—Voy enseguida, voy enseguida —le dijo mientras buscaba el boleto en el mismo estante por quinta vez.
No existe el momento ideal para citar a tu pareja en un café con el fin de hacerle entender que tu vida es mejor sin ella. Es una situación harto incómoda de afrontar. Sabes que por muy bien que elijas las palabras y simules que la ruptura te está haciendo añicos el alma, no podrás evitar dañar su autoestima. Es por eso que, los que no tenemos un café en
Casablanca
, posponemos el tan complicado momento una y otra vez, alargando absurdamente una relación afectada por una enfermedad terminal contra la que no existe vacuna: el desamor. Semanas después de regresar de Venecia, Silvia y yo seguíamos compartiendo miércoles, sábados y lo que hiciera falta.
Dani Ramos había averiguado que el tipo al que vi entrar en el Danieli era Wilson Correa, el ecuatoriano cabezón que, nueve meses antes, nos había servido a Silvia y a mí un arroz negro muy mejorable. Una vez sabíamos quién era, la siguiente pregunta que nos hicimos era qué tiene que hacer un camarero de bar de menús para hospedarse en el mejor hotel de Venecia, en una suite con vistas a la suave espalda de una joven alemana. Mantuvimos una reunión en el despacho de Varona. El caso Solsona había puesto de nuevo a Varona en primera línea mediática, donde se desenvolvía como pez en el agua. Si seguirle la pista a un trabajador de El Rincón de Manolo y Loli nos llevara a destapar alguna red de trata de blancas, narcotráfico o blanqueo de dinero, el buen momento mediático de nuestro jefe iba a tener continuidad.
—Prepara un dossier, Molinos —ordenó Varona—. Vamos a investigar a este majadero, a ver qué encontramos.
Dos días después tenía sobre mi mesa un dossier de veinte páginas con toda la información recabada acerca de Wilson Correa. Nacido en la capital de Ecuador en 1967. Era bajo y tirando a feo. Estaba dado de alta como trabajador del restaurante de Manuel Ferrer. Su nómina era de 845 euros mensuales. En mayo de 2004 realizó un ingreso de doce millones de euros, céntimo más, céntimo menos, en una cuenta bancaria de la que era el único titular. Aquella tosca operación descartaba que estuviera conectado a alguna red criminal. El dinero conseguido ilegalmente por las mafias nunca se deposita en los bancos si antes no se ha conseguido blanquear, y siempre va a parar a cuentas de empresas que no son más que tapaderas. En la página quince del dossier se aclaraba que los doce millones correspondían a un primer premio de lotería. El ladrón del boleto acababa de salir a la luz.
—Fíjate en esto, Prats —me dijo Ramos, que leía a mi lado una copia del dossier—: Tiene doce millones de euros en el banco y sigue trabajando por 845 euros al mes. ¿Este tío es imbécil?
—Me temo que todo lo contrario —dije.
Wilson Correa fue muy hábil. Para no levantar ninguna sospecha, ingresó el dinero en el banco y siguió madrugando para trabajar. Ferrer y su esposa veían a Wilson como un inmigrante pringado de pocas luces. Pagaron muy caro su menosprecio. Wilson activó las antenas y no se perdió ningún detalle de lo que se hablaba en el bar. Se situaba de espaldas a toda conversación, pero no se perdía nada de lo que se decía. Enseguida comprobó que la suerte se ponía de su parte. Solo unas horas después de haberse agenciado el boleto, Solsona anunciaba que dejaba el trabajo. Aquella feliz coincidencia condujo a que, para regocijo de Wilson, todas las sospechas apuntaran a Solsona.
Wilson escuchó con tanta atención como disimulo las conversaciones telefónicas que Ferrer mantuvo desde el teléfono del bar con alguien a quien le preguntaba qué se sabía de Solsona, le hablaba de provisión de fondos y le exigía resultados. Dedujo fácilmente que se trataba de un sabueso. También se enteró de que Ferrer viajó dos veces a Río de Janeiro, la primera con Amador y la segunda con la Unidad de Cobro número 9 al completo.
Wilson, que con un fortunón en el banco seguía yendo al supermercado, pelando patatas, lavando sepias, fregando platos y todo aquello que le mandasen, estaba en el bar la tarde que Ramos fue a detener a Ferrer, quien a esas alturas le preocupaba más no acabar en la cárcel que los doce millones de euros, dinero que ya daba por perdido. Robar un boleto de un maletín es un acto que cualquiera puede cometer. El golpe maestro de Wilson Correa fue el de ser capaz de seguir acudiendo puntualmente a su trabajo con la Visa Oro en el bolsillo. Tomás Ariza demostró que el mundo es hoy un lugar demasiado pequeño para esconderse. De haberse fugado con el boleto, Ariza le hubiera encontrado y, del mismo modo que le llegó a Solsona, llegaría la noche en que Ferrer y Moisés le cortarían el paso en una acera, lo meterían en un coche de alquiler y a la policía de Quito le tocaría decidir si abría o no un caso Correa.
