso volvió a unirnos.
Sus nuevos compañeros creyeron que el ímpetu con el que se entregaba a su cometido se debía a sus ansias por demostrar que era válido para el trabajo. Soltó cada sopapo a tipos de economía boyante que Amador y Rocky tuvieron que recordarle en más de una ocasión que ellos solo se dedicaban a la intimidación. Llamaban a altas horas de la madrugada a la casa del moroso, se presentaban en su despacho sin avisar, rompían a propósito figuras de cristal o porcelana, le rodeaban cuando salía del coche y le alzaban la voz, pero no dejaban más marcas en su cuerpo que la de los dedos tras un buen bofetón. Siendo de naturaleza menos agresiva que las de sus compañeros, Álex montaba en cólera cuando despertaba en su interior el rencor social hacia los que tenían más que él.
—Deberías calmarte —le dijo una vez Amador—. Solo se trata de hacerles imaginar el daño que podríamos causarles.
—Son los ricos —admitió Solsona sin mayor reparo—. No puedo con ellos. Deberíamos ser todos iguales.
—Esa teoría solo la defienden los pobres —dijo Rocky.
Pasaban muchas horas en el coche de la Unidad de Cobro número 9 con destino a la casa de algún moroso al que meterle el miedo en el cuerpo. Tanto tiempo metidos en un Citroën de segunda mano les obligaba a buscar constantemente temas de conversación que solían desembocar en animados debates. Moisés apenas abría la boca, solo muy de vez en cuando y para soltar una sandez. Fuera del Citroën, los momentos que más disfrutaba Álex eran las noches que Manuel Ferrer bajaba la persiana del bar y se quedaban dentro jugando al póquer y bebiendo whisky hasta bien entrada la madrugada. Al bobo de Moisés lo pulían siempre en un pispás y se quedaba lo que durara la timba viendo jugar a los demás sin dejar de darle al JB. Solsona era un muy buen jugador, experto en sacar petróleo cuando las cartas salían malas, un auténtico maestro del farol. Ferrer, Amador y Rocky no eran malos jugadores, pero dependían más de las cartas que había repartido la suerte.