—Buenas noches —dijo Ariza—. Vengo de muy lejos, de España, y tengo ganas de gastar dinero. ¿Me dejas entrar?
—No. Es solo para socios.
—Pues hazme socio.
—No. Ahora no se puede.
Ariza se sacó la cartera y extrajo de esta un billete grande. El gorila miró el billete y luego a Ariza.
—No.
—La forma en que miró el billete lo delató —nos contó Ariza—. Ese tío también tenía un precio.
Sacó dos billetes más, y el gorila, extremadamente parco en palabras, empujó la puerta. Ariza accedió al reservado dejando en la palma abierta del gorila los tres billetes. Cuando se cerró la puerta a sus espaldas, Ariza tuvo la sensación de haber cruzado algo mucho más grande que una puerta: estaba en otra dimensión. Poca gente, mucho espacio, una orquesta en directo cuya música no era pisada por los alaridos del Michael Jackson de los 80 gracias a un sistema perfecto de insonorización. Era una sala muy elegante, con una decoración claramente inspirada en los clubs de jazz neoyorquinos, nada que ver con la discoteca que se divisaba al otro lado de la pared de cristal. Ver bailar a los de abajo desde el reservado le hacía a uno sentirse un privilegiado. Detrás del escenario en el que actuaban los miembros uniformados de la banda de jazz había una salida de emergencia perfectamente señalizada. En caso de declararse un incendio, todos los clientes del reservado iban a poder abandonar el local sin mayores problemas. Al pie del escenario, unas pocas parejas bailaban al animado ritmo que imponía la orquesta. Ariza se sentó en un cómodo sofá de cuero y, al momento, fue atendido por un servil camarero ataviado con americana blanca. Pidió un segundo Martini por el que no le cobraron nada: los clientes del reservado estaban invitados.
Y allí sentado, con una copa de Martini Bianco en la mano, vio a Álex Solsona. Salía del lavabo con la cara y el pelo mojados. Empezó a mover caderas y brazos y, bailando, llegó al pie del escenario, donde le esperaba Cristina Vidal. Se fundieron en un abrazo, en mitad del cual él le susurró algo que la hizo sonreír. Se besaron apasionadamente. Luego, Álex la cogió de las manos y, como si fuera el profesor macarra de
Dirty Dancing
, dirigió los pasos de la encantada Cristina hasta el final de la canción.
—Tiene ritmo el muy cabrón —se dijo Ariza a sí mismo.
El sabueso sacó su sofisticada cámara de fotos. Por fin iba a conseguir la foto que Ferrer estaba deseando. Miró en derredor y cambió de opinión: si alguien le veía disparar una foto en el reservado corría el riesgo de ser expulsado y de que le rompieran la máquina, y quién sabe si la cara también. Esperar era más prudente. Álex y la hija de los Vidal estaban con un grupo de amigos de ella, todos ellos de familias adineradas. La integración de Solsona en el grupo era a todas luces excelente. Hablaba con todos, reía con todos y bailaba con las amigas de Cristina, que no se esforzaba en disimular la fascinación que sentía por su novio español.
Ariza volvió a guardarse la cámara en el bolsillo y se dispuso a disfrutar de su Martini, Bianco, y gratis, y de la música de la orquesta. Ya tendría mejor ocasión para encuadrar a Solsona en su máquina japonesa.
Era de madrugada en el barrio de Ferrer cuando su hijo
skin
, en pijama, abrió la puerta del dormitorio de sus padres con el teléfono inalámbrico en la mano.
—Papa, preguntan por ti.
La voz dormida del joven neonazi despertó a Ferrer y esposa, que dormían bien separados en su cama de matrimonio. Ferrer encendió la lámpara de su mesilla y le preguntó a su hijo quién llamaba cuando el radio despertador digital marcaba las 04:26. Su hijo no lo había preguntado. Le dio el teléfono a su padre y volvió a su habitación.
—Siento despertarte, Ferrer —decía una voz que sonaba lejana—, pero tengo noticias frescas y quiero que las veas.
—¿Lo has encontrado? —preguntó Ferrer, esperanzado.
—Una imagen vale más que mil palabras, y menos que una llamada de Río a Barcelona. Necesito que me des tu dirección de correo electrónico.
—No tengo correo electrónico.
Lógico. Un hombre que va de su casa al bar, sin más inquietudes que una timba de póquer a la semana e irse de putas de vez en cuando, ¿para qué iba a abrirse una cuenta en Yahoo?
—Pues dame la de tu hijo.
El joven neonazi apenas había reconciliado el sueño cuando la luz de su habitación cayó sobre sus párpados. Ferrer le pidió su dirección electrónica. En un principio, y esgrimiendo su derecho a la privacidad, se negó a facilitarla, pero a la que su padre le exigió a gritos que se dejara de gilipolleces, el chaval se achantó y se la dictó:
[email protected]
—Vaya con tu hijo… —dijo Ariza, anotando la dirección—. Se intuye un fracaso escolar de órdago. Cuando puedas, échale un vistazo a lo que te estoy enviando ahora mismo al correo de las Juventudes Hitlerianas. Hablaremos más tarde.
Ferrer estaba impaciente por ver qué era lo que le enviaba Ariza desde Río de Janeiro. Mandó a su hijo que se levantara de la cama para acceder a su cuenta de correo.
—Son las cuatro y media —protestó el chico.
—¿Y a ti qué más te da? ¿Acaso pensabas levantarte mañana para ir a clase? Sal de la cama y haz algo útil, haragán.
El hijo de Ferrer encendió el ordenador. Sus padres habían cogido dos sillas del comedor y se sentaron a ambos lados del chico. En un corcho clavado en la pared, solo unos centímetros por encima del monitor, había varias fotos de Adolf Hitler, de soldados nazis y varias esvásticas. Llevaban varios meses ahí, casi tantos como los que hacía que Ferrer no entraba en la habitación de su hijo. Las fotos de Hitler le produjeron asco y, sobre todo, vergüenza. ¿Con quién se habría juntado su hijo para acabar colgando esas imágenes en su habitación? La vergüenza fue a más cuando vio que, como fondo de escritorio, su hijo había elegido una esvástica.
—¿Sabes en qué año empezó la Segunda Guerra Mundial? —le preguntó Ferrer a su vástago.
—Sí… creo que a finales de los cuarenta.
—¿Sabrías decirme el nombre de tres gerifaltes nazis y los cargos que ocupaban?
—Hitler, que era el jefe. Goebbels, que inventaba frases, y Rudolf Hess, que vigilaba los campos de concentración.
Ferrer se quedó tranquilo. Su hijo no era nazi, sino un inculto que escondía tras una estética horrible su pronunciado complejo de memo incapaz de aprenderse las pocas lecciones que les enseñaban en el colegio y que el resto de compañeros, con mayor o menor brillantez, sí acababan aprendiendo. Por suerte, el chico sabía manejar bien el ordenador, pudiendo ayudar a sus padres con el primer favor que le pedían en sus quince años y medio de vida.
—He recibido un
e-mail
que contiene varios archivos —dijo el chico.
Sin preguntar nada, abrió un archivo y a sus padres se les cayó el cielo encima: era una fotografía donde aparecía un sonriente Álex Solsona abrazando a una joven brasileña frente al escaparate de una boutique.
—¿Y estos pavos quiénes son? —preguntó el joven nazi de pacotilla.
—Imprime esa foto y dámela —le dijo su padre—. Imprime todas las fotos que hayas recibido.
Rocky, Amador y Moisés comieron como cada día en El Rincón de Manolo y Loli. Bueno, como cada día, no: comieron con menor apetito. Le dedicaron más atención a las fotos impresas por el hijo de Ferrer que a los dos platos del menú que les servía el camarero ecuatoriano, al que Ferrer y su esposa habían decidido despedir en breve para que su hijo ocupara su puesto, confiando en que a base de madrugones se le borraran las esvásticas de la cabeza.
—Míralo cómo sonríe.
—Y el coche que conduce.
—Y la tía que se folla.
—Y lo bien que viste.
Ferrer se sentó con ellos a la mesa, pese a que él ya había comido, o mejor dicho, ya había dejado toda la comida en el plato. Ese cabrón de Solsona, además del apetito, le había robado la vida que él anhelaba llevar: sonrisas, restaurantes y mujeres guapas. Acertar un premio tan gordo es algo que difícilmente pasa dos veces en una misma vida, y a Manuel Ferrer se lo habían arrebatado, condenándole a seguir con su mediocre vida de camarero, sus dos hijos zoquetes, su bar de menús, su repulsiva mujer y su pueblo dormitorio. El infierno no podía ser mucho peor.
—De postre hay flan, plátano, tarta de manzana o helado —les dijo el camarero ecuatoriano.
—Trae lo que quieras —contestó Amador—. Sea lo que sea no nos lo vamos a acabar.
Deprimidos y en silencio se comieron con cucharas de plástico el helado de vainilla servido en pequeñas tarrinas.
—¿Nos vamos a quedar con los brazos cruzados mientras este imbécil se pega en Río la gran vida que nos ha robado? —preguntó Ferrer, rompiendo el silencio.
—Podríamos estudiar la posibilidad de denunciarlo —sugirió Moisés.
—No tenemos ningún documento que acredite que el boleto era de los cinco —replicó Rocky—. Mejor será que olvidemos el tema, aunque solo sea por nuestra propia salud mental. Álex uno, nosotros cero.
—Querrás decir Álex doce millones, nosotros cero —corrigió Moisés.
—He invertido demasiado dinero en un detective para quedarme cruzado de brazos ahora que sé dónde vive —dijo Ferrer—. Tenemos que ir a buscarle.
—¿Acaso piensas que nos dará el dinero? —preguntó Rocky.
—Como mínimo se llevará la desagradable sorpresa de encontrársenos de cara en mitad de su paraíso. O nos da el dinero o se va directo al hospital.
