—¿Y qué importa lo que yo opine? La jefa es usted.
—Es eso lo único que le duele, ¿verdad?, el jodido mando, el poder. Realmente hay que ser un hombre para pensar así.
—Mire, yo ya no pienso nada, no me pagan para pensar, pero está claro que un tipo no puede presentarse avasallando en un caso en el que hace meses que trabajan otros currantes.
—Déjese alguna vez la armadura en casa.
Se tragó la cerveza de un sorbo, estaba enfadado, había sufrido una decepción en cuanto a mi principio de autoridad.
—Me voy, Petra. Ya intercambiaremos ideas en alguna reunión.
—Dele mis recuerdos a Pepe, y algún buen consejo...
Ahora sí estaba cabreado, hincaba los pies en el suelo para caminar. Pedí una segunda cerveza. No investigar a Salomé después de su asesinato había sido un fallo notable, y no debía ser el último que habíamos cometido. Emperrarse en seguir con aquel caso cuando habíamos tenido ocasión de abandonarlo había constituido un acto irresponsable. Noté que el peso de la atmósfera aumentaba sobre mi cabeza. La obstinación en impedir más contactos con los periodistas era también prueba de una mentalidad infantil que, García del Mazo llevaba razón, había perjudicado al desarrollo de los hechos. Y las improvisaciones... Aceleré la ingestión de la segunda cerveza porque advertí la necesidad de una tercera. Claro que aquel tipo era engreído, desagradable, teorizante y trepador, pero era un auténtico profesional de la nueva hornada, había dicho cosas sensatas. Me estremecí sin embargo ante la posibilidad de tener dos reuniones diarias con él y Garzón, animadversiones calladas sofocando el aire, como si a la salida nos esperara el ángel exterminador con su espada flamígera.
De pronto, entró un guardia de comisaría en La jarra de oro, vino hacia mí.
—Inspectora Delicado, la llaman de los calabozos de la jefatura superior.
Inspiré profundamente, el efecto del alcohol se disipó.
—¿Está el subinspector Garzón en comisaría?
—No, salió con usted y no ha vuelto a entrar.
—Intente localizarlo y dígale que venga.
Yo estaba segura y al fin sucedió. El funcionario me dijo que Ricardo Jardiel quería declarar de nuevo.
—Está bien, tráiganlo inmediatamente.
Llegó en menos de una hora y, en cuanto lo tuve delante, supe que un proceso de desmoronamiento se había producido en él, la incertidumbre había podido con su frío cinismo despectivo.
—Está bien, Jardiel, volvamos a empezar. Un buen día llegó Juan y le dijo que la policía estaba tras sus pasos. Usted lo acogió y lo escondió en su almacén pensando que nadie iba a relacionarlos y que estaría seguro. Hasta ahí sí habíamos llegado. Ahora viene la primera pregunta: ¿sabía usted que su hijo era el violador?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
Se parapetó tras sus manos abriendo desaforadamente los ojos.
—Pare el carro, me lo contó ese mismo día.
—No le creo.
—Se lo juro por Dios.
—¡Venga, no me joda, jurar por Dios a estas alturas. Usted estaba enterado cada vez que él hacía una de las suyas, le reía las gracias y a lo mejor hasta lo animaba para que siguiera!
—¿Cree que estoy loco? A Juan lo han cogido muerto, pero podían haberlo cogido vivo, ¿por qué iba a arriesgarme a que la policía me acusara de cómplice?
—Porque disfrutaba con las actividades de su hijo.
—No soy un viejo asqueroso, puedo disfrutar de otras maneras.
—Pero lo que pueda sucederle a las mujeres le tiene sin cuidado. Abandonó a la madre de Juan, a la de Emilio y abandonará a la que tiene ahora cuando se canse.
—La madre de Emilio murió.
—Pero usted ya le había hecho la vida imposible y la había dejado mucho antes.
—¿También Emilio le contó eso?
—No, eso lo he deducido yo sola.
Se frotó la nariz, le temblaban las manos. Explotando su sentimiento de culpa quizá llegaríamos a alguna parte. Perfecto, una buena constatación, hasta las alimañas tienen ese maldito sentimiento metido en alguna parte. Suspiré, le di un cigarrillo.
—¿Juan le entregó el reloj con el que marcaba a las chicas?
—¡No!
—Pero se lo enseñó.
Dudó un instante.
—Sí, me lo enseñó.
—¿Y usted dejó que se lo enseñara?
—No entiendo qué quiere decir. Se plantó delante de mí y me dijo: «
Mira, he llevado esto veinte veces en tus narices
». Luego lo abrió y pude ver lo que llevaba dentro.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
—Describa el reloj.
—Creí que ya sabían cómo era el reloj.
—Descríbalo.
—Era un reloj normal, bastante viejo, aparentemente no se notaba nada, pero la esfera iba encastrada en otra esfera de reloj rodeada de púas. Supongo que cuando atacaba a una chica quitaba la esfera de arriba, luego volvía a ponerla y ya llevaba un reloj normal.
