—Si algún día me entero de que haces trampas te arrancaré la cabeza —le dijo Rocky a Solsona una de las noches, que este los pulió a todos.
Moisés se había acostumbrado a perder. Rocky y Amador, en cambio, lo llevaban muy mal. Aquellas timbas suponían para los cobradores amarillos la posibilidad de sacarse un pequeño sobresueldo y, desde que Álex entró en juego, el balance de sus números era negativo. A Manuel Ferrer la derrota no le afectaba tanto porque su esclavo negocio le proporcionaba unos ingresos suficientes como para no preocuparse si una noche Solsona le levantaba ciento cuarenta euros. Además, a diferencia del resto de perdedores, al finalizar la timba, en vez de ir directamente a casa, Ferrer se bajaba a las Ramblas y le pagaba veinte euros a una africana de edad difícil de adivinar (tal vez quince, tal vez veintiuno) que le bajaba el cabreo a mamadas.
—Ya podrías proyectar tu buena suerte en el boleto de lotería —le dijo Amador a Solsona mientras este contaba los billetes al final de una timba—. Así rascaríamos todos…
Rivales acérrimos sobre el tapete y asociados en el sorteo de La Primitiva. Amador, Rocky, Moisés, Solsona y Ferrer compartían una combinación muy fácil de recordar: los cinco números acabados en siete y el uno. Ferrer era el encargado de ir a sellar el boleto, que guardaba dentro del maletín de las fichas de póquer. Cada semana lo pagaba uno de ellos, excepto Ferrer, que por poner mesa, fichas y whisky quedaba exento de pagar el boleto.
Las administraciones de lotería son tiendas de sueños. La diferencia entre el tipo que lleva un boleto sellado en la cartera y el que no es que el primero, por solo un euro, está comprando la posibilidad, por pírrica que sea, de poder cambiar la vida que arrastra por otra hecha a medida. Cuando uno mira su boleto antes del sorteo, se imagina lo que hará si trinca un premio de muchos millones de euros. Ese es el auténtico valor del boleto, y la explicación de por qué se venden tantos si cualquiera entiende que la posibilidad de acertar es tan mínima que, si se analiza bien, se llega a la conclusión de que un euro por tan poca esperanza es demasiado dinero.
Todos habían explicado alguna noche lo que harían si los seis números que expulsaba el bombo eran los mismos que los marcados en su boleto.
Manuel Ferrer traspasaría El Rincón de Manolo y Loli y se abonaría a Canal Plus. Ni viajes, ni proyectos ni una sola meta más. Con no volver a trabajar y un par de putas a la semana ya tenía suficiente.
Moisés, como cualquier otro tonto, vinculaba la felicidad a los objetos materiales, todos ellos de lo más vulgares: una tele de plasma, un DVD que había sacado la Sony, un móvil de última generación que había visto detrás de un escaparate, muchos coches y muchas motos, un avión privado, yates, pisos y casas por todas partes, un reloj de oro, unas gafas de sol que valían muchos euros… Comería siempre en restaurantes, pero, eso sí: solo dejaría buenas propinas a los que se esforzaran en atenderle, al camarero que no le bailara el agua no iba a dejarle nada. ¡Ah!, y cuando quisiera ir al cine compraría todas las entradas de la sala para estar solo con su refresco y sus palomitas. También alquilaría para él solo los parques de atracciones, el Zoo, el Aquarium y el Museo de Cera, donde solo reconocería las figuras de sus tres personajes de ficción favoritos: Hitler, C3PO e Indiana Jones.
Amador hablaba de invertir. Aferrándose al principio capitalista «Dinero llama a dinero», compraría pisos para especular, sobre todo en países del este que aún no pertenecían a la Unión Europea, así, cuando fueran por fin aceptados, los precios de los pisos se revalorizarían y él se forraría. También contrataría varios fondos de inversiones en bancos que le ofrecieran altos tipos de interés y pondría su capital en manos de tiburones de la bolsa para que se lo multiplicaran. No sabía (o esquivaba) contestar para qué quería generar tanto dinero. Su obsesión era hacer dinero y más dinero, como los banqueros y otros paletos.
Solsona era el que menos se definía. Su mente era tan retorcida a la hora de idear planes que daba miedo imaginar en qué fregados se podía llegar a meter. Cuando le preguntaban en qué invertiría el dinero, se desmarcaba de la pregunta con el clásico año sabático dando la vuelta al mundo en compañía de su novia.
Rocky era el más complejo del grupo. Había varios Rockys dentro de Rocky. La misma naturaleza que se había lucido con Solsona se mostró rácana con Rocky, cuyos compañeros de instituto se dirigían a él como Gordo. Podría haberse rebelado contra ello, pero le pareció más cómodo aceptar que le llamaran Gordo, y lo hizo con tal normalidad que acabó saliendo de casa sin su nombre real; él mismo se presentaba como Gordo. «No hace falta que me humilléis, ya lo hago yo por vosotros». Gordo era el último en ser elegido por uno de los dos capitanes que formaban los obligados equipos de lo que fuera en las clases de gimnasia. Nadie quería al Gordo.