Los tres esgrimieron su falta de recursos económicos para poder pagarse el viaje a Río de Janeiro. Ferrer ya había previsto que el dinero iba a ser para ellos un impedimento. Contraatacó con una oferta que había estudiado de antemano: les propuso que todos los gastos los pagaba él. Moisés, el único que se había acabado la tarrina de helado, aceptó de inmediato; nunca había subido a un avión ni estado en un hotel mínimamente decente. Le pareció toda una aventura ir a Río, ciudad que imaginaba tal como la vendían las agencias de viajes: repleta de bellas mujeres que iban en bikini a todas horas y a todas partes. A Amador volver a Río le parecía una idea nefasta, pero si Moisés aceptaba, él, que era amigo de Ferrer, no podía ser menos.
—Pues no voy a ser yo quien se raje —dijo Rocky—. ¿Cuándo partimos?
El último ingreso que Ferrer realizó a la cuenta de Ariza fue a cambio de que este le facilitara la dirección del aparthotel de Río en el que residía Solsona. Manuel Ferrer había hipotecado tres cuartas partes del valor de su piso para cubrir los elevados honorarios del sabueso.
—Y yo desaparecí —nos dijo Ariza—. De todo lo que pudiera pasar después, no tengo la más mínima responsabilidad. Supongo que así lo entienden ustedes.
No quise entrar en ninguna discusión. Ariza hubiera podido jugar limpio fotografiando la pensión en la que se había hospedado Solsona o explicándole a Ferrer un dato lo suficientemente relevante como era que Álex había trabajado de camarero en una empresa de
catering
. Sin embargo, no lo hizo. Prefirió actuar con el peor estilo de un paparazzi, yendo a buscar las fotos que su cliente quería ver y no las que hubieran podido salvar la vida de Álex Solsona. Velando exclusivamente por sus intereses, Ariza indujo a Ferrer y los cobradores amarillos a complicarse, y de qué manera, la vida.
—Usted se fue unas horas antes de que llegaran Ferrer y Amador, los dos primeros en aterrizar en Río —le recordó Ramos.
—Cierto. No quería que me vieran con ellos —reveló Ariza.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque llevo muchos años dedicándome a la criminología y cuando alguien tan desesperado como Ferrer cruza el charco sufragando además el pasaje de tres matones que deciden volar en días distintos para que no se les relacione, cierta alarma interior se me activa y me sugiere desaparecer del mapa. Apuré para no perder la pista a Solsona si este cambiaba de domicilio, cosa que no ocurrió. Cuando el avión de Ferrer y Amador entraba en espacio aéreo brasileño, a mí me quedaban solo tres horas para aterrizar en Barcelona y reunirme con mi encantadora amante, quien, por cierto, me está reclamando.
Ramos y yo miramos hacia la puerta de la piscina, que acababa de ser cruzada por la atractiva amante del sabueso. Iba vestida con tejanos y camiseta blanca. Se había descalzado para entrar en el recinto de la piscina sin quebrantar las normas del balneario. Convenía no mirarla fijamente a sus impresionantes ojos verdes. Podía hipnotizarte.
—Buenas tardes —nos dijo—. Soy la abogada del señor Ariza. Me temo que esto está durando demasiado.
—¿A qué se refiere? —pregunté—: ¿A su matrimonio?
Ariza se levantó del banco.
—Vámonos, nena, ya he terminado. —Mirándonos a nosotros, dijo—: Que tengan suerte, señores. Ha sido un placer.
Ramos y yo permanecimos sentados en el banco, desde donde les vimos salir de la piscina.
—El tío sabe —comentó Ramos, no sé si refiriéndose al atractivo de la amante o a la pasta que le levantó a Ferrer.
Desde allí mismo hice un par de llamadas a la comisaría. Se me informó de que mi homólogo en Río, el inspector Lucas Bastos, había enviado un informe con algunas pruebas que apuntaban hacia la posible implicación de Ferrer y los cobradores amarillos en el asesinato de Solsona. Ordené la detención inmediata de los cuatro sospechosos. El caso Solsona llegaba a su fin y, como siempre sostuvo Varona, estaba siendo muy fácil de resolver.
Nadie en la policía de Barcelona pretende ser Eliot Ness. La discreción es una de nuestras máximas cuando efectuamos una detención. Los cuatro sospechosos estaban siendo vigilados de cerca por polis novatos que redactaban un informe diario sobre sus movimientos. El 9 de diciembre de 2004 tuvieron lugar las detenciones, que fueron coordinadas por Dani Ramos siguiendo la misma norma que los Rangers de Texas: un mínimo de dos hombres por detenido. Cualquier precaución es poca cuando te dispones a ponerte muy cerca de alguien que, presuntamente, ha sido capaz de cometer un asesinato.
Al caer en miércoles, me tomé el día libre y fui con Silvia al cine a ver una comedia mediocre. Al día siguiente, bien temprano, estaría en comisaría para interrogar a los detenidos.
Fiel a la discreción, Dani Ramos entró en El Rincón de Manolo y Loli cuando ya no quedaba ningún cliente. Manuel Ferrer hacía caja, su esposa se disponía a sacar un saco de basura y el ecuatoriano cabezón fregaba el suelo.