—¿Esa máquina hace también margaritas o bloody marys?
—No —dijo en un tono que denotaba sorpresa por mi pregunta.
—Entonces a las ocho. Pero en el Boadas.
Aparqué delante de El Rincón de Manolo y Loli con algunos minutos de antelación. Hacía un día muy agradable, así que decidí esperar sentado en la moto. El rótulo del bar estaba financiado por Coca-Cola; los bares con publicidad en su rótulo suelen carecer de encanto. Mesas de formica, sillas acolchadas, la tele a un volumen tan bajo que solo la podías escuchar si estabas muy cerca, ambiente a currante y olor a aceite recalentado. En la calle, junto a la puerta, una pizarra de tres pies informaba con caligrafía poco esmerada de los platos a elegir de un menú que incluía pan, bebida y café o postre por 8,80 euros. El único gancho de aquel bar de menús residía en que, muy probablemente, el mismo tipo que te servía las lentejas estaba implicado en un asesinato, peculiaridad que los clientes desconocían.
Silvia se apeó de un taxi con un cuarto de hora de retraso. Nos dimos los dos besos de rigor, como siempre, muy despacio y muy cerca de las comisuras. Acababa de perfumarse. Al mirarla a los ojos despertó en mí un repentino y ridículo sentimiento de culpabilidad por haber pasado una noche en casa de Rosana, la negociadora.
—¿Adónde me llevas, Prats? —me preguntó Silvia, mirando la puerta del restaurante con gesto de desaprobación—. Estás perdiendo estilo…
—Me lo ha aconsejado un compañero de Narcóticos. La decoración no es gran cosa, pero se come bien.
No iba a confesarle a Silvia que había escogido ese bar guiado por la curiosidad que sentía por ver a Manuel Ferrer al mando de su negocio; bastaba con pedirle que no se fijara en él para que no le quitara el ojo de encima. Aún ocultándoselo, Silvia demostró poseer un admirable don de la inoportunidad cuando, tan solo cruzar la puerta del bar, mientras yo buscaba con la mirada una mesa libre, elevó su tono de voz por encima de la onda expansiva de las conversaciones ajenas para preguntarme junto a la barra:
—¿Cómo ha ido por Río, Prats?
Manuel Ferrer manipulaba a escasos metros de nosotros la caja registradora. Probablemente, Silvia no lo había dicho tan alto como a mí me pareció, porque, a pesar del vuelco que me dio el corazón, observé a Ferrer con el rabillo del ojo y ni se inmutó. De haber oído la palabra Río, tal vez su corazón hubiera dado un vuelco aún más grande.
—Allí hay una mesa libre —le dije a Silvia, señalando una mesa para cuatro comensales pegada a la pared.
Teníamos como vecinos de mesa a cuatro currantes con mono azul. Uno de ellos, el que se sacaba los restos de comida de entre los dientes con un palillo, fijó su mirada en el culo de Silvia hasta que ella se sentó. Luego levantó la mirada y se topó con la mía, donde pudo leer algo muy parecido a «¿por qué no vas a mirarle el culo a tu padre?». Me aguantó la mirada unos pocos segundos durante los cuales yo no pestañeé y él sí. Finalmente, arqueó las cejas, gesto que no supe interpretar, y centró de nuevo su atención en la discusión que mantenían sus compañeros sobre por dónde tenían que empezar a montar un cuadro eléctrico si querían ganar tiempo.
Un joven camarero ecuatoriano nos preguntó si solo éramos dos. Tras el sí que Silvia y yo respondimos al unísono, el camarero, bajito, cabezón y con una buena mata de pelo negro como el carbón en la cabeza, nos recitó de memoria un menú con tres opciones por plato a la par que retiraba los dos manteles de papel, los vasos y los cubiertos que no íbamos a necesitar.
—Comeré lo mismo que él —dijo Silvia, que, con toda su ironía, me dijo—: Tú debes de saber qué platos son los mejores…
—¿Tú qué comerías? —le pregunté al camarero, trasladándole la responsabilidad.
Nos recomendó el melón con jamón y el arroz negro, probablemente porque era lo que menos clientes habían pedido y sobraba mucho en la cocina. En todo caso, Silvia y yo aceptamos la sugerencia. Cuando el camarero nos dejó de nuevo a solas, Silvia me preguntó si me daban alguna comisión por llevarla allí.
—Esto es cutre de narices, Prats…
Le hice un brevísimo resumen de mi estancia en Río; no me interesaba hablar del caso Solsona en la posible guarida del asesino, por lo que desvié enseguida la ruta de la conversación preguntándole por su trabajo.
El melón estaba bueno, las lonchas de jamón eran tan finas que apenas tenían sabor y el arroz negro tenía demasiado sabor a microondas. Silvia no se lo acabó; yo, en cambio, hasta mojé pan. Me interesaba tener la boca llena el máximo tiempo posible para que fuera ella la que hablara. Mientras fingía escucharla, pude observar cómo Ferrer entraba y salía de la cocina, cobraba en caja o mantenía alguna conversación breve y diplomática con algún cliente que debía de ser fijo.
