—Disculpe —le dije, encarando mi taburete hacia él—. Ese móvil es mío. ¿Le importaría devolvérmelo?
El grandullón giró su ancho cuello y me miró con una mueca que situaría más cerca del desconcierto que del desprecio, aunque algo de desprecio había. Me miró fijamente y le aguanté la mirada sin pestañear, alargando mi brazo con la palma de la mano extendida hacia arriba para que dejara sobre ella el móvil de Silvia. En actitud desafiante, miró de nuevo al frente y le dio un trago a su JB. La mujer de Ferrer reparó en la escena y dejó por un momento de hacer números para centrar su atención en el grandullón y en mí, igual que el ecuatoriano cabezón, que me miró y, al momento, volvió a bajar la mirada. Leí en ese gesto que el camarero sabía que el móvil era mío y que, probablemente, lo había encontrado él.
—¿Me lo entrega, por favor? —dije, moviendo los dedos para apremiarle.
Giró el taburete con su culo enorme, encarándose hacia mí. Con aire teatral, colocó el móvil de Silvia junto a su vaso de whisky, en un gesto que convenía leer como algo parecido a «te lo daré si me sale de las narices y si se te ocurre intentar cogerlo te parto el brazo en dos». Se supone que sé defenderme, pero apenas piso el gimnasio y he olvidado casi todas las llaves que me enseñaron cuando me preparaba para ingresar en el Cuerpo. Además, no creo que ninguna llave de las que he olvidado sirviera para que un peso mosca como yo derrumbara a una bestia como aquella, que a buen seguro sabía pelear. Mi única baza consistía en mantener la frialdad e intentar que por ningún rincón de mi actitud asomara el más mínimo indicio de sentirme intimidado.
—El móvil, por favor —insistí.
—¿Puedes demostrar que es tuyo? —me preguntó.
—Acabo de hacerlo; las dos llamadas que acaba de recibir las he hecho desde mi móvil.
—Pensaba que tu móvil era este —dijo, señalando el de Silvia.
—Es el de mi mujer. Hemos comido aquí y se lo ha olvidado.
Le preguntó a la mujer de Ferrer si recordaba haberme visto. Dijo que no, lo cual era probable, porque no nos había ni atendido ni cobrado. Cuando realmente me sentí en campo contrario fue cuando el ecuatoriano cabezón negó recordarme. Era tan evidente que mentía que no pude contener una sonrisa irónica. La incomodidad de mi situación se acentuó con la entrada en el bar de cuatro tipos que venían a buscar al grandullón. Al igual que este, aquellos cuatro tenían aspecto de tener antecedentes, o de deber tenerlos. Se pusieron a bromear con él, saludaron a la dueña del restaurante y dos de ellos pidieron un café. Por encima del hombro del que me daba la espalda, el grandullón me miró con sonrisa ganadora mientras se guardaba el móvil de Silvia en el bolsillo de la camisa. Sus cuatro amigos vestían traje sin corbata, y uno de ellos, el que parecía más mayor —casi cincuenta, pelo teñido de negro y bigote canoso— le indicaba al resto cuál era la agenda de la tarde:
—Hay que volver a visitar a ese arquitecto de Sarrià. Calculo unos veinte minutos. Luego nos vamos a Badalona, a un bar libanés.
Era más bien bajo, pero no enclenque. Su mirada y sus gestos transmitían cierta agresividad. Intuía que aquellos cuatro sabían pelear, y que lo habían aprendido por cuenta propia en sus ratos libres, lo que les hacía más peligrosos que los que aprendimos a defendernos sujetos a un código de normas éticas. Un cinturón negro jamás te tirará del pelo, jamás te arañará la cara, no atacará por la espalda y no intentará reventarte el globo ocular con su pulgar. Los que aprenden a pelearse en bares o reformatorios carecen absolutamente de la mínima ética. En la misma situación, mi compañero Dani Ramos se aplicaría de forma contundente. No perdería el tiempo pidiéndole el móvil al grandullón; lo agarraría de la cabeza, lo tiraría de espaldas al suelo y lo inmovilizaría clavándole la rodilla en el cuello. Pero yo soy Dani Prats, y en ese tipo de situaciones tengo que cargar con ello. No llevaba encima la pistola, aunque tampoco se me ocurriría encañonar a nadie en un lugar público por mucho que me vacilara, cosa de la que Ramos sí sería capaz.
Por suerte, llevaba la placa. Cuando la muestras experimentas una sensación de poder muy agradable. Es la señal de que deben respetarte. Si, por el contrario, la muestras a alguien que te toma en broma, mejor tengas a mano la pistola porque entonces el problema que tienes es grande de narices. En un bar de menús, a las cuatro de la tarde y con esa chusma, estaba convencido de que mi placa iba a producir el efecto que yo esperaba. Me levanté del taburete y me puse junto a ellos, con semblante muy serio y la mirada fija en el grandullón. El del pelo teñido dejó de hablar. Todos me miraron. El grandullón me volvió a dedicar una cínica sonrisa. Di un paso al frente, colocándome dentro del círculo que formaban.
