Solo tres días después de que Ariza despegara el culo de la silla de su despacho para convertirse en la sombra de Álex, lo vio salir de su casa arrastrando una pequeña maleta con ruedas. Eran casi las diez de la noche. A través del parabrisas de su coche, Ariza vio que Álex levantaba la mirada hacia la ventana de Sara y le mandaba un beso. Ella le decía adiós con la mano. Ariza cogió su sofisticada cámara de fotos, encuadró a Sara en el visor y se acercó a su rostro gracias al potentísimo zoom de la máquina japonesa. Pudo comprobar dos cosas: era muy guapa y lloraba.
Tuvo que saltarse un semáforo para situarse detrás del taxi que había parado Solsona. Las sospechas de Ariza se confirmaron tras veinte minutos de trayecto: iba al aeropuerto. El detective dejó el coche mal aparcado frente a la parada del autobús. No quería perderse ni el más mínimo detalle de los movimientos de Álex. Le vio estudiar detenidamente el panel de salidas de los vuelos internacionales. Luego se dirigió al mostrador de Swiss Air. Tras un rato preguntando sobre horarios y destinos, fue a comparar las opciones que le daban con las que ofrecía British Airways. Solsona compró en British Airways un pasaje para el próximo vuelo con destino a Edimburgo.
La noticia corrió como la pólvora. Ariza llamó desde el mismo aeropuerto a Ferrer. La llamada se produjo a las dos de la madrugada y desde aquel mismo instante ni Ferrer ni su mujer volvieron a pegar ojo. Manuel Ferrer llamó enseguida a Amador para decirle que Álex se iba del país. Estaba muy excitado. Se sentía ganador porque la fuga de Álex le daba la razón.
—Sabía que era él —le dijo a Amador—. El detective ya me lo había advertido: tarde o temprano cometerá un error.
Al día siguiente, Ferrer se presentó en el despacho de Ariza con unas ojeras considerables. Había dormido solo una hora, y Ariza tomó buena nota de ello: cuando tienes delante a alguien cuyo cerebro lleva tantas horas funcionando y que, además, muestra un estado de euforia como el que llevaba Ferrer, pedirle de nuevo dinero, y esa vez iba a ser mucho más dinero, resulta muy fácil. Ariza le enseñó primero algunas fotos de Álex en el aeropuerto. En la última foto, una escalera mecánica subía a Álex hacia la sala de embarque. Ferrer también pudo escuchar una grabación en la que se oía a Solsona hablar con la empleada de British Airways. La nitidez del sonido era notable.
—Es un vuelo directo a Edimburgo —le informaba la chica.
Álex adquirió el pasaje y, dando rienda suelta a su encanto, consiguió hacer reír a una señorita de rostro serio, como pudo comprobar Ferrer en las fotos que veía en el ordenador de Ariza.
—Quiero encontrarle —dijo Ferrer—. Quiero romperle las dos piernas a ese mal nacido. Aunque me cueste la cárcel. Saldré hacia Edimburgo en el próximo vuelo.
—
What are you saying
? —preguntó Ariza.
—¿Qué?
—No sabes inglés. ¿Qué vas a hacer en Edimburgo si no sabes inglés?
—Para romper dos rótulas a martillazos no se necesita saber inglés.
—Debe de ser lo único para lo que no se necesita. Pero para moverte por la ciudad, para preguntar, para contratar a un detective escocés… ¿O acaso piensas ir de pub en pub preguntando por Solsona?
—Puede que sí —respondió Ferrer, en un tono algo desafiante.
—¿Y si no está en Edimburgo? Puede que Solsona no haya salido del aeropuerto. Seguramente no lo habrá hecho. Cogió el primer vuelo que había disponible, nada invita a pensar que haya algo o alguien esperándole en Escocia. Lo único que sabemos es que ha abandonado España, pero me juego lo que quieras a que ahora ya está de camino hacia otro destino. Puede que Australia, puede que Francia, puede que Argentina, o puede que Andalucía.
—¿Me estás diciendo que le hemos perdido?
El tono de preocupación era perfecto para poder pedirle mucho más dinero del que Ariza pensaba pedirle inicialmente. La de menús que tendría que servir Ferrer para recuperar lo que estaba invirtiendo en la búsqueda de Álex… Bastaba de nuevo con pintar el asunto como casi imposible para mostrar a la esquina de cualquier adverbio un par de términos esperanzadores que deslumbraran a Manuel Ferrer.
—Sé quién puede encontrarle esté donde esté. Gente con influencias por todo el mundo que cobra bastante por poner sus recursos a mi disposición.
De nuevo un cheque al portador, este de muchos miles de euros. Ferrer iba en camino de convertirse en el cliente más rentable de toda la carrera de Ariza.
Ariza era un detective que jugaba con mucha ventaja. Mantenía contactos oportunos dentro del Cuerpo que le valían para hacerse con información que sin contactos debe de ser imposible recabar. Aquellos contactos cobraban por sus servicios, pero eran muy eficientes: en apenas una semana, Ariza recibió un correo electrónico con todos los vuelos que había tomado Solsona desde su salida de Barcelona. Álex había pasado en Edimburgo solo dos días. Desde la capital escocesa tomó un vuelo a Río de Janeiro que hizo escala en París.