—¿Ves al tipo que juega a las tragaperras? —le pregunté a Silvia.
El tipo al que me refería estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y solo le faltaba llevar un cartel que anunciara: «
Soy un tío chungo
». Su aspecto le delataba, aunque tal vez, de no ser policía, yo tampoco hubiera reparado en él. Americana a cuadros, rizos canosos, mofletudo. Ya estaba echándole monedas a la máquina cuando Silvia y yo entramos en el bar. Jugaba a la vez que conversaba animadamente por teléfono, a veces incluso dándole la espalda a la máquina, como si el juego no fuera con él.
—La está vaciando —le dije a Silvia mientras caía una nueva lluvia de monedas en la bandeja de la tragaperras.
Era un trabajo que al principio lo hacían directamente los chinos. Iban con su móvil a un bar, echaban monedas a la máquina y dictaban la combinación que aparecía cuando los carretes dejaban de rodar. Al otro lado del aparato tenían a alguien que conocía el negocio de las tragaperras y que, según la combinación que le indicaban, sabía si la máquina estaba a punto de descargar. Cuando la noticia llegó a la prensa, los propietarios de los bares no permitían a ningún tío con rasgos orientales echar monedas a sus tragaperras. ¿Cuál fue la reacción de los chinos? Pues contratar a españoles para que hicieran el trabajo sucio.
—En algún piso de la pequeña China —le conté a Silvia—, hay ahora mismo un par de amarillos muy contentos oyendo a través del manos libres cómo su socio español vacía la máquina de este bar.
—Espero que no estés pensando en detenerle —me dijo Silvia, temiendo que montara el número de la placa que tantas veces había visto en el cine.
—Tranquila, soy un funcionario de lo más clásico.
Pagamos en caja después del café.
—Serán diecisiete con sesenta —me dijo Manuel Ferrer, entregándome un pequeño plato de plástico con la cuenta encima.
No le miré a los ojos. Si miras a alguien directamente a los ojos es muy probable que, de volveros a cruzar, recuerde haberte visto alguna vez, incluso cuándo y dónde, según memoria. Si tenía que volver a El Rincón de Manolo y Loli para detenerle, era preferible que Ferrer no me recordara.
Acompañé a Silvia en moto hasta su trabajo, intentando ir lo más despacio posible para caer en la trampa de cuantos más semáforos mejor. Manejaba los frenos con maestría para notar sus pechos aplastándose contra mi espalda. Paré justo delante del edificio en cuya sexta planta trabajaba. Se apeó de la moto y nos volvimos a mirar como nos mirábamos siempre en las despedidas: en silencio, fijamente, dibujando una media sonrisa. Sin atrevernos a más.
—Te llamaré —dijimos a la vez.
La vi entrar en el edificio. Arranqué la moto y me puse el casco. Estaba a punto de incorporarme al tráfico cuando, por encima del ruido del motor de mi
scooter
, oí una voz gritar mi nombre y me giré. Silvia venía corriendo hacia mí. ¿Se habría desbordado la pasión en su interior y corría hacia mí para besarme?
—Prats, necesito que me hagas un favor: me he dejado el móvil en el restaurante. ¿Puedes ir a por él?
Volví a aparcar la moto por segunda vez delante de donde hubiera sido mejor no haber puesto los pies. La primera vez lo hice guiado por mi estupidez; la segunda por un despiste de Silvia, pero sin mi estupidez, su despiste no se hubiera dado, o se hubiera dado en otro lugar, así que me tocaba cargar con toda la culpa. Caminé hacia la entrada en el preciso instante en que salía, muy sonriente, el listo que había estado vaciando la tragaperras. Desbloqueé el teclado de mi móvil, busqué en el directorio el número de Silvia y entré en el restaurante con el teléfono en la mano y ésta en el bolsillo de mi abrigo.
Estaba casi vacío. En la barra había un tipo muy corpulento tomándose un JB. La esposa de Ferrer contaba los billetes de la caja. El ecuatoriano cabezón pasaba un trapo por una mesa. En la tele daban un culebrón, y gracias a que solo había tres mesas ocupadas se podían seguir los diálogos, aunque a nadie parecían interesarle. En la mesa más cercana a la cristalera, una pareja de estudiantes con carpetas de la Universidad de Barcelona conversaba cogida de las manos, ignorando por completo los apuntes esparcidos a los pies de dos tazas ya vacías. En otra mesa había un tipo de unos treinta concentrado en la lectura del periódico. Se estaba tomando un café y un cruasán. Una estampa de desayuno a las cuatro y media de la tarde. Ese tipo trabajaba de noche. Los que trabajan en horario nocturno suelen desayunar e informarse cuando los demás ya estamos digiriendo el postre. En la última mesa ocupada, una mujer que vestía un elegante traje chaqueta de color marrón consultaba el reloj con gesto impaciente; alguien se estaba retrasando.
Sobre la mesa que habíamos ocupado Silvia y yo solo había un servilletero. Me acerqué lo suficiente como para comprobar que el móvil no yaciera al pie de una pata. Tampoco estaba en el suelo.
