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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes (21 page)

—No vayas.

—Que no vaya, dice. Tengo que trabajar.

—Yo te lo pago.

—Es una clienta habitual.

La blusa negra le ciñe las tetas. Está seguro de que sus clientes varones le dejan buenas propinas. Debería ponerse celoso, pero en cambio se pone cachondo y ella lo sabe. A veces le dice que, cuando ve que se les empina, les roza un muslo con el suyo.

—Apuesto a que esa noche se pasan a sus esposas por la piedra —dice él.

—Seguro que sí.

Se despide con un beso y se marcha. Él se pone los pantalones, va a la cocina y saca una cerveza de la nevera. Se sienta a ver un absurdo programa de entrevistas que ponen en la televisión.

¡Qué bien poder relajarse unos minutos!

Entonces suena el teléfono móvil: es Dolores.

168

Gloria entra en la peluquería y se pone la bata negra.

Teri se sirve una taza de café y le dirige una sonrisita cómplice.

—¿Por qué lo hago —pregunta Gloria—, si lo único que consigo es sentirme sucia y degradada?

—Acabas de responder tú misma a tu pregunta.

169

Lado se sienta en la tribuna descubierta, detrás de la base del bateador, y se fija en la postura de Francisco. Tiene los pies demasiado juntos y Lado piensa que, cuando estén en casa, se lo dirá.

—Tú te encargas de recoger las entregas de esta gente nueva —le dice a Héctor.

Héctor hace un gesto afirmativo con la cabeza.

Francisco se prepara para el lanzamiento y la pelota sale bien, baja y dentro, para un
strike
cantado.

—¿Y estás haciendo algo más, Héctor?

Héctor parece desconcertado.

—¿Qué quieres decir?

Francisco se coloca y Lado sabe que va a lanzar una bola rápida. Fuera, a la izquierda, Júnior parece somnoliento. Sabe que la pelota no va a llegar hasta allí.

«Tiene razón —piensa Lado—, pero tendría que parecer más despierto, de todos modos.»

—No estarás jugando a dos bandas, ¿verdad?

—¡No!

Es una bola rápida, lanzada bien al medio, pero el chaval la recibe con un
swing
. Héctor es un buen hombre. Lleva con ellos... ¿cuánto tiempo? ¿Seis años? Jamás ha dado problemas ni dificultades.

—No quisiera que nadie pensara —dice Lado— que puede aprovecharse de estos
güeros
por el mero hecho de que son nuevos y algo tiernos. Se tiene que saber que están bajo mi protección.

—Se entiende, Lado.

Ya puedes apostar tu negro culo mexicano a que se entiende. Si estás bajo el paraguas de Lado, no te mojas.

—Bien —dice Lado—. No quiero ninguna complicación en la próxima entrega.

—No la habrá.

Francisco no se esfuerza en el siguiente lanzamiento, como Lado suponía. Es listo aquel chaval, Francisco: lleva dos puntos de ventaja, así que no tiene sentido cansarse el brazo, conque arroja al chaval una bola mala, para ver si la abanica. Muy listo.

—¿Cómo está tu hermano? —pregunta Lado—. ¿Antonio? ¿Sigue vendiendo coches?

Nota que a Héctor se le paraliza el corazón.

—Sí, está bien, Lado. Se alegrará de saber que has preguntado por él.

—¿Y su familia? Tiene dos hijas, ¿verdad?

—Sí. Todos bien, gracias a Dios.

Francisco adopta la posición de impulsarse. El chaval sigue teniendo los pies demasiado juntos, pero su brazo es largo y fuerte como un látigo, de modo que lo consigue. Una bola curva que cae de golpe, como de lo alto de una mesa, y el bateador intenta darle, pero falla.

Dos
outs
.

Héctor ya sabe que, si se la juega con aquellos envíos de
yerba
, se lo cepillan, pero no sin antes haber dado el pasaporte a su hermano, su cuñada y sus sobrinas, allá en Tijuana.

—¡Dolores! ¡Hola!

Lado se vuelve y ve a Dolores que se acerca a lo largo del banco, saludando a las demás madres, hasta que se sienta a su lado.

—Yo he llegado a tiempo y tú llegas tarde —dice Lado.

—Me quedé esperando a los tíos del techo —dice ella—, que llegaron tarde, por supuesto.

—Ya te dije que me encargaba yo.

—Sí, pero ¿cuándo? —pregunta ella—. Se supone que tendremos un invierno lluvioso. ¿Ya ha bateado Júnior?

—Probablemente, el próximo
inning
.

Francisco lanza una bola baja, pura basura, pero engaña al bateador, que la tira demasiado alta. Lado se pone de pie y aplaude, mientras Francisco trota tranquilamente hacia el
dugout
con el guante plegado bajo el brazo.

—Después del partido, podemos llevar a los niños al California Pizza Kitchen —propone Lado.

—Por mí, no hay problema —dice Dolores.

Todo él huele a esa puta cortapelos.

«Al menos podría darse una ducha.»

170

Ella lo huele —su sudor, su aliento— cuando él se le acerca.

O. gira la cabeza hacia el otro lado, pero...

Él se le planta delante, respira frente a su cara y la mira con aquellos ojos oscuros y fríos.

Ella grita.

Se atraganta con su pánico, pero no puede pensar en otra cosa.

«Vale, pero no tienes más remedio, tía», se dice O. a sí misma.

Hace una inspiración profunda. Ya es hora de dejar de comportarse como una niñata tiquismiquis. Ha llegado el momento de coger el toro por los cuernos y demostrar que tiene ovarios.

Se levanta de la cama, se dirige a la puerta y la aporrea:

—¡Oye! —chilla—. ¡Quiero tener acceso a internet!

171

Pues sí, coño, quiere conexión a internet.

Quiere internet, un ordenador con acceso a internet, y espera que tengan conexión inalámbrica, dondequiera que estén, y no por ADSL o —Dios no lo permita— por acceso telefónico.

Quiere todo eso, pero además quiere un aparato de televisión, televisión por satélite —«Si me pierdo un episodio más de
The Bachelorette
ya no podré ponerme al día nunca más»—, un iPod y acceso a su cuenta en iTunes, y, por cierto, ¿podrían prepararle una ensalada de vez en cuando? Es que, si sigue engullendo tanta fécula, van a necesitar una carretilla para sacarla de allí y llevarla a una de esas clínicas de adelgazamiento de La Costa, lo cual haría muy feliz a Rupa y, hablando de su madre...

—Será mejor que me dejéis usar internet —dice a través de la puerta—, porque, si mi mami no tiene noticias mías cada veintisiete minutos, llamará al FBI y creo —no estoy segura— que uno de mis padrastros —tal vez el Cuatro pero, bueno, ¿qué más da?— trabajaba para el FBI —en realidad, era para el FDIC, la Corporación Federal de Seguros de Depósitos, pero da igual—, así que tiene contactos y, pues sí, además quiero comunicarme con mis amigos, para que sepan que estoy bien... O más o menos bien... Y ¿sería mucho pedir que me trajeseis un martini?

Esteban entra en la habitación.

No tiene ni puñetera idea de lo que tiene que decir.

—Muy bien —dice ella con brusquedad—, ¿cómo te llamas?

—Esteban.

—Qué bonito —dice O.—, vamos a ver, Esteban, quiero...

Le repite sus reivindicaciones.

Esteban le dice que lo consultará.

172

Sus exigencias se elevan hasta llegar a lo más alto.

Desde los chavales que se encargan de la casa donde la tienen escondida, a Álex, a Lado y hasta Elena, que se traga el argumento de Rupa.

Lo último que quiere es hacer un drama de la «búsqueda de la joven desaparecida» en todas las cadenas de televisión de Estados Unidos, de modo que dice que sí:

«Proporcionadle un ordenador y que use internet con supervisión. Fijaos que escriba a su madre, aseguraos de que no dé ninguna pista sobre el lugar en que se encuentra realmente, y dejad que escriba a sus amigos, que, después de todo, son nuestros socios comerciales.»

«Ya tengo una hija rebelde y malcriada —piensa Elena—. ¿Necesito otra?»

173

O. escribe a Rupa:

Querida mami:

Te escribo desde París. ¿O debería decir
bonjour
desde
Paris
? Esto es precioso, con la Torre Eiffel y todo eso. El
pain au chocolat
es increíble, pero no te preocupes, que no como demasiado. Todas las francesas son palillos, las muy cabronas. Te escribo pronto.

Tu hija, Ophelia

Los tíos del cartel de Baja no son idiotas y reenvían el mensaje de correo electrónico a través de una de sus filiales en Francia, para que el «enviado en» coincida.

A continuación, O. escribe a Chon y Ben:

¿Qué pasa, tíos?

Sacadme de akí de 1 p. vez.

B1000.

O.

174

—Podrían haberlo escrito ellos —dice Chon.

—No, es cosa de ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Por lo de «akí».

Le responden: «Iremos a buscarte».

Después se ponen a buscar la manera de cumplir su promesa.

175

El problema es que...

El cartel de Baja ha trasladado todos sus depósitos clandestinos.

Fue un trabajo de chinos, pero era lo que había que hacer.

Más vale prevenir que curar. Lado y Elena se pusieron de acuerdo y dieron la orden: con depósitos nuevos y nuevas rutas se resolvería el problema de los coches con dinero, al menos por un tiempo, que esperaban que fuera suficiente para poder identificar al chivato.

Eso significa que a Ben y Chon les han jodido los objetivos. Tenían marcados los depósitos clandestinos en los ficheros de Dennis, pero ahora todos los ocupantes se han largado. Se han marchado y los depósitos han quedado vacíos.

Hoy aquí, mañana... ¿Quién sabe?

O, según la experiencia de Chon: héroe hoy, mañana... Gonzo.

Y aunque robarse a sí mismos sirve para alejar las sospechas, uno no gana nada robándose a sí mismo, al menos con artículos que no se pueden asegurar, como la droga y el dinero de la droga. («Hola. ¿Es la aseguradora? ¿Me puede decir cuál es la prima para una tonelada de caballo y...? ¿Oiga? ¿Me oye?») Ni aquellos hombres de Neanderthal van a ir a por ello.

Además, todo se va enredando. En eso consiste el ciclo implacable de la guerra de guerrillas, como bien sabe Chon. Uno hace algo y el enemigo reacciona. Uno vuelve a acomodarse y el enemigo también. Y así una y otra y otra vez.

—Podríamos pillarlos cuando llegan a buscar la droga —dice Ben, porque ya es casi como Butch Cassidy, a estas alturas—, pero ¿qué más da? Conseguiríamos el dinero de todos modos, ¿no?

—No tiene sentido.

Pero, cuando se marchan con la droga que acaban de comprar...

Porque en realidad la droga es casi lo mismo que el dinero. En realidad, mejor, en una economía como ésta, porque no se devalúa con respecto al euro.

De modo que aquél es el nuevo plan que se les ocurre: vender al cartel de Baja la droga y después robarles la droga que les acaban de vender.

Porque, una vez que ha salido de la tienda...

176

Reagan y Ford.

Un robo republicano.

Ben se niega categóricamente a ponerse la máscara de Reagan —Ben podrá ser medio budista, pero es rencoroso del todo—, de modo que se la pone Chon. Ben se pone la de Ford y se da un golpe en la cabeza al subir al coche.

—Soy un ladrón del método —explica Ben.

A Chon no le hace gracia la frivolidad.

—Esta vez podría salir torcido —advierte.

—Es la repanocha hasta que se jode el invento —admite Ben.

177

En una ranchera Volvo robada, esperan a menos de un kilómetro de la casa de cultivo, en la zona de Ortega.

Pues sí, una ranchera Volvo.

—¿Una Volvo? —preguntó Ben, cuando Chon regresó con el vehículo auxiliar—. ¿En serio?

—Estos vehículos son carros de combate.

Son duros de conducir, pero para chocar son maravillosos.

De modo que, sentados en la Volvo, ven pasar la furgoneta del cartel de Baja, esperan a que acabe la transacción y a que regrese. Sólo hay un camino, de modo que saben que la furgoneta va a volver a pasar por allí, con un cargamento de droga de primera.

—¿Tienes abrochado el cinturón de seguridad? —pregunta Chon cuando oyen que se acerca la furgoneta.

—Y la mesa plegada y el respaldo del asiento en posición vertical.

—Velocidad de embestida.

¿A quién no le gusta
Animal House
?

Chocan contra la furgoneta en diagonal, en el cuarto anterior derecho. Chon salta del asiento del conductor antes de que el coche se detenga, enseña la escopeta al tío asustado que conduce la furgoneta y lo saca a empujones de su asiento. Ben saca el arma antes que el acompañante. El conductor está tumbado en el suelo, Chon está subiendo y...

Esas mierdas no ocurren a cámara lenta, como en las películas.

Pasan a una velocidad alucinante, cagando leches.

Cuando Chon se está subiendo de un salto al asiento del conductor...

Se dispara un tiro.

¡Qué ruido!

Lo demás ocurre en silencio... bueno...

Silencio no: aquel ruido extraño, como una tromba de agua, en los oídos de Ben...

Chon gira, pierde el equilibrio y cae hacia atrás.

Ben grita y empieza a disparar hacia la parte trasera de la furgoneta...

La puerta se desliza, se abre y cae aquel tío, cubierto de agujeros de balas.

Chon se endereza y dispara la escopeta.

El tío cae hacia atrás, contra la furgoneta, como uno de esos muñecos que usan en las pruebas de choque.

Chon aparta el cadáver y se sienta al volante.

Ben se sube también y enfilan la carretera.

178

Ben pierde la chaveta.

—Tranquilo —dice Chon—, cálmate.

—¡He matado a alguien!

—Gracias a Dios —dice Chon.

El primer disparo falló por poco; si Ben no hubiese abierto fuego, el segundo lo habría matado. Mira a Ben: las lágrimas le corren por las mejillas y tiene el rostro retorcido de dolor.

Evoca su primera vez, cuando perdió aquella virginidad en particular.

En aquel entonces no había tiempo para sentirse culpable.

Era como estar en medio de
Adventure Quest
. Fuego de francotiradores por todas partes. Los compañeros caían entre el silbido de las balas. Chon, aplastado contra el suelo, se obligó a levantar la vista, encontrar un blanco y disparar.

«¿Has matado a uno, chavalín? Mata a más.»

Dice a Ben:

—Tranqui.

—No puedo.

—¿Qué pensabas que iba a pasar, Ben?

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