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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (28 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—¿Cuándo venía por aquí Jardiel?

—Cuando le dejaba su mamá.

—¿Y cuándo era eso?

—A ratos perdidos, se escapaba a veces después del trabajo, pero enseguida tenía que ir a casa a fichar.

—Su madre tiene muy mala hostia. Un día estábamos echando una partida a los futbolines y se presentó aquí.

—¿Le armó un follón?

—No, le pegaba una mirada y ya era bastante.

—¿Y a él le sabía mal? ¿Os decía algo contra su madre? —intervine por primera vez.

Me miraron como a una estúpida mosca.

—¿Y ésta quién es? —le preguntó el más joven a Garzón.

—Mi jefa, la inspectora Delicado.

Sus miradas, ahora burlonas, se concentraron en mí. Volví a preguntar.

—No, eso son cosas de cada uno. Nosotros no éramos sus amigos, ¿comprende?, ni le aguantábamos la polla cuando iba a mear.

Se rieron los tres. Afortunadamente la tasa de melancolía en la sangre le impidió al subinspector contestar por mí a la provocación, y pude seguir impasible.

—¿Se veía últimamente con algún hombre en especial?

—¿Quiere decir si era maricón? pues ¿no hemos quedado en que violaba?

De nuevo explotaron en carcajadas. Miré hacia el final de sus largas piernas, allí estaban sus pies, grandes, casi deformes, enfundados en espantoso calzado deportivo. Creo que fue más por la desgraciada impresión estética que sufrí que por ningún otro motivo, pero el caso es que salté.

—No tengo tiempo para perderlo en gilipolleces. Si habéis quedado con nosotros para hablar, hablad de una vez.

—Nosotros no somos delincuentes —dijo uno de ellos encarándose reivindicativamente con Garzón.

—Hacer perder a la policía tiempo de una investigación es delito. Así que si me da la gana puedo llevaros a comisaría de donde puede que enseguida salgáis, aunque os aseguro que con unas hostias de más.

Quedaron serios, miraron a Garzón, éste se encogió de hombros, sonrió. El más joven volvió a hablar.

—Últimamente Juan estaba a veces con un tío nuevo por aquí. Creo que es uno que se dedica a vender revistas pornográficas de ésas raras.

—¿Dónde vive?

—No lo sé, ya le digo que es nuevo por aquí.

—¿Hay algún bar donde podamos encontrarlo?

—Algunos días va por el Diamond Pub.

—Ha sido un placer.

Nos alejamos sin mirarlos. Garzón me susurró:

—Ha mejorado usted mucho en cuanto a lo del punto de violencia necesaria.

—Todo es empezar.

Siguiendo con nuestra ronda nocturna llegamos al Diamond Pub. Mi compañero se movía con soltura infinita en aquellos lugares infectos. Habló con el dueño. Era un hombre mayor, con cara de haber pasado por todas las etapas de un descenso al infierno. Se mostró cordial. Puso dos whiskies invitación de la casa sobre el mostrador ¿Un tipo que vendía revistas pornográficas?
Connais pas.
Era de esperar algo así. Sin embargo, se explayó en una cháchara inútil sobre algunos de sus parroquianos. Nada interesante. Aparentemente quería colaborar. Le dijimos que andábamos tras la pista de un violador. No se mostró conmovido, el mundo era así, los jóvenes también. Él ya no se extrañaba de nada. Apuramos el whisky y dijimos adiós.

Al salir, un muchacho se puso a nuestra altura. Quería hablar, pero no iba a hacerlo delante del pub. Quedamos con él dos calles más abajo. Nos siguió desde lejos.

—Déjelo que se explique, no le pregunte nada —dijo Garzón.

—Yo sé quién es el tipo que andan buscando, les he oído en el bar. Sé también dónde vive. Pero no pienso decir mi nombre.

—Adelante, está bien.

Cantó una dirección que mi compañero anotó inmediatamente.

—No me gustan los tipos que violan.

Asentí. Se alejó mirando hacia todos lados.

—Ya lo tengo, vámonos.

Cogimos el coche. Comprendí que Garzón se proponía entrar en acción.

—Son las tres de la mañana —le recordé.

—Tanto mejor, quizás esté en casa.

Había recuperado los ánimos tras el bajón de la ropa interior. Yo estaba ligeramente sobrecogida, aquello resultaba nuevo para mí. Interrogar a sospechosos en comisaría no era lo mismo que atrapar a un pornógrafo en su guarida, con nocturnidad. Garzón murmuraba para sí mismo.

—Antes, hubiéramos tenido que ir antes por ahí.

Me di cuenta por su nerviosismo de que estaba convencido de estar dando los últimos pasos hacia el final. A mí me parecía que todo estaba coincidiendo demasiado bien. En una sola jugada perfecta caían en nuestras manos asesino y violador. Una carambola excesiva para ser verdad.

Fuimos a parar a un barrio periférico donde yo no había puesto nunca los pies. Garzón aparcó el coche y me cogió del brazo para subir a un edificio alto y destartalado que no tenía ascensor. Llamamos a una puerta despintada en el quinto piso, pero nadie respondió. Volvió a pulsar el timbre y, esta vez, oímos unas zapatillas cansinas deslizándose hacia nosotros y el cerrojo por fin se descorrió. Teníamos ante nosotros a un individuo muy joven, alto, atlético. Garzón se identificó y el muchacho soltó enseguida:

—No hago nada ilegal.

—Tienes pornografía aquí —dijo mi compañero.

—Eso está permitido.