Si llegas a un bar donde has perdido el móvil no puedes entrar anunciándolo, no en los tiempos que corren. Puede que a quien se lo preguntes no le interese dártelo, y si descubre que andas tras él, le estás otorgando toda la ventaja. Lo que hay que hacer si no lo ves donde crees que debiera estar, es observar, escuchar y, si se trata de un bar, tómate algo. Me senté en la barra, a solo dos taburetes del mastodonte del JB, y pedí un café. Siguiendo un comportamiento claramente policial, puse al máximo mi capacidad de observación.
La mujer de Manuel Ferrer me sirvió un café hirviendo. Era gorda y no se teñía las canas. Esa mujer podía sacarse mucho más partido, pero ya estaba casada, tenía hijos y un bar. ¿Para qué esmerarse, entonces? Loli estaba convencida de que lo mejor de su vida había pasado hacía ya años, y el recuerdo de sus mejores días, a decir verdad, tampoco invitaba a tirar cohetes.
Me percaté de que el ecuatoriano cabezón me estaba mirando. Al reconocerme, bajó la mirada y siguió pasando el trapo por la mesa vecina de la que ocupaba el chico del periódico. Mis primeras sospechas apuntaron a él. En primer lugar, porque era el que recogía las mesas. En segundo lugar, porque era un camarero muy mal pagado al que lo poco que le diera un Ñeta por el Nokia de Silvia le iba a ir muy bien. Y por último, porque era un inmigrante, y en ciertas situaciones se me activan prejuicios racistas. Me gustaría no tenerlos, pero es algo que no puedo dominar.
Giré con el culo el asiento del taburete para encararme hacia la barra. Constaté que en las estanterías se exponían bebidas alcohólicas de marcas muy publicitadas, todas ellas aptas para el bolsillo del alcohólico de barrio. Entre dos estanterías, fijado en la pared, había un espejo redondo a través del cual escudriñé el aspecto del tipo del JB. Pelo rubio y desaliñada barba también rubia. Descansaban sobre su frente unas gafas de sol de cristales efecto espejo. Su peso estaba por encima de los ciento diez kilos y, como todos los tipos grandes, su grasa le aislaba del frío: estábamos a principios de diciembre y él solo llevaba una camisa que parecía a punto de estallar. Tejanos negros y mocasines baratos. Su cara no me gustaba. Mi instinto policial me decía que si ese tipo no tenía antecedentes debía de ser por mera cuestión de suerte. Sus manos eran enormes… y sujetaban un móvil. No leía o enviaba ningún sms. Parecía más bien estar repasando el directorio o indagar si el teléfono tenía más prestaciones de las que él ya conocía. De su cinturón de cuero negro colgaba una funda para móvil con cierre de velcro, y había un teléfono dentro. El tío tenía dos móviles. Ya había encontrado el móvil de Silvia.
Casi todos los móviles se parecen, o a mí me parecen muy semejantes porque no soy nada devoto de este aparato que hemos convertido en vital. Yo lo llevo por una cuestión práctica, pero nunca me fijo en los móviles de los demás. No sabría, por tanto, describir el móvil de Silvia, pero sí reconocer la melodía que sonaba cuando la llamaban. No era una melodía que viniera de serie. La había descargado ella: ni más ni menos que el
Supercalifragilísticoespialidoso
de Mary Poppins. Sin sacar el móvil de mi bolsillo, pulsé el botón de llamar. Solo unos segundos después, a aquel tipo le sorprendió que al móvil que tenía en sus manos se le iluminara la pantalla y empezara a vibrar al ritmo de todo un clásico de Disney. Tras un pequeño susto inicial, el tipo leyó en el visualizador el nombre de quien estaba llamando. Luego se rio, primero de forma más o menos tímida, para dar paso a una carcajada visiblemente exagerada.
—Indeciso —le dijo a la esposa de Ferrer—. Está llamando un tipo que se llama Indeciso. Hay cada nombre que parece más bien una venganza. Y mi hermano se quejaba de que mis padres le llamaron Gumersindo…
La mujer de Ferrer esbozó una sonrisa breve sin levantar la mirada de la pequeña libreta de espiral donde sumaba números de tres y cuatro cifras.
In-de-ci-so. O Silvia conocía a alguien que se llamaba Indeciso que estaba llamándola a la vez que yo realizaba una comprobación, o me tenía registrado en su móvil con ese alias. No por Prats, ni por Dani, sino por Indeciso. Colgué. Esperé unos segundos y volví a llamar. Sonó de nuevo la pegadiza melodía popularizada por Julie Andrews y tras esta, también de nuevo, el grandullón soltó una carcajada.
—A este tal Indeciso deberían llamarle Insistente —dijo el grandullón.
Colgué. Confirmado: Silvia me había inscrito en su agenda como Indeciso. Qué injusticia; los dos éramos indecisos. Me pareció un poco machista por su parte que cargara sobre mí la responsabilidad de dar el paso. En fin…, ya pensaría en eso más tarde, lo que tocaba hacer en aquel momento era pedirle al grandullón que me devolviera el móvil, y sabía que no me lo iba a entregar de buenas a primeras.