Con Solsona incinerado y Ferrer a la espera de juicio, Wilson debió de creer que Dios era un socio solvente y que su fechoría jamás sería descubierta. Tal como está el panorama, corren malos tiempos para confiar en Dios. Wilson siguió trabajando en el bar para hacer de la rutina su coartada, pero fuera del horario laboral, su vida cambió radicalmente. Vaya si cambió.
Dos semanas después de hacerse con el boleto, llegó a casa tras una dura jornada de trabajo y, con una frialdad hasta aquel momento desconocida en él, le soltó a Adalgisa que se había enamorado locamente de una catalana. Bajo la lluvia de objetos lanzados por la abuela, la madre y la hija —la plancha, platos, libros, cojines…—, Wilson logró coger sus documentos del cajón del dormitorio y escapar de la vida de su eterna novia para siempre jamás. No hizo ninguna maleta. Total: renovar el vestuario no iba a suponerle ningún problema. Aquella misma noche se instaló en un cinco estrellas, saciando a lo grande su curiosidad por saber qué se sentía al hospedarse en un hotel.
—¿Desea el señor que le despertemos a alguna hora? —le preguntó el recepcionista. Al ser un ecuatoriano que vestía ropa de mercadillo, le cobraron la habitación por adelantado.
—A las seis de la mañana, amigo. Tengo que ir a trabajar.
Wilson estableció un peculiar sistema de vida. Tras descubrir que vivir en un hotel era infinitamente más cómodo que vivir en un piso, decidió hospedarse de lunes a viernes en un cinco estrellas. A las seis de la mañana le despertaba el recepcionista, Wilson se ponía el uniforme de camarero y disfrutaba del clásico desayuno de hotel que el servicio le subía a su habitación. Cuando salía del hotel, aguardaba un botones que mantenía abierta la puerta de su taxi. Le pedía al taxista que le dejara a tres calles de El Rincón de Manolo y Loli. Llegaba puntual al restaurante, se ponía el delantal y a currar como un cabrón. Y nunca mejor dicho lo de cabrón…
Los viernes por la tarde no regresaba al hotel. Al salir del bar, caminaba tres calles y paraba un taxi para ir al aeropuerto. Se sacaba un billete de avión en primera clase y volaba hasta Alemania para poder contemplar bien de cerca las que para Wilson eran las mujeres más bellas del mundo: las alemanas de piel blanca, mirada azul y rubia melena. Alemania era un país verdaderamente exótico para un tipo criado en el arrabal de Quito. Se dedicó a hacer en Alemania lo que algunos alemanes jubilados hacen en Cuba: enseñar la cartera para pasarse por la piedra a cuantas más alemanas mejor. Lógicamente, las busconas alemanas se cotizan mucho más alto que las jineteras de La Habana, lo que para el hombre de los doce millones no iba a suponer problema alguno. Wilson hizo de los casinos su zona de caza. Vestido con un traje elegante que no conseguía borrar su porte de hombre humilde, se sentaba a la mesa de la ruleta, que era el único juego del que conocía las reglas. Amontonaba un buen puñado de fichas alrededor de un Bloody Mary y realizaba las apuestas más altas de la mesa. Su manera de llamar la atención era perdiendo grandes sumas de dinero sin inmutarse. Cuando la pala del crupier retiraba sus fichas de la mesa, él sonreía y, si su copa estaba seca, alzaba la mano y le servían otro cóctel. Wilson perdía mucho dinero cada noche —no era un hombre que tuviera suerte, sino que la robaba—, pero conseguía lo que andaba buscando. En cuanto corría la voz de que en la ruleta había un ecuatoriano descerebrado que perdía muchos euros pero nunca la sonrisa, acababa apareciendo una alemana de belleza arrolladora que se sentaba a su lado sin ninguna intención de apostar. Tal era la perfección de aquellas mujeres que parecían tener un
photoshop
incorporado que hacía imposible hallar mácula ni en el más mínimo de sus gestos. Una sonrisa, un guiño, un «hola, cómo estás» con marcado acento germánico, un par de copas y la tercera que la suban a la suite de Wilson, el príncipe quiteño de los casinos de Alemania.
El domingo por la tarde, Wilson regresaba a Barcelona, dejando atrás un fin de semana en el que había hecho del mundo su particular parque temático, por el que se movía a sus anchas cual Aladino moderno provisto de una Visa Oro que concedía más deseos que cualquier lámpara mágica. Se registraba cada semana en un hotel distinto por motivos que nunca llegamos a averiguar. A las seis de la mañana, llamada de la recepción, desayuno en la suite y taxi en la puerta. De lunes a viernes tocaba ejercer de Clark Kent.
Averiguado el modus operandi de Wilson, volvimos a reunirnos en el despacho de Varona. Tras haber investigado exhaustivamente los movimientos de su cuenta bancaria, quedó descartado que Wilson estuviera conectado a alguna red criminal. Ingresó los doce millones del premio robado en su banco y se estaba dedicando a vivir a lo grande.
—Solsona fue asesinado por un robo que en realidad cometió Wilson Correa —dije.
—No consta ninguna denuncia por la sustracción del boleto —replicó Varona—. Nuestro trabajo era investigar un asesinato.