—¿Ocurre algo? —preguntó el tipo alto y rapado al tres que tenía a mi espalda, desconcertado, como el resto, por mi irrupción en escena.
—El móvil. Ahora mismo. Es la última vez que te lo pido.
La esposa de Ferrer me instó a salir del bar y no buscar problemas. El ecuatoriano cabezón seguía la escena desde un extremo de la barra, con una caja de latas de cerveza en la mano. Del resto de clientes, solo el trabajador nocturno se percató de lo tensa que se ponía la situación en la barra.
—Ya has oído a la jefa —me dijo el del pelo teñido—, lárgate ahora que puedes salir por tu propio pie.
Realmente, sonó muy profesional. El tono, las palabras elegidas, la mirada de perdonavidas con la que me dio el consejo. Me gustó.
Notaba la mirada del que tenía detrás clavada en mi cogote. Estaba rodeado, y como tenía todas las de perder saqué el as que guardaba en el bolsillo interior de mi abrigo. El brillo de la placa borró ipso facto la sonrisa del grandullón. La situación acababa de dar un vuelco radical.
—Ahora, tú tienes un problema —le dije al grandullón—. Además de mi móvil. En un cuarto de hora, este bar de menús de mierda, porque el arroz negro no se puede comer, señora —le dije a la señora Ferrer, que miraba la placa sin parpadear— se va a llenar de policías muy cabreados porque resulta que yo gozo de cierto carisma y no les gustará saber que cinco paletos han intentado intimidarme.
—Rocky —dijo la señora—. Dale el móvil.
—¿Qué ocurre? —preguntó Manuel Ferrer, que acababa de llegar de un par de recados. Llevaba el abrigo encima de su camisa de camarero y una bolsa de plástico en la mano por la que sobresalía el cuello de una botella de aceite de oliva.
Compartiendo espacio, acción y tiempo estaban los cuatro hombres que acabaron con la vida de Álex Solsona, un policía que debía investigar el caso, una mujer que conocía los hechos y un camarero ecuatoriano que sabía mucho más de lo que callaba. Todos allí reunidos porque Silvia se había olvidado el móvil. Era realmente una mujer especial.
—Es de la policía —le dijo Loli a su marido.
Manuel Ferrer debió de sentir algo muy parecido a un ataque al corazón o a una pérdida de orina, porque lo primero que pensó al ver a un policía entre sus distinguidos amigos era que venía a interrogarle.
—¿Qué ocurre, agente? —me preguntó, haciendo acopio de fuerzas para aparentar normalidad.
—Inspector —le corregí.
—Tenga, inspector —me dijo el grandullón, entregándome el móvil de Silvia.
Lo guardé en el bolsillo de mi abrigo. Luego le pedí su móvil. Estaba crecido y me apetecía abusar un poco de mi autoridad. Me preguntó para qué lo quería y le repetí que me lo diera, sin darle ninguna explicación. Manuel Ferrer seguía la escena de pie, con el abrigo puesto, con la bolsa de plástico en la mano, con el corazón en un puño. Qué mal disimulaba el miedo aquel hombre.
El grandullón, al que llamaban Rocky, me entregó su móvil con gesto resignado. Le di la vuelta y abrí la tapa. Extraje la batería y me la guardé en el bolsillo, dejando el móvil y la tapa encima de la barra, junto a la botella de JB. ¿Que por qué lo hice? Únicamente para tocar los huevos.
—¿No cree que se está excediendo, inspector? —me preguntó uno de los que no tenía nada que ver con la muerte de Álex.
—Sí —contesté—. ¿Algún problema?
El grandullón le hizo un gesto a su compañero para que no dijera nada más. Cuánta prisa había en aquel restaurante para que mi placa, mi chulería y yo ahuecáramos el ala. Antes de salir del bar me dirigí al fondo de la barra y clavé mi dedo índice en el pecho del ecuatoriano cabezón, acusándole de haberle dado el móvil al grandullón y de habernos recomendado un arroz negro incomible. El tío apenas llegó a balbucear medias palabras ininteligibles.
Aparqué la moto delante del despacho de Silvia. Sentado encima de mi
scooter
, cogí su móvil y tuve la mala idea de curiosear. Luego pensé que no era correcto… y, finalmente, sucumbí a la tentación. Fui al directorio. Caray con la relación de nombres, parecía no tener fin. La mayoría eran nombres de pila, otros parecían apellidos, el apodo «Indeciso» era para mí, y otros números estaban dedicados a lugares, como Trabajo, Peluquería o el nombre de alguno de sus restaurantes predilectos. Fui después al archivo de los mensajes. Una sensación muy agradable me recorrió por dentro cuando comprobé que la mayoría de los mensajes almacenados en su buzón de entrada eran míos. Leí algunos. Guardaba los más arriesgados, los que escritos en broma decían algo absolutamente serio. Por ejemplo: «Procuraré no enamorarme de ti, aunque cada día me lo pones más difícil». La satisfacción dio paso a los celos cuando descubrí que había un tal Mateu cuyos sms Silvia tampoco eliminaba. Conté cuántos guardaba de Mateu y cuántos de Indeciso. De Indeciso guardaba siete y de Mateu solo tres. Aparentemente, yo me imponía con claridad en el Top Ten, pero un dato que me cabreó fue comprobar que los tres mensajes de Mateu eran más recientes que el más reciente de los míos. Leí los tres mensajes de Mateu. Eran largos, el tío le daba bien al verbo. Algunas metáforas no las capté, seguramente porque eran guiños codificados que solo Silvia podía descifrar.
Apunté en mi móvil el teléfono de ese tal Mateu que, todo parecía indicar, cortejaba a mi novia tácita. Luego pensé que debía borrarlo y luego lo guardé en mi directorio. Desconecté el móvil de Silvia y entré en el edificio, propiedad de la Generalitat de Catalunya. En el vestíbulo, junto a un arco de seguridad, había un
mosso
sentado a una mesa.
—Necesito hablar con Silvia Roma, del Gabinete de Prensa. Es importante.
El
mosso
hizo una llamada tras la que me anunció que Silvia bajaba enseguida, un enseguida que tardó quince minutos en materializarse. Silvia llevaba puestas las gafas de leer que le resaltaban ese par de ojos marrones que a mí tanto me gustaba mirar. Bajo la disimulada mirada del
mosso
, le di el móvil e intercambiamos cuatro palabras y unas sonrisas.
—Te llamaré —me susurró.
Me quedé viéndola caminar hacia las anchas escaleras blancas que había al final del vestíbulo, hasta perderla de vista.
Salí a la calle algo mosca. Mateu de las narices.
El cansancio causado por el
jet lag
hizo que el día se me hiciera muy largo. Los minutos pasaban muy despacio aquel martes, pero pasaban, y el reloj marcaba las ocho menos cinco cuando cruzaba la plaza Catalunya en dirección a las Ramblas para encontrarme con el marido de mi ex mujer. Teníamos que hablar de mi hijo, un asunto muy delicado. Entré en el Boadas, un clásico de la ciudad en el que el tiempo decidió pararse hace años para evitar ser arrastrado a tendencias y modas de dudoso gusto. Había llegado a la hora convenida. Barrí con la mirada la elegante coctelería. A esas horas predominaba el currante trajeado que se premiaba con el cóctel del día tras un largo y duro día en la oficina. Caras relajadas. Corbatas con nudos aflojados. Conversaciones animadas. La voz de Dinah Washington a juego con la decoración de una coctelería
unforggetable
para cualquiera que la haya visitado.
Al fondo de la barra, un tipo me saludó alzando la mano. Fui hacia allí. Se bajó del taburete para recibirme. No era muy alto. Sus índices de colesterol se intuían bajos por lo bien que le quedaba el traje; o hacía deporte o su metabolismo era de los que lo quemaban todo. La alopecia se había cebado en la parte delantera de la cabeza. Sus facciones eran aniñadas; seguro que era de aquellas personas cuyas caras no cambian por más que el tiempo pase. Traje y corbata aflojada. Zapatos de ante. De todos los clientes que había en el Boadas, yo era el único que parecía haber tenido el día libre.
—Encantado de conocerte, Prats —me estrechó la mano.
Su vestuario y sus modales delataban que era un tipo de buena familia, ex alumno de escuela privada al que no le iban mal los negocios.
—No has dudado ni un segundo al verme entrar. ¿Acaso es tan detallada la descripción que de mí te han hecho?
—Te he visto en fotos. He de decirte que estás mejor ahora que el día de tu boda. Ese peinado hacia atrás… —dijo, negando con la cabeza.
—Las bodas están pensadas para que luzcan ellas, no nosotros. El novio es solo atrezo.
Nos sentamos y le pedí al camarero un cóctel de vodka. Muy seco.
Damián comía a buen ritmo cacahuetes que cogía a pares de uno de los cuencos dispuestos en la barra. Su copa estaba casi llena; no había llegado mucho antes que yo. Para romper el hielo, elogió la elección del Boadas para vernos. Me contó que lo había frecuentado mucho años atrás y que le traía muy buenos recuerdos, casi todos relacionados con mujeres. Damián se esforzaba en caerme bien. Ah, y me aconsejó una coctelería de Budapest en la que, según él, hacían los mejores daiquiris que había probado en su vida.
—Tomo nota —le dije, dando el primer sorbo de mi cóctel de vodka. El camarero había acertado—. Uno puede despertarse en Budapest el día menos pensado.
Por fin abordamos el tema por el que nos habíamos reunido. Me empezó a hablar de Óscar, diciéndome que era un niño muy feliz. Su rendimiento escolar era más que bueno y todo el profesorado, sin excepción, hablaba maravillas de él. Como actividad extraescolar, practicaba el judo y me contó Damián que mi hijo había ganado un par de torneos menores.
—Su sensei también habla maravillas de él —me dijo.
Me estaba emocionando, y no estaba seguro de que el alcohol me ayudara a regular mis sentimientos. Me imaginé a mi hijo inmovilizando a otro niño en el tatami y se me puso la piel de gallina.
—¿Has traído una foto de él? —pregunté esperanzado.