Ben sabe muy bien que las fronteras son estados mentales.
Las fronteras pueden ser mentales o morales. Después de atravesar las primeras, a veces uno puede regresar; pero, si atraviesa las segundas, no hay vuelta atrás. Se pierde el billete de vuelta.
Si no, pregúntale a Álex.
—No lo hagas —dice Chon.
—¿Que no haga qué?
—No desperdicies tu energía sintiéndote culpable por esos tíos —dice Chon—, ni por Álex ni por ninguno de ellos.
Deja que te recuerde algunas de las cosas que han hecho:
Han decapitado a gente.
Han torturado a chavales.
Y han secuestrado a O.
—¿Han recibido su merecido? —pregunta Ben.
—Pues sí.
Así de simple.
—Un castigo colectivo.
—No hace falta ponerle etiquetas a todo, Ben —dice Chon.
El mundo no es un supermercado moral.
Productos de limpieza en el tercer pasillo.
Chon ha leído mucho de historia.
Los romanos solían enviar a sus legiones a los confines de su imperio a matar a los bárbaros. Así lo hicieron durante cientos de años, hasta que dejaron de hacerlo, porque estaban demasiado entretenidos follando, bebiendo y pegándose atracones. Tan ocupados estaban peleándose por el poder que olvidaron quiénes eran, olvidaron su cultura y se olvidaron de defenderla.
Entonces entraron los bárbaros.
Y adiós, muy buenas.
—De modo que paguémosles —dice entonces a Ben—, recuperemos a O. y larguémonos de aquí.
Adiós, muy buenas.
Elena no puede oír nada, salvo el latido fuerte e incesante de sus oídos, y al principio no sabe lo que ha ocurrido. No se da cuenta de que ha sido una bomba hasta que mira por la ventanilla del coche y ve al hombre —uno de los suyos— que se agarra el brazo destrozado. Entonces el coche se adelanta, corre a toda velocidad por las calles de la Zona Río de Tijuana, se salta los semáforos en rojo y finalmente atraviesa la verja, que está abierta, pero se cierra inmediatamente después. Uno de los
sicarios
abre la portezuela, la saca del coche y la mete al trote en la casa.
Sólo varios minutos después —unos cuantos, en realidad—, cae en la cuenta de que han intentado matarla.
—¡Mis hijos! —grita, mientras entra en la casa.
Su nuevo jefe de seguridad, Beltrán, responde:
—Están bien. Ya lo hemos comprobado. Los tenemos.
«Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios», piensa Elena.
—¿Y Magda?
—La tenemos controlada. Está bien.
Está en un Starbucks próximo al campus, sentada delante de su portátil, aparentemente escribiendo un trabajo. Lado ha situado a dos hombres al otro lado de la calle.
—Quiero hablar con ella.
—No sabe nada sobre...
—Llámala al móvil.
Unos minutos más tarde, oye la voz ligeramente impaciente de Magda.
—Hola, mamá.
—Hola, querida. Sólo quería oír tu voz.
Magda deja paso a un breve silencio, para que su madre se entere de que está interrumpiendo algo importante por una tontería sentimental maternal, y a continuación dice:
—Bien, ésta es mi voz, mamá.
—¿Estás bien?
—Estoy ocupada.
Eso significa que está bien.
—Te dejo tranquila, entonces —dice Elena, con un leve temblor de alivio en la voz.
—Te llamo el fin de semana.
—¡Qué bien!
Elena respira hondo.
—Bajo dentro de unos minutos —dice a sus hombres.
Por absurdo que parezca, le apetece un baño y llama a Carmelita para que se lo prepare, pero los hombres no dejan subir al segundo piso ni a Carmelita ni a nadie, de modo que, molesta, se lo prepara ella misma.
El agua caliente le produce una sensación agradable en la piel y siente que se le aflojan los músculos de la parte baja de la espalda. No había notado lo tensos que estaban. Se incorpora para abrir otra vez el grifo de agua caliente y se da cuenta de que oye correr el agua y antes no, de modo que se tumba otra vez en la bañera y deja pasar diez minutos más antes de salir, vestirse y volver a hacerse cargo.
La reina Elena.
«Así es mi vida ahora.»
Se pone un austero jersey negro con unos vaqueros y baja.
Los hombres esperan en el comedor.
—Creemos que ha sido el Azul —dice Salazar.
El coronel de la Policía del estado carece por completo de imaginación, pero es de fiar, mientras haya dinero de por medio.
—Por supuesto que fue él —dice Elena con brusquedad—. La cuestión es cómo hicieron sus hombres para acercarse tanto.
—Ha sido un AEI —dice Beltrán, dos puestos por debajo de Lado, a quien tanto echa de menos.
—Explícate.
—Un artefacto explosivo improvisado —dice Beltrán—. Básicamente es una bomba que colocaron cerca de su camino y que hicieron estallar por control remoto.
Elena sacude la cabeza.