Molinos, como siempre al teclado, añadió:
—Si Wilson sigue derrochando el dinero al mismo ritmo que hasta ahora y no invierte en nada, dilapidará los doce millones antes de llegar a viejo.
—No te preocupes por él —dijo Ramos—, tiene un trabajo fijo en el bar. Tendrá derecho a una pensión rácana del gobierno.
—¿Intervenimos o no, capitán? —le pregunté a Varona. Yo quería hacerlo, se lo debíamos a Álex Solsona.
—No —respondió tajante el capitán—. Seguiremos el procedimiento. Un boleto de lotería no tiene titular. Si no hay denuncia, no nos movemos.
Empecé a recoger los distintos documentos esparcidos sobre la mesa, que pasarían a formar parte de un anexo que adjuntaría al expediente del caso Solsona. Antes de levantarnos, Varona nos citó para una inminente reunión. Había un nuevo caso que resolver: un empresario de la noche permanecía en la UCI tras haber recibido dos disparos a manos de un sicario de la mafia rusa. Varona avanzó que Dani Ramos y yo estaríamos en primera línea de la investigación.
—Rusos —Ramos suspiró con desprecio—. No me gustan.
La madre de Silvia acababa de ser operada de una hernia discal y mi «novia» me pidió que fuéramos juntos al hospital.
—Lo sabe todo de ti —me dijo—. Le encanta que seas poli, es de derechas. Le hace mucha ilusión conocerte, y ahora que está convaleciente sería muy bonito que le concediéramos esta ilusión.
Mal asunto conocer a los padres: era un modo de integrarme en la familia, de que me vieran como uno de los suyos. Yo a mis padres jamás les hablaba de Silvia, y tenía por norma cenar con ellos dos veces por semana. Silvia, que era la campeona mundial de la insistencia, utilizó la convalecencia de su madre para ablandarme. Cedí. Quedamos en ir a verla el domingo por la tarde.
Como si estuviera opositando a la plaza de yerno perfecto con la que no quería hacerme, el día antes de la visita al hospital fui a una pastelería del barrio a comprar una bandeja de tocinitos de cielo. Elegía sobre seguro: Silvia me había dicho que eran la devoción de su madre. Al salir de la pastelería me topé con el capitán Varona. No se trataba de ninguna casualidad. Varona, apoyado de espaldas a un coche aparcado, alzó la mano para saludarme. Lo primero que pensé era que venía a comunicarme alguna noticia nefasta, seguramente la muerte o la expulsión del Cuerpo de algún compañero. Varona leyó la preocupación en mi cara.
—Solo he venido a hablar, Prats —me dijo—. ¿Paseamos?
Era un sábado muy soleado de septiembre. La gente parece muy feliz los sábados por la mañana. La mayoría camina más despacio y lleva un periódico bajo el brazo. Las cafeterías que abren trabajan a un ritmo mucho más relajado. Sus clientes desayunan sin prisa. El sábado por la mañana es, sin duda, el mejor momento de la semana.
Con la bandeja envuelta en papel de pastelería en mi mano, llevada bien recta para que los tocinitos llegaran en buen estado a mi nevera, me dispuse a dar un inesperado paseo con mi jefe. Él había venido a buscarme, así que dejé que hablara. Me sorprendió que empezara a hablarme de su vida de hombre viudo y con dos hijas incapaz de poner a punto el corazón para vivir nuevas historias. Es duro afirmar que Varona no hubiera sido un poli tan obsesivo e impecable de no haber fallecido su mujer en aquel fatídico accidente de tráfico. Escudándose en el trabajo para protegerse del dolor, gracias a su tesón y afán perfeccionista fue logrando ascensos hasta llegar a ser Inspector Jefe, y se ganó el derecho de elegir personalmente a sus colaboradores más directos, a los que nos exigía el máximo. Le gustaba el olor de la sospecha, la vuelta de tuerca en el interrogatorio, los casos cerrados, llegar siempre hasta el final, y sentía el deber de difundir nuestro trabajo en los medios para transmitir seguridad al honrado ciudadano, a la vez que advertía al delincuente de que nosotros estábamos allí. Resumiendo: que teníamos un jefe que se creía un poco Batman. Fue precisamente por ello que yo no acababa de entender su renuncia a interrogar a Wilson Correa.
—Me estoy cansando de ser un buen chico, Prats —me dijo.
Esta afirmación, viniendo de un policía, resultaba inquietante.
—Habla como si tuviera un proyecto, capitán.
—Me he pasado la vida en la comisaría coordinando investigaciones, encargando análisis, firmando expedientes. Uno se inicia en esto pensando que puede hacer que su ciudad sea un poco mejor y lo único que aprende es que formas parte de un Cuerpo al que la mayoría de ciudadanos, por mero posturismo, desprecia, hasta que tienen a un albanokosovar trepando por su fachada, claro, entonces lamentan no compartir piso con alguno de nosotros.
No decía nada nuevo; la opinión de la ciudadanía respecto a la policía la asumes mientras te preparas para ser poli. Varona siguió su perorata esgrimiendo que en el bando contrario, el de los que infringen la ley, a menudo se vive mejor. Luego me soltó una mala noticia: