Las olas del mar eran al oído de Solsona el sonido de la muerte. Y hacia allí le estaban llevando. Rogó que le soltaran, que le escucharan. Rompió a llorar. En la orilla de la playa, Moisés le empujó y cayó al suelo. Encarado hacia al mar, el ex waterpolista vio en el agua su última esperanza. Estaba muy cerca. En solo dos zancadas podía llegar hasta el agua, y una vez dentro, ni los cobradores amarillos ni Ferrer iban a poder darle caza. Aún magullado y con dos costillas rotas, Solsona nadaría infinitamente mejor que ellos. Álex se levantó, pero una pierna atenta le puso la zancadilla, haciéndole caer de rodillas en la arena. Intentó seguir a rastras, hasta que una patada en el costado derecho puso fin a su último intento. Rendido, se retorció de dolor en la orilla, donde una ola más larga que las anteriores le dejó el traje empapado. Manuel Ferrer le agarró del pelo y, con toda su fuerza, le hundió la cabeza en la arena mojada.
—¡Bonito coche, Álex! —le gritó—. Y bonita casa, y bonita novia, y bonito traje. Qué bien se vive con el dinero de los demás, ¿verdad, cabrón?
Álex movía los brazos. Intentaba zafarse de Ferrer para poder tomar aire. Durante la lucha, fue alcanzado por una nueva ola que le hizo tragar agua y arena a mansalva.
—Cuidado, Manolo —le advirtió Rocky—. Vas a ahogarle.
—Ya ves la pena que siento —dijo Ferrer, manteniendo la cabeza de Solsona hundida en la arena mojada.
Rocky buscó en la mirada de Amador un poco de compasión hacia Álex, pero no halló más que indiferencia. Amador se había convertido en el observador pasivo de la ira de su amigo Manuel Ferrer, y no iba a hacer nada para calmarle. Moisés disfrutaba viendo sufrir a Solsona. Le fascinaba la violencia en cualquiera de sus formas. Además, el tipo que la estaba sufriendo le había robado más de dos millones de euros y acababa de soltarle un codazo en el careto, con lo que hubiera resultado inútil que Rocky se esforzara en hacerle entender que matar a Solsona no solucionaba nada; solo podía empeorar sus vidas.
—¡Cerdo! —gritó Moisés, propinando una patada en la pierna a Solsona.
Ferrer seguía hundiéndole la cabeza en la arena. Las fuerzas de Álex empezaban a agotarse. Moisés se agachó para extraer la cartera de Solsona del bolsillo trasero del pantalón.
—Vas a matarle —repitió Rocky.
Ferrer soltó finalmente a Solsona, que, al acto, levantó la cabeza para respirar. Se retorció de dolor sobre los restos de una ola. Ferrer le miraba con asco. Álex se puso a cuatro patas. Escupió babas. Levantó la mirada y vio a Moisés registrando su cartera. Atisbó hasta donde su vista llegaba en busca de algo que no fuera oscuridad, pero bajo el cielo estrellado, aquella noche, en aquella playa, la suerte no daba señal alguna. Álex rompió a vomitar el agua y la arena que había tragado. Ferrer le propinó un fuerte puntapié que dejó a Álex boca arriba y con tres costillas fracturadas. Solsona ladeó la cabeza para no morir ahogado con su propio vómito.
—Mirad esto —dijo Moisés, mostrando el fajo de billetes que había encontrado en la cartera de Solsona.
—Ya tenemos una pequeña parte de lo que hemos venido a buscar —dijo Amador—. Seguro que Álex prefiere darnos el resto y que desaparezcamos de su vida para siempre. Admítelo, Álex: en Río se está mejor sin nosotros.
—Desde que nos ha visto no sonríe demasiado —apostilló Moisés.
—Y eso que era el rey de las sonrisas —dijo Ferrer, dándole ahora a Álex una patada en la cabeza.
Amador se agachó, agarró a Álex del pelo y tiró hacia arriba con fuerza para poder gritarle al oído:
—¡¡¡Danos el dinero!!!
