Encendí la luz de la habitación. Rosana reaccionó escondiendo la cabeza bajo la almohada. Busqué mi ropa y me vestí apresuradamente. Me iban las pulsaciones a mil. Salí de la habitación sin despedirme de Rosana. Al llegar a la calle me di por acabado; no sabía dónde estaba. Jamás había visto aquella calle, ni aquel bar, ni aquel quiosco, ni aquella zapatería. A un chico joven, negro y espigado que pasaba por ahí le pregunté si esa calle pertenecía a Río de Janeiro. Me miró extrañado. Por suerte, contestó que sí. No tuve tiempo de alegrarme porque la melodía de mi móvil volvió a sonar. Era Varona. Contesté.
—¿Estás bien, Prats? —preguntó en un tono aparentemente preocupado.
—Perfectamente, capitán.
—Te hemos perdido la pista. El tío del Consulado lleva más de una hora esperándote en tu hotel. Yo he hecho casi cien llamadas —exageró— a tu teléfono y no has contestado hasta ahora. Ni tan siquiera la Policía de Río sabe dónde estás.
—Va todo bien, capitán. Hay un detenido por la muerte de Solsona. Es el propietario de un burdel que admite haberle propinado una paliza la noche que fue asesinado.
—No me cuentes nada que no pueda leer en el fax que tengo sobre mi mesa. No me importa dónde estés mientras estés bien, pero voy a decirles a los del Consulado que en menos de treinta minutos estarás en el hotel, y espero que así sea, Prats, o mañana, en cuanto aterrices, tendrás que darme una explicación.
Un taxi me dejó en la puerta del hotel. Al pedir la llave al recepcionista se me informó de que en el
hall
me esperaba Ricardo Cervantes, del Consulado de España en Río de Janeiro. Cervantes rondaba los cincuenta, llevaba gafas y su pelo cano hacía juego con el traje gris. Le había dado casi dos horas de plantón y, seguramente por eso, o simplemente porque era un tipo antipático, no se mostró nada encantado de conocerme. Me recriminó mi poca formalidad al segundo de estrecharme la mano.
—He estado con la Policía de Río investigando el caso de la muerte de Álex Solsona.
—Usted no puede investigar fuera de España, inspector Prats.
—He actuado solo de mero observador.
Fuimos a la cafetería del hotel, donde me pasé una hora y media rellenando impresos y redactando un pequeño informe de mi estancia en Río de Janeiro bajo la atenta mirada de Ricardo Cervantes, que solo se dirigía a mí para darme instrucciones sobre qué espacios de los malditos impresos tenía que rellenar. Cuando no era necesaria su intervención, me miraba en silencio, con los brazos cruzados y un vaso de Coca-Cola sobre la mesa. Ese tipo me odiaba porque mientras cumplía con su cometido de ocuparse de un policía de aspecto desaliñado y con una indisimulable resaca a cuestas, el trabajo se iba acumulando sobre la mesa de su despacho. Lo cierto es que no me esmeré demasiado en redactar el informe. Sabía bien que donde fuera que lo enviasen nadie iba a leerlo, solo lo sellarían y lo graparían a otros documentos para, finalmente, guardarlo todo en un archivador.
—Ya estoy —dije, entregándole todos los papeles a Cervantes, quien, sin ni siquiera echarles un vistazo, los guardó en su maletín.
—Tendrá que hacer la maleta con rapidez, inspector Prats —me dijo.
—Alitalia la ha perdido, no tengo maleta que hacer.
—Perfecto —dijo, pareció que alegrándose por mi desdicha—, porque en menos de tres horas debe estar usted en el aeropuerto. En el Consulado hemos estado haciendo gestiones mientras usted, a juzgar por el olor a tabaco de su ropa, bailaba la samba por ahí.
—También he bailado el mambo.
—El cadáver de Solsona ya está en el aeropuerto. Solsona y usted despegarán a las 21.10 con destino a Madrid. Ahí les estarán esperando. En Barajas tomarán un avión con destino a Barcelona. Ahí vendrán a recoger el ataúd. Usted firme donde le indiquen y su trabajo habrá terminado.
—Nada de eso, amigo mío: mi verdadero trabajo empezará cuando llegue a Barcelona.
Empezaba a oscurecer cuando subí a la furgoneta. Circulamos por las instalaciones del aeropuerto de Río, entre grandes aviones que repostaban y otros que avanzaban muy lentamente. La furgoneta se detuvo junto a la escalera del avión que iba a llevarme a Madrid. Celebré que no fuera de Alitalia; no quería ni imaginar que los restos de Solsona corrieran la misma suerte que mis calzoncillos. El motor del avión hacía un ruido ensordecedor. Cervantes y yo nos apeamos de la furgoneta. El conductor salió para abrir la puerta trasera. Entre seis operarios del aeropuerto cargaron con el ataúd y lo colocaron sobre el pequeño elevador que utilizaron para subirlo a la bodega.
—¡No pierda los papeles, inspector Prats! —me dijo Cervantes, estrechándome la mano por mero protocolo. Gritaba para evitar que su voz fuera interceptada por el ruido del avión antes de llegar a mis oídos—. ¡Se los pedirán en Madrid y en Barcelona!
Alcé el pulgar. Cervantes subió de nuevo a la furgoneta. Yo enfilé la escalera, al final de la cual me esperaba una azafata suiza de pelo rubio. Los del Consulado Español tuvieron el detalle de reservarme un asiento en
first class
que ocupé bajo la punzante mirada de un par de pasajeros que, al parecer, sabían que ese avión salía con cuarenta minutos de retraso porque el comandante había recibido la orden de esperarme.
Le eché un último vistazo a Río a través de la ventanilla mientras la nave ganaba altura. Había sido un fin de semana muy intenso. Me acaricié la mejilla con el dorso de la mano: no me había afeitado en suelo brasileño y llevaba una barba de casi cuatro días. Había tomado una ducha reconfortante antes de abandonar el hotel, tras la cual estrené otra de las camisas que había comprado de emergencia en los grandes almacenes. Me iba un poco grande pero, al menos, no apestaba a humo. Incliné ligeramente el asiento hacia atrás y cerré los ojos. Me acordé de Rosana, de Bastos y Charly, de Hortensia y Machado, de mi habitación de hotel. Me acordé de Cristina Vidal y de Julio César. De la mansión de los Vidal y de sus vigilantes.
Pensé en Álex Solsona. En el capitán Varona.
Pensé en Silvia.
Me dormí.
Una azafata me despertó con suaves toques en el hombro. Sentí un ligero dolor de cuello y mi baba cayendo por la comisura de los labios, que limpié con el pulgar. Los indicadores luminosos imponían abrocharse el cinturón ante el inminente aterrizaje en Madrid.
Cuando me disponía a salir del avión con el resto de pasajeros, un auxiliar de vuelo indudablemente nórdico me preguntó si yo era
l’ispettore Daniele Prats
.
—
Yes
—contesté—.
I am Prats
.
Por ser Dani Prats me tuve que volver a sentar y esperar a que vinieran a buscarme los compañeros de la Policía de Madrid. Desde el asiento de delante del que había sido el mío, vi salir de la cabina al comandante y dos pilotos más. Con un par de miembros de la tripulación formaron un corro junto a la puerta abierta, que daba al
finger
.
—
Excuse me
—me dijo una voz a mis espaldas.
Era la misma azafata que me había despertado. Me indicó con un gesto que la siguiera. Con mi mochila al hombro crucé todo el avión, vacío de pasajeros, hasta la puerta de atrás. Se hizo a un lado para dejarme pasar y me dijo algo que por sentido común tenía que ser «Gracias por viajar con Swiss Air».
—De nada —contesté en español.
Nada más salir a las escaleras vi al pie de estas a tres tipos que dirigían sus miradas hacia mí. Me subí el cuello del abrigo para protegerme del viento que soplaba.
—¿Ha tenido un buen viaje, inspector Prats? —me preguntó el más gordo, mostrándome su placa.
—Supongo. Lo he dormido casi todo.
Una furgoneta de Iberia llegó hasta los pies del avión. Con la ayuda de una grúa y seis operarios bajaron el féretro de Solsona y lo introdujeron en la furgoneta, a la que también subimos los cuatro polis. Uno de mis colegas desplegó sobre el ataúd las tres copias de un documento redactado a un solo espacio.
—Tiene que firmar las tres, Prats —me dijo—. Dos son para nosotros, la tercera es para usted. Procure no perderla, se la pedirán al aterrizar en Barcelona.
Escribí la fecha y firmé sin detenerme a leer ni una línea. La furgoneta se detuvo junto a las ruedas de un avión de Iberia, al que fui el primer pasajero en subir. El resto de pasajeros iba a tardar unos minutos en embarcar, así que aproveché el tiempo de espera para leer
El Periódico
. Una azafata me sirvió un cruasán y un café que yo no había pedido.
—Muy amable.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Cómo negarse a ello tras el detalle del desayuno… Qué pícara la azafata de Iberia. Asentí y me preguntó lo que yo suponía: quién era el muerto del ataúd que yo cargaba como única maleta.
—Es Julio Iglesias. Encontraron su cuerpo en un burdel de Río de Janeiro. —Ante la cara de estupefacción de la azafata, añadí—: Le ruego máxima discreción, señorita. El asesinato del señor Iglesias todavía no ha trascendido a los medios.
Desde la ventana del avión se distinguían los edificios más altos de Barcelona, una ciudad cada vez menos ciudad, cada vez más Corte Inglés. Una azafata me pidió con su acento andaluz que no saliera del avión hasta que alguien de la tripulación me lo indicara. Casi diez minutos después de que el
finger
engullera al penúltimo pasajero de a bordo, la misma azafata me pidió que la acompañara a la puerta trasera. Era la misma secuencia que había vivido en la nave de Swiss Air pero en versión española.
—Gracias por volar con Iberia.
—De nada.
Como en Madrid, había tres hombres esperándome ver salir por la puerta del avión, solo que esta vez a uno de ellos lo conocía muy bien: el capitán Varona había venido a recibirme. Fue al único al que estreché la mano.
—Prats, te elegí a ti porque pensé que ibas a dar una buena imagen y resulta que no te has dignado a afeitarte ni un día —me recriminó.
—Alitalia me perdió la maleta. Mis utensilios de aseo están dando la vuelta al mundo, capitán.
—Mira la parte buena: no tenemos que esperar a que te la entreguen, con lo que llegaremos antes a comisaría. Ramos y Molinos nos están esperando.
Tal era su obsesión por el trabajo que no le importaba cómo pudiera encontrarme después de tres días en Brasil y muchas horas de avión. Quería a todos sus hombres en comisaría, y solo faltaba yo.
El féretro de Solsona llegó sobre un carro metálico empujado por un operario. Le entregué a Varona los documentos firmados en Río y en Madrid. Utilizando de nuevo el ataúd como mesa, firmé otro documento que él me entregó.
—Ya saben lo que tienen que hacer con este, caballeros —les dijo Varona a los otros dos polis señalando el féretro. Dirigiéndose a mí, añadió—: Vámonos, Prats. Hay mucho trabajo que hacer.
Miré por última vez el ataúd que había custodiado desde Río. Pobre Solsona. Sin que nadie me viera, cuando empecé a caminar di dos suaves golpes con el puño al lateral del féretro. Fue mi peculiar manera de decirle a Álex Solsona que iba a trabajar para averiguar quién le había asesinado.
Ningún compañero demostró mucha originalidad en lo referente a las bromas sobre mi estancia relámpago en Río de Janeiro. O me preguntaban si había bailado samba o a cuántas mulatas me había beneficiado. Siempre contestaba que sí y que diez, respectivamente. Seguí a Varona hasta su despacho. Allí esperaban, sentados a la mesa redonda, Dani Ramos y David Molinos. Ya estábamos todos. Durante no más de tres minutos me preguntaron por cómo me había ido por Río. Al tercer minuto de cháchara, Varona nos pidió que nos centráramos en el trabajo. Molinos empezó a buscar archivos en el ordenador portátil. Cogí un documento que había sobre la mesa. Era un informe forense que había llegado por internet antes que yo. Lo firmaba el doctor Machado.
—Mientras te entretenías en Río —me dijo Varona—, aquí hemos estado trabajando de lo lindo en el caso Solsona. Por el momento, hay dos hombres en Barcelona cuyos movimientos están siendo observados por la policía. Los polis siempre ganamos, Prats.
Absolutamente cierto. La policía siempre gana, y a medida que avanza la tecnología, más invencibles somos. Hay cámaras en todos lados: en cajeros automáticos, en tiendas, en puntos estratégicos de la ciudad, en todas las estaciones de metro… La ciudad es un plató y nosotros podemos ver cualquier película desde todos los planos. Si alguien actúa fuera de cámara, recurrimos al ADN. Todo nos es favorable. Si no damos con alguien, sinceramente, es que no nos interesa. El crimen perfecto no existe. Jack el Destripador no podría destripar la moral de Scotland Yard en el siglo XXI. Con los recursos que la tecnología nos brinda hoy, al bueno de Jack se le iba a acabar pronto el matarile en Whitechapel. De hecho, la mayoría de polis nos decantamos por pensar que es cierta la teoría según la cual se descubrió su identidad pero nadie se atrevió a hacerla pública por ser Jack una persona muy vinculada a la familia real inglesa.
—Va a ser un caso demasiado fácil, Prats —dijo Molinos con la vista fijada en el ordenador.
La informática es un milagro. Quien diga que el hombre es superior a la máquina no merece ninguna credibilidad. Pertenezco a una generación de polis que ha hecho uso de la informática desde sus inicios. No quiero ni imaginar las horas y el personal que antaño se debería de emplear para elaborar los listados que el programa que utilizaba Molinos nos servía en apenas un par de segundos.
—Te voy a contar una historia, Prats —dijo Molinos, encarando el monitor hacia mí—. Había una vez un detective privado con despacho en Barcelona y que era bastante feo —irrumpió en el monitor la fotografía de un cincuentón de pelo oscuro y facciones duras—. Se llamaba Tomás Ariza y un buen día, a finales de octubre de 2004, se fue de Barcelona a Brasilia con Aerolíneas Argentinas. ¿Quieres saber el número de vuelo?
—No —contestó Varona por mí—. Al grano.
—En Brasilia cogió otro avión que le llevó a Río de Janeiro. Tomás Ariza se instaló en un cuatro estrellas en régimen de pensión completa. Un hotel céntrico, si quieres…
—Molinos, al grano —interrumpió Varona.
Molinos prosiguió:
—El sabueso realizó tal número de llamadas a España que su compañía de teléfono debería estudiar hacerle un homenaje. —En la pantalla, la foto de Ariza se redujo y pasó a ocupar solo la esquina superior. El resto de la pantalla era un fondo negro sobre el que había varios números de teléfono. Molinos señaló uno con el cursor—. Este de aquí es el teléfono de esta jovencita —Cliqueó sobre el número y apareció la foto de una atractiva mujer de mirada felina. Requería un pequeño esfuerzo dejar de mirarla. Como pie de foto, su nombre completo y la fecha y lugar de nacimiento. Olivia era catalana y tenía treinta años.