—Esto no es ningún juego —dice Chon.
—No he dicho que lo fuera —replica Ben—. Lo que pasa es que ya sé lo que hay que hacer. Lo tengo bien metido en la cabeza.
Sin duda, pero Chon sabe que esas cosas se te van de la cabeza en cuanto empieza la acción y se te dispara la adrenalina. Entonces todo se reduce a la memoria muscular, que procede de repetir y repetir y repetir.
De modo que lo repasan una vez más.
O. hace el recorrido de los programas de entrevistas. Empieza —¡cómo no!— por el de Oprah.
OPRAH ... una historia de valor, de... dignidad... ejemplar. Damos la bienvenida a O.
El público aplaude. Algunos se ponen de pie. Sale O., toda recatada, con un vestido gris, agradece con timidez los aplausos y toma asiento.
OPRAH Ha sido una experiencia realmente alucinante. ¿Qué has aprendido? ¿Qué te ha deparado?
O. La verdad, Oprah, es que, cuando uno está tanto tiempo solo, no tiene más remedio que enfrentarse a sí mismo. Creo que aprende a conocerse, a saber quién es en realidad.
OPRAH
mira a las mujeres del público y sonríe: «¿No es alucinante esta muchacha?». Se vuelve hacia O
.
OPRAH (
con suavidad
) ¿Y qué has aprendido?
O. Lo fuerte que soy en el fondo. Una mujer fuerte... con una fuerza interior que no sabía que tuviese...
Aplausos.
OPRAH A continuación, un ejemplo impresionante de valor en momentos de mucha tensión: la madre de O., Rupa.
O. cambia a Ellen.
ELLEN ¡Recibamos con un aplauso a O., de la MTV!
Con una vistosa camiseta sin mangas que deja a la vista sus tatuajes, O. da unos cuantos pasos de baile y se deja caer en el asiento de los invitados.
ELLEN Lo has pasado muy mal, ¿verdad?
O. Pues sí, pero antes que nada, ¿te tiras a Portia de Rossi? Te cambio la camiseta si me lo dices.
El público suelta una carcajada. Ella baila con ELLEN.
A continuación, pasa al Dr. Phil.
DR. PHIL ... lo mejor para conocer la conducta futura es conocer la conducta pasada y estoy totalmente convencido de que uno enseña a los demás cómo deben tratarlo. Uno tiene que aceptar ser rehén y, si no pone algo de su parte, ya no hay manera de arreglarlo. Hace treinta y cinco años que me ocupo de casos de secuestros y rehenes, de modo que no soy ningún canelo. Por cada macarra que se ve, hay cincuenta que no se ven.
O. Cabrón de mierda.
DR. PHIL Estoy dispuesto a ofrecerte asistencia de primera, si la aceptas, pero esto no es ningún juego: vamos a indagar hasta llegar al fondo de la cuestión. Soy el típico sureño...
O. Y además un cabrón...
«Vaya, tía —se dice a sí misma—, vas a tener que organizarte.»
Ben deja a Chon en un complejo residencial para jubilados...
Se llama El Mundo del Ocio, conque ya te lo puedes imaginar.
... después de medianoche, cuando los ancianos están durmiendo, pero antes de las cuatro de la mañana, cuando todos despiertan.
Chon da unas cuantas vueltas hasta que encuentra un Lincoln de su agrado. Tarda dieciocho segundos en abrir la puerta con una palanqueta y treinta más en hacerle el puente («los frutos de una juventud disipada»); se aleja al volante y lo esconde en el aparcamiento de un centro comercial de San Juan Capistrano, donde Ben pasa a recogerlo.
—¿Sabes qué sale del cruce entre mexicanos y chinos? —pregunta Chon.
—No, ¿qué?
—Un ladrón de coches que no sabe conducir.
—¿Estás bien? —pregunta Chon.
—Estoy eufórico —responde Ben.
—No te pases —dice Chon—. Fuma un porro para calmarte.
—¿Nos sentará bien?
—Sí.
Chon no tiene ni puñetera idea de si aquello les sentará bien. Ha salido a cumplir misiones nocturnas en otras ocasiones, pero ninguna como aquélla, aunque supone que todo debe de ser bastante parecido. Uno quiere ir engrifado, pero no demasiado.
Ben tiene pinta de estar de los nervios, acojonado.
Aunque resuelto, como suele ser Ben.
Se colocan con una mezcla selecta de
indica
y
sativa
, especial para disminuir la tensión, pero al mismo tiempo mantenerse alerta.
Lo suficiente para calmarlos un poco.
Van en coche hasta el Lincoln robado y emprenden la marcha.
Hacia el este por la autopista 74, alias «la autopista Ortega», traspasan —a Chon le gusta la palabra— las montañas de Santa Ana, desde Mission Viejo hasta Lake Elsinore, un pueblecito aletargado.