La siguiente suma de dinero que Ariza le pidió a Ferrer hizo que este, por primera vez, considerara prescindir de sus servicios. Era una cantidad muy elevada porque incluía la provisión de fondos para que Ariza se pasara, por lo menos, tres semanas en Río de Janeiro. Ferrer tenía que pagar estancia, dietas, desplazamientos y, cómo no, los elevados honorarios. Todo el dinero concedido por el banco tras hipotecar su bar estaba yendo a parar a las arcas de Ariza, quien no se cansaba de aprovecharse de un hombre sediento de venganza. Loli, a la vista de los honorarios de Ariza, le pidió a su marido que se olvidara del tema. Ante las dudas, Ferrer buscó consejo en su amigo Amador, quien le propuso ir los dos a Río de Janeiro en vez de seguir pagando al detective.
—Te saldrá más barato ir conmigo, Manolo. Yo no voy a cobrarte honorarios.
—¿Y le encontraremos? —preguntó un escéptico Ferrer.
—De entrada, te ahorrarás el montante que te pide el sabueso. Démonos quince días para dar con Álex. Si fracasamos, puedes recurrir a él y pagarle su sueldo de NBA.
Manuel Ferrer fue a ver a Ariza tras la charla con su amigo Amador. Le comunicó su intención de ir personalmente a Río de Janeiro para buscar a Solsona. Tomás Ariza intentó disuadirle aduciendo que buscar a una persona en un ciudad extranjera no iba a ser coser y cantar, y tratándose de un pájaro que había huido al otro lado del mundo para esconderse, tasó muy a la baja las posibilidades de encontrarle.
—Álex prevé que podemos dar con él —dijo Ariza para desalentar a Ferrer—. Igual se ha operado la nariz y ha comprado una nueva identidad.
—Ariza, lo tengo decidido; Amador ha sacado dos billetes para Río. Partimos el lunes. Si fracaso en la búsqueda, probablemente me olvide del tema. Me está costando mucho dinero.
Ariza no jugó limpio con Ferrer. La misma mañana que este fue a anunciarle que se iba con Amador a Río de Janeiro, un sabueso al que le había asignado la misión de seguir a Sara se presentó en su despacho con un documento muy interesante: era la factura de teléfono de Cassandra. La había cogido del buzón. En el detalle de llamadas realizadas había un teléfono brasileño al que se había llamado varias veces. Ariza tomó buena nota de aquel número. Cuando, solo unos minutos después, Ferrer fue a decirle que se iba a Río, Ariza tenía en su cajón la factura de Sara. Podría haberle echado un cable a su cliente facilitándole aquel teléfono, lo que le habría dado a Ferrer una referencia de valor incalculable a partir de la cual empezar a buscar a Solsona.
No lo hizo. Ariza sabía que, si Ferrer volvía de vacío, eran muy altas las probabilidades de que llamara de nuevo a su puerta con un nuevo cheque en el bolsillo.
—Que tengáis suerte, Manolo —dijo el cínico de Ariza.
El 3 de agosto de 2004, Amador y Manuel Ferrer aterrizaban en suelo carioca dispuestos a ejercer de detectives durante los quince días que habían establecido como máximo. Si pasados estos días no habían hallado ninguna pista que condujera al paradero de Solsona, regresaban a Barcelona.
—Como ya le advertí a Ferrer, su estancia en Río fue en vano —nos dijo Ariza.
Amador y Ferrer apenas pegaron ojo durante su estancia en Río. Se hartaron de deambular por sus calles con los ojos tan abiertos como el sueño acumulado les permitía. Amador le habló a Ferrer de aquella teoría que sostiene que si uno se queda sentado en el mismo banco durante días sin hacer nada, acaba pasándole algo. Escogieron un banco de un paseo muy transitado y se sentaron. A las tres horas, Ferrer estaba de los nervios: por aquel paseo había pasado todo Río menos Solsona. Visto el resultado, volvieron a la táctica inicial: caminar, caminar y caminar. A la hora de la comida asomaban la cabeza por todos los bares y restaurantes posibles, lo mismo que a la hora de la cena, y por la noche recorrían Río en un coche alquilado que detenían con el motor encendido frente a todos los locales musicales y discotecas de la ciudad. Uno de los dos entraba en el local y al cabo de unos minutos salía sin novedad alguna. Ya a la desesperada, contrataron los servicios de un detective que se ofrecía a muy bajo precio. El sabueso carioca les dijo que, por solo 250 dólares, él encontraba a Solsona en menos de cinco días. Los 250, por supuesto, iban por adelantado. Pasados los cinco días, Amador y Ferrer volvieron al despacho del detective en busca de resultados. Estos fueron del todo decepcionantes:
—Este tal Álex Solsona no está en Río de Janeiro.
—A mí me consta que sí —replicó Amador.
—Pero yo le digo que no. Le hemos buscado y no está.
Al día siguiente de comprobar que malgastaron su último cartucho en un detective de poca monta que les estafó, subieron a un avión de Iberia para regresar al viejo continente. A través de la ventanilla, Ferrer contemplaba con mirada frustrada la ciudad de Río, cuyas luces se iban encendiendo para combatir la oscuridad que el anochecer traía consigo. Volvían a Barcelona tras quince días de búsqueda improductiva. Lógico: habían buscado a Solsona en sitios a los que él no podía permitirse ir. Álex trabajaba de camarero en una empresa de
catering
e iba prácticamente del trabajo a la cama con solo un día de descanso a la semana. Se hospedaba en la pensión de un barrio inseguro en el que Amador y Ferrer, siguiendo los consejos de todas las guías de viaje, no habían puesto los pies.
El avión iba ganando altura. Tal vez desde el asiento de Ferrer se podían distinguir las luces de la fiesta en la que Álex iba a conocer a Cristina Vidal, sin duda un hecho que iba a cambiar su suerte. A peor.
Al aterrizar en Barcelona, Manuel Ferrer fue directo a El Rincón de Manolo y Loli. No besó a su mujer a pesar de reencontrarse con ella después de medio mes. Manuel Ferrer y su esposa solo se besaban tras las doce campanadas de año nuevo. Puso al día a Loli sobre su estancia en Río, le contó lo del detective que aseguraba que Solsona no estaba en suelo carioca y se propuso dar carpetazo a ese asunto. Al diablo Solsona, al diablo todos los detectives del mundo y al diablo los sorteos de lotería. Su destino era aquel bar de mesas de formica y camarero ecuatoriano, con su mujer al mando de los fogones y él al de la caja. Su destino era un piso hipotecado en una ciudad dormitorio, un Mercedes ya pagado y dos hijos que se descarriaban. Empezó a confeccionar el menú del día siguiente. De primero, ensaladilla rusa, pimientos de Padrón o calamares a la romana. De segundo, lomo con bacon, albóndigas con sepia…
—Tardó dos meses en volverme a llamar —nos contó Ariza—. Llegué a pensar que se había olvidado del tema, la verdad.
Que te levanten doce millones de euros no es algo que se pueda olvidar de la noche a la mañana. Cada pitido del despertador le parecía una carcajada de Álex Solsona, que se reía al verle resignado a batallar un día más en el bar con el fin de que los números cuadrasen. Aquella situación pateaba su dignidad. Sobrepasado por todo, volvió al despacho de Ariza & Castells como un perro con las orejas gachas y un cheque al portador de veinte mil euros en el bolsillo.
—Ya he llegado demasiado lejos buscando al cerdo de Solsona —le dijo a Ariza, entregándole el cheque—. Encuéntralo de una vez.
—Tengo por costumbre acabar todo aquello que empiezo —le dijo Ariza. Luego añadió una mentira que le quedó muy bien—: Encontrar a ese cerdo se ha convertido para mí en un asunto casi personal.
Tomás Ariza se despidió de su mujer por la mañana y de su joven amante por la noche. Voló sin escalas hasta Río ocupando un asiento en primera clase. Con el dinero que estaba ganando con Ferrer, sería tonto escatimar gastos. Champán y gambas cada día, hotel de cinco estrellas y la habitación con vistas, cómo no. Lo primero que hizo al llegar a la habitación del lujoso hotel que había reservado por internet fue darse una buena ducha. Con el albornoz y las zapatillas del hotel, se sentó a la mesa de su habitación y organizó su material de trabajo. Extrajo de un sobre una foto plastificada de Solsona. Colocó su ordenador portátil en el centro de la mesa. Entre los papeles varios que sacó de sobres y carpetas varias estaba la factura de teléfono sustraída por su sabueso ex policía del buzón de Sara. Por último, puso a cargar la batería de su potente cámara digital.
Encendió el ordenador y accedió al correo electrónico. Había premio: uno de sus contactos de la policía le informaba de que Solsona no había salido de Brasil, al menos de forma legal. Usó el inalámbrico de la habitación para llamar al número de Río reflejado en la factura. Correspondía a una pensión. Ariza preguntó al tipo de voz grave que había contestado al teléfono la dirección de la pensión y la anotó en la primera página de un bloc de folios con membrete del hotel en la parte superior. Decidió que por la tarde, después de comer en un buen restaurante, se acercaría a la pensión con la foto de Solsona.
—Dígame, Ariza —dijo Ramos—: ¿En ningún momento pensó que era extraño que un tío que, supuestamente, se había hecho con doce millones de euros, se alojara en una pensión?
—Yo estaba buscando a Álex Solsona —replicó Ariza.
—Esa evasiva ha sido muy barata —replicó a su vez Ramos—. Ferrer le contrató para que encontrara al que había robado el boleto premiado, cosa que no pudo hacer. A día de hoy, Solsona está muerto y del premio gordo no sabemos nada.
—El premio está cobrado. Alguien se hizo con el dinero. Lo más seguro es que el ladrón pusiera la pasta en manos de alguien de mucha confianza. ¿Por qué no alguien con quien encontrarse en Río?