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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte

 

La inspectora de policía Petra Delicado trabaja en el Servicio de Documentación de una comisaría de Barcelona. Un día, el inspector jefe la llama, le presenta al que será su subordinado, Fermín Garzón —un subinspector recién llegado de Salamanca—, y encomienda a ambos un caso de violación. Nada parece indicar que vaya a ser un caso complicado, aunque la única pista de que disponen es una marca que el violador ha impreso en el brazo de la víctima con algo así como una pequeña corona de pinchos, la cuál produce una herida cuya forma recuerda una flor...

Ésta es la primera novela con la que Alicia Giménez Bartlett inicia el ciclo de la inspectora Petra Delicado y el subinspector Garzón.

Alicia Giménez Bartlett

Ritos de muerte

Petra Delicado - 1

ePUB v1.1

RufusFire
15.02.12

1

Algún tiempo después de mi segunda separación me empeñé en encontrar una casita con jardín en la ciudad. Un objetivo difícil, pero lo logré. Era algo más que un capricho, quise pensar. Demasiados años de apartamentos con muebles funcionales y gran congelador. Se me presentaba la oportunidad de vivir sola en un lugar tranquilo, lo cual debía ser considerado como otra ocasión de cambiar. La casa estaba en un barrio, Poblenou, no muy apartado del centro. Alrededor había otras casas tan antiguas y decrépitas como la que compré, flanqueadas por un montón de naves industriales, de empresas de transportes y cocheras de autobuses. Un paisaje bastante desolado, por mucho que se hubiera intentado renovar el barrio. Sin embargo, en domingo los portones de las empresas cerraban, los camiones desaparecían y se respiraba una inusitada tranquilidad.

Supongo que la filosofía del asunto residía en intentar organizarse mejor, tener plantas en el jardín trasero y comer caliente alguna vez. Aunque pulsiones más profundas palpitaban en el interior de aquella decisión. Poseer una casa de planta era como echar una soga hacia un poste, amarrarse a la tierra, enraizar. Una premisa que condicionaba todo lo demás, como lo condiciona ser rubio, ser feo o haber nacido en Japón. Para todo proyecto de altura no hay más que concebir previamente un decorado; el resto suele ser una serie ininterrumpida de consecuencias hacia el final feliz.

Los albañiles se pasaron seis meses reformando interiores y, para cuando acabaron, mis escasos ahorros se vieron dilapidados en cosas tan aparentemente absurdas como marcos de ventana y conducciones de gas. La policía no gana mucho dinero, de modo que volver a reunir alguna cantidad era algo lejano e imposible, una mera ilusión. Estaba satisfecha, sin embargo, porque en conjunto todo había quedado bastante bien. El día antes de mudarme estuve examinando el resultado; tenía un aspecto sólido y cotidiano: alegres puertas pintadas de blanco, buena luz... En la cocina destacaban los armarios hechos a medida y un primoroso fogón antiguo, respetado entre los detalles de la remodelación. Junto a él, mandé instalar una encimera de placas vitrocerámicas que era el último grito tecnológico. Allí cocinaría recetas complicadas, guisos que impacientarían hasta a las abuelas, ollas podridas y potajes de los que necesitan un día entero de cocción. Diría adiós en lo posible a la comida precocinada, la pizza telefónica, el
hot-dog
, los tacos mexicanos y el
chop-suey
envasado en tarrina plástica individual. Dejaría de salir a cenar a restaurantes a la mínima ocasión. Un cambio es un cambio y, contra lo que se cree, debe empezar por las minucias, caldo cultivador de todo fondo existencial profundo.

Pepe me ayudó con la mudanza; era inevitable, me ayudó. Sabía que no hubiera debido dejarlo acercarse a mi nueva casa, pero pensé que temer a aquellas alturas su presencia era infantil, así que me ayudó. De cualquier modo, nos habíamos separado en unos términos tan amistosos que no aceptar su ofrecimiento hubiera sido una incorrección, casi una vulgaridad. Se presentó vestido como siempre: tejanos raídos, un jersey, las gafas resbalándole sobre el puente de la nariz. Noté un estremecimiento al ver su pinta sencilla propia de su extrema juventud. ¿Cómo pude haberme casado con aquel hombre tan joven, tan desvalido, casi un muchacho? y, sobre todo, ¿cómo podía haberlo hecho siendo ése mi segundo matrimonio y proviniendo de un primero turbio, difícil, que acabó en divorcio sangriento y doloroso? Los especialistas policiales del departamento psicológico hubieran tenido mucho que decir. Sólo que estaban demasiado ocupados resolviendo casos como para opinar sobre temas privados. Tampoco se me hubiera ocurrido consultarles. Si había acabado haciéndome policía era para luchar contra la reflexión que solía inundarme frente a todo. Acción. Sólo pensamientos prácticos en horas de trabajo, inducción, deducción, pero siempre al servicio de la materia delictiva, nunca más ensimismadas meditaciones íntimas en la barra de un bar.

Pepe puso las cajas de libros en el salón. Se quedó mirando por la ventana, embobado, cubierto de sudor y polvo. Probablemente se habría olvidado de comer.

—¿Has comido algo? —pregunté.

Se encogió de hombros con melancolía y sonrió, como si eso de comer fuera un lujo destinado a otro tipo de seres humanos. Frené en seco mi impulso de prepararle un bocado. Había hecho demasiado tiempo de madre y ya no procedía.

—¿Quién se ha quedado en el bar?

—Hamed —contestó.

—¿Sigue funcionando bien?

—Sí.

No perdía su aire de perro extraviado, pero la sociedad de damas protectoras había dejado de contarme entre sus filas.

Coloqué los tomos de Derecho y Criminología junto al paraván y fui hasta la cocina a servir unas bebidas, cerveza negra para Pepe y chinchón dulce para mí. No más acciones benéficas por mi parte, no más voluntariado ni pasión: trabajo, comida, veladas de música y lectura, atención al nivel básico, la vida a secas en su estrato más elemental.

Pepe tomó un sorbo de su vaso y se manchó de espuma la nariz. Dio varios pasos por la estancia llena de cajas en desorden, bostezó:

—¿Hay algo más que traer?

—Las macetas, Pepe, están en el rellano de la entrada, ¿no te importa meterlas?

Aquel invierno nevó. Un motivo para recordarlo, en Barcelona es raro que ocurra. Sin embargo, fue tal la avalancha de acontecimientos de aquel invierno que por cualquiera de ellos lo hubiera retenido en la mente sin necesidad de ver cubierto de blanco mi recién plantado jardín. Un año lleno de acontecimientos. Estrené la nueva casa, una vida independiente y las circunstancias, más que el destino, hicieron que me fuera encomendado mi primer caso y que, consecuentemente, entre nieves y bienes, conociera al subinspector Garzón. Por supuesto, la impresión idílica inicial que experimenté con la vivienda pronto se vio desvanecida. Las cañerías se helaron y comprobé que tener un hábitat aislado no es siempre el colmo del placer. El pequeño patio que había logrado sacar a flote no se libró de una zozobra total. Los geranios se secaron y la tierra presentaba un aspecto apelmazado y duro, su superficie cubierta de escarcha. Imágenes tristes. Me sentaba tiritando frente a la insuficiente chimenea e intentaba concentrarme en un volumen sobre
Nueva tecnología policial
. Acababan de traducirlo al español desde un lejano inglés de Chicago. La mayoría de los ejemplos a los que el texto aludía no tenía parangón en nuestra sufrida policía nacional, tan ajena al FBI. De memoria sabía que aquellos complejos artefactos tecnológicos tardarían siglos en llegar a aplicarse en España. Pero el saber no ocupa lugar, si bien tampoco consigue que nadie se haga un lugar gracias a él. De hecho, pese a mi brillante formación como abogada y mis estudios policiales en la Academia, nunca se me habían encargado casos de relumbrón. Estaba considerada «una intelectual»; además era mujer y sólo me faltaba la etnia negra o gitana para completar el cuadro de marginalidad. Desde el principio fui destinada al Departamento de Documentación, donde me ocupé de temas generales; archivos, publicaciones y biblioteca, lo cual acabó por fijarme un estatus meramente teórico en la consideración de los compañeros. Reclamé participar en el servicio activo alguna vez y se me concedió. Intervine en algunos casos de robos aislados para los que ni siquiera hizo falta investigar. No había entrado en la policía inspirada por las películas de acción ni por las novelas del género negro: persecuciones, peleas, mucho whisky, ademanes resabiados... Sin embargo, mantenerme siempre en los estadios especulativos y librescos me producía un sentimiento inevitable de frustración. Era como un entomólogo encerrado en un laboratorio sin cuaderno de campo, condenado a observar siempre los insectos bajo el microscopio, eternamente muertos. Tampoco ese desengaño me había abandonado durante mis salidas al exterior: cajeros automáticos violentados, redacción de informes sobre «tirones». Una vez tuve que interrogar a unos jóvenes rateros que se cachondeaban de mí y me llamaban «muñeca», cuando cualquier acercamiento primario al género indica que hubiera tenido que ser justo al revés. A pesar de todo, no me desesperaba ni acudía ante mis superiores a implorar. Pensaba que, pasase lo que pasase, alguna vez se producirían al mismo tiempo mi entrada en el servicio activo y mi prestigio, por un destino inevitable. De cualquier manera, también creía que una mujer no puede dedicarse a lloriquear en su puesto de trabajo sin provocar una reacción fatal. Esperaba en silencio mi ocasión, y cuando otro inspector se cruzaba conmigo en el pasillo y preguntaba: «¿Cómo está nuestra intelectual?», yo por dentro siempre pensaba: «
Algún día se verá quién soy
», y por fuera le daba un par de masticaciones irónicas al chicle en señal de saludo y me limitaba a sonreír.

Cuando una cañería se hiela la única solución consiste en cruzar los dedos y pedir al cielo que no suceda lo peor. Lo peor es que se resquebraje y haya que cambiarla. Acababa de llegar a casa después de una dura jornada de trabajo, y pretendía tomar una ducha cuando lo advertí. El ruido al abrir los grifos era como una amenazadora llamada del Más Allá. Presentí que la cosa no tenía remedio inmediato y, envuelta en un albornoz, me senté. Había sido un día caótico: cuando nieva en Barcelona la gente sale a la calle aligerada de tensiones y prisas, pero en coche. Conducir se hace imposible y hay que esperar con cívica paciencia a que se disuelvan los atascos que existen por doquier. Al principio menudean las sonrisas, y las dependientas salen corriendo de las tiendas con las manos extendidas hacia los copos. Después, si la cosa dura, va cundiendo el mal humor, hay bocinazos, citas que se atrasan, y los peatones descubren que su calzado no es el indicado para soportar la humedad. No había nada que se pudiera hacer. Me serví un chinchón y puse un compacto de música clásica. Había sido de Hugo, pero la discoteca me la llevé yo. Dejé sin embargo intacta la de Pepe, heavy-metal y canciones étnicas africanas, demasiado para mi gusto deformado, lo más racial que soportaba era el folclore irlandés. Después de luchar un rato para encender la chimenea me senté a leer. La habitación estaba llena de humo, los geranios muertos y las cañerías a punto de reventar, pero al fin y al cabo ¿no había escogido aquella casa para disfrutar de momentos así? Un buen libro de ciencia policial, el piano de Chopin, la soledad, el silencio de la noche... De repente llamaron por teléfono, como siempre sucede cuando se encuentra cierta paz. Era el comisario. Su voz me sorprendió, nunca me llamaba a casa. Pero todavía me sorprendió mucho más comprobar que hacía uso del lenguaje oficial para hablar conmigo.

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