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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Salvajes (8 page)

«Vale, es cierto —piensa Chon—. No es una cuestión de orgullo, ni de ego, ni de pollas.» Es que Ben no entiende la manera de pensar de aquella gente. Es incapaz de meter en su cabeza racional la realidad de que ellos van a interpretar su sensatez como debilidad y, cuando ven debilidad, cuando olfatean temor, atacan.

Se te echan encima.

Pero Ben jamás lo entenderá.

—No podemos derrotar al cartel en una guerra a tiros. Los números no cuadran —dice Ben.

Chon asiente. Él conoce tíos a los que podría reclutar, buena gente que sabe atender el negocio, pero el cartel de Baja cuenta con un ejército. De todos modos, ¿qué vas a hacer? ¿Coger la crema lubricante e inclinarte sobre la barandilla? ¿Dejar que te rompan el culo?

—Esto no era más que una forma de ganarnos la vida —dice Ben—. No voy a perder las bolas por esto. Tenemos algo de dinero guardado. Las islas Cook. Vanuatu... Podemos vivir holgadamente. Puede que haya llegado la hora de centrarnos en otro lugar.

—No es buen momento para empezar de cero, Ben.

El mercado es como un trineo que baja a toda velocidad y la corriente de crédito, una
barranca
. La confianza del consumidor nunca ha estado tan baja. Es el fin del capitalismo, tal como lo conocemos.

—He pensado en las energías alternativas —dice Ben.

—¿Turbinas eólicas, paneles solares y esas gilipolleces?

—¿Por qué no? —pregunta Ben—. ¿Sabes que se están fabricando ordenadores portátiles a catorce dólares para los niños de África? ¿Y si pudiéramos fabricar paneles solares a diez dólares? Podríamos cambiar este mundo de mierda.

«Ben todavía no se ha enterado —piensa Chon— de que uno no puede cambiar el mundo: es el mundo el que te cambia a ti.»

Un ejemplo:

46

Tres días después de que Chon regresara de Iraq, él y O. están sentados en un restaurante de Laguna cuando a un camarero se le cae una bandeja.

Un traqueteo.

Chon se arroja bajo la mesa.

Se queda allí en cuatro patas, buscando un arma que no tiene y, si tuviera alguna conciencia social de sí mismo, se sentiría humillado. La cuestión es que le cuesta regresar con toda tranquilidad a la silla, después de haberse zambullido de cabeza bajo la mesa en un restaurante lleno de gente que lo mira fijamente, mientras la adrenalina le sigue circulando por el sistema nervioso, de modo que se queda allí abajo.

O. se reúne con él.

Cuando mira, allí la tiene, cara a cara.

—Estamos un poco nerviosos, ¿no? —pregunta ella.

—Sí.

No hay nada mejor que los monosílabos.

—Mientras me pueda apoyar en las manos y en las rodillas... —dice O.

—Hay normas, O.

—Son esclavas de los convencionalismos. —Asoma la cabeza de debajo de la mesa y pide—: ¿Podría traernos más agua, por favor?

El camarero se la sirve bajo la mesa.

—En cierto modo, me gusta estar aquí abajo —dice a Chon—. Es como cuando, de pequeño, tenías un fuerte.

O. se estira, coge los menús y le pasa uno a Chon. Después de examinar el suyo atentamente durante unos instantes, dice:

—A mí me apetece una ensalada César de pollo.

El camarero —un tío joven, con pinta de surfista, un bronceado perfecto y una sonrisa blanca perfecta— se pone en cuclillas junto a la mesa:

—Si me lo permiten, les explico cuáles son nuestros platos del día.

Laguna es fantástico. O. es fantástica.

47

Ben quiere la paz.

Chon lo sabe.

No puedes hacer las paces con unos salvajes.

48

O. despierta de su siesta, se viste y sale a la terraza.

Si se siente incómoda en presencia de dos tíos con los que se acuesta simultáneamente, no lo demuestra. Lo más probable es que no le ocurra. Su manera de pensar al respecto es sencilla y aritmética:

Cuanto más amor, mejor.

Espera que ambos sientan lo mismo que ella pero si no es así...

Pues, bien.

Ben y Chon deciden bajar a Villa Ricky.

Etimología:

En San Clemente estaba situada la Casa Blanca del Pacífico de Richard Nixon.

Alias Ricky Nixon.

Alias Ricky
el Astuto
.

O sea, Villa Ricky.

Con perdón.

O. quiere ir con ellos.

—Ya, pero no es buena idea —dice Ben.

Hasta ahora, nunca la han involucrado en sus negocios.

Chon opina lo mismo. No le parece buena idea hacer una excepción.

—De verdad, quiero ir —dice O.

De todos modos...

—No quiero quedarme sola.

—¿No puedes quedarte con Rupa?

—No quiero quedarme sola —insiste.

—Vale.

Van todos a Villa Ricky.

49

A ver a Dennis.

Se detienen en un aparcamiento junto a la playa. Las vías del ferrocarril pasan justo al lado. Algunas veces Ben y O. han cogido aquel tren porque sí: para ver los delfines y a veces las ballenas por la ventanilla.

Dennis ya está allí. Se apea de su Toyota Camry y se acerca al Mustang. A sus cuarenta y muchos años, Dennis ha empezado a perder el cabello rubio rojizo y lleva quince kilos de más en su metro noventa, porque se diría que no puede pasar de largo de los restaurantes que te sirven en el coche. Justamente hay un Jack in the Box al otro lado de la número 5...

De todos modos, es un tío guapo, salvo por la barriga que le sobresale del cinturón.

Se sorprende al ver a Ben, porque por lo general se encuentra a solas con Chon y suelen ir al Jack in the Box.

Se sorprende aún más al ver a aquella chavala a la que no conoce.

—¿Y ésta quién es?

—Anne Heche —responde O.

—¡Venga ya!

—Tú me preguntaste quién era.

—Es amiga nuestra —dice Ben.

A Dennis no le gusta aquello.

—¿Desde cuándo traemos amigas a estas fiestas?

—Es mi fiesta, Dennis —dice Ben.

—Y lloraré, si me apetece —añade O.

—Sube —dice Ben.

Dennis se sube al asiento delantero del acompañante. Chon y O. están atrás.

—No deberían verme en el mismo código postal que vosotros, tíos —protesta Dennis.

—No te importa demasiado cuando te doy tu bolsa de regalo —dice Chon.

Dennis y él se reúnen una vez al mes. Chon llega con una cartera llena de dinero en efectivo y se marcha sin ella. Dennis llega sin cartera y se marcha con una llena de dinero en efectivo.

Entonces suele pasar por el Jack in the Box.

—¿Prefieres que vayamos a tu oficina? —pregunta Ben.

La oficina de Dennis queda en el edificio federal que hay en el centro de San Diego, donde tiene su cuartel general la DEA: la agencia antidroga de Estados Unidos.

Es que Dennis es un tío importante en el equipo antidroga.

—¡Por Dios! ¿Qué te pasa que estás de tan mala leche?

Dennis no está habituado a aquella faceta de Ben. En realidad, no está demasiado acostumbrado a ver a Ben, pero cuando aparece por lo general es un tío de lo más simpático. En cuanto a Chon —de acuerdo, olvídalo—, siempre parece estar como una moto.

—¿Tienes información sobre el cartel de Baja? —pregunta Ben—. ¿Sobre Hernán Lauter?

Dennis ríe entre dientes.

—En eso consiste mi trabajo.

Evidentemente, porque no dedica ningún esfuerzo a indagar las actividades de Ben y Chon. De vez en cuando, ellos le pasan un alijo o una vieja casa de cultivo, con el único fin de mantener su movilidad en la escala de ascensos, pero nada más.

—¿Por qué? —Se le ocurre que está a punto de obtener un dato valioso que tal vez pueda usar—. ¿Es que el cartel de Baja os está dando la murga, chavales?

Él ya lo ha detectado.

No es ningún gilipollas.

Le han llegado mogollón de mensajes, incluido un vídeo colgado en internet en el que aparecían siete traficantes decapitados.

Después hablan de opas hostiles...

¿Y ahora Ben se va a poner a lloriquear por eso?

Entonces se le enciende la bombilla.

—Oye, espera un momento —dice a Ben—: si has venido a negociar conmigo una rebaja en el pago porque el cartel de Baja te está tocando los cojones, de eso nada, monada. Tus gastos son problema tuyo, no mío.

Se acerca un tren por la vía, con gran estruendo: es el Metrolink, que va desde la estación de Oceanside, situada al otro lado de la calle, hasta Los Ángeles. La conversación se interrumpe, porque no podrían escuchar nada, de todos modos, hasta que Ben dice:

—Quiero que me cuentes todo lo que sabes sobre Hernán Lauter.

—¿Por qué? —pregunta Dennis, más tranquilo al ver que no intentan desplumarlo. Después de todo, tiene cuentas que pagar.

—Tú ocúpate del qué —dice Chon—, no del porqué.

Y dinos lo que sepas de Hernán, el capo del cartel de Baja.

50

Dennis les cuenta un montón de cosas.

No empieza en Baja, sino en Sinaloa, una región montañosa del oeste de México, que posee la altitud, la acidez del suelo y la cantidad de lluvia necesarias para el cultivo de la amapola. Durante generaciones, los
gomeros
—así se llama en argot mexicano a los cultivadores de opio— de Sinaloa cultivaron amapolas, las procesaron para convertirlas en opio y las vendieron en el mercado estadounidense, en sus orígenes compuesto casi exclusivamente por los trabajadores chinos del ferrocarril, a lo largo de la región limítrofe sudoccidental de Texas, Nuevo México, Arizona y California.

Al principio, el gobierno estadounidense toleró el tráfico, pero después declaró ilegal el opio y empezó a presionar un poco —aunque sin mayores resultados— al gobierno mexicano para que acabara con los
gomeros
.

Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense dio un giro de ciento ochenta grados. Necesitaba desesperadamente opio para fabricar morfina y se había interrumpido el suministro habitual, procedente de Afganistán y el Triángulo Dorado, de modo que el gobierno recurrió a México y le suplicó que aumentara —en lugar de disminuir— la producción de opio. De hecho, se construyeron líneas férreas de vía estrecha para que los
gomeros
pudieran transportar con mayor rapidez su producto desde las montañas. La reacción de los
gomeros
fue destinar cada vez más superficie al cultivo de la amapola, de modo que, durante la década de 1940, la economía de Sinaloa dependía del tráfico de opio y los
gomeros
llegaron a ser terratenientes ricos y poderosos.

Después de la guerra, Estados Unidos, que tiene que hacer frente a un grave problema interno de adicción a la heroína, vuelve a ponerse en contacto con México y le insiste para que deje de cultivar amapolas. Los mexicanos se quedan —como mínimo— algo confundidos, pero también preocupados, porque los habitantes de Sinaloa —no solo los
gomeros
ricos, sino también los
campesinos
que cultivan la tierra— dependen económicamente de estas flores.

«No os preocupéis», dice la mafia estadounidense.

Bugsy Siegel va a Sinaloa y asegura a los
gomeros
que la mafia les va a comprar todo el opio que produzcan. Así comienza la
«pista secreta»
, el narcotráfico ilegal, y los
gomeros
se enfrentan entre ellos por el territorio. Culiacán, la ciudad más importante de Sinaloa, se convierte en «la pequeña Chicago».

Entonces aparece Richard Nixon.

En 1973, Nixon crea la Drug Enforcement Administraron, la agencia antidroga, y envía a Sinaloa a agentes de la DEA —en su mayoría ex miembros de la CIA— para acallar a los
gomeros
. En 1975 comienza la operación Cóndor, en la cual los agentes de la DEA, junto con el ejército mexicano, bombardean, queman y defolian una extensa superficie de los campos de amapolas de Sinaloa, lo cual provoca el desplazamiento de miles de campesinos y arruina la economía.

Curiosamente, el poli mexicano que dirige su parte de la operación, el hombre que indica lo que hay que bombardear y quemar y a quién hay que arrestar, es el segundo productor de opio de Sinaloa, un genio verdaderamente maligno llamado Miguel Ángel Alvarado, que aprovecha la operación Cóndor para acabar con sus enemigos.

Alvarado reúne a los supervivientes escogidos en un restaurante de Guadalajara, con la protección del ejército y los
federales
; entonces crea la Federación y divide México en
plazas
, o territorios, a saber:

El Golfo, Sonora y Baja, y se pone a sí mismo al frente, con base en Guadalajara.

Además, Alvarado, un auténtico revolucionario, los retira del negocio del opio y los pone a distribuir furtivamente cocaína colombiana a través de México.

La vía de entrada oficial era Miami, Florida, donde la DEA concentraba la mayor parte de sus esfuerzos. Los pobres gilipollas que quedaban en México se pusieron a protestar por la distribución de la cocaína —protegidos aún por el ejército y la policía—, pero Washington les recomendó que se callaran la boca, porque ellos ya habían anunciado que habían ganado la guerra del narcotráfico en México.

Misión cumplida.

La Federación, con sus tres
plazas
, ganó miles de millones de dólares durante las décadas de 1980 y 1990; obtuvo tanta riqueza y tanto poder que casi llegó a convertirse en un gobierno en la sombra, enredado en la policía, el ejército y hasta la oficina del presidente. Cuando Washington despertó y reconoció la realidad, era demasiado tarde. La Federación ya era un poder importante.

—¿Y qué ocurrió entonces? —pregunta Ben.

Se hizo trizas. Como el karma es el karma, Alvarado se volvió adicto al
crack
y acabó en la cárcel. A continuación se produjo un enfrentamiento para ocupar su lugar, cada vez más violento, a medida que las
vendettas
sangrientas se fueron sucediendo las unas a las otras. Las
plazas
se subdividieron en facciones de una guerra civil, justo cuando el consumo de cocaína disminuía considerablemente en Estados Unidos, de modo que les quedó un pastel más pequeño para repartirse entre ellas.

Del cartel de Baja se hicieron cargo los sobrinos de Alvarado, los hermanos Lauter, después de separarse de su patrón original durante la revolución. Los AF eran empresarios muy espabilados. Aunque oriundos de Sinaloa, llegaron a Tijuana y se infiltraron en la flor y nata de la sociedad de Baja. Fundamentalmente, sedujeron a un grupo conocido como los Juniors —hijos de médicos, abogados y
jefes
indios— y les brindaron oportunidades como contrabandistas de drogas. También cruzaron la frontera hasta San Diego y reclutaron a las pandillas mexicanas de allí como refuerzos.

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