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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (12 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—Mire, inspectora, ustedes hasta el momento han ido tranquilamente a su marcha. Bueno, pues a partir de ahora eso se acabó. Quiero que investiguen las veinticuatro horas, que pongan equipos especiales. Voy a tener una reunión con todos sus jefes y les advierto que pienso llegar hasta el ministerio del Interior.

Lo miré sin ninguna ironía, pensando por dónde iba a entrarle.

—Y, por supuesto, lo primero que voy a pedir es que los releven del caso a los dos.

Garzón estaba callado e impenetrable.

—¿Puedo preguntar por qué?

—¿Usted cree que no leo los periódicos? ¿Me toma por imbécil? Sé que no están cualificados, que es una vergüenza la manera inepta en la que están llevando la investigación.

—¿Da crédito a todo lo que lee? ¿Acaso piensa usted facilitar datos a la prensa?

—Si publican mi nombre o el más mínimo detalle sobre la violación de mi hija los demandaré.

—Entonces, ya que los periodistas le parecen poco fiables, ¿por qué hace caso de lo que han dicho sobre nosotros?

—No están las cosas para juegos ingeniosos. Por la calle anda suelto un violador, eso a lo mejor a ustedes les parece normal, pero da la casualidad de que ese hijo de puta ha atacado a mi hija y va a tener que pagarlo, ¡ahora! ¿comprenden? ¡Ahora, inmediatamente, ya!

Garzón extendió un brazo hacia él.

—Le ruego que se tranquilice.

—¡No me diga lo que tengo que hacer! En realidad no sería necesario leer lo que dicen los periódicos, basta con mirarlos a ustedes, una mujer y un viejo, ¿es eso todo lo que puede ofrecer la policía al ciudadano?

Vi cómo se le contraía la mandíbula a Garzón. Por fortuna entró un guardia en ese momento.

—Inspectora Delicado, dice el comisario que recibirá ahora al señor Masderius, que si puede interrumpir la sesión.

—Ya está interrumpida —soltó Masderius.

Salió hecho un basilisco, mirándonos a Garzón y a mí como si fuéramos dos caracoles en la lechuga, listos para ser expulsados de la ensalada de una maldita vez.

Garzón se rascó el bigote.

—Está muy nervioso —dijo.

—¿Lo disculpa? —pregunté.

—Si hubieran violado a una hija mía, quizás...

—El honor, ¿verdad, Garzón?, no hay mayor afrenta para un hombre.

—Prefiero no juzgar.

—Lo jodido es que lo reciba el comisario. ¿Se ha fijado? nunca suele recibir a nadie, mucho menos familiares.

—Veremos.

—¿En qué hospital está la chica?

—En la Sagrada Familia.

—Pues vamos a verla.

—No nos dejarán hacerle preguntas.

—Lo intentaremos.

En el coche, a Garzón se le veía preocupado. Cuatro víctimas del mismo violador era ya una marca para hacer reflexionar a cualquiera. Y no contábamos con la más mínima pista, ni un indicio. A ninguno de los dos se nos escapaba que estábamos sentados en un polvorín. Lo miré con atención, en realidad no tenía pinta de cantante de tangos, Hugo había fallado, era más bien como un domador de osos, un húngaro paseándose por la ciudad dispuesto a organizar su espectáculo en plena calle.

—Queda descartado el móvil de la diferencia social, subinspector.

—No dé nada por seguro.

—Quiero que veamos a esa chica, fíjese bien. Estoy convencida de que tendrá aspecto desvalido, esqueleto pequeño, poco peso.

—¿Cree que el violador es un hombre sin fuerza física pese a su envergadura?

—No se trata de eso. Yo pensaría en algo psicológico, un tipo apocado que sólo se atreve con mujeres pequeñas, o que las ve de modo especial. El aspecto frágil es el único punto común entre las víctimas. Algo cruje cuando se aprieta por ahí.

—Eso no va a ayudarnos mucho.

—Saber qué buscamos siempre ayuda, y luego explicará.

—¿Luego?

—Cuando detengamos al violador.

—Creí que sólo estaba esperando que nos relevaran del caso.

No le respondí.

En el pasillo del hospital, de pie frente a la habitación de su hija, estaba la señora Masderius. Llevaba un chándal blanco bajo el abrigo de zorro, zapatillas deportivas. El pelo rubio desordenado en hermosas ondas y cara de consternación. En cuanto nos vio su rostro se angustió.

—No pueden molestarla —dijo.

—¿Cuándo cree que estará en condiciones de hablar?

—Mi hija hablará lo imprescindible cuando se lo mande un juez. Y si es posible evitarlo, no hablará con nadie, ni con periodistas ni con policías.

—Señora, se trata de un trámite obligado, debemos tomarle declaración.

Se pasó la mano por los ojos, inquieta, y volvió a recitar la lección que había aprendido.

—Queremos que la dejen tranquila.

—Señora Masderius, usted sabe que hay una investigación en curso. Aunque sólo sea ver a su hija un instante nos ayudará. Ese tipo ya ha violado a otras chicas, tenemos que atraparlo lo antes posible.

