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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (26 page)

BOOK: Ritos de muerte
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Me miró, aún obnubilado por su propia capacidad de deducción. Mis pestañas superiores no se habían atrevido a juntarse con las inferiores ni un instante durante las conclusiones.

—¡Cojones, Garzón! ¿Por qué no es usted aún comisario?

—Porque no tengo estudios.

—Ni falta que le hacen.

—Dígame qué le parece mi teoría.

—Pues... es toda una teoría, realmente. Pero, verá, tiene un punto débil. Si lo que usted dice es cierto y el fantasma ha querido librarse de responsabilidades, ¿cómo explicamos que el cadáver de Juan apareciera sin el reloj de marcar chicas? ¿Por qué no se lo puso el auténtico violador en la muñeca para que fuera hallado con él? Eso lo señalaría ya sin ninguna duda: «
Éste es el culpable y ésta es su arma
». Entonces el hombre fantasma hubiera podido largarse tranquilo a casa, sería un crimen perfecto que no dejaría resquicio para ninguna exculpación.

—Está usted obsesionada con los relojes.

—Conteste, Garzón, ¿cómo cuadra eso en su teoría?

—En fin, Petra, no todo plan alcanza la perfección. Quizás el fantasma se olvidó de cogerlo el día en que habían quedado, tal vez no se le ocurrió...

—¿A un tío tan perspicaz?

—Quizás es que va a necesitar ese artilugio de nuevo.

—¿Para otras violaciones?

—Podría ser.

—¡Oh, vamos, Garzón, eso es absurdo! Primero es capaz de buscar un cómplice para que recaigan sobre él todas las sospechas, incluso arriesgándose a que éste le falle y se vaya de la lengua. Lo mata para borrar cualquier posibilidad de que su nombre aflore y luego, a pecho descubierto, comete una nueva violación. Hay algún engranaje que chirría, no puede ser así.

—Fue usted quien desde el principio creyó en la personalidad de un loco para realizar estos delitos. Que sea muy inteligente no quiere decir que esté menos mochales. Imagínese, no sólo es un degenerado sino que le gusta jugar, demostrar que su mente va por delante de la policía, incluso pueden ocurrírsele más estrategias como la de Juan Jardiel.

—No sé, Garzón, el reto del psicópata astuto, parece cosa de películas.

—Pero, dígame, en definitiva nada sabemos de él, si decidiera cometer más violaciones ¿por dónde empezaríamos a buscarlo? Toda la parte preparatoria del delito ha sido llevada a cabo por otro y ese otro está muerto. Es todo un jaque, sería como empezar otra vez. Puede que se sienta tentado.

—Usted quiere volverme tarumba, Garzón, nada de todo eso tiene la más mínima prueba que lo avale.

—¿Cómo encontrar pruebas contra alguien que uno no se ha dedicado a buscar?

—Es usted como un guionista de Hollywood.

—¿Sería capaz de desestimar de un plumazo ese camino?

Estaba eufórico. Enunciar la teoría en voz alta no le había quitado a sus ojos credibilidad como suele suceder, al contrario, después de haberla perfilado creía en ella con más pasión. Sería el café. Intenté parecer convencida para contentarle.

—No lo descartaría de un plumazo, por supuesto que no, es en efecto otra posibilidad. Sólo digo que deberíamos partir de realidades más tangibles.

Me encontraba asombrada por aquella salida de Garzón. No se puede partir de prototipos, es falaz. El policía cazurro, experimentado, incapaz de escapar de la evidencia más cartesiana, elabora de repente una imaginativa teoría con los cimientos de aire. Pero, tal y como acababa de decirle, era otra posibilidad, ¿por qué no concederle un lugar en la reserva a aquel fantasma surgido de la nada?

Borramos la pizarra de las deliberaciones porque había que empezar a resumir. Las conclusiones no eran novedosas, nos conducían a acometer interrogatorios ya realizados anteriormente. Era necesario hablar de nuevo con las chicas, en especial con Salomé, interesarse por los amigos que frecuentaba, hacer presión. Luego estaba Masderius, al que había que investigar en relación con la posible contratación de un detective. Me invadió la sensación de no salir de un círculo cerrado. Quizá Garzón estaba en lo cierto, quizás el epicentro del caso siempre había estado fuera de allí.

—Fermín, creo que está usted más capacitado para localizar al supuesto detective de Masderius. ¿Querrá encargarse de eso?

—¿Y mi teoría?, ¿no vamos a investigar al fantasma?

—Si quiere yo haré averiguaciones sobre los amigos de Juan.

—Me parece bien. Aunque ya sabemos que nunca tuvo muchos amigos.

—Habrá alguno por donde podamos empezar a seguir las huellas del hombre misterioso, si es que existió.

—Cada vez estoy más convencido de que existió.

Miré con simpatía su nariz de planta carnosa, estaba anhelante y exaltada, presta a ejecutar un rastreo de cazador.

—¿Queda más café? —preguntó fresco como si acabara de llegar.

Por la mañana, antes de que hubiera salido de casa, llamó Pepe. Quería saber si había visto la televisión. Lo que contó cuando le dije que no, de ninguna manera me cogía por sorpresa. Había tenido serios anuncios de los que no me permitía dudar. La madre de Juan había aparecido en el programa que seguía el caso, expresándose al parecer con claridad descarnada. Mi figura y la del subinspector salían tocadas del trance. Luisa sólo figuró en un segundo término.

—Abrió poco la boca, y siempre para decir que su novio no era el violador. Estaba obsesionada por eso: no era el violador. La madre fue más explícita, os acusó de haber provocado la muerte de Juan. Sonaba verosímil, lo hizo bien. A estas alturas todo el mundo debe odiaros a ti y a Garzón.

—Supongo que llevó a cabo lo que se llama un análisis imparcial. ¿Tienes eso grabado?

—Sí.

—Pasaremos a verlo cualquier rato.

En aquel momento hubiera debido sentirme acosada, puesta en jaque por los medios de comunicación, pero por algún mecanismo interno de defensa, no me sentía protagonista de esa parte del folletín. ¿Los paladines del bien convertidos en inductores de asesinato? ¡Demasiado burdo! Por otra parte, me reventaba pensar en aquella avispada periodista yendo a husmear al Efemérides, siguiéndonos en la sombra, instigando la conspiración sensiblera. Aunque ¿qué importaba un poco más de odio? El papel de bruja era en el fondo divertido. Los presuntos defensores del pueblo se convertían en sus enemigos. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que, para entrar en la marginalidad con todos los honores, sólo era necesario ponerse del lado de la ley.

De todos aquellos declarados odiadores quien más nos detestaba era el señor Masderius. El taladro silencioso de su aborrecimiento penetraba en la piel mucho antes de estar en su presencia. Procuraba no mirarlo nunca directamente a los ojos porque enseguida me asaltaba la terrible sensación de estar queriendo ser borrada del mundo. Al saber que deseaba interrogarlo me mandó a hablar con su abogado «mi actual portavoz», y cuando le comuniqué que la policía no actuaba por testimonio interpuesto, se cabreó. Pero no tuvo más remedio que recibirme, citándome en su despacho profesional. Supongo que pretendía lograr un cierto efecto intimidatorio al verlo instalado en su reino. Yo llevaba el ánimo sereno, pero en cuanto empecé a hablar con él, mi ánimo se alteró. ¡Se comportaba con tanta superioridad! Me hizo esperar más de diez minutos sentada frente a él antes de decidirse a levantar la vista de los papeles que había sobre su mesa. Por fin me miró con un rictus híbrido de irritación y asco.

—¿Y bien?

Le pregunté si se había enterado de la muerte de Juan. Me respondió que sí. Le pregunté dónde estaba ese día a la hora del crimen. Abrió una gruesa agenda y buscó.

—Tenía una reunión de trabajo con el personal del despacho.

—¿Todo el personal?

—Era una reunión general de fin de trimestre.

—Comprendo.

—¿Sospechan de mí?

—Todas las posibilidades deben ser barajadas.

Sonrió estirando monstruosamente de todos sus músculos faciales.

—¿De verdad creen que lo he matado yo?

—Cualquiera que tenga motivos puede ser el asesino.

Cerró un cajón de golpe.

—¿Cómo se atreve a venir aquí con la pretensión de intimidarme? ¿No se ha dado cuenta de dónde está? Esto no es un barrio bajo donde esté usted haciendo una redada de putas, yo soy un profesional de prestigio, no pertenezco al mundo en el que usted se mueve, no me dedico a ir dando navajazos por ahí, tengo algo que perder, lay que estar ciego para no darse cuenta.

Sentí estallar cristales en mi mente. Arqueé el cuerpo sobre su mesa.

—Señor Masderius, para el asesinato no hay clase social, aunque estuviera usted reunido con cien personas, su inocencia no está probada. He visto caer coartadas más redondas.

—¡Salga de aquí!

Había perdido el control, su índice colérico me señalaba la puerta. Está echándome a la calle, pensé, y me di cuenta de que nunca hasta entonces, en todos los días de mi vida, alguien me había echado de ningún lugar.

—Le aseguro, señor Masderius, que si ha asesinado a Juan Jardiel voy a encargarme personalmente de que lo pague. A lo mejor va a enfrentarse con un destino peor que el de las putas en las redadas.

—¡Salga de aquí!

Estaba blanco, paralizado por la rabia, con los ojos perdidos en la indignación y la incredulidad. Me levanté y salí con toda la arrogancia y la parsimonia posibles. Mi dignidad estaba sufriendo un buen golpe. Mientras caminaba por aquel impresionante edificio de oficinas, entre mamparas de cristal y madera, se apoderó de mí un salvaje deseo de venganza, de matar. Sí, cualquiera podía hacerlo, matar, y no por un casual arrebato de ira, sino por la convicción tajante de que nada cambiaría en el mundo si de él desapareciera una nueva alimaña. Masderius, el violador... no estaba mal pensado dejar que se exterminaran unos a otros, fuera de lo que se denomina ridículamente como «el imperio de la ley».