—¿Cuántos muertos?
—Cinco. Tres nuestros y dos civiles.
—Busca a las familias y que les paguen los gastos funerarios —dice Elena.
—Le recomiendo encarecidamente —dice Beltrán— que vaya por un tiempo a la
finca
, donde podamos protegerla.
—Me tenéis que proteger aquí —dice Elena y lo mira fijamente a los ojos, hasta que él baja la vista y la clava en la mesa. Ella suspira y añade—: De acuerdo, iré a la
finca
.
Se abre la puerta y entra Hernán de sopetón.
—Mamá, me acabo de enterar. Gracias a Dios.
La besa en la mejilla, se vuelve hacia Beltrán y le grita:
—¿Por qué no cumplís con vuestro trabajo? Te juro que, si mi madre hubiese salido herida... —En lugar de acabar la amenaza, Hernán añade—: Tenemos que reaccionar. No podemos dejar que piensen que pueden actuar con impunidad. Averigua quién ha sido y...
—Ya sabemos quiénes son —dice Beltrán.
Elena lo mira, sorprendida.
—El Azul está reclutando soldados en Estados Unidos —explica Beltrán— y son literalmente soldados: mexicanos que acaban de salir del Ejército estadounidense. Saben preparar estos artefactos explosivos. Lo aprendieron en Iraq.
—Píllalos —dice Hernán.
—Lo más probable es que ya hayan cruzado la frontera.
—Encárgaselo a Lado —dice Elena.
A O. y a Esteban les gusta fumar porros, comer pizza y ver
Cuestión de peso
.
Engullir hidratos de carbono grasosos mientras mira un programa sobre gente que quiere perder peso es lo bastante perverso como para saciar el aburrimiento de O., y, además, ya hemos dicho que a la chavala le gusta papear.
A Esteban le gusta fumar porros, ver televisión y estar con O.
Y la pizza también. Esta noche toca una extra grande de salchichón con carne picada, pimiento verde y doble ración de queso. A Esteban no le gusta el pimiento verde, pero no le importa, con tal de ver contenta a O.
De todos modos, fascina a O. estar fascinada con la idea de contemplar una actividad que en realidad no se puede ver. Es como, bueno, la televisión, claro, pero no puedes ver cómo se quema la grasa en el interior de aquellos cuerpos obesos, aunque puedes verlos sudar, rezongar y gritar y, además del mero placer de ponerse morada mientras ellos pasan hambre, O. se ha encariñado con algunos de ellos.
Siente que están tratando de hacer algo, de cambiar su vida para mejor.
¡Qué admirable!
«No como tú», se dice a sí misma una noche.
—Tengo que reconocer —dice a Esteban— que soy un bollo
fregado
.
Esteban conoce la palabra «fregado», pero no le encaja lo de «bollo» en aquel contexto.
—Cuando salga de aquí —dice O.—, si es que salgo...
—Saldrás.
—... voy a hacer algo con mi vida.
—¿Como qué?
«Pues ése es el problema, precisamente: que no tengo la menor idea.»
Lado se mete en la cama con suavidad, para darle a su mujer algo...
Lo que ella necesita: una buena polla dura.
Se la empuja entre las nalgas cálidas y se la frota hacia arriba y hacia abajo, esperando la invitación.
Dolores se incorpora y sale de la cama.
—Dásela a tu
puta
. Yo no la quiero.
Lado no está de humor. Tiene la cabeza demasiado llena de preocupaciones —la guerra, el
tumbe
, a lo que se suma ahora el atentado contra Elena y que hay que aumentar la protección a su niña mimada, que cree que no la necesita—, como para que encima Dolores no cumpla con su deber.
—Vuelve a poner tu trasero donde estaba.
—No, gracias.
—He dicho que vuelvas a poner tu puto culo en la cama.
—No me da la gana.
Vaya, ha cometido un error.
Él sale volando de entre las sábanas en un abrir y cerrar de ojos. Ella había olvidado lo rápido que es, lo fuerte que es. La primera bofetada la hace tambalear contra la pared; le zumban los oídos mientras él la agarra, la arroja sobre la cama, se le echa encima y le sujeta las dos muñecas por encima de la cabeza con una de sus manazas.
Le separa los muslos con la rodilla.
—¿Así es como la quieres, puta?
—No la quiero.
Puede que no, pero se la mete de todos modos.
Y él se toma su tiempo.
Después, al salir del baño, ella le dice:
—Quiero el divorcio.
—¿Que quieres qué? —dice él, con una carcajada.
—El divorcio.
—Lo que vas a conseguir es una paliza —dice Lado—, si no cierras el pico ahora mismo.
Dolores retrocede hacia la puerta.
—Ya he hablado con un abogado. Me ha dicho que me corresponden la mitad de la casa y el dinero, la custodia de los niños...
Lado asiente con la cabeza.
Podría molerla a palos, pero tiene algo peor para ella que una paliza, de modo que sonríe y le dice:
—Dolores, si sigues adelante con esto, me llevaré a los niños a México y no volverás a verlos nunca más. Sabes que es verdad y sabes que lo haré, de modo que deja de comportarte como una idiota y vuelve a meterte en la cama.
Ella se queda en la entrada unos cuantos segundos.
Lo conoce.
Sabe quién es y sabe lo que hace.
Vuelve a la cama.
Elena mete unas cuantas cosas en un bolso.
No es mucho lo que necesita, porque en todas sus residencias tiene de todo.
«Cada casa —piensa— está llena y lista y sólo espera mi presencia para completar su vacío.» Alguien llama a la puerta y, por lo vacilante de los golpes, sabe que es Hernán. Lo hace pasar.
—¿Estás lista para ir a la
finca
?
—Sí, estoy lista.
Bajan, salen al patio y se meten en el coche, que tiene un revestimiento blindado especial. Beltrán, inquieto, da vueltas a su alrededor como una gallina clueca, los acompaña al vehículo y se monta en un Suburban lleno de armas que va delante.
Al cabo de varias manzanas, Elena ordena al chófer que gire a la izquierda.
—Pero, mamá, la
finca
queda para el otro lado.
—No vamos a la
finca
.
Hernán pone cara de no entender nada.
«Claro que no, pobrecillo.»
Ella continúa:
—El plan era que fuéramos a la
finca
, donde Beltrán nos habría hecho asesinar a los dos. Fue él quien puso la bomba: si no me mataba, me obligaría a buscar la seguridad de la finca, bajo su protección.
Su risa es amarga.
—¿Cómo lo has sabido?
«La pregunta es, más bien, cómo es posible que tú no lo supieras», piensa Elena.
Y ése también es el problema: no puede dejarlo en México, porque no sobreviviría ni cinco minutos. Tendrá que llevarlo con ella y disponer que la
bruja
de su esposa se reúna con él después.
Antes de que pueda responder, el Suburban de Beltrán gira en redondo para seguirla, pero de un callejón lateral salen otros dos coches y le bloquean el paso. Elena mira por la ventanilla posterior y ve que de los dos coches bajan unos hombres con fusiles AK-47 y abren fuego contra el Suburban.
Beltrán se apea disparando del asiento del acompañante, pero lo acribillan a balazos y desaparece sobre el asfalto.
—Ya podemos irnos —dice Elena al chófer.
El coche se adelanta.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunta Hernán.
—¿Habrías sido capaz de guardar las apariencias? —pregunta ella—. ¿Habrías podido disimular tus sentimientos, sonreírle y estrecharle la mano?
—No.
—Por eso. —Ella le palmea la mano, suspira y añade—: Estoy harta de guerras, harta de matanzas, de preocupaciones. Ya llevo un tiempo así. He dispuesto el traslado. Nos vamos a Estados Unidos. Lado ya ha preparado el terreno para nosotros. Tus hermanas ya están allí.
«¿Que el Azul quiere Baja? —reflexiona—. Pues muy bien, que se la quede. Le deseo mucha suerte.»
—¿A Estados Unidos? —pregunta Hernán—. ¿Y la policía? ¿Y la agencia antidroga?
Ella sonríe.
«¡Mi querido niño!»
Querida mami:
Londres es
superfashion
y, además, es una ciudad de lo más animada. ¿Sabías que el Big Ben es el reloj y no la torre? Yo no. La Torre de Londres es superinteresante. Allí le cortaron la cabeza a mogollón de gente. Como que qué asco, ¿verdad? Menos mal que ya no lo hacen más, salvo, supongo, en algunos países árabes, como Arabia. Vamos, que esto es megaguay, te lo juro por Snoopy. Vale, que me voy a Trafalgar Square y después al West End a ver una obra de teatro. ¡A lo mejor hasta me atrevo con Shakespeare! ¿Quién lo habría dicho, verdad?
Te echo de menos.
Tkm.
O. (para abreviar)
Cuando O. y Esteban no están viendo la tele por Hulu, consultan Google y la Wikipedia para buscar información sobre las ciudades que O. visita en los viajes por Europa sobre los que escribe mensajes de correo electrónico a Rupa.
—Es que Rupa es megadetallista —O. explica a Esteban—, o sea que tengo que tener muchísimo cuidado de poner bien esas cositas.
Lo curioso es que Rupa nunca le responde.
«Estará muy ocupada con Jesús», supone O.
El Centrifugador tiene un aspecto gloriosamente ridículo aquella mañana: lleva ropa de ciclismo Ferrari muy ceñida y una gorra de Cinzano.
Lo que uno no puede por menos que adorar de él es que ni se inmuta cuando Ben aparece con veinte millones en propiedades y en efectivo y le dice que los tiene que pasar por el ciclo ultrarrápido, pero que todo debe salir como dinero en efectivo y, además, superlimpio.