En plena adolescencia, a la misma edad que los guapos como Solsona se besaban hasta con tres chicas por tarde en el Studio 54 de la avenida Paralelo, al Gordo le tocaba tirar de inspiración para imaginar el sabor y la textura de un beso adolescente. En fin, que aquello era solo una etapa, ya vendrían otras… que no iban a ser mejores. Su aspecto le cerró las puertas en todas aquellas oficinas en las que se presentó con su brillante diploma de Comercio que se había sacado en un centro de segunda. Nociones de contabilidad, saber hacer una nómina y la declaración de la renta, mecanografía, un poco de inglés… Aunque no se matizara en los anuncios de los diarios, para cubrir aquellas vacantes había que ser mujer, joven, delgada y dócil, un perfil muy alejado del del Gordo.
Sin ningún beso en su haber y sintiéndose estafado por una vida que le había negado toda gracia y talento, Rocky acabó buscando trabajos físicos. Cargó con muebles de otros en una empresa de mudanzas y descargó mercancías en el puerto. Tanto madrugar para tan poco salario le acabó agriando el carácter. Le empezó a costar muy poco mandar a la mierda a quien fuese y detectó entonces que, por primera vez, el aspecto físico jugaba a su favor. Durante los nefastos años ochenta, los cachas de cuerpos deformados se convirtieron en los nuevos prototipos de hombres sexys, robándoles el puesto a los hasta entonces clásicos galanes hollywoodienses. Ser corpulento y potencialmente peligroso cotizaba al alza. Gordo empezó a trabajar con pesas antes de que desembarcaran las cadenas de gimnasios para oficinistas que hacen
fitness
los martes y los jueves.
También a mediados de los ochenta (y otra muestra más de que esta década es de lo peor que nos ha pasado), empezaron a funcionar en España las empresas de cobro de morosos, que si bien al principio fueron vistas como una excentricidad de mal gusto, tardarían pocos años en ser aceptadas con absoluta normalidad por los españoles, seres con una habilidad superlativa para habituarse a todo aquello que sea esperpéntico y grotesco. Gracias a que
Spain is Different
, en 1994 el Gordo encontró trabajo en El Cobrador Amarillo. Amador fue quien le entrevistó y quien le bautizó como Rocky, nombre que en España, antes de la película de Stallone, era solo para pastores alemanes. Como ocurre con los modelos, que han de parecer tontos lo sean o no, a Rocky se le pedía que pareciera peligroso, algo que se le daba muy bien, como a mí me demostraría años más tarde, con el móvil de Silvia en las manos, siendo ya un veterano en su oficio. Lo cierto es que a Rocky jamás le gustó ese trabajo, pero como miembro de El Cobrador Amarillo sintió desde el principio el aprecio y el respeto de sus compañeros, sensación que en las aulas, en el barrio o en anteriores trabajos no había saboreado.
—¿Y tú qué harás si trincamos La Primitiva? —le preguntaron a Rocky durante una timba.
—Irme a vivir a Alaska, que es lo más parecido a desaparecer. No me relacionaría con nadie y viviría tranquilo los años que me quedaran de vida.
El destino lo dispuso todo para que desaparecer en Alaska dejara de ser solo un sueño para Rocky.
Desgraciadamente, todo se torció al instante.
Demasiadas semanas sin ningún acertante habían acumulado un bote que se anunciaba a bombo y platillo en todas las administraciones de lotería. Un solo acertante se levantaba doce millones de euros, cantidad con la que podría acabar con el hambre en el mundo y aún le sobraría para comprarse un DVD. Claro que, seamos realistas: si a alguien le caen doce millones de euros, empieza por comprarse un DVD y al resto del mundo, pase hambre o coma mucho, que le den.
A las cinco de la mañana sonaba el despertador de Manuel Ferrer. Notó la fría planta del pie de su mujer aplastada contra su pantorrilla y retiró la pierna al acto. A Manuel Ferrer su mujer le daba asco. La vida le parecía injusta: la ciudad estaba llena de universitarias con culos perfectos, peluqueras que olían a fijador y ejecutivas que iban al gimnasio con una mochila colgando del hombro. Todas ellas mujeres de mirar y no tocar; él tenía que conformarse con Loli. Una mañana más se desanimó viendo cómo su esposa se levantaba, se ponía la bata de boatiné y salía de la habitación arrastrando las suelas de unas chanclas desgastadas que dejaban al descubierto callos y juanetes.
—Dame fuerzas, Señor —se dijo Ferrer, que era en realidad, y como casi todos, agnóstico—. Dame fuerzas para levantarme un día más.
Manuel Ferrer era un claro ejemplo de la capacidad de aguante que tiene una persona que arrastra una vida de plena infelicidad. Montar un bar es la solución fácil de quienes no saben hacer casi nada pero disponen de los ahorros suficientes como para que algún banco les adelante el dinero. No hace falta ser un portento de la observación para detectar si un bar está ideado con la ilusión de quien siente verdadera vocación de servir al cliente o si solo es un recurso para pagar la hipoteca.
En cuanto a su condición de padre, Ferrer no merecía otra nota que un rotundo suspenso. En algún momento de su adolescencia, sus hijos dejaron de ser dos niños más o menos simpáticos para convertirse en dos claros ejemplos de fracaso escolar. Manuel y Loli pensaron que matriculándolos en una escuela privada —un bar de menús será un trabajo esclavo, pero dinero se hace— iba a ser suficiente. Erraron al dar por entendido que, pagando las mensualidades que pagaban, los profesores del centro iban a hacer además de padres. Paradójicamente, ante el más pequeño conflicto, Manuel Ferrer se ponía de parte de sus hijos y acusaba a los profesores de no saberlos motivar.
El mayor, que también se llamaba Manuel, vestía con indumentaria
skin
y hablaba a bastantes palabrotas por minuto. La pequeña era adicta a internet y se pasaba el día chateando en foros ordinarios donde la gente se insultaba con faltas de
hortografía
. Vivía encerrada en su ordenador, por lo que solo tenía
cyberamigos
, aunque eso sí, por todo el mundo. Los tutores, ante el nulo interés de los padres en intervenir, se cansaron de llamar a Manuel y Loli para advertirles de que sus hijos nunca asistían a clase. En el futuro, llegaría el día en que los mismos hijos con los que ellos se mostraron tan estúpidamente protectores iban a señalarles como los culpables de sus pocas oportunidades laborales y su paupérrima cultura general.
—Llegaremos tarde —dijo Ferrer, arrancando el Mercedes.
Loli encendió la radio y, al ritmo de las noticias frescas disparadas a discreción por los locutores, fueron dejando atrás los tristes grises del extrarradio en el que vivían para ir adentrándose en una Barcelona sobre la que la progresiva puesta en escena del sol teñía el cielo de color naranja. Se dirigían hacia el bar por la ruta de siempre. Doblaron las esquinas de siempre, encontraron en rojo los semáforos de siempre, todo estaba siendo como siempre… hasta que la becaria de la cadena SER informó de cuál era la combinación ganadora del sorteo realizado el 8 de abril de 2004.
—¡La madre que me parió! —gritó un incrédulo Ferrer, subiendo el volumen de la radio.
«Ha habido un único acertante de seis que se llevará los doce millones de euros que había de bote», remachó la becaria.
La Unidad de Cobro número 9 de El Cobrador Amarillo estaba humillando a un moroso a domicilio cuando sonó el móvil de Amador. Rocky le gritaba al moroso a medio palmo de su cara. A su lado, Moisés iba arrancando las páginas de una valiosa enciclopedia, dejándolas caer sobre el parquet. Solsona contemplaba el acoso al millonario sentado en una cómoda butaca de cuero. Al empezar aquella mañana le comunicó a Amador su intención de bajarse del barco al finalizar el mes de abril. Adujo la simple necesidad de un cambio de rutina.
—No era cierto, inspector Prats —me dijo Sara—. Lo hizo por mí. Le di a elegir entre El Cobrador Amarillo o yo.
Y Álex la eligió a ella. Iba a echar en falta un trabajo que le gustaba, las timbas en el bar de Ferrer, el liderazgo de Amador y las charlas con aquel arquitecto de buenas conversaciones que era Rocky, el perdedor que anhelaba morir solo en Alaska. No halló en Moisés ni un ápice para alimentar la nostalgia.
—Es Manolo —le dijo Amador al resto, colgando la llamada—. Me pregunta si podemos ir ahora al bar. Dice que es urgente.
Moisés rompió una página más del tomo que tenía en las manos.
De camino al bar trataron de adivinar cuál era el motivo que había llevado a Ferrer a citarles de tan precipitada manera. Rocky y Solsona coincidieron en apuntar hacia la misma dirección: alguien no pagaba a Ferrer o a algún amigo de este y se precisaban sus servicios.
—Puede que haya alguien causando molestias en el bar y nos pida que le echemos a patadas —dijo Moisés.
—Conozco a Manolo desde hace años —dijo Amador—. Debajo de la barra tiene una cachiporra que no ha dudado en usar cuando las circunstancias lo han requerido. Su problema es de otro tipo.
Llegaron al bar pocos minutos después de las doce. A primera vista no percibieron nada que no fuera la normalidad más absoluta. Apenas había clientes a esa hora. El ecuatoriano cabezón empezaba a poner manteles de papel, vasos y cubiertos sobre las mesas libres. En una de las mesas del fondo, Ferrer, con su uniforme de camarero, esperaba con gesto circunspecto. El primer síntoma de que algo iba muy mal lo detectó Solsona cuando, a modo de saludo, le guiñó un ojo a Loli y esta, en lugar de corresponder al gesto como solía hacer siempre —con una sonrisa impregnada de estudiada timidez—, esbozó una mueca de desprecio que desconcertó a Álex.