—Buenos días —le dije—. Me llamo Prats.
—¿De la policía de Barcelona? —me preguntó.
Saqué mi placa como respuesta. Él me enseñó la suya. Nos estrechamos las manos y se presentó: era Charly Cavaleiro, el chico para todo de la comisaría, chico de más de cincuenta años, y aunque oficialmente era solo fotógrafo, también ayudaba a su amigo y valedor, el inspector Lucas Bastos, encargándose de cualquier trabajito que surgiera, como el de ir a buscar a un policía español al aeropuerto un sábado por la mañana con una resaca considerable a cuestas. Como más tarde me enteraría, la joven detective de Narcóticos había caído rendida a los encantos de aquel donjuán mulato.
—¿Lleva toda su ropa en esa mochila, Prats? —me preguntó Cavaleiro.
—Me temo que Alitalia ha perdido mi maleta.
Cavaleiro me acompañó hasta el mostrador de Alitalia, donde una brasileña recién salida de la facultad consultaba mis datos en el ordenador.
—Usted ha viajado de Barcelona a Roma y de Roma a Río.
—Gracias, eso lo tengo claro —le dije, irónico—. Lo que necesito saber es dónde está mi maleta.
Mientras ella hacía gestiones telefónicas y consultaba su ordenador, tuve que rellenar un impreso. Mis datos personales, la descripción y el contenido de mi maleta y la dirección del hotel en el que iba a hospedarme. Las palabras con las que la chica intentó relativizar la gravedad de la situación, en lugar de tranquilizarme, me crisparon:
—Su maleta no se ha perdido, señor Prats, está en el vientre de algún avión o en algún aeropuerto del mundo. Lleva un código de barras que contiene su identidad. Daremos con ella.
Charly apuntó un número de teléfono en un pedazo de papel y se lo entregó a la chica, pidiéndole que llamara a ese número en cuanto se supiera algo de mi equipaje. Si se daba el caso, la policía carioca se encargaría de que llegara a mis manos.
—¿No lleva nada para cambiarse en esa mochila? —me preguntó Cavaleiro mientras caminábamos por el inmenso aparcamiento del aeropuerto.
—Sí: unas gafas de sol.
—En Carnaval serían más que suficiente…
Me pidió que no bajara la ventanilla. El coche tenía aire acondicionado y los cristales eran antibalas. Íbamos a pasar cerca de algunas favelas donde campaban a sus anchas niños de doce años que a tan pronta edad ya eran auténticos tiradores de élite. En ciertas zonas de Río de Janeiro, un policía no entra si no es en compañía de los militares.
—Bienvenido a una de las ciudades más violentas del mundo, Prats.
Muere más gente en Río por armas de fuego en un año de los que murieron en las guerras de Irak o en el cada vez más lejano conflicto de los Balcanes. Las bandas de narcotraficantes dominan varios barrios. Es muy hipócrita lamentar su existencia cuando hemos sido nosotros, todos los que formamos el llamado primer mundo, quienes les hemos creado. Los pobres nos importan una mierda, para qué vamos a engañarnos. En Río hay pobres que se resignan y otros que aprenden a disparar para ganarse la vida. Crúzate en su camino y estás muerto. Es el elevado impuesto que pagas por tu indiferencia.
Charly me habló vagamente de algunos aspectos de la vida en Río. Solo me dio un consejo: no perderme.
—Esta ciudad no es ninguna broma, inspector.
Me dejó en el hotel para que pudiera descansar tras tantas horas de vuelo. El hotel no era gran cosa, un tres estrellas al que le sobraban dos. La 302, mi habitación, tenía vistas a un andamio que ocultaba hasta tres plantas del edificio en obras que se levantaba en la acera de enfrente. Pequeños pormenores; yo me adapto a cualquier cama, la habitación olía a limpio y había televisor, con lo que me pareció todo más que perfecto.
Quedé con Charly en que pasaría a buscarme a las cinco de la tarde. Me tumbé sobre la cama y cerré los ojos. A los pocos minutos vi claro que no iba a poder dormir y, en lugar de quedarme a dar más vueltas en la cama, bajé al bar del hotel, que era francamente sencillo. Me tomé un café y le pregunté al camarero dónde podía comprar un cepillo de dientes, pasta de dientes, un par de calzoncillos, unos cuantos calcetines y un par de camisas a buen precio. Con la Visa de Interior en la cartera, me fui de compras por la ciudad más violenta del mundo a unos grandes almacenes situados a solo tres manzanas del hotel.
Al regresar al hotel con la compra, el conserje me informó de que me había llamado un tal Cervantes. Me dio un papel con el número de teléfono que aquel tipo le había dado. Adiviné de quién se trataba antes de llamar: el burócrata del Consulado que se encargaría de tramitar la repatriación del cadáver de Álex Solsona. Al subir a mi habitación le llamé y, en una breve charla, quedamos en vernos dos días después, o sea lunes, a las nueve de la mañana en el vestíbulo del hotel.