Se amilanó. Parecía que el sentido común se debatía atrapado en su interior.

—Déjenos entrar un segundo. No le hablaremos, tiene mi palabra, después de verla nos iremos.

—Mi marido... —se interrumpió. Le afloraron lágrimas a los ojos, se aflojó la contracción de sus rasgos—. Pueden pasar —dijo, y fue a sentarse de nuevo en el banco. Dejó caer el peso de su cuerpo, se quedó mirando el aire, las manos abandonadas sin vida en el regazo.

La habitación se hallaba en la penumbra algodonosa de los hospitales. La chica yacía en la cama, probablemente bajo el efecto de somníferos. Su cuerpo era apenas una línea horizontal tapada por la sábana. La cara, con un rictus de angustia enquistado en el sueño, era de rasgos menudos, desvaídos. El mismo pelo rubio de su madre formaba una aureola sobre la almohada.

—Parece que esté muerta —susurró Garzón.

—¿Ha visto?, tal y como esperaba es muy delgada.

Llevaba el antebrazo vendado. Pensé que debajo palpitaba, aún doliente, la patética flor.

—La han hinchado a tranquilizantes.

—Sí —dije—. Pero cuando se despierte volverá a recordarlo todo y sólo tendrá la esperanza de que haya sido un mal sueño.

Garzón se revolvió, nervioso.

—Le aseguro, Petra, que estoy hasta los cojones de este tío. Cuando le echemos el guante lo primero que voy a hacer es darle una hostia.

Por primera vez lo veía afectado, dejándose vencer por sus sentimientos.

—Tranquilícese, subinspector, no debemos perder la frialdad.

Alguien abrió la puerta a nuestra espalda y nos sobresaltó. Era un médico joven, con gafas enormes y pelo en punta.

—Me han dicho que estaban aquí.

—Somos los inspectores a cargo del caso.

—Lo sé, pero a la chica le hemos dado sedantes y ya ven que no puede decir nada.

—¿Cuándo calcula que podrá hablar?

—Pues no sé, dentro de un rato. De cualquier manera en cuanto se despierte vamos a trasladarla a cirugía.

—¿A cirugía?

—Le quitaremos la marca del brazo por medio de estética.

—¿Tan pronto?

—Los padres lo quieren así, quizás hubiera sido preferible que estuviera más entera psicológicamente, pero ellos opinan que cuanto antes, mejor.

—Hay que borrar lo que no gusta, ¿verdad?, como si nunca hubiera pasado.

Se encogió de hombros, me miró con actitud filosófica.

—Verán, se trata de una intervención sin mucha importancia, de modo que da igual hacerla ahora o después, desde el punto de vista técnico, quiero decir.

Los tres nos volvimos hacia la cama. La durmiente no se había movido, no nos oía. Los demás determinaban su vida, ella sólo era un débil cuerpo entregado a la química de la tranquilidad. El médico se volvió hacia mí.

—Tengo algo para ustedes, iba a enviarlo a comisaría, pero ya que están aquí... ¿Por qué no me esperan en mi despacho? Iré en cuanto haya terminado las visitas. La enfermera de planta los acompañará.

La señora Masderius permanecía en el pasillo, ni siquiera levantó la vista cuando pasamos. Su expresión me asustó, era como la de alguien perdido en un laberinto sin puertas ni ventanas, incapaz de salir. Ya en el despacho se lo dije a Garzón.

—¿Se ha fijado en la cara de la madre? Yo diría que necesita asistencia psiquiátrica.

—Siempre pasa igual, las clases populares resisten mejor los contratiempos. Me lo comentaba el forense de Salamanca una vez. Si en una familia acomodada nace un hijo subnormal la cosa se convierte en un drama, una tragedia, un motivo de ocultación. Pero si se trata de una casa sencilla de trabajadores, entonces el niño enseguida es aceptado, lo llevan limpio, lo cuidan, se lo enseñan a todo el mundo para que vean que es cariñoso y hasta guapo.

¡Coño con Garzón!, era lo más largo que me había dicho desde el día en que nos conocimos. El tema de la lucha de clases parecía el único capaz de desatar su pasión y locuacidad.

Por fin llegó el médico. Debía de tener uno o dos años más que Pepe, todo el mundo era joven en los puestos importantes.

—¿Les he hecho esperar demasiado?

—Yo en ambientes médicos me encuentro feliz —dijo Garzón.

—Eso es porque tiene usted buena salud.

Ambos rieron. ¡Vaya!, mi compañero no sólo había empezado a salir de su mutismo sino que sabía incluso mostrarse cordial.

—Les he llamado porque tengo algo que enseñarles. Vamos a ver... —buscó en un cajón—... lo sacamos del brazo de Cristina al practicarle las primeras curas... aquí está.

Abrió una cajita de plástico transparente rellena de algodón. Cogió unas pinzas, manipuló y puso frente a nuestros ojos un pequeñísimo objeto al que tuvimos que acercarnos.

—¿Lo distinguen con claridad? Es algo así como una diminuta púa de peine plateada. Se encontraba alojada en la herida, muy metida en uno de los orificios. Parece evidente que se rompió y que cuando las otras púas fueron retiradas, ésta permaneció en su lugar. A su alrededor se había formado un círculo tumefacto, pero los tejidos no la expulsaron.

Estábamos extasiados frente a aquello, con los ojos redondos como platos. Yo no podía moverme, tenía la sensación de que sólo con respirar fuerte la única cosa palpable con la que contábamos iba a desintegrarse.

—¿Creen que puede servirles?

—¿Lo pregunta en serio? ¡Por supuesto que sí!, es la primera prueba que tenemos. ¿La ha tocado alguien?

—No, la saqué con las pinzas y la metí en esta caja. Yo no entiendo casi nada de Medicina Legal, pero tengo la impresión de que va a ser difícil encontrar huellas o restos en un objeto tan pequeño, sobre todo después de haber estado enterrado en un cuerpo humano. Supongo que predominarán siempre la sangre o los humores orgánicos de Cristina. No me hagan mucho caso.

—Mandaremos que la analicen.

—Ojalá que sirva para algo, ese tipo está yendo demasiado lejos.

—Lo sabemos.

Hizo que firmáramos en un registro conforme nos hacía donación de una prueba médica. Se despidió con el mismo estilo ecléctico con que nos había atendido. Yo llevaba la cajita metida en el bolsillo, la apretaba fuertemente, era como un talismán que fuera a abrirnos siniestras compuertas hasta llegar a la cámara del ogro.

—¿Quiere que tomemos una copa, Garzón? Así celebramos el hallazgo de la prueba.

—No, gracias, si me da esa púa, yo me encargaré de llevarla inmediatamente al instituto anatómico forense.

—¿Y después, no le apetecerá una copa después?

—No, gracias, después me iré a dormir. La veré mañana, inspectora.

Deposité la caja mágica en su mano carnosa. Sin sonreír ni una sola vez, se marchó. Maldito, maniático, mamarracho, pensé, pero luego me di cuenta de que yo también estaba rendida, desgreñada y deseosa de una ducha y puse rumbo a la soledad.

6

Pepe llegó a las ocho de la mañana. Yo acababa de levantarme y llevaba puesto un albornoz. Pensé que si era inevitable que me honrara con sus visitas, podía al menos avisar; el teléfono constituía un invento moderno, pero Pepe actuaba al margen de las costumbres vulgares. Me saludó como si nos hubiéramos encontrado en el autobús. Sin embargo, yo no andaba preparada aún para ningún contacto social. Mi piel exhalaba el aroma del sueño y él ya no tenía derechos sobre mí, de modo que hubiera debido montarle un buen número y echarlo, pero no lo hice. Todo lo contrario, lo invité a pasar. Él no notó la turbación que me ocasionaba su presencia, ni se inmutó al verme en
deshabillé,
todo lo que hizo fue fijarse en mis pies desnudos sobre las losetas del suelo y exclamar: «
Pescarás un catarro si no te calzas
».

—¿Preparo el desayuno mientras te vistes? —añadió.

Lo que Pepe consideraba «el desayuno» no era más que un poco de café solo, que preparó como pudo en una cocina desconocida para él; así que hice tostadas, busqué galletas por el armario, calenté leche y saqué mantequilla y mermelada. Pepe se puso a tragar con despreocupación, concentrado en lo que estaba haciendo, sin levantar la vista del plato. Calculé que no desayunaba adecuadamente desde hacía meses.

—Tienes hambre, ¿verdad?

—Un poco, pero no he venido sólo a comer. Tengo algo que contarte.

Esperaba que no fuera una de sus extrañas deducciones detectivescas o una proposición de ayuda para mi nuevo hogar.

—Ayer por la noche estuvo en el bar una mujer, más o menos de tu edad. Quería saber cosas sobre ti.

—¿Cosas?

—Cosas en general. Si era verdad que habíamos estado casados, desde cuándo eras policía, qué habías estudiado, cosas...

—¡Vaya, la periodista te localizó!

—Luego, entre comentarios tontos preguntó si teníais alguna pista, algún indicio sobre el caso.

—Espero que no le dijeras nada.

—Pero si no sé nada.

Acabé de desayunar de un humor pésimo. Resultaba evidente que eludir los contactos con la prensa no era garantía alguna de poder vivir tranquila. Pepe mordió un trozo de tostada untada con mermelada de grosellas.

—¿Y tenéis pistas o no?

—¡Bah, nada sustancial!

—Yo creo que se trata de una secta, una de esas sectas extrañas que actúan haciendo sacrificios y liturgias sangrientas. Nadie se interesa por ello, pero sectas hay un montón, abundan los tíos pirados, en serio, se lo digo siempre a Fermín.

—¿Quién es Fermín?

—¿Cómo que quién es Fermín?, tu compañero, el subinspector Garzón.

Tuve que retener mis ojos en sus cuencas.

—¿Garzón? ¿y cuándo has visto tú a Garzón?

—Muchas veces. Viene por el bar. Se toma una copa, o cena. Le encanta el cuscús de Hamed.

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