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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes (15 page)

Silenciosamente.

Su especialidad militar.

Es poca la distancia que lo separa del barco, pero tiene que recorrer la mayor parte bajo el agua, para que no lo vean al pasar junto a los demás veleros amarrados en el puerto. Pone en práctica lo adquirido durante el entrenamiento que la Armada pagó y le obligó a seguir y que no había usado hasta aquel momento.

Se desliza justo por debajo de la superficie sin producir apenas ondulaciones.

Culebra acuática.

Nutria de mar.

Emerge dos veces para verificar su posición y ver las luces de amarre del barco.

Detrás de las cortinillas, ve una luz encendida en el camarote.

A veinte metros del barco, tuerce a la izquierda, hacia la popa. Nada hasta la escalerilla y se aferra a un peldaño, mientras abre la bolsa y extrae la pistola.

Un cargador con nueve balas.

Nueve tendrían que alcanzar.

Sube a bordo.

105

Suministran a O. más OxyContin.

En realidad, no tienen que obligarla a tragar el comprimido, porque ella lo toma con mucho gusto.

Está muerta de miedo, evidentemente.

No sabe dónde se encuentra ni lo que le van a hacer. Flotan en su cabeza imágenes de cabezas que flotan.

Si te pasas horas y horas sentado en una cama, encerrado en una habitación sin nada que hacer, salvo imaginar que alguien te acerca una sierra mecánica al cuello, tú también tomarías todos los sedantes que te den.

Lo único que quieres es dormir.

Cuando O. era pequeña y, tumbada en la cama, oía los alaridos que se soltaban Rupa y el Uno, lo único que quería era dormirse para no oír más. Levantaba las rodillas, metía las manos entre las piernas y cerraba bien los ojos.

Se preguntaba:

«¿Seré la Bella Durmiente? ¿Vendrá(n) a despertarme mi(s) príncipe(s) azul(es)?»

106

Chon abre la puerta del camarote con la mano izquierda.

Con la derecha empuña la pistola.

El «problema» está cocido.

A su lado hay una mujer.

Muy guapa. Cabello color miel esparcido sobre la almohada; por encima de la sábana le asoman los hombros desnudos; los labios carnosos, hinchados por los besos, ligeramente entreabiertos. Chon la oye respirar.

Ella es la que tiene el sueño más ligero. Abre los ojos y se sienta en la cama, mirando a Chon con incredulidad. ¿Será un sueño? ¿Una pesadilla? No, es real, pero ¿quién es? ¿Un ladrón? ¿En un barco?

Ve el arma y sabe que el hombre que duerme junto a ella tiene el dinero para el barco y para su cabello color miel. Mira a Chon y murmura:

—No, por favor, no.

Chon dispara dos veces.

A la cabeza del hombre.

Problema resuelto.

La mujer ahoga un grito, salta de la cama, se mete en el retrete, cierra la puerta de golpe y echa la llave.

Chon sabe lo que tiene que hacer.

107

Otra vez en el agua.

Bajo el agua.

Impulsándose con fuertes brazadas, Chon atraviesa la oscuridad.

Nada con fuerza y rapidez, como si quisiera ganar una medalla O-límpica.

Donde sabe que el agua es profunda, suelta la pistola, para que se hunda en las profundidades tenebrosas.

Sabe que ha cometido un error al no matarla, pero...

Se hunde bajo el agua pintada y piensa:

«No soy un salvaje.»

108

«No habría podido hacerlo.»

Ben repite involuntariamente aquel mantra —su mente en un bucle continuo— mientras se dirige a toda prisa hacia la casa de cultivo.

«No habría podido hacerlo.»

«No habría podido apretar el gatillo contra mí mismo, ni siquiera para salvar a O. Habría querido hacerlo. Habría intentado hacerlo, pero... no habría podido.»

Junto con el mantra llega la vergüenza y, sorprendentemente para alguien que es hijo de dos loqueros, aquello menoscaba su masculinidad.

«¿Te sientes menos hombre por no haberte saltado la tapa de los sesos, por orden de otro? —se pregunta Ben—. Como si alguna vez hubieses equiparado masculinidad con machismo. Es una chaladura. Es más que una chaladura. Es estar como un cencerro. Pues sí, pero la locura es vivir donde estamos ahora. Esto es Chaladolandia. En cambio, Chon lo habría hecho. Alto ahí: Chon lo hizo. ¿Y si... y si... hubiesen ordenado a Chon que disparase no contra sí mismo, sino contra mí...? ¡Lo habría hecho! "Lo siento, Ben, pero ¡bang!" Y habría hecho bien.»

Ben gira hacia la calle sin salida en un tranquilo barrio de los suburbios en el límite oriental de Mission Viejo. La Misión Vieja. (Fíjate en la misión nueva, igualita que la vieja.) La casa está en la parte alta de la rotonda y su patio trasero, muy cuidado, está separado por un muro de una larga ladera de chaparral, donde se refugian conejos y coyotes.

Se detiene en el camino de acceso a la casa, se apea, se acerca a la puerta y llama al timbre.

Sabe que tiene encima una cámara de vigilancia.

(Al menos eso espera.)

Por eso Eric ya sabe que es él cuando abre la puerta.

Eric no tiene aspecto de cultivador de marihuana, sino de actuario de seguros. Cabello corto, castaño claro, con entradas en la frente, gafas con montura de carey. Lo único que le falta al tío para ser todo un memo es un protector de bolsillos.

—Hola.

—Hola.

Hace pasar a Ben por el salón —sofá modular, butaca reclinable La-Z-Boy, una gran pantalla de televisión que emite
America's Got Talent
— y la cocina —encimeras de granito, isla de roble, fregadero de acero inoxidable— hasta la piscina cubierta por un techo de plexiglás coloreado.

Una auténtica piscina.

Con focos y líneas de goteo.

Haluro metálico, para la fase vegetativa.

Sodio de alta presión, para la fase de floración.

Un invernadero fecundo.

Ben mira su reloj pulsera.

¡Hijoputa!

Se da cuenta de que tiene los sobacos empapados por el sudor que le produce la ansiedad.

—¿Ya está todo embalado? —pregunta.

—Todo lo que estaba listo para cosechar.

—Carguémoslo.

Una furgoneta todoterreno sin los asientos traseros espera en la parte de atrás. Ben y Eric cargan los kilos; al final, Ben se sienta al volante y arranca el motor.

Dispone de cuarenta y tres minutos para llegar a Costa Mesa.

109

Atraviesa el sur de California.

Cruza la noche californiana.

La autopista (la número 5) es cálida y acogedora.

Para Ben, sin embargo, los carteles verdes que indican las salidas son como escalones para subir por un andamio.

Hacia O.

Cada uno indica un tiempo precioso, los kilómetros que faltan por recorrer.

Y los kilómetros que le quedan de vida.

Aliso Viejo, Oso Parkway, El Toro.

Lake Forest, Culver, MacArthur.

Deja atrás a su izquierda el aeropuerto John Wayne, resplandeciente de luz blanca, pero cerrado durante la noche, para que el ruido de los aviones al despegar no perturbe el sueño de los habitantes del Condado de Orange.

Jamboree, porque allí acamparon los
boy scouts
.

Ben conduce a más de ciento treinta kilómetros por hora una furgoneta cargada de droga. No quiere superar el límite de velocidad, pero tiene que hacerlo, porque el tiempo corre.

Irvine Spectrum, con su increíble noria.

El Anfiteatro de Irvine anuncia, sobre la marquesina, la llegada de Jimmy Buffett: «Venid a mí, mis fieles
Parrotheads
...».

Con el rabillo del ojo, Ben distingue el coche de la Patrulla de Caminos de California, aparcado en la mediana de la autopista.

Están al acecho, como la muerte.

(El cáncer, los ataques al corazón, los aneurismas: todos esperan pacientemente en la mediana.)

Ruega que el poli tenga algo mejor que hacer y repite para sí una canción de Springsteen («Mister state trooper, please don't stop me, please don't stop me, please don't stop me»), no por temor a los años en la cárcel, sino porque supondría la muerte de O. Mira por el espejo retrovisor para ver si el poli arranca («Por favor, no me haga parar; por favor, no me haga parar»), pero no lo hace.

¡Carajo! Ben no puede respirar.

Las manos empapadas de sudor, en el volante resbaladizo.

Finalmente, la calle Bristol.

South Coast Plaza.

El cazadero de O.

Sale a la izquierda en Fairview.

La cabeza le da vueltas y busca la dirección que le dieron: los números de la calle corresponden a un pequeño centro comercial.

Vamos, vamos, vamos.

¿Dónde, dónde, dónde?

Le duele el estómago, la tensión le produce retortijones y siente que podría cagarse en los pantalones, cuando de pronto lo ve...

El cartel de madera: «33-38».

Una tienda de vinos, una pizzería, una manicura.

Todo cerrado.

Aparca la furgoneta en el espacio en diagonal entre las líneas y mira su reloj de pulsera.

Faltan dos minutos.

Espera, sabiendo que lo están vigilando.

110

Chon sale del agua.

Parece el monstruo de la Laguna Negra.

Llega a tierra firme y regresa a pie hasta donde ha dejado aparcado el Pony.

Mira su reloj de pulsera.

Cuatro minutos.

Va corriendo a Spanish Landing, donde todavía queda una hilera de cabinas telefónicas, como un monumento al pasado.

A tientas mete en la ranura las monedas de 25 céntimos y marca el número que le han indicado.

—¡Ya está!

111

Suena el teléfono de Ben.

—¡Sí!

—Regresa a Fairview —le dicen—. En el segundo semáforo, gira a la izquierda. Dos manzanas después, gira a la derecha. Ve. Te volveremos a llamar.

Ben conduce, repitiendo el nuevo mantra en su cabeza conmocionada:

—En el segundo semáforo, a la izquierda; dos manzanas después, a la derecha.

Justo antes de que tuerza a la derecha, vuelve a sonar el teléfono.

—¿Ves la tienda de los peces?

Ben mira a su alrededor.

Una tienda de peces, una...

Entonces ve el cartel con la caricatura del pez y las burbujitas que le salen de la boca: es una tienda que vende peces tropicales para peceras.

—Sí, la veo.

—Gira a la derecha y después otra vez a la derecha para entrar en el callejón que hay detrás de la tienda.

Obedece.

Se detiene en el callejón.

—Ponlo en punto muerto y sal.

—¿Apago el motor?

—No.

Hace lo que le dicen y se apea.

Ocurre a toda velocidad. Se acerca un coche y dos tíos bajan de un salto de la parte de atrás; uno de ellos agarra a Ben, lo empuja contra la puerta trasera de la tienda y le apoya una pistola en la cabeza. El otro le arrebata el teléfono de la mano.

—Si dices una palabra, haces un movimiento o emites un sonido, tú mueres al instante y la chica, poco a poco.

Ben asiente con la cabeza lo mejor que puede, a pesar de la mano que le rodea el cuello y de tener la mejilla contra la puerta metálica.

—Te llevas nuestro coche y nosotros, el tuyo. Si vemos que nos sigue un poli, un helicóptero o lo que sea, la puedes dar por muerta.

Ben vuelve a asentir.

—Espera un minuto y vete a casa. Te llamaremos.

La mano lo suelta.

Oye la furgoneta que se marcha.

Ben se sube al coche. Es un CR-V. Tiene las llaves puestas. Hay un talego en el asiento del acompañante. Lo abre y ve que...

Contiene dinero en efectivo.

Montones.

Le han pagado por la droga.

Ben regresa a Laguna.

112

Chon llega una hora después.

Mira a Ben y asiente con la cabeza.

Ben también.

Se sientan a observar la pantalla del ordenador.

113

Suena el teléfono móvil.

Lado responde.

O. lo oye hablar en castellano. Viviendo donde vive, ya podría saber algo de castellano, pero sólo entiende un poco de argot y alguna palabra de los puestos de tacos y nada más. En cambio, aquel mexicano feo asiente y dice algo como «Comprendo, comprendo, sí, comprendo».

A continuación, cuelga el teléfono y levanta la sierra mecánica.

114

No mandes a preguntar por quién doblan las campanas.

El talán del ordenador anuncia la llegada de un mensaje de correo electrónico.

Ben lo abre y hace clic en el enlace.

Descarga un vídeo y un fichero de audio.

O. viva, esposada a la misma silla de madera.

Tiene la cabeza caída y solloza.

Un hombre grandote —lleva una sudadera con capucha y gafas de sol— está de pie detrás de ella con la sierra mecánica y una mano apoyada en la cuerda de arranque.

—¡Hemos hecho lo que dijisteis! —grita Ben.

—Calla —dice Chon en voz baja.

—¡Hemos hecho lo que dijisteis! ¡Soltadla!

—Ahora que hemos aprendido una lección, estamos dispuestos a seguir adelante con nuestra relación. Nuestras exigencias no son negociables. Seguiréis cultivando vuestro producto y nos lo venderéis al precio que nosotros fijemos durante un período de tres años, a partir de este momento, y también nos brindaréis determinados servicios, a medida que os lo indiquemos. Al finalizar el período contractual, quedaréis eximidos de vuestras obligaciones.

—Tres años —dice Ben, sin poder contenerse.

—Ya se ha hecho.

115

¡Y tanto que se ha hecho!

Por ejemplo, a Chon.

Cuando tenía diez años, los socios de su padre lo secuestraron y lo retuvieron casi cuatro meses, hasta que papi apareció con lo que les debía de una remesa importante de marihuana.

No estuvo tan mal. Se lo llevaron a una finca que tenían en un lugar perdido cerca de Hermet, donde se pasaba todo el día y la mayor parte de la noche mirando televisión y jugando a videojuegos. Podía atiborrarse de cereales Capitán Crunch y de Coca-Cola. Incluso lo dejaban conducir el cuatriciclo que tenían, hasta que se le ocurrió hacerse el Steve McQueen y estuvo a punto de echar por tierra una alambrada de espino en un intento de fuga.

Le cortaron
Penthouse
durante una semana. De verdad le hicieron la puñeta.

Al final, John padre soltó la pasta y Johnny hijo volvió a casa. Su padre le dijo:

—Para que veas cuánto te quiero: cuatrocientos mil.

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