Tras hablar con Cervantes consideré llamar a Silvia, pero reparé en que en Barcelona eran las cuatro de la tarde y, muy probablemente, Silvia estaría durmiendo en el sofá, tapada con una manta y con la tele encendida, así que decliné hacerlo. De nuevo intenté dormir, y de nuevo me quedé en el intento. Puse la MTV. Tardé tres videoclips en apagar la tele y decidí salir a dar una vuelta por las calles cercanas al hotel. Entré en un
fast food
y me comí una hamburguesa que no sació toda mi hambre, así que pedí otra, que sí me dejó lleno, y tras la segunda hamburguesa, dos cafés. Llevaba muchos años sin salir de Barcelona, y al pasear por calles desconocidas me invadía una sensación extraña: sentía que todo lo hacía de forma más lenta; más lento al hablar, al escuchar, al caminar, al decidir.
A las cinco y diez, Cavaleiro entró en el vestíbulo del hotel. Me encontró sentado en un sofá al lado de un turista alemán entrado en años y en kilos que tenía todo el aspecto de haber venido a Río en busca de carne mulata.
Seguí a Cavaleiro por la comisaría de Río con la pertinente acreditación colgando del cuello. Era sábado y había poca gente en la inmensa sala diáfana llena de mesas, monitores e impresoras. Los polis no tenemos horarios; ese es el argumento que esgrimimos cuando alguien nos recrimina que trabajamos poco. Cruzamos la sala y nos adentramos en un pasillo flanqueado por puertas de cristal rugoso, del que permite como mucho distinguir la silueta deformada de alguien al otro lado. A una de esas puertas Cavaleiro llamó con el puño y abrió sin esperar respuesta. Se hizo a un lado para dejarme pasar.
El inspector Lucas Bastos, mi homólogo en Río, estaba trabajando en su ordenador. Su impresora estaba funcionando. El bronceado de UVA del inspector me hizo sentir como si estuviera en un capítulo de
Corrupción en Miami
. Se levantó, nos presentamos y me ofreció un café que rechacé. Cavaleiro y yo tomamos asiento.
—¿No ha conquistado a ninguna mujer desde el aeropuerto a aquí? —me preguntó Bastos, señalando a su amigo Charly.
—No que yo sepa.
—El amigo Charly es todo un mito en la noche de Río. Y, últimamente, por el día también.
—Solo quiero vivir la vida —me dijo Cavaleiro, encogiéndose de hombros.
—Al lado de chicas veinte años más jóvenes que tú —le dijo Bastos.
—Siempre me han gustado las de treinta. Me gustaban cuando tenía doce y me gustan ahora que tengo cincuenta y cuatro.
Fue un primer contacto simpático. Mantuvimos una charla informal a lo largo de casi media hora. Hablamos sobre la comida de los aviones, de mi maleta en paradero desconocido, de la noche anterior de Charly en casa de una joven detective de Narcóticos llamada Nancy, de mi hotel, del calor y de otros temas intrascendentes.
La vibración del móvil de Bastos puso fin a la conversación. Le llamaba Hortensia Alegría, ayudante del doctor Machado. El partido de fútbol que había estado viendo entre el São Paulo y el Flamengo había acabado sin goles, todo un suceso en Brasil, y el doctor se dirigía a la clínica para reunirse con nosotros.
Nos desplazamos en el coche de Cavaleiro. En el corto trayecto hasta la clínica forense, durante el cual no vi a través de la ventanilla ninguna de las imágenes que a uno le vienen a la cabeza cuando piensa en Río —Ipanema, el Pan de Azúcar, el teleférico en el que casi la palma James Bond en
Moonraker
—, Bastos me pidió que le contara lo que sabía del caso. Saqué de mi mochila el expediente para adornar con fechas exactas todo lo que sabíamos en Barcelona.
—Veo que ha hecho los deberes —dijo Bastos—. Se agradece. Nos va a ahorrar mucho tiempo, Prats.
Coincidimos con el doctor Machado en la escalinata de la entrada principal. Quedé impresionado con la presencia de aquel pedazo de negro de casi dos metros y anchas espaldas. Llevaba una camiseta blanca muy ceñida a su corpulencia y pantalones de pinzas color verde oscuro. El doctor y yo fuimos presentados en el vestíbulo. Le pidió al guardia de la recepción que no nos hiciera acreditar. Este no puso reparo alguno; al fin y al cabo quien se lo pedía era el director de la clínica. Antes de entrar en su despacho, Machado me preguntó si me gustaba el fútbol.
—Sigo los mundiales —dije—. Soy seguidor de la selección italiana. Me gusta el
catennaccio
.
—Los italianos tienen suerte. Suerte y grandes porteros.
—Y por si fuera poco, Florencia —dije.
El doctor Machado fue a su despacho a ponerse su bata blanca de doctor, que llevaba con los botones desabrochados. Caminé a su lado por los pasillos de aquel vetusto edificio mientras Machado me seguía hablando de fútbol. A nuestras espaldas, Cavaleiro y Bastos se miraban, compadeciéndome en silencio por el rollo que Machado me estaba largando sobre la crisis sempiterna de los guardametas brasileños.
