—No.
Y, por otra parte, era una coartada tan poco firme, tan frágil, despareja e inconsistente como un zapato viejo en un vertedero. Tenía el flequillo revuelto, los ojos cansados, llevaba una blusa negra abrochada hasta el cuello. Me despreciaba.
—¿Van a decir que lo he matado yo?
—Alguien tuvo que hacerlo.
—¿El cadáver estaba marcado?
—No, ¿por qué preguntas eso?
—Porque si el cadáver no estaba marcado nunca hubiera podido hacerlo yo, yo le hubiera marcado como él me hizo a mí, pero en la cara.
Se levantó la manga y me enseñó la piel. Permanecía allí la marca de la flor, seca, arrugada en los bordes, con una coloración pergaminoide. Sentí que me estremecía. Rogué a Dios que fuera Masderius quien se hubiera cargado al culpable y no aquella chica. Mi propio pensamiento me horrorizó.
—¿Alguien te dijo dónde estaba escondido Juan?
—No.
—¿Lo mató alguno de tus amigos por ti?
—No.
—Si hubieras sabido dónde estaba, ¿hubieras ido a por él?
Se quedó pensando intensamente, hubo un gesto de asco en su boca.
—No lo sé.
Si no necesitaba defenderse con ardor era buena señal. Además, ella estaba en lo cierto, el ataque de una víctima hubiera debido ser más sañudo, más vengativo, y sobre el cadáver de Juan no había existido crueldad, justo las puñaladas que habían podido matarlo.
Le pregunté en qué consistía su trabajo. Acudía a una fábrica de confección, corsetería y lencería. Ella cosía a máquina las copas de los sostenes. Ocho horas diarias. No hacía nada más, sólo ensamblaba las piezas que bajo sus manos adquirían la forma de semiglobos. Muy duro. Tras el taller, su madre debía encargarle pelar patatas para la cena. Claro que lavar cabezas no era algo mucho más divertido, o ayudar a fregar cacharros a una madre despótica y vulgar que llega cansada después del trabajo. Ninguna, ninguna de las tres víctimas pudo matar al violador, hacía tiempo que les habían robado el orgullo necesario para hacerlo, el rapto de individualismo imprescindible para matar. Y la cuarta víctima quedaba también descartada porque estaba en Nueva York, quizá tan secuestrada por su vida diaria como las otras. Sin embargo, el impasible relato de Salomé conservaba aún una minúscula rebeldía interior que tal vez acabaría con ella. Su pasiva revuelta consistía en aquel pertinaz: «
Me da igual
» que utilizó también como despedida.
—Si no puedes probar que estabas paseando a la hora del asesinato, no voy a asegurarte que te encuentres libre de más interrogatorios. Probablemente tendríamos que presentarte al juez.
—Me da igual —respondió.
Garzón había llegado a la misma conclusión que yo después de los interrogatorios a Sonia y Patricia; ninguna de las dos podía ser culpable. En su caso, la dilucidación fue más fácil, ambas tenían coartadas comprobables y era descabellado pensar que hubieran contratado a un asesino profesional. ¿Un amigo había hecho el trabajo por ellas? Algo demasiado gordo como para convertirlo en un favor de amistad. El subinspector atendió a mis exposiciones sobre Salomé y, a pesar de la endeblez de su declaración, coincidió conmigo en que no era la asesina. Con sorpresa advertí que evitaba reprocharme mi subjetividad, quizá porque, en el fondo, él también estaba dejándose llevar por la ausencia de método. Sólo que su subjetividad y la mía tenían bien poco que ver. Yo esgrimía la dignidad femenina doblegada durante siglos como imposibilidad de una reacción violenta y él volvía a la carga con el pedestal y la flor. ¿Cómo una mujer, un ser etéreo, fuera del sustrato oscuro de este mundo, podía ser capaz de asesinar por venganza? Seguía empeñado en buscar a su hombre, el violador fantasmal del cual Jardiel había sido sólo cómplice y juguete roto finalmente.
—He podido saber que le vieron con un amigo no identificado en los últimos tiempos, un tipo más o menos de su edad, quizás un poco menor.
—Pudo ser cualquiera.
—No tenía muchos amigos, más bien ninguno.
—Pero hablar con alguien no significa gran cosa.
—Estoy interrogando absolutamente a todos los tipos con los que tuvo la más mínima relación.
—Pero, ¿y Masderius?
—Descuide, no lo he olvidado. Sólo que cuando se trata de detectives privados la indagación se hace mucho más complicada. Se escabullen como anguilas en una red. Pero, si contrató a uno, lo sabremos. Confíe en mí. Recuerde que tengo experiencia en este tipo de búsquedas callejeras.
—¿Sigue con lo de la Guardia Civil?
—Lo tengo casi solucionado. El alijo aparecerá en breve.
—¿De dónde saca tiempo para todo?
—No es muy agradable estar en la pensión. ¡Y usted quiere mandarme a un apartamento!, si me instalara bien, el trabajo se resentiría.
Garzón, ¿quién lo entendía?, de pronto tan contento. Orgulloso con su vida desordenada, majestuoso como Enrique VIII frente a un pollo, mandando a la Torre de Londres, con la mano grasienta, a los contrabandistas de Chesterfield. No quise quitarle la ilusión, pero había hablado con el comisario. Me sugirió prudencia en todos los pasos que diéramos. Seguíamos contando con su confianza, pero si desde instancias superiores llegaba alguna petición de relevo, él no tendría más remedio que obedecer. ¿Lo comprendía? Le dije que sí, ya no estábamos en condiciones de andar exigiendo. Si las cosas seguían por aquel camino, pronto nuestra cabeza sería más valiosa que la de Jack el Destripador. Nos hallábamos a punto de lograr una cota bastante absoluta: la profunda y total enemistad del mundo entero. En aquella historia donde víctimas y verdugos se confundían, no contábamos ni con un solo apoyo reconfortante. Únicamente recordaba el gesto amistoso de aquella mujer que me dio coñac en el bar, después de haber recibido el puñetazo de Juan Jardiel. Quizás hubiera que ofrecer la otra mejilla, o aparecer de una vez por todas en televisión, jurando que los policías también sabíamos llorar y arrepentimos. En ese instante de mis tristes pensamientos el cigarrillo sin filtro se me deshizo un poco en la boca, lo cual me dio una excusa perfecta para escupir.
La apariencia razonable de los acontecimientos hizo que no me quedara más remedio que ordenar la detención de Salomé. Contaba con una coartada demasiado débil para la magnitud del dedo acusador. Obraban también en su contra los informes del psicólogo y de la asistente social. Salomé había sido tachada de tener un carácter esquivo, una actitud poco colaboradora y de estar envuelta en una indiferencia fatalista impropia de su edad. Según el informe, el perfil no permitía dejar de sospechar un acto violento entre sus reacciones. El aislamiento autosuficiente del que hacía gala se consideraba como un rasgo cínico, una desconfianza genérica contra la sociedad. A mí lo que me parecía cínico eran todos aquellos circunloquios abundantes en conceptos abstractos, demasiado parecidos a charlas de café. ¡Por supuesto que desconfiaba de la sociedad! Era lo sano, lo lógico. Todo desde su nacimiento había formado parte de una máquina atenazante. Estaba coartada en su libertad, en sus posibilidades de realización, fregaba suelos, cosía sostenes, aguantaba a una familia que no veía en ella más que dos manos trabajadoras. En plena juventud había sido violada y, por presiones, había sido exhibida impúdicamente en televisión. Fue la única que se mostró remisa y no participó de buen grado en aquel inmundo carrusel. Su actitud era en realidad la única posible, la única elegante, conservaba escondido su dolor y sentía desprecio por todos, agresividad, que no está aún prohibida por la ley. Pero una cosa era mi explicación personal de lo sucedido, y otra bien distinta el imperativo general de la investigación.
De cualquier modo, sería difícil hacer de la sospecha técnica una acusación real, por más que la teoría policial imperara. ¿Cómo pensábamos probar que Salomé había sido capaz de localizar a Juan Jardiel? Aparecía una y otra vez la teoría del amigo o novio interpuesto que, en un contexto juvenil, se mueve con más facilidad que la policía y puede encontrar una pista que conduzca al violador. Y luego estaba Garzón, empeñado en su fantasma, en salir de lo que hasta el momento habían sido las fronteras del caso. Yo, sin embargo, me hundía en la sensación pertinaz de que las partes del rompecabezas se hallaban todas frente a nuestros ojos, desde donde proyectábamos la mirada de un niño lelo hacia un conjunto que, simplemente, no sabíamos armar. Quizá faltaba una pieza, quizá dos, pero había material suficiente como para que el dibujo empezara a tomar forma. Una mancha del test de Rorscharch pendiente de la sabia interpretación con la que no atinábamos.
La fianza de Salomé se fijó en medio millón de pesetas que la familia no pensaba pagar. Hice un planteamiento más o menos riguroso, lo pensé, recapacité y finalmente las pagué yo, iniciando una dicotomía inquietante entre mi yo íntimo y mi yo profesional. Garzón se puso furioso cuando se lo dije. Le pareció un acto desmesurado, un arrebato de sensibilidad. Me advirtió de que no tardaría mucho en arrepentirme.
—¿Piensa implicarse así en todos los casos que lleve?
—En cuanto salgamos de este embrollo no pienso aceptar ningún otro caso.
—Ha hecho usted eso porque es una chica, ¿no es cierto?, solidaridad femenina y todo lo demás.
—Lo he hecho porque, en el fondo, no creo que sea culpable por más que me vea obligada a señalarla como sospechosa.
—De acuerdo, pero pagarle la fianza...
—No es justo que siga puteada después de todo lo que ha sufrido. Además, ¿no habíamos quedado en que, para usted, la mujer es una flor?
—Cada flor tiene su jardinero.
—Hay flores, Garzón, que salen en las cunetas sin simientes ni cuidados. Nadie las riega, nadie se fija en ellas. Sólo reciben la bendición de la lluvia, el sol...
Se quedó callado. Sacó sus cigarrillos, abstraído.
—Eso ha sido poético. Lo digo en serio, de verdad, sigo pensando que habla usted bien.
—Soy abogada, ¿recuerda?
—Pero pagar la fianza...
Aquella noche Garzón y yo cenamos juntos en un bar. Estaba melancólico. Por fin confesó que era su cumpleaños. Intenté ser efusiva al felicitarlo, pero eso no logró sacarlo de un evidente marasmo interior. No mostraba ganas de conversar, engullía un plato de tortellini con la misma concentración con que Einstein debía pergeñar sus teorías. Fui respetuosa dedicándome a la pasta, dejándolo en paz, hasta que mi mente regurgitó el caso con toda su carga obsesiva.
—Subinspector, tenemos que volver a barajar las piezas del juego. Le propongo otra sesión reflexiva con pizarrín. Estoy convencida de que hay algo que no vemos, que se nos está escapando aun teniéndolo delante, como una transparencia.
Ante mi total desconcierto, Garzón respondió:
—¿Sabe qué me regalaba mi esposa cada cumpleaños?
Tenía sus ojos de hipopótamo resfriado clavados en mí.
—Ropa interior —dijo, como si eso fuera lo más trágico que un hombre puede soportar—. Calcetines, calzoncillos, camisetas... justo lo necesario para pasar el año convenientemente vestido por dentro. ¿Se da cuenta? Ni una colonia, ni una sorpresa... nada, calcetines que siempre oscilaban entre el negro y el marrón. Un cumpleaños tras otro, siempre así.
Se me paró la comida en el gaznate. Comprendí que mi compañero iba a tener un ataque de emotividad.
—Un hombre sensible como yo. Cuando estaba usted diciendo lo de las flores, de cuneta, pensé en mí mismo.
Se me hacía difícil imaginar a un hombre tan rotundo si no era en la tesitura de clavel reventón. Sin embargo, su sentimiento de soledad no era gracioso.
—Veo que la vida se me ha escapado de las manos del modo más estúpido. Y de eso me he dado más cuenta desde que la conozco a usted.
Intuí que la pasta iba a sentarme mal.
—Pero, Fermín, yo...
—Usted se ha movido, Petra, ha corrido tras el amor verdadero, se ha casado dos veces, se ha divorciado, ha cambiado de profesión, ha estudiado, ha reflexionado sobre sus conflictos y problemas... a lo mejor hasta ha ido al psiquiatra.
Aquello me cogió por sorpresa.
—¿Al psiquiatra?... pues no, pero ¿eso le parece deseable?
—¡Por supuesto que sí! Si yo hubiera tenido un psiquiatra que me escuchara, ahora mi vida figuraría en algún sitio: en sus archivos, en una ficha, en la mente del tipo, ¡en fin, no se hubiera evaporado como un charco!
—¿El psiquiatra como testigo? ¡Ésa sí que es una visión policial!
—No se burle, hablo en serio.
—¡Discúlpeme, Garzón!, pero no me acostumbro a que sea usted tan insólito, percibe las cosas desde un punto de vista poco corriente.
—Es un triste consuelo.
Pedimos café. ¡Si el subinspector hubiera sabido que lo que me gustaba de él era su carácter monolítico, su sentido del deber, su univocidad! Pero las paredes sobre las que yo pretendía apoyarme siempre se derrumbaban como los muros de Jericó. No podía perdonarle que se me pusiera en plan de angustia vital, no era su papel, para todo tipo de depresiones y cambios violentos contaba conmigo misma. ¿Por qué demonio debía ser contagiosa mi actitud? Como no tenía ganas de pasarme la noche lloriqueando, lo increpé en mi estilo más coloquial.
—¡Déjese de hostias, Fermín! La vida que de verdad cuenta es la que aún no ha pasado, la que está por delante.
Anonadada por el sonido de mi propia vulgaridad proseguí con los ánimos intentando devolverlo a la ortodoxia detectivesca.
—Piense en el caso tan complicado que llevamos entre manos. Sin su experiencia nunca podremos resolverlo, y eso demuestra que su pasado resulta valioso, que está ahí, dejó un poso residual, nunca se evaporó.
Me dirigió una mirada sin lustre. Estaba cansado. Tenía algo del gladiador sentenciado por el emperador.
—Tomemos una copita de
grappa
y dígame qué tiene previsto para mañana.
—La previsión es para esta misma noche, pero no es necesario que me acompañe, iré solo.
Había quedado citado en una sala de juegos recreativos con unos cuantos muchachos que conocían a Juan. Seguíamos tras la estela del fantasma.
La copita de
grappa
fue lo único que me proporcionó cierto calor cuando salimos a la noche manchada de lluvia. Mi compañero seguía mustio como una lechuga comprada anteayer. En silencio llegamos a los horribles recreativos indicados con neón. Allí nos esperaban cuatro muchachos. Tenían la pinta zafia y granujienta que no proporciona el delito sino la falta de educación. Se reían y se daban codazos. Garzón los interpeló sin mucho garbo: