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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (32 page)

—Perdonad —les dije a los dos niños—, ¿conocéis a Óscar Prats?

Uno de ellos frunció el ceño, pensativo. El otro me miró un segundo, negó con la cabeza y volvió a los cromos.

—Tú sí le conoces, ¿verdad? —le dije al otro.

—Prats… Prats…

El chico se dirigió a su compañero en un inglés tan fluido y perfecto que no entendí nada de lo que se dijeron.

—¿A qué curso va? —me preguntó.

—No lo sé. Soy su padre.

—¿Y no sabe a qué curso va su hijo? —preguntó el otro sin dejar de mirar al guardameta del cromo.

La situación se estaba complicando. Una de las madres alzó la vista y vio a ese desconocido que era yo hablando con los dos chicos. Fingiendo buscar a alguien, me alejé de allí abriéndome paso entre madres, padres, canguros extranjeras, alumnos de uniforme, abuelos… y, de pronto, tras pasar por detrás de un grupo de madres, me topé con Elena, que me miró fijamente, boquiabierta. Puso los brazos en jarras, esperando una explicación. La seguridad con la que había venido se desvaneció al ver a Elena.

—Buenas tardes —le dije, mostrándome algo titubeante—. Cuánto tiempo sin vernos, ¿verdad? ¿Seis años, tal vez?

Elena cogió el móvil y pulsó las teclas a toda prisa. Se presentó a quien contestó al otro lado de la línea como la madre de Óscar Prats y pidió que su hijo se quedara en el patio hasta que ella entrara a buscarlo.

—Voy con retraso —dijo—. Pero vengo yo a buscarlo —remarcó—, que el niño no se vaya con nadie que no sea su madre, ¿entendido? Gracias.

Colgó y guardó el móvil en su bolso. Me estaba fulminando con la mirada. Con lo que habíamos reído ella y yo… Elena es, sin lugar a dudas, la persona que más me ha querido, la que mejor me ha conocido, y la que me ha odiado más.

—Vete o…

—¿O llamarás a la policía? —interrumpí—. Si llamas, saluda a los chicos de mi parte.

—Ya sabes dónde estudia Óscar. ¿Qué más sabes, Prats? ¿Has indagado mis honorarios y los de mi marido? ¿Has rastreado nuestras Visas? ¿Nuestros móviles?

—Solo me importa Óscar. Te lo expliqué en la carta: quiero tener relación con mi hijo.

—¿Cómo era aquello que dijiste hace ya unos años? —Con los ojos cargados de odio, me lo echó en cara—: Ah, sí: «Paso del niño». A través de la ventana te vi subir al coche de aquella mujer. Espero que tu vida haya mejorado con ella, Prats, y que no te moleste saber que la de tu hijo y la mía es ahora mucho mejor.

—Elena, todos cometemos errores; en mi trabajo lo veo a diario…

—¿A qué viene ahora disculparse? Es patético. Te lo puse fácil en su momento. Te querías ir con aquella mujer, emborracharte y vivir sin responsabilidades; no te lo impedí. Me destrozaste y sufrí sola. Te llamé para decirte que no me pagaras la pensión porque mi economía era buena; te pareció perfecto. —Su voz empezó a quebrarse—. Decidiste dejar de ver al niño cada quince días y no te lo recriminé. Has hecho lo que has querido, Prats, y yo a cambio solo te pido una cosa: desaparece de nuestras vidas. Todos tenemos derecho a vivir a nuestra manera. Déjanos ser felices. Si realmente te importa tu hijo, desaparece.

Cuando dejó de hablar se mordió el labio y un par de lágrimas, perfectamente sincronizadas, bajaron por cada una de sus mejillas. Miré hacia la puerta del colegio, por donde salían niños que buscaban a sus padres con la mirada. Al verlos, sonreían y se dirigían corriendo hacia ellos. Dos besos, subían al coche con la merienda en la mano y a casa. Volví a mirar a Elena sin saber qué decir. Ella me sostenía la mirada. Yo seguía sin saber qué decir. A traición me vinieron a la cabeza algunas imágenes de cuando fuimos novios. De cuando ella siempre reía. Era muy alegre y optimista radical. Solíamos decir que éramos una pareja a la inversa: a mí me gustaba Elena porque me hacía reír.

—Si quieres —me dijo con voz temblorosa—, ve a la puerta del colegio y muéstrales la placa. Exige que te lleven hasta Óscar, seguro que está tirando a canasta. Lo reconocerías entre doscientos niños, Prats; es clavado a ti. No sabes lo doloroso que me resulta verte a ti cada vez que le miro.

Bajé la mirada al suelo. Mi comportamiento con ella había sido vergonzoso. Me sentía despreciable por haberle hecho tanto daño.

—Lo siento mucho —dije—. No sé si disculparme por cómo acabó todo, o por haberme casado contigo, o por haberte pedido que salieras conmigo en nuestro último año de carrera… O por haberme matriculado a la misma carrera que tú, o incluso por haber nacido. Porque, por mucho que me disculpe, el pasado no lo podemos cambiar. Aunque parezca mentira, hubo una vez en que supimos ser felices juntos y fruto de aquella historia nació Óscar. —Hice una pausa porque no sabía cómo diablos seguir. Mi discurso tomó un atajo—: Ahora me voy. Desapareceré por un tiempo, pero volveré para conocer a nuestro hijo. Confío en que, llegado el día, podamos hablar sin lágrimas ni resentimiento. Cuídate, Elena.

Me disponía a alejarme cuando me llamó. Me giré con la esperanza de que mi discurso hubiera tenido un milagroso efecto. No fue el caso. Tras comprobar que mi intención era la de irme, pareció relajarse un poco.

—Solo quiero hacerte una pregunta… por curiosidad… No me contestes si no quieres: ¿sigues con aquella mujer?

—No. —Me disponía a reemprender la marcha cuando me di de nuevo la vuelta hacia Elena—. ¿Puedo hacerte yo una pregunta?

Se encogió de hombros a modo de afirmación mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo de papel.

—¿A Óscar le llaman Óscar o le llaman Prats?

—Damián y yo somos los únicos que le llamamos Óscar. Todo el mundo le llama Prats.

—Suele pasar.

Los dos esbozamos a la vez una media sonrisa. Congelé ese instante y lo guardé en mi memoria. Quería pensar que aquella sonrisa era la señal que indicaba que algún día Elena sería capaz de perdonarme.

Aquella misma noche, al ser miércoles, había quedado con Silvia. Ni me enteré de qué iba la película que fuimos a ver. El encuentro con Elena, del que no dije nada a Silvia, me había dejado demasiado tocado moralmente como para centrarme en un argumento. Cuando salimos del cine le propuse a Silvia que fuéramos a por una copa. No tenía ninguna prisa por regresar a casa para acostarme con mis pensamientos. Silvia interpretó que lanzaba una ofensiva y me llevó a un pequeño local del barrio de Gracia en el que éramos los únicos clientes. Tomamos dos copas. La tercera la hicimos en su casa pocos minutos antes de las tres.

—Mañana tienes que madrugar —le recordé a Silvia que ponía en el equipo de música un CD de Louis Armstrong.

Vino al sofá, cogió su copa de la mesa de centro y estuvimos un momento escuchando en silencio la desgarradora voz de Armstrong.

—¿Te he contado alguna vez que solo escucho canciones de cantantes que están muertos? —me preguntó.

—Un miércoles te definiste como una persona un poco rara; lo de los cantantes muertos entiendo que es otra manera de decirlo.

Antes de acabarnos la copa nos miramos fijamente. Sobraban las palabras, pese a que yo insistí en seguir usándolas.

—¿Sabes que el noventa y nueve por ciento de las relaciones sentimentales acaban mal?

—¿Sabes que no pienso formar parte del uno por ciento que se quedó con las ganas?

Y a su pregunta le siguió un beso larguísimo. Cuando un par de horas después de haber cerrado la luz de su mesilla de noche sonó el despertador, abrí los ojos y vi la nuca de Silvia. Había dormido abrazado a ella, con mi nariz pegada a su nuca. Después del rapapolvo de Elena, tras el que me sentí la peor persona del mundo, me reconfortó abrazar a alguien que ansiaba tanto estar conmigo.

Aquella noche supuso el pistoletazo de salida a nuestra relación sentimental, y como todas las relaciones, empezó muy bien. Todas las sensaciones eran perfectas, aunque, con Cupido de por medio, cualquier precaución era poca. Por muy bien que pintaran las cosas con Silvia, residía en mí el miedo a hacerle el mismo daño que yo le había hecho a Elena, o el mismo daño que Rocío me había hecho a mí.

—Con el corazón no se juega —le dije a Dani Ramos. Ambos estábamos apoyados en las espalderas de un gimnasio al que acudíamos más bien para hablar que no para ejercitar los músculos—. Llevamos saliendo un mes y está siendo todo muy bonito, pero es irreal. Lo nuestro es una permanente luna de miel. No somos capaces de esperar a que el ascensor llegue a su piso para besarnos. En cuanto se cierran las puertas nos abalanzamos el uno contra el otro. Pero esto cambiará; más tarde o más temprano habrá que dar pasos; y yo no quiero darlos, porque la última vez que di un paso me estampé —dije en alusión a Rocío.

Estaba escrito que Silvia iba a pagar los platos rotos.

A finales de junio celebramos mi cumpleaños; cuarenta y tres años. Fuimos a comer a un restaurante del puerto. Como el jefe de camareros era el cuñado de un compañero de la policía, nos reservó una mesa junto a la barandilla de la terraza. Si miraba a mi derecha solo veía las calmadas aguas del Mediterráneo. Cuando llegaron los postres, y con ellos dos chupitos por cortesía de la casa, Silvia extrajo un sobre de su bolso y me lo entregó. Era mi regalo de cumpleaños. Propuso un brindis a nuestra salud, nos bebimos el chupito de un trago y luego abrí el sobre deseando que no fuera una ecografía en la que se distinguiera un feto que se pareciera a mí. Me quedé perplejo al descubrir de qué se trataba.

—Silvia, este regalo es demasiado…

Se levantó para darme un fuerte beso en la mejilla.

—Me hace mucha ilusión perderme contigo por el mundo.

Había contratado un viaje Barcelona-Cracovia-Venecia-Barcelona para la última semana de agosto, y tanto en Cracovia como en Venecia nos íbamos a hospedar en céntricos hoteles.

Silvia había ideado el viaje a conciencia. Primero íbamos a sacarnos lo duro de encima —que era la visita a Auschwitz— y luego a ejercer de turistas ociosos en Venecia. Aquel viaje iba a ser una prueba de fuego para nuestra compatibilidad. Aquella última semana de agosto, Silvia y yo íbamos a pasar siete días juntos, y yo no había pasado tantos días sin separarme de nadie tras divorciarme de Elena. Lo cierto es que aquel viaje no me sentó nada bien. Haremos eso, haremos aquello, podemos comer aquí, duchémonos juntos… todo en plural; el singular, o sea tú, o sea yo, había sido aniquilado por la relación. Opté por decir que sí a todo para evitar discutir y acabamos discutiendo porque ella lo interpretó como falta de implicación en el viaje. Cada mañana que me levantaba me decía a mí mismo: «Vamos, Prats, un día menos para volver a Barcelona».

Mi decisión de poner fin a esa farsa se hizo firme en Cracovia. Lo haría al regresar a Barcelona. Había besado a Silvia en un momento bajo para restaurar mi autoestima tras mi charla con Elena, y habíamos llegado al tercer mes empujados por la inercia y su ilusión, que nada tenía que ver con la mía. Yo me dejaba querer, pero no conseguía quererla. En aquel viaje confirmé que el amor ya no era posible en mí. Al miedo que me daba volver a enamorarme, había que añadirle los años que llevaba viviendo solo, durante los que me fui convirtiendo en un tipo al que le aburría la presencia permanente de alguien a su lado.

