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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (25 page)

BOOK: Ritos de muerte
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Contra lo que esperaba, la mujer me miraba sin rastro de odio, sin huellas de haber llorado, sin ninguna expresión.

—¿Cuándo van a devolverme a mi hijo para enterrarlo?

—En cuanto completen la autopsia y los estudios, la avisarán.

—Y ustedes ¿qué quieren?

Saqué el reloj hallado en el cuerpo del muerto, se lo mostré:

—¿Es éste el reloj que le regaló usted a su hijo, señora?

Lo tomó con la punta de los dedos, como si le diera reparo tocarlo. Sus pestañas cortas y gastadas aletearon en un gesto de extrañeza.

—No, no es éste, nunca había visto antes este reloj. El que yo le regalé estaba ya muy viejo.

—¿Puede asegurarlo?

—Sí.

—¿Está su hija en casa?

Torció el gesto.

—No quiero que la molesten, está todo el rato llorando.

Garzón intervino.

—Sólo será un segundo.

La mujer se violentó, se acercó a mí.

—¿Es que nunca tienen bastante? Me he pasado la vida trabajando. De la noche a la mañana me encontré sin marido, con un hijo y una niña más. Nadie ha tenido que decir nada de nosotros. Ellos han ido a la escuela, han llevado ropa limpia, han comido caliente y no les ha faltado de nada. Nunca hemos dado que hablar. Y ahora la gente nos mira por el barrio, en el trabajo. Por su culpa han matado a mi hijo y todo el mundo piensa que era un criminal, un violador. Dejen tranquila a la chica, lárguense.

El subinspector se interpuso entre ambas. Sin duda temía que mi acción fuera violenta.

—Lo comprendemos, señora; pero las cosas no pueden explicarse de esa manera, no son así. Llame a su hija para que hablemos con ella, se lo ruego.

Apretó las mandíbulas y salió de la sala. Volvió tras un instante con la chica. Tenía los ojos encarnados por el llanto, la cara desdibujada, la nariz palpitante. Sin mediar ni una palabra le puse delante el reloj.

—¿Es éste el reloj de Juan? —pregunté.

Lo miró décimas de segundo y asintió con la cabeza. La madre se le encaró.

—¿Cómo que es el reloj de Juan?

—Yo se lo regalé hace más o menos un mes.

La mujer estaba absorta en la chica.

—¿Por qué?

—Por nada, se me ocurrió. El que usted le había regalado estaba ya muy viejo, madre. Después él me compró esto.

Se llevó la mano al cuello y sacó del jersey un minúsculo corazoncito de oro colgando de una cadena. La mujer la miraba como si no comprendiera.

—¿Y por qué no me dijisteis nada?

—Nos daba miedo que le supiera mal, madre, como el otro se lo regaló usted... Pero ya sabe que los novios se regalan cosas, todos lo hacen. Como no faltaba mucho para Navidad pensábamos decírselo entonces. Fue un capricho.

La madre apretó los dientes y la observó con dureza. Asistíamos mudos a la escena. Yo devoraba los gestos de ambos rostros. De pronto, la mujer se volvió hacia nosotros y cortó tajante.

—¿Quieren algo más?

Negué. Nos dirigimos a la salida por el angosto pasillo. Cuando íbamos a abrir la puerta oímos de nuevo aquella voz fuerte y seca:

—Voy a salir en televisión, me han invitado a un programa. Explicaré delante de todo el mundo que ustedes tienen la culpa del asesinato de mi hijo, que él era inocente. Diré que no quiero que sean ustedes los que investiguen sino otros policías, pediré que los echen. Ya lo saben.

Me volví.

—¿Le pagan por aparecer en ese programa, señora Jardiel?

—A usted eso no le importa.

—Por supuesto que no, sólo quería saber si va a sacar tajada de la muerte de su hijo.

—¡Lárguense!

Garzón estaba asustado, debió creer que me preparaba para una refriega, me empujaba suavemente para que saliera de una vez. Cuando alcanzamos la calle lo miré.

—Todo un carácter, ¿ha visto? Los tenía perfectamente controlados, una esclavitud. Y luego es usted capaz de negarme la influencia psicológica. Si mi madre hubiera sido así, hasta yo hubiera podido salir violadora.

Resopló sacando las llaves del coche.

—¡Calle, por Dios, deje de decir despropósitos!

Mientras conducía me eché a reír. ¡Dichoso Garzón!, duro e insensible como una piedra, pero remiso a las peleas, a los enfrentamientos verbales, partidario de la coexistencia pacífica y la indiferencia.

—¿De qué se ríe, ya se le ha pasado el mal humor?

—No, pero si me dejara llevar por mis humores podría hacer algo grave, por ejemplo atacarlo a usted.

Me miró como si fuera una niña incomprensible y consentida.

—¿Sabe qué vamos a hacer, Fermín? Por una vez montaremos la investigación como en las películas americanas...

En su cara había paciencia y una cierta retranca.

—... Iremos a mi casa, prepararemos algo de comida y pondremos un pizarrín en la pared.

—¿Y? —preguntó.

—Y reflexionaremos, reflexionaremos hasta que estemos medio muertos.

No hablaba en broma. Fuimos a casa. Puse la calefacción. Lo primero que hizo Garzón fue mirar los geranios. No prodigó comentarios sobre su falta de actividad biológica. Mi propia casa me resultó tan ajena como un refugio nuclear o una plataforma petrolífera. Saqué dos bases de pizza del congelador y encendí el horno. Garzón se arrimó a la mesa de la cocina tímidamente. Lo increpé.

—¡Venga, Fermín, no se quede mirándome! Tendrá que ayudarme un poco si quiere cenar. Actúe como si estuviera en su cocina.

—Usted ya sabe que no tengo cocina. Como de bar y ceno en la pensión. Desde que se murió mi mujer... Además, nunca he tenido gracia para guisar. Algunos compañeros saben hacer paellas, barbacoas, pero yo...

—Abra ese armario y saque lo que encuentre, y también mire en la nevera. Usted va echando en su pizza lo que le apetezca y yo hago lo mismo con la mía.

—¿Todo mezclado?

—Quedará bien. ¿Quiere ponerse un delantal para no mancharse el traje o lo considera humillante?

Me sonrió. Le indiqué el cajón donde podía encontrar uno y fui a la sala porque el teléfono estaba sonando. Volví al cabo de un instante.

—Era Pepe, pretendía venir. Le he dicho que ni se le ocurra aparecer ahora.

Garzón estaba liado abriendo una lata de anchoas.

—Es usted dura.

—¿Por qué?

—A él quizá le gustaría no romper del todo sus vínculos.

—¡Ah, no! Vendría cuando estuviera deprimido, cuando le dolieran las muelas, cuando quisiera comer. Tiene cierta tendencia a dejarse cuidar por mujeres mayores. ¡Ni hablar!, hay que proyectar la vista hacia el futuro, nunca hacia el pasado. Páseme el salami.

—Aunque las mujeres se hayan liberado siguen siendo tan duras como ya lo eran antes.

—¿Usted cree? ¡Curiosa interpretación!

Seguimos colocando los ingredientes de nuestras pizzas. La del subinspector presentaba ya un montículo abultado. Había mezclado cosas inverosímiles: anchoas y queso gorgonzola, lonchitas de jamón, alcaparras, atún. Se quedó mirando su obra.

—¿Cree que un poco de chorizo combinaría?

—¡Adelante, póngaselo!

Comimos en la cocina regándonos con dos buenas cervezas. Garzón parecía encantado, hambriento como siempre.

—Nunca pensé que fuera tan fácil cocinar.

—Debería salir de esa pensión, buscarse un apartamento. En su propia casa se encontraría más libre.

—¡Es todo tan complicado! La cocina, la ropa, la compra...

—Hay lavanderías, supermercados, congeladores, platos preparados...

Engulló un hilo de parmesano con docilidad. Era como si estuviera enumerándole los trabajos de Hércules y las plagas de Egipto al mismo tiempo. Se veía incapacitado para los primeros y no se resignaba a que las segundas cayeran sobre su cabeza destrozando su tranquilidad.

Preparé un litro de café y nos pusimos al trabajo. Coloqué el pizarrín sobre la estantería y, a modo indicativo, escribí en la parte superior: «
Caso Jardiel
» y debajo: «
Primera posibilidad
». Convinimos en que había que considerar, aunque fuera para descartarlo, que el asesinato había sido la autodefensa frente a una agresión. El subinspector garabateó los inconvenientes:

• No había signos de lucha.

• Faltaba el reloj de las púas.

• Era improbable que una chica fuera armada.

• Sin signos de lucha era casi imposible que le hubiera arrebatado la navaja al violador.

• Era extraño que la presunta chica no hubiera acudido a la policía después.

• Una chica de la complexión física habitual en las víctimas no hubiera tenido fuerza para apuñalarlo tan profundamente.

Señalé a Garzón con la tiza en plan profesoral.

—Si Juan Jardiel ha sido cazado indefenso, cabe pensar que su agresor fuera alguien conocido ante quien no era necesario ponerse en guardia.

—Digamos que si no era conocido, al menos era alguien que le había dado una cita allí —dijo Garzón.

—Bien, entonces entraríamos en la hipótesis de una venganza. Aunque le advierto que la cosa presenta sus puntos flacos. Por ejemplo: ¿qué vengador o vengadora podía saber el paradero de un prófugo a quien la policía está buscando? ¿De qué modo tomó contacto con él?

—Podría tratarse de alguien de su mundo. Un ajuste de cuentas.

¿Un ajuste de cuentas? No veía el motivo. Jardiel no pertenecía a los bajos fondos ni al círculo de la droga. Era ridículo pensar que tenía una segunda vida encaminada en ese sentido, nada nos permitía sospecharlo.

—No, subinspector, la razón de la muerte de Jardiel hay que centrarla en las violaciones, no existe otro móvil.

—En ese caso se impone una lista de sospechosos.

Pero la lista sería corta. ¿Quién podía desear la muerte de Juan? Elevamos dos favoritos a sospechosos de primera categoría: Salomé y el señor Masderius. Salomé había sido la víctima más esquiva, la más enigmática y, probablemente, la que lo había pasado peor. Masderius, con su actitud beligerante y despechada se hacía acreedor a un rango preferente. Sin embargo, la pregunta seguía siendo la misma en cualquiera de los dos casos: ¿cómo hubieran logrado localizar al violador?

—Salomé pudo establecer contacto con él por medio de gente joven, amigos de amigos. Chicos que, no desconfiando de ella como lo hacen de la policía, hubieran podido darle datos.

—¿No siendo del mismo barrio? Me sorprendería, Fermín; pero de acuerdo, admitámoslo como hipótesis de trabajo. Sin embargo, ¿piensa de verdad que Salomé querría cargarse a ese tipo?

—Ambos hemos coincidido en ella como preferente cuando buscábamos sospechosos. Es una chica rara, reservada, que en los interrogatorios reaccionó mal. ¿Quién sabe si tras su aspecto contenido no hay violencia? Imagíneselo así: ella piensa que la policía no anda por buen camino en las investigaciones. Conoce a alguien del barrio de Juan y pregunta, o quizás hace que pregunte un amigo, incluso un novio. La policía es una organización lenta, institucional y pesada, los jóvenes conocen atajos y sistemas. Bien, ese novio, amigo o ella misma localiza a Juan, lo engaña y lo lleva hasta el callejón donde...

—¿Tiene Salomé algún novio?

—No lo sé, habrá que averiguarlo. Deberíamos apuntarlo en las gestiones pendientes.

Un gran cuadro iba organizándose en el pizarrín. Mientras tanto, le dábamos inmoderadamente al café. ¿Y el señor Masderius, cómo coño había localizado el señor Masderius a Juan? Los inconvenientes que planteaba Garzón tenían plena lógica. Nadie podía imaginar que hubiera entre ellos el más mínimo terreno común, algún posible nexo. Nos quedamos mirando el aire, o mejor el humo.

—Pudo contratar un detective privado —dije.

Garzón me miró con asombro:

—¡Coño, no lo había pensado!, aunque eso sería admitir que un detective puede encontrar lo que a nosotros se nos escapa.

Había rozado su fibra profesional.

—Usted mismo acaba de decir que la organización policial es muy aparatosa, a veces funciona mejor la guerra de guerrillas.

Se sirvió más café sin acabar de mostrarse convencido.

—Investigaré lo del detective.

Lo apuntó sobre una pizarra casi llena. Aquel sistema de reflexión continuada resultaba clarificador, pero no había servido para determinar una hipótesis de peso. Incluso la de Masderius era endeble. Un hombre del
establishment,
profesional de éxito, convenientemente adinerado, con una reputación... Se me hacía difícil imaginarlo apuñalando violadores en la oscuridad. Y sin embargo, había estado tan fuera de sí, había intentado de un modo tan concienzudo borrar los rastros de la violación de su hija... quizás había decidido ir un poco más allá en la limpieza del pasado. Podía incluso no sólo haber contratado a un detective, sino ampliar el trato a un asesino profesional que se encargara de hacer desaparecer a Jardiel. Matar a un tipo sin mancharse las manos es algo que puede hacerse con escalofriante facilidad.

Empecé a notar los primeros síntomas de la borrachera de café. El corazón se me aceleraba de vez en cuando con ligeros galopes, las manos me hormigueaban y tenía la boca amarga. Eran las dos de la mañana. Me dejé caer hacia atrás en el sofá. Nos quedamos en silencio. Miré mis pies, algo hinchados.

—A no ser que... —dijo Garzón.

Estaba demasiado cansada como para preguntarle. Se calló. Luego reemprendió la frase con renovado ímpetu.

—... a no ser, Petra, que nos hayamos equivocado por completo. Escúcheme con atención.

Se puso de pie y empezó a dar rápidos paseos por la sala. Después volvió al punto de origen y se me encaró. Sus ojos proyectaban una mirada intensa, algo demente. Entonces entre paradas, reflexiones, titubeos y arranques briosos empezó a elaborar una nueva y compleja teoría. Pensaba que Juan Jardiel no era el violador. Serios indicios le hacían creer que, en realidad, se limitaba a encubrir a alguien, incluso que le ayudaba a llevar a cabo sus planes. Tenía en mente a un amigo, un
alter ego,
un tipo depravado como él, sólo que mucho más valiente, más lanzado, más astuto. Ése sería el auténtico violador. Utilizó a Jardiel, le encargó que fuera a un joyero y pusiera las púas en torno al reloj, así él jamás podría ser identificado. Cada vez que ese hombre cometía una violación se reunía después con Juan y le contaba cómo se había desarrollado su fechoría. Juan, un tipo apocado y sin carácter, castrado por su madre, disfrutaba así de un morboso placer y se convertía en cómplice, de modo que el auténtico violador aseguraba su silencio. Hasta que el círculo de evidencias se estrechó sobre Juan e hizo que se pusiera nervioso. Todo coincidía según el subinspector, el día que íbamos a cazarlo y se escabulló de su trabajo, se dirigió directamente al bar para usar el teléfono, para ponerse en contacto con el hombre fantasma y, asustado, pedirle instrucciones, informarlo de que la policía lo buscaba. Pero se topó conmigo y frustré la maniobra. De cualquier modo, después de huir fue a casa del fantasma, quien lo había escondido durante todo el tiempo que estuvo prófugo. Hasta que vio que, aun ejerciendo tan gran influencia sobre Juan, no lograba quitárselo de encima y estaba constituyendo una amenaza. Entonces puso en práctica la segunda parte de su perfecto plan. Le tiende una trampa, lo cita en un callejón con cualquier pretexto, quizá prometiéndole que iba a ayudarlo a irse del país, y ¡zas!, lo liquida a puñaladas. Por eso el muerto no intentó defenderse. Libre de peligros y de sospechas ha proporcionado a la policía al violador que buscaba y puede seguir con su vida habitual cualquiera que ésta sea.

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