La autopista Ortega es casi lo más rural que tiene el Condado de Orange y es un lugar adecuado para casas de cultivo (pertinentes) y laboratorios de meta (que no vienen al caso en este momento). Giran hacia el norte por una de las numerosas carreteras estrechas que se desprenden de la columna central de la autopista como costillas rotas y atraviesan bosques de robles colorados.
Aparcan el vehículo en un arcén de tierra, delante de un stop, junto a un cruce en T.
Chon se apea y ata un trapo rojo a la manija de la portezuela del coche, abre el capó y arranca de un tirón los cables de la batería. Vuelve a entrar y le dice a Ben que se tumbe en el asiento y se ponga la máscara.
En una tienda de artículos de cotillón en Costa Mesa, Ben se decidió por el tema de los programas de entrevistas, de modo que allí están Leno y Letterman, a punto de comenzar su monólogo inicial.
Aprieta con la mano la culata de la pistola que tiene en el regazo.
—No la uses —dice Chon—, a menos que sea imprescindible.
—No me jodas.
—Es igual que en un partido de voleibol —dice Chon—: lo importante es la concentración y el trabajo en equipo.
Al cabo de unos minutos, oyen el ruido de un motor que se acerca por la carretera.
—¿Estás listo? —pregunta Chon.
A Ben se le hace un nudo en la garganta.
Chon no siente nada.
La furgoneta se detiene al ver la señal de stop. El guardia que va en el asiento del acompañante ve el Lincoln averiado, pero no le presta demasiada atención, hasta que, de pronto, el coche se coloca delante de la furgoneta y le cierra el paso.
Chon sale del coche en un abrir y cerrar de ojos.
Encañona con la escopeta la ventanilla del conductor.
El tío amaga con dar marcha atrás, pero Chon le apunta a la cabeza y lo hace cambiar de idea. El acompañante trata de echar mano de la pistola que está en el asiento, pero Ben está junto a su ventanilla, apuntándole con la calibre 22.
—Suéltala —dice Ben.
Lo ha oído tantas veces en los programas de televisión que casi se echa a reír, pero el tío deja caer el arma en el suelo del coche.
Chon abre la portezuela, agarra al conductor, lo saca de un tirón y lo arroja al suelo, mientras Ben hace gestos al acompañante para que se apee. El tío obedece, mira a Ben y le dice en castellano:
—No sabes con quién te metes. Estamos con Los Treinta.
Ben apunta con la pistola hacia abajo, como diciendo: «Al suelo».
El acompañante bosteza exageradamente para demostrar que no tiene miedo y desciende con cuidado hasta el suelo, tratando de no ensuciarse la camisa blanca con la tierra roja.
Chon sigue apuntando con la escopeta al conductor, mientras Ben se mete en la furgoneta y no tarda en dar con el dinero. También encuentra el GPS que lleva pegado y lo arroja al suelo.
—Vámonos
—dice.
Chon dispara dos veces: a los neumáticos delantero y trasero de la furgoneta.
Después se suben al Lincoln y salen volando.
—¡Menudo flipe!
Ben se ha puesto como una moto.
La adrenalina a tope. Las endorfinas le rebotan contra las paredes de las células como un esquizofrénico jugando al frontenis contra sí mismo. Nunca había experimentado nada semejante.
—Cuéntalo —dice Chon.
Setecientos sesenta y cinco mil quinientos dólares.
Buen comienzo.
—Hemos encontrado el Lincoln —dice Héctor a Lado.
—¿Dónde? —dice Lado, con indiferencia.
—En un aparcamiento de la estación de trenes de San Juan —responde Héctor—. Está registrado a nombre de un tal Floyd Hendrickson, de ochenta y tres años. Esta mañana denunció que se lo habían robado.
Van a hablar con el chófer y con el
pendejo
que lo acompañaba.
Lado y Héctor los llevan a una gran plantación de palmeras datileras cerca de Indio y los meten en una nave en la que guardan los tractores y chorradas. Los dos están sentados en el suelo de tierra, apoyados contra la pared de chapa ondulada, y les da por la diarrea verbal. Repiten una y otra vez que eran dos, que tenían una escopeta y dos pistolas, que eran profesionales...
Lado ya sabe que eran profesionales: sabían cuándo, dónde y qué y también sabían que había un GPS.
—¿Eran dos? ¿Estáis seguros? —pregunta Lado.
Claro que están seguros.
Dos tíos altos.
A Lado le resulta interesante.
Llevaban máscaras.
—¿Qué clase de máscaras?
De presentadores de televisión yanquis.
Jay Leno y...
—Letterman —dice el chófer.
El otro recuerda la marca del coche y la matrícula.
—Me sorprende —dice Lado— que ninguno de vosotros resultara herido en lo más mínimo.
Coinciden en que han tenido mucha suerte.
Sí, claro, pero no por mucho tiempo.
Lado está casi seguro de que dicen la verdad y que no han tenido nada que ver.
Sin embargo, han sido unos cobardes estúpidos y holgazanes al permitir que ocurriera algo así.
Aquellos
cabrones
tienen a su familia allá en México, como es habitual en todos los que trabajan para el cartel de Baja a este lado de la frontera: han de tener familiares en un lugar a donde el cartel pueda llegar y meterse con ellos.
A la mierda las referencias laborales; si quieres asegurarte de que alguien sea leal y trabaje bien, has de tener en el bolsillo a sus padres y hermanos, incluso a los primos. A algunos hombres no les importa arriesgar su propia vida, pero jamás se les ocurriría poner en peligro la de sus parientes.
Hace restallar el látigo contra el suelo.
Conque dos tíos altos...
No, no puede ser. ¿Cómo iban a conocer los dos
güeros
la ubicación del depósito clandestino y la ruta que siguen los conductores?
Es imposible.
No, para poder hacer un
tumbe
como aquél tiene que haber algún infiltrado. Tal vez no fuera ninguno de los dos
pendejos
, pero seguro que tenían a alguien dentro.
—Acaba con ellos —dice bruscamente.
Una cafetería de diseño en la calle Ritz-Carlton, sobre la autopista de la costa del Pacífico, del lado de la costa.
Para Chon, aquel sitio es el paraíso de las mamis estupendas.
Solía apalancarse en una de las mesas de la terraza a beber capuchinos y observar el desfile de mamis jóvenes y ricas, que corrían empujando sillas de paseo de tres ruedas. Cuerpos firmes enfundados en camisetas (o sudaderas de diseño con capucha, cuando hace más frío) y pantalones de chándal.
—Ése es el primer turno —explicó a Ben.
El segundo turno tiene que ver con el servicio de guardería exclusivo que está al final de la calle. Las mamis estupendas no tan jóvenes suelen dejar allí a sus retoños malcriados y venir a tomar un café con leche y, tal vez, a echarse un polvo después del café, con Chon.
—Como están aburridas y resentidas —comentó Chon a Ben—, son perfectas en la cama.
—Eres un adúltero.
—Si no estoy casado...
—¿Adónde ha ido a parar la moralidad? —suspiró Ben.
—Al mismo lugar que los discos compactos.
Han sido sustituidos por una tecnología más nueva, más rápida y más sencilla.
—¿Qué diría O. de estas aventuras tan sórdidas?
—¿Estás de coña? —respondió Chon—. Es mi cazatalentos.
—Calla.
Pero es verdad. Cuando conseguía levantarse tan temprano, O. ha pasado muchas horas felices evaluando las posibilidades de Chon: «Aquélla está buena. Aquélla es cachonda. Aquélla es feliz en su matrimonio, así que no te metas. Fíjate en aquel culo. A aquélla me la follaría...».
—¿Alguna vez...?
—Claro que no.
Aquella mañana no piensan en las tendencias lésbicas apenas latentes de O. ni en las mamis estupendas, pero sí que piensan en O.
Entonces aparecen Álex y Jaime...
—Siameses chicanos.
—Calma.
... se acercan a la barra y piden café para llevar.
Ben y Chon los siguen hasta el aparcamiento y se suben al asiento trasero del Mercedes de Álex.
—¿Qué pasa? —pregunta Ben.
Álex se da la vuelta para mirar a Ben.
—Anoche robaron uno de nuestros coches.
Ben permanece impasible. Digno hijo de dos loqueros que no paraban de sondearlo, está acostumbrado a hacer frente a los interrogatorios.
—¿Y qué?
Álex es un aficionado.
Su cara de abogado lo dice todo.
—¿Sabríais algo al respecto?
Ben aprovecha el condicional.
—Pues sí, sabría algo al respecto, si tuviera algo que ver pero, como no tengo nada que ver, pues no, no sé nada.
Le divierte jugar con el lenguaje.
Álex prueba a ver si Chon baja la mirada.
¡Ja! Como si fuera a servir de algo.
¿Alguna vez has tratado de hacer parpadear a un rottweiler?
—Está bien —dice Álex, finalmente.
Chon es Chon, pero Ben es Ben.
—Procura no volver a llamarme por tonterías en el futuro, ¿vale? ¿Cómo está O.?
—¿Quién?
«¿Quién?» Por un momento parece que Chon está a punto de pegarle al tío una bofetada. Da esa impresión por un segundo, pero Ben tercia:
—Ophelia. Para nosotros es O. La joven a la que tenéis secuestrada. ¿Cómo está? Queremos hablar con ella.
—Tal vez eso se pueda arreglar —dice Álex.
Ben repara en la forma impersonal del verbo.
O se están eludiendo responsabilidades o no se dispone de autoridad.
¡Qué interesante!
—Arréglalo —dice Ben y abre la puerta del coche—. Si no hay nada más, Chon tiene matrimonios que destruir y yo tengo productos que producir.
Se quedan de pie en el aparcamiento mientras el Mercedes se aleja.