Aún me temblaba ligeramente el pulso cuando llegué al Efemérides. Estaba Garzón. Veían el vídeo injurioso que nos ponía a parir. Le pedí una cerveza a Hamed y me la bebí a tragos largos. En el televisor hablaba la madre de Juan, con una permanente recién hecha.

—Es acojonante, ¿verdad?, las violan, o matan a sus hijos, pero todas van a la peluquería para salir por la tele.

Garzón me chistó, se encontraba abstraído en el programa, fumando.

—¿Puede alguien apagar eso, por favor?

Se quedaron mirándome, atónitos. Pepe se acercó al aparato y le bajó el volumen por completo.

—¿Vienes de mal talante? —dijo.

—Todo esto es una puta mierda.

Pepe emitió un silbido.

—Intuyo que la cosa está mal.

Garzón se puso a mi lado sin soltar un tanque de cerveza en el que mojaba el bigote.

—Le convendría oír lo que dice. Fundamentalmente se mete con usted. Considera que una mujer no debería estar encargada de investigar una violación.

—¿Ah no?, ¿por qué?

—Porque pone demasiada emotividad, se deja llevar por los sentimientos de las víctimas, y debe encontrar un culpable como sea, aunque éste sea falso. No tiene un pelo de tonta, la tal señora.

—A lo mejor hasta está usted de acuerdo con ella.

—Yo no he dicho eso, sólo digo que tiene gracia para razonar. ¿Qué le pasa, por qué viene tan agresiva?

—Acabo de tener una bronca con Masderius.

—¿Cree que valía la pena? Es un hombre influyente. A lo mejor esta vez sí nos quitan el caso.

—Da igual, ¿o es que le ha tomado gusto a revolcarse en la basura? ¡Que nos lo quiten, tanto mejor!

—Pero yo había creído que usted...

—¿Que tenía mi profesionalidad empeñada en esto, mi sentido del ridículo, mi conciencia femenina? Pues no, Garzón, estoy hasta los cojones de todo este guiso en el que las víctimas se comportan como cabrones. Por mí el violador puede follarse a las once mil vírgenes, me da igual.

Hamed fruncía los ojos, sufriendo como siempre que yo utilizaba un modo crudo de hablar. Pepe me miró, jugueteando con el mando a distancia.

—Petra, ha estado aquí Ana Lozano, la directora del programa. Quiere darte una oportunidad para que te defiendas y des tus razones en la tele. Creo que deberías aceptar. Me parece que te conviene, que podrías atajar tantas habladurías y descréditos.

—¿Quieres hacerme un favor, Pepe, querido? Cuando aparezca por aquí de nuevo esa zorra dile que si vuelve a ponerse en mi camino se arrepentirá.

—Petra, sé razonable.

—Ya lo soy.

Garzón abrió mucho los ojos.

—¿Va a dimitir?

Me tragué de golpe la cerveza que quedaba.

—¡Y una leche, voy a dimitir!

Fui hasta la puerta del bar dejando tras de mí a un trío pasmado.

—¡Oh, buen Dios! —le oí decir a Hamed.

—¡Calla, no la liemos más! —respondió Garzón entre dientes.

Por lo visto los tres estaban de acuerdo en que yo era insoportable. Aquello me hizo gracia, era halagador, daba ánimos para seguir.

Preferí interrogar a Salomé estando las dos solas. Garzón continuaba intentando averiguar si había tenido algún medio para saber dónde se encontraba Juan Jardiel. Cuando la vi esperé encontrar alguna expresión especial en su cara, pero ésta era aún un cuarto cerrado. ¿Qué podía preguntarle en realidad?

—Te has enterado de que han matado a ese chico, Juan.

—Sí.

—Nos preguntábamos si sabes algo de eso.

—No.

La hipótesis de que fuera ella la asesina se me desplomó en aquel instante. Una chica que ha sido violada, que adopta una postura entre el resentimiento y la aceptación fatal, no tiene el perfil de una culpable. Me sentí culpable yo. Quizás Ana Lozano tenía razón y estaba dejándome llevar por mi subjetividad de mujer. Debía ser rigurosa.

—¿Dónde estabas cuando mataron a Jardiel, sobre las ocho o las nueve?

—No lo sé, dando un paseo.

—¿Sola?

—Sí.

—¿Paseas sola a esas horas?

—A veces, cuando salgo de trabajar. Si vuelvo enseguida a casa mi madre quiere que la ayude. Así descanso un rato.

—¿Y no tienes amigos que te acompañen?

—A esas horas, no. Cada uno anda en su rollo.

Simple, comprensible, encajando en un conjunto verosímil como una pieza más.

—¿Te vio alguien mientras paseabas?

—No lo sé.

—Y tú, ¿viste a alguien más o menos conocido que pudiera ahora identificarte?

—Creo que no.

—¿No pasaste por delante de una tienda habitual, un bar, un futbolín, no saludaste a ningún amigo?

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