—No lo tengo.
«No lo tengo» fueron las últimas palabras que Álex Solsona pronunció antes de morir. Moisés se guardó los billetes de Solsona en el bolsillo y arrojó su cartera al mar, donde probablemente se la agenciara el Rey Neptuno, porque la policía de Río jamás la encontró.
Ferrer explotó. Se puso las manos en los bolsillos y sacó un puñado de monedas. Apoyando una rodilla en el pecho de Solsona y la otra en la arena, se las introdujo en la boca una a una, empujándolas con los dedos para asegurarse de que se las tragaba. Una moneda por haberle robado, otra por tener un bar, otra por tener una mujer infollable, otra por tener dos hijos inútiles, otra por vivir en un barrio de mierda, otra por las mujeres que Álex se había follado y él no, otra porque una ola acababa de empaparle zapatos y pantalones, otra por el dinero que había invertido en su búsqueda… Con un montón de monedas obstruyendo la faringe y la laringe de Solsona, Ferrer le soltó tres certeros puñetazos en el rostro. Luego se levantó.
—Vámonos.
Ferrer, sudoroso y con los zapatos empapados, regresó sobre sus pasos hacia el coche, dejando a sus espaldas el mar, tres matones y un hombre ya sin fuerzas suficientes para luchar contra la asfixia que le estaba matando.
—Adiós, Álex —dijo Moisés, riendo, antes de emprender el mismo camino que Ferrer.
Amador y Rocky se quedaron mirando a Solsona, que agonizaba a sus pies. Rocky miró a Amador sin decirle nada; esperaba que fuera su jefe quien le explicara por qué Solsona estaba a punto de morir.
—No te preocupes, Rocky —le dijo—. Esto es Río de Janeiro. La muerte de un español no va a importarles demasiado.
Solsona ladeó la cabeza y dejó de moverse. Álex Solsona acababa de morir. Una nueva ola impactó contra su cadáver.
—Podemos pagarlo muy caro —dijo Rocky.
—Cuando encuentren el cadáver estaremos volando hacia España. Vámonos.
Rocky y Amador empezaron a caminar hacia el coche en silencio. Rocky miró hacia atrás y vio el cuerpo de Solsona por última vez, tendido boca arriba sobre la arena, bajo un cielo gobernado por una media luna perfecta. Con el ruido de las olas de fondo, a Rocky le vino a la cabeza la imagen de un pequeño pueblo de Alaska cuyas aceras estaban cubiertas de nieve. El grandullón temía que, dijera lo que dijese Amador, el crimen que acababan de cometer le alejara de su sueño de retirarse en Alaska.
De regreso al centro de Río, los cuatro permanecieron en silencio. Ferrer conducía y los otros tres miraban por la ventanilla con semblantes reflexivos. Solo cuando estaban a punto de llegar al hotel en el que se hospedaban Rocky y Moisés, Ferrer rompió el silencio para dar una instrucción:
—Volaremos en aviones distintos y hacia destinos diferentes.
—Entonces lo entendí todo —dijo Rocky en el interrogatorio—: Lo de alojarnos en hoteles distintos había sido una estrategia elaborada por Ferrer para que nadie nos relacionara. Al reencontrarnos en Barcelona me enteré de que Amador y Ferrer se habían alojado en hoteles distintos. No me cabe ninguna duda: Ferrer voló hasta Río con la idea de matar a Álex. Y Amador, como mínimo, debía de sospechar que el asunto podía acabar como acabó.
Varona y yo nos miramos. Siempre supimos que el caso Solsona iba a ser fácil, pero que el último de los detenidos acabara confesando lo sucedido superaba con creces nuestras más optimistas expectativas.
—¿Se declara por tanto culpable del asesinato de Álex Solsona? —le dije a Rocky.
—No. Quien le mató fue Manuel Ferrer.
—Pero usted no hizo nada para socorrerle —apuntó Ramos.
—Pueden castigarme por lesiones, no por asesinato.