«Un día menos, Prats», le dije a mi reflejo mientras me afeitaba por última vez en suelo polaco.

—¡Date prisa, Prats! —gritó Silvia desde la habitación—. ¡En una hora y media tenemos que estar en el aeropuerto!

En lugar de contestar, lavé la cuchilla en el chorro de agua caliente. Los momentos íntimos en el lavabo eran los únicos del viaje en los que todo se conjugaba en singular. Yo me afeito. Yo meo. Yo me lavo los dientes. Yo me lavo las manos.

Silvia abrió la puerta sin llamar y asomó la cabeza:

—Prats, ¿me has oído?

—Sí, nena, te he oído: en una hora y media en el aeropuerto.

El
vaporetto
iba repleto de turistas recién aterrizados que contemplábamos absortos el inigualable paisaje veneciano que se divisaba desde las aguas del Gran Canal. Hacía sol y avanzábamos despacio. En silencio. Nadie hablaba con sus acompañantes. Nadie hacía fotos. Es el encanto de Venecia, una ciudad que te embelesa de un certero golpe de efecto. No entendí cómo Venecia era posible, y no estaba seguro de querer averiguarlo, porque el día que encontrara la respuesta en un libro, la explicación eclipsaría la magia, tal y como ocurre al enterarte de la verdadera identidad de los Reyes Magos. La ignorancia siempre garantiza la felicidad.

Nos apeamos en la parada de la plaza San Marcos y a los cuatro pasos sobre tierra firme Venecia empezó a perder encanto. Era una ciudad que había muerto de éxito. La masificación del turismo me hizo sentir como si estuviera en los estudios Universal, y no en una ópera de Vivaldi, que era de lo que se trataba. El centro estaba tomado por turistas y pakistaníes que te cortaban el paso para venderte una rosa.


No, grazie
—dije al menos cuatro veces mientras cruzaba la plaza San Marcos con mi maleta a rastras.

Silvia cumplía un sueño visitando Venecia. Se la notaba muy feliz. Mientras guardaba su ropa en el armario de la habitación, me confesó un antiguo presentimiento:

—Llevo años diciéndoles a mis amigas que el hombre con el que descubriera Venecia sería con quien compartiría el resto de mi vida.

—Esta habitación está muy bien —dije, cambiando de tema.

Un gondolero llamado Marco nos levantó ochenta euros por un paseo de veinte minutos que discurrió por estrechos callejones. Cuando debía doblar por alguna calle estrecha, Marco maniobraba impulsándose con el remo o con la pierna contra la pared. Pero lo que verdaderamente me impresionó de aquel trayecto en góndola, además del precio, fue el estilo nada desdeñable con el que nadan las ratas venecianas: la cabeza erguida fuera del agua, las cuatro patas moviéndose en perfecta coordinación, su repugnante cola rosada serpenteando bajo el agua… No he visto en mi vida tantas ratas juntas como en los canales de Venecia. Empecé a temer que algún roedor empapado se subiera a la góndola. Es un animal al que le tengo una aversión considerable, y verlos tan de cerca acabó provocando un cortocircuito en mi digestión. Me mareé. Cuando nos apeamos de la góndola de Marco el atracador, Silvia reparó en que estaba pálido. Me preguntó si me encontraba bien.

—Perfectamente. Pero me apetecería ir al hotel, vomitar y dormir un rato.

Abrí los ojos. Me incorporé. Silvia había dejado una nota sobre su almohada. «Llámame cuando te despiertes. Te quiero». Convertí la nota en una bola de papel. Eran las cinco de la tarde. Había dormido dos horas, tras la cuales había desaparecido cualquier síntoma de malestar. Llamé a Silvia y me citó en el café Florian a las seis. Tenía tiempo de sobra para una ducha y una vuelta por los alrededores de San Marcos.

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