Bajamos en fila por las estrechas escaleras. Machado empujó la puerta metálica que daba a la sala de autopsias y esperó a que entráramos los tres para cerrarla. La doctora Alegría —menudo contraste entre apellido y profesión— buscaba algo en un armario. En el centro de la sala, una vez más bajo los focos, el cadáver de Álex Solsona, cubierto por una sábana.
Machado se colocó a la izquierda de su ayudante, quedando los polis a un lado de la mesa y los galenos al otro. Los pies de Solsona sobresalían por debajo de la sábana con los dedos señalando al suelo. Lo habían colocado boca abajo. Del pulgar de su pie derecho colgaba cual ahorcado la etiqueta identificativa.
Bastos, como siempre que entraba en la sala de autopsias, se flagelaba pensando que su vida hubiera sido mejor de no haber abandonado la carrera y poder haberse dedicado a la medicina forense, como su admirado Marcelo Machado. Cavaleiro pensaba en su nueva conquista. Yo trataba de imaginar por qué el cadáver de Solsona estaba boca abajo. La respuesta la obtuve tan pronto como Machado retiró la sábana del cadáver. Querían mostrarme los tatuajes de su espalda.
El doctor Machado, experto en fútbol, sí, pero mucho más experto en medicina forense, me contó lo que se había deducido tras practicarle la autopsia al cadáver de Solsona: fue golpeado por varias personas que pegaban fuerte y sabían hacer daño. Le hicieron tragar dieciséis monedas, una de las cuales era española, concretamente una de dos euros, lo que parecía indicar que quienes le mataron no eran delincuentes comunes de la ciudad, sino residentes en España que habían viajado hasta Río para ajustar cuentas pendientes.
Una melodía de móvil interrumpió la explicación del doctor. Era el mío. Pedí disculpas y cogí el teléfono para leer en el visualizador el nombre de quien me estaba llamando en tan inoportuno momento. Era Silvia.
—¿Les importa que conteste? Es una llamada importante.
No pusieron ningún reparo. La doctora Alegría me acompañó a un despacho contiguo para que pudiera hablar con intimidad. Cerró la puerta al salir.
—Hola —contesté, mientras leía el nombre de Hortensia Alegría en un diploma de la Facultad de Medicina de Brasilia que había colgado en la pared.
—¿Cómo va todo, Prats? —me preguntó Silvia.
—Regular. Acabo de ver un muerto y tengo seis pares de calzoncillos dando la vuelta al mundo, pero los polis de aquí son muy simpáticos, el hotel está limpio y aún no me han disparado, que en Río de Janeiro ya es tener suerte.
—¿Qué tal es la ciudad?
—Solo he visto el aeropuerto, el hotel, un restaurante de comida rápida, unos grandes almacenes, la comisaría y una clínica forense, que es donde estoy ahora.
Entendió que estaba ocupado y me propuso que habláramos en otro momento. Me hizo ilusión aquella llamada de Silvia. La echaría de menos ese sábado por la noche viendo la tele en mi solitaria 302. Su piso de Barcelona, sin fotos de familia enmarcadas ni niños correteando en pijama, era mucho más acogedor. Pensé por un segundo que igual valdría la pena hacer el esfuerzo de enamorarme de ella. Sin duda, una reflexión achacable a los devastadores efectos del
jet lag
. Qué disparate… enamorarme a los cuarenta y dos tras mis borrascosas experiencias en los dominios del corazón. En fin, que ese no era momento ni lugar para pensar en ello; estaba en el despacho de Hortensia Alegría y había dos polis, dos médicos y un muerto esperándome en la sala de autopsias.
—Disculpen la espera —dije al volver a la sala con el móvil desconectado para evitar más interrupciones.
Cuatro tatuajes en la espalda del cadáver. En la clavícula izquierda, un nombre de mujer: «Lola». Un poco más abajo, sobre el omoplato, el escudo y el nombre de una entidad deportiva: «Club Natació Catalunya». En el centro de su ancha espalda lucía el tatuaje más grande, que era otro nombre de mujer, «Cassandra», escrito con grandes minúsculas de color negro. Un poco más arriba de la primera letra de «Cassandra» se leía lo que parecía una declaración de raíces: «Vallcarca Power». Señalando la palabra «Catalunya», Machado me dijo que dedujeron la nacionalidad del cadáver al ver ese tatuaje.
—¿Qué es Catalunya? —preguntó Bastos.
—Buena pregunta —respondí—. Hay respuestas para todos los gustos.
Les expliqué lo que yo creía leer en esa espalda. Dos nombres de mujer, uno de ellos bastante habitual, Lola, un diminutivo que favorecía mucho más que el nombre del que procedía. Cassandra no era un nombre habitual en España, pero no se me ocurría que fuera otra cosa que un nombre de mujer. El Club Natació Catalunya, un club de natación, lo que cuadraba perfectamente con su condición de ex federado de la española de natación. Y aquella ocurrencia de Vallcarca Power parecía indicar el orgullo de ser de barrio, del barrio de Vallcarca, bastante cercano a las instalaciones del Catalunya.