—Pero sí por omisión del deber de socorro —dijo Varona—. Pudo haberle defendido, o llamar a una ambulancia.
—Tenía miedo —alegó Rocky.
—¿Miedo de qué? —le preguntó Ramos.
—La situación me superó. Estaba en una playa desierta viendo cómo un tipo desquiciado por el odio daba muerte a un hombre al que yo conocía.
—Es usted más fuerte que Ferrer —le dije—. No me creo que tuviera miedo.
—Los hombres grandes también tenemos miedo. Si hubieran visto los ojos encolerizados de Ferrer les aseguro que me entenderían.
Ferrer les entregó a Rocky y Moisés un sobre con dinero suficiente para pagar el hotel y dos billetes de avión a cualquier punto del mundo. Cada uno debía volar a una ciudad distinta en la que permanecería un mínimo de dos días antes de subirse a un avión que les llevara a Barcelona.
—Si decidís ir a Cincinnati o a Marrakech me parecerá muy bien, pero el hotel allí os lo pagáis vosotros. Yo os recomiendo que paséis tres días en un aeropuerto. En los aeropuertos tenéis bancos para dormir, prensa, restaurantes, aseos, perfumerías, farmacias…
Desde el asiento trasero del Nissan, con el sobre repleto de dinero en la mano, Rocky lanzó una acusación:
—Acabas de convertirnos en fugitivos.
—Más bien en vengadores —dijo Amador, siempre dispuesto a echarle un cable a su amigo Ferrer—. Suena mejor, ¿no?
—Si algún día alguien se entera de lo que hemos hecho, ¿qué diremos? —preguntó Rocky.
Ferrer tenía preparada la respuesta a esa cuestión:
—Si llegase el remoto día en el que un policía nos preguntara sobre lo que hicimos alguno de nosotros estos días en Brasil, diremos casi toda la verdad. Diremos que vinimos a Río a buscar algo que era nuestro: el dinero. Contaremos que Solsona nos había robado el boleto premiado y que le cruzamos la cara. Pero nosotros le dejamos con vida.
—De hecho, puede que Álex esté vivo —dijo Amador para darle esperanzas a Rocky—. Igual ahora se está levantando y se dirige a algún hospital.
—Podríamos volver a la playa y acompañarle nosotros —propuso Rocky.
—Si tuviera la certeza de que está vivo, créeme que lo haría —dijo Ferrer, dando a entender al resto que empezaba a arrepentirse demasiado pronto de lo que había hecho—, pero como seguramente estará muerto, lo mejor que podemos hacer es largarnos de Brasil y no volver nunca más.
—Podríamos volver —insistió Rocky.
Amador se giró hacia el asiento trasero y miró fijamente a Rocky:
—Rocky, lo has visto igual que yo: ha dejado de moverse. Ni siquiera respiraba. Álex está muerto. Lo último que debemos hacer es volver a la escena del crimen a no ser que quieras arriesgarte a pasar la noche en un calabozo e ingresar mañana en una cárcel brasileña.
Rocky pasó esa noche en vela. Deseaba que Solsona estuviera vivo, aunque sabía bien que las posibilidades eran pocas. Pensó en la repercusión que podía tener su muerte. Maldita sea, qué difícil era pensar en positivo tan cerca (en lo geográfico y en lo temporal) del cadáver. Desde Barcelona, y transcurridas unas semanas, seguramente todo le iba a parecer menos grave.
—Me voy al aeropuerto.
Moisés llevaba un par de horas durmiendo a pierna suelta cuando la voz de Rocky le despertó. Abrió los ojos y se encontró a su compañero recién duchado, vestido y maleta en mano. Aún no había amanecido en Río cuando Rocky salió del hotel y paró un taxi que le llevó al aeropuerto. Compró un vuelo a Londres. La espera en la sala de embarque se le hizo larguísima, aunque mucho peor fueron los interminables minutos de cola que hizo antes de pasar por el arco de seguridad, donde un policía le pidió el pasaporte. Pasado el mal rato, comió algo en una cafetería desde la que se divisaban aviones que repostaban. Ansioso por despegar, permaneció en la cafetería hasta que una voz celestial anunció por megafonía que los pasajeros de su vuelo ya podían embarcar. Rocky se levantó y pasó junto a la mesa que ocupaba Amador, que había entrado en la cafetería casi media hora después de él y se sentó en otra mesa para evitar ser vistos juntos.
—Suerte —susurró Amador sin mirarle cuando pasó junto a él.
Rocky no dijo nada.
Accedió al avión a través del
finger
. Ocupó su asiento junto a la ventanilla y cuando la nave ganaba velocidad para despegar, Rocky empezó a relajarse. En su último vistazo a Río distinguió el Corcovado.
—Espero que no hayas visto nada, tío —le susurró Rocky al Cristo Redentor.
Mientras el avión seguía ganando altura, Ferrer subía al taxi que le llevaría al aeropuerto, Moisés seguía durmiendo a pierna suelta en la habitación del hotel y una brigada de limpieza encontraba un cadáver en la playa.
Lo que vino después, ya lo he contado.
Seis meses después de los interrogatorios, el caso Solsona seguía en manos de los tribunales. Había cinco presuntos asesinos en la cárcel a la espera de juicio, cuatro de ellos en Barcelona y el quinto en Río de Janeiro. El asesinato de Solsona fue divulgado por los medios de comunicación, que le dieron bastante bola. El capitán Varona ofreció una rueda de prensa y se prestó a hablar del caso en programas de radio y televisión. Le encantaba salir en la tele, y a los que trabajábamos con él no dejaba de sorprendernos lo diferente que era el Varona mediático del Varona obsesivo y exigente que nos tocaba sufrir en la comisaría. David Molinos, que era quien pasaba más horas con él, solía decir que si querías ver sonreír a Varona tenías que esperar a que saliera en televisión. Con nosotros siempre mostraba su lado más serio. En cambio, en la tele era encantador y hacía gala de un ingenio capaz de hacer desternillarse de risa al presentador.
—Es un
showman
—afirmó Ramos—. Siempre he sospechado que en algún rincón de su alma malvive un actor frustrado.
Con el paso de los días todo lo relacionado con el caso Solsona fue diluyéndose en mi memoria hasta tal punto que si, a bote pronto, alguien mentaba su nombre, me quedaba unos segundos en fuera de juego.
—Sí, Prats, Álex Solsona —me repetía Molinos.
—Solsona, Solsona… —repetía yo mientras removía el baúl de mis recuerdos.
—Río de Janeiro, Prats. Hace ya seis meses.
Río era la pista definitiva a partir de la cual mis recuerdos se ponían en orden: Solsona, polis de Río, forenses de Río, cobradores amarillos, Ferrer, Ariza…
Seis meses dan para mucho. De lo relacionado con mi profesión no hay mucho que explicar; hice poco más que revisar expedientes antiguos y ordenar la detención de malnacidos que zurraban a sus esposas. Fue en el terreno personal donde sí se produjeron movimientos. Tras nuestra reunión en el Boadas, todo lo que había hecho Damián fue llamarme un par de veces para decirme que seguía intentando convencer a Elena de que Óscar tenía que conocerme.
—Solo te pido un poco de paciencia —me dijo en ambas llamadas—. Verás como esta situación se desbloquea.
Puse fin a su crédito. Una tarde de mayo, a la salida de clase, me presenté en la escuela donde estudiaba mi hijo. Era una escuela privada a la que los alumnos acudían en uniforme y las clases se impartían en inglés. La mensualidad no debía de ser ninguna broma. Frente al colegio había un par de autocares y muchos coches con mayoría de mujeres al volante. También había muchas canguros suramericanas con un bocadillo envuelto en papel de aluminio; la merienda de los señoritos. Estaba buscando con la mirada a Elena o Damián cuando se pusieron junto a mí dos niños de la edad de mi hijo que intercambiaban cromos de fútbol mientras sus madres formaban un corro con otras madres, todas ellas con muchas ganas de hablar.