—Muy ingenioso, su hijo, comprendo que estuviera usted orgulloso con sus andanzas.
—¡Yo no estaba orgulloso de él!, pero le debía el favor de esconderlo. De todas maneras ya le dije que no podía quedarse toda la vida allí.
—Le ofreció sacarlo de España.
—Él tenía ya quien le ayudara.
—¿Quién?
—Le juro que no lo sé, pero quien fuera resultó ser la misma persona que se lo cargó.
—Explíqueme eso.
—Juan llamó por teléfono, quedó con alguien, fue para esa cita y ya no volvió. Me enteré al día siguiente por la radio de que lo habían asesinado.
—¿No le dijo a quién había llamado?
—No, se lo aseguro, es la verdad.
—¿Llevaba puesto el reloj de las púas cuando se marchó?
—Sí.
—¿Está seguro?
—Sí. Me fijé, le dije que sería mejor que no anduviera por la calle con eso encima, pero no me hizo caso. Estaba loco, esa zorra de su madre lo enloqueció. Yo no soy ningún monstruo, ¿comprende? Tuve mis razones para abandonarla, y a la siguiente también, ésa era una mujer débil, insoportable, cuando nos separamos fue a implorar a su hija que se vieran algún día y ni ella quiso hacerlo. ¿Por qué iba a ser yo un santo si no lo son los demás?
—Yo no estoy aquí para juzgar su vida, Jardiel, usted sabrá lo que ha hecho. Espero por su bien que no me haya mentido.
—No soy un violador, ni el cómplice de un violador, lo único que hice fue echar una mano a mi hijo.
Me levanté, recogí mi bolso.
—Se equivocó de ocasión, quizá si le hubiera ayudado antes, a su hijo le hubiera servido de algo.
Salí del despacho tan excitada que ni siquiera sabía qué debía hacer. Di varios pasos por el corredor, retrocedí hacia un guardia:
—¿Ha localizado al subinspector Garzón?
—No hay quien lo encuentre, inspectora, ni en su pensión, ni en el bar donde a veces lo llamo...
—De acuerdo. Y el inspector García del Mazo, ¿sabe dónde está?
—Me parece que pasó hacia...
Le puse una mano en el brazo.
—Déjelo, no tiene importancia, mañana lo veré.
Cualquier intento de encontrar a Garzón antes de la cena hubiera resultado infructuoso, y a del Mazo podían darle mucha morcilla, de modo que volví a casa. Necesitaba extinguir con descanso y una copa el fuego que empezaba a devorar mi cerebro.
Conduje por instinto, sin fijarme, fue casi una sorpresa encontrarme frente a la casa. Ni siquiera se me ocurrió preparar alguna cosa para comer.
Dejé caer mi cuerpo sobre el sofá en cuanto me hube servido una margarita bien fuerte de tequila. Así que las cosas tomaban un nuevo rumbo, ¿esclarecedor? Muy despacio, me dije a mí misma, hay que ir muy despacio esta vez, nada de movimientos precipitados o conclusiones fáciles. ¿Dónde demonio se habría metido aquel inoportuno de Garzón?
Me desperté con un dolor muy agudo en el cuello, las piernas hormigueantes, el sobresalto crispándome todos los músculos. Miré el reloj, ¡fantástico!, era una buena manera de iniciar el nuevo rumbo para el caso. Cogí el teléfono.
—¿Sánchez?, póngame con el subinspector Garzón.
—Está reunido con el inspector García del Mazo.
—Da igual, dígale que es urgente.
Al cabo de un instante oí la voz algodonosa de mi compañero.
—¿Dónde se ha metido, Petra? Estábamos esperándola para la reunión.
—Quiero que venga inmediatamente a mi casa para una sesión de estudio.
—¿Y García del Mazo?
—Póngale una excusa y salga de ahí.
—¿Y el mando colegiado?
—Pueden darle por el saco al mando colegiado.
—Estaba seguro de que acabaría reaccionando. Le diré que ha habido una emergencia en lo del alijo. Será una mentira menor, anoche estuve con ello hasta la madrugada.
—Por eso no pude encontrarle.
—¿Y usted, cómo no ha venido aún por aquí?
—Me he dormido, Garzón, me he dormido. ¿Es que tiene que enterarse de todo?
Tardó menos de una hora en comparecer. No se le veía intrigado en exceso por la premura de la convocatoria.
—¿Haremos hoy una pizza? —preguntó.
—No está la cosa para pizzas.
—¿Y el pizarrín?
—Tampoco habrá pizarrín. Tenemos que tener todas las posibilidades en la cabeza, Garzón, encarnarlas ahí, grabarlas a fuego y, si descartamos alguna, extirparla con toda seguridad y enterrarla definitivamente.
Me miró algo alterado, era obvio que aquella mañana no le apetecía tomarse tan a pecho la realidad; debía tener hambre y aquella dialéctica sangrienta sin duda le pareció desmesurada. Aunque, naturalmente, cuando le hube contado el interrogatorio de Ricardo Jardiel, se quedó boquiabierto frente al as de mi manga.
—Adiós a los fantasmas, Fermín, Juan Jardiel sí era el violador.
—Y entonces... ¿qué me dice de su muerte, y de la última violación, y de la muerte de Salomé?
—Vayamos por partes. ¿Por qué no se sienta?
Pidió permiso para quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata. Se rascó el bigotón con el índice y luego lo blandió en el aire mientras hablaba.
—La cosa es que la persona con la que había quedado citado lo asesinó y le quitó el reloj.
—Eso es.
—Alguien que quería vengarse de él.
—Pongamos que sí.
—Y si le quitó el reloj fue con la intención de seguir haciendo víctimas y marcarlas exactamente con el mismo instrumento.
—Así parece.
—Pero, ¿quién coño?... ¿Masderius?
—Puedo imaginarme a Masderius contratando a un detective, incluso podría representármelo matando a Juan Jardiel, pero de ninguna manera lo creo capaz de violar y asesinar a una joven.
—Es verdad, no tiene sentido.
Garzón se levantó, fue a mirar los geranios, se paseó arriba y abajo, nervioso.
—Quizá no debemos descartar la hipótesis de que haya dos personas implicadas en esto: el asesino de Jardiel y el asesino de la chica. En cuanto al reloj...
—Nada de hipótesis, Garzón, esta vez nada de hipótesis. Repasemos los hechos desde el principio. ¿Quiere que hagamos una pizza?
—Déjese de pizzas, Petra, no es el momento.
Nos colocamos el uno frente al otro. Abrí las manos como en un ofertorio:
—Violan a cuatro chicas. Las marcan con una extraña flor en el brazo. Por un testigo localizamos al presunto violador y se nos escapa. Días más tarde aparece muerto. Poco tiempo después encontramos a la que había sido la primera víctima, de nuevo violada igual que la vez anterior y ahora asesinada.
—No enteramente igual a la vez anterior, la segunda violación no fue natural sino provocada por un objeto.
—Exacto. En último lugar contamos con un nuevo y fiable testimonio que nos asegura que Juan sí era el violador. Sorpresa total. ¿Por qué sorpresa total? La seriación de los hechos nos había llevado a dar a Juan por inocente.
—Hubo otra violación tras su muerte y no se le encontró encima el reloj de las púas. Eran suficientes razones para creerlo libre de culpa.
—Cierto, no se le encontró el reloj de las marcas, pero no sólo eso, sino que, además, su muñeca no estaba desnuda. Encontrar su muñeca desnuda hubiera podido hacernos suponer que alguien había robado el artefacto. Pero no, el cadáver llevaba un reloj.
—Uno muy corriente que le había regalado su novia.
Quedé en silencio.
—Un reloj del cual su maniática e hiperabsorbente madre desconocía la existencia.
—Un detalle que se le escapó.
—Ya ve que hubo más detalles que se le escaparon, como que Juan visitara de tapadillo a su padre desde hacía tiempo. Sin embargo, si el padre nos dijo que el chico llevaba puesto el reloj de púas cuando salió de su bar, ¿por qué demonio el cadáver tenía puesto el otro?
—A lo mejor llevaba los dos.
—No, nadie lleva dos relojes si quiere evitar preguntas embarazosas. Estoy segura de que fue el asesino quien le quitó el reloj de las marcas y puso el otro en su lugar.
—Y ¿de dónde podía el asesino sacar un reloj que la propia novia de Juan identificó?
—Ésa es una buena pregunta.
—¿Cree que la chica mintió deseando encubrir a su novio?
—Mire, Garzón, sólo creo que la persona que lo mató deseaba que Juan Jardiel pareciera inocente. Así que le quitó el reloj inculpatorio, le puso uno cualquiera y, para que nadie se quedara con dudas, violó y marcó de nuevo.
Garzón se rascó los arranques del pelo en la frente.
—¿Y quién podía querer exculparlo y matarlo a la vez? Además, el reloj hallado no era uno cualquiera, sino el que su novia le regaló.
—El que su novia
dijo
haberle regalado.
Quedamos en silencio. Garzón sacudió la cabeza como si hubiera masticado un limón.
—Creo que ya sé cuál va a ser nuestro próximo paso.
—¿Sí?
—Interrogar a Luisa.
—¡Se equivoca!, nuestro próximo paso será hacernos por fin esa condenada pizza. No hay que precipitarse esta vez, hemos de calibrar si interrogamos a Luisa por las buenas o si...
Sonó el teléfono. Descolgué, asentí, asentí... los ojos redondos de Garzón clavados en mis más mínimos gestos estaban poniéndome nerviosa. Colgué.
—Era García del Mazo, nos espera para que comamos juntos en La jarra de oro.
—¿Por qué no lo ha mandado al infierno?
—Calma, Fermín.
—¿Va a contarle algo?
—Sólo el testimonio de Ricardo Jardiel, ni una palabra de nuestras deducciones.
—¡Ah, no, ni hablar, no le diga nada en absoluto!