—Quizás haya que comprobar de qué tipo es. ¿Tienes vídeos de niños, asesinatos, torturas?

—Le juro que no. Es todo material artístico, puedo enseñárselo si quiere.

—Déjanos entrar.

Se hizo a un lado. Nos encontramos en una pequeña sala llena de estanterías que contenían rollos de papel.

—Son pósters —dijo el tipo.

En los espacios vacíos de la pared se veían láminas con escenas casi alucinatorias: una serpiente enroscada al cuerpo desnudo de una mujer, rubíes incandescentes en los ojos de ambas. Un enano peludo, puesto de espaldas, practicando una felación a la estatua clásica de un efebo. Garzón se quedó mirando las imágenes, bastante sorprendido.

—¿Eso es lo que tienes aquí?

—Ya se lo he dicho, es arte pop.

Garzón se sentó en un sofá lleno de cojines mugrientos.

—¿De qué conoces a Juan Jardiel?

—¿A quién?

—Sabes perfectamente de quién te estoy hablando.

—No, no lo sé.

Saqué los cigarrillos del bolso, le ofrecí a Garzón. Me hizo una seña de intervención en el interrogatorio, pero yo negué; quería que fuera él quien continuara.

—Te han visto con él, varias veces en los últimos tiempos, así que es inútil que intentes negarlo.

—Por aquí vienen muchos tipos para comprar material, luego es posible que nos veamos en los bares, pero eso no quiere decir que los conozca.

—El que yo te digo es un poco especial. Estaba acusado de violación y acaban de cargárselo.

—No sé de qué me habla.

—Está bien. ¿Dónde estabas el día veinticinco entre la una y las tres de la mañana?

—Pues, no sé... aquí supongo, a esa hora siempre estoy aquí.

—¿Se puede comprobar?

—Ahora mismo si quiere, mi novia vive conmigo.

Se internó en un pasillo oscuro y al cabo de un instante volvió trayendo de la mano a una chica soñolienta. No debía tener más de quince años. Estaba vestida con bragas y camiseta, su carne era blanca como la cera y tenía un hermoso cabello renacentista.

—Diles dónde estás siempre tú —le ordenó el joven.

—Aquí —respondió ella mirándonos temerosamente.

—¿Siempre, continuamente? —se impacientó Garzón.

—Sí, con él.

Se arrimó a su pareja que le pasó la mano sobre los hombros, protegiéndola.

—Ya lo ven.

—Sí, ya lo vemos. —Garzón se volvió hacia mí—. Inspectora, sugiero que avise a una patrulla y vaya en busca de una orden de detención. ¿Le parece? Mientras eso llega yo voy a quedarme aquí con estos muchachos.

Sentí un alivio infinito al abandonar aquel lugar. Hice todo lo que mi subordinado me mandó y después volví a casa. Sentía auténtica necesidad de limpiar mi piel de efluvios canallescos y mi mente de imágenes. Dejé que la bañera se llenara por completo y eché sales de almizcle. Quedé sumergida y muy quieta. ¿Habíamos llegado a un desenlace? Garzón creía tener al violador, un individuo absolutamente astuto y sibilino, un degenerado que urde un plan paralelo a sus fechorías para cargar a otro con la culpa. Alguien capaz de robar la voluntad al cómplice y llevarlo poco a poco a implicarse en su juego de perdición. Luego, matarlo. Me costaba mucho descubrir a ese monstruo en el joven que acabábamos de detener. Y aquella chica de la camiseta... ¿era ésa la compañera de un retorcido violador? Difícil de opinar, porque quizá no es necesario que los monstruos tengan dos cabezas o lengua bífida y puede que hasta les cedieras el sitio con gusto en un autobús.

Pero había un montón de cosas sin sentido en todo aquello, ¿por qué aquel tipo del bar había negado conocer a Juan Jardiel? Claro que, según Garzón, negarse por principio a colaborar con la policía es lo normal. Él esperaba poder retener a ese chico en comisaría lo suficiente como para hacer que hablara. De lo contrario, eran mínimas las pruebas que podíamos esgrimir contra él. No, nadie que duerma al lado de una chica en camiseta puede ser un violador. Las pesquisas de Garzón nos desviaban, pero yo no encontraba nada lo suficientemente sólido como para llevarlo a rectificar.

A la mañana siguiente llegué pronto a comisaría pero, naturalmente, Garzón ya estaba allí.

—¿Interrogando al sospechoso? —le pregunté a un guardia.

—No, creo que habla por teléfono —respondió.

Me senté en la sala de juntas, encendí un cigarrillo y suspiré, pero antes de que hubiera puesto mi cerebro en el punto laboral, irrumpió Garzón como acompañado de las furias y cerró la puerta con un fuerte golpe tras de sí. Venía alterado, con las mejillas encarnadas y flojo el nudo de la corbata.

—Petra, quizás usted llevaba razón —soltó.

—¿Qué quiere decir?

Empezó a resollar.

—Serénese, subinspector.

Se sentó, tomó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió.

—¡Joder, Garzón, serénese pero diga algo de una vez!

—He localizado al detective privado que contrató Masderius.

—¡No!

Asintió con gravedad. El detective era un tipejo de pocas luces que trabajaba en una pequeña agencia de la Barceloneta. Nada especial, uno de esos establecimientos de escaso fuste dedicado a la búsqueda de infidelidades para divorcios y de impagados para futuros miembros de una sociedad. Era obvio que Masderius había preferido la discreción. Difícilmente alguien iba a relacionarlo con un lugar así. Pero Garzón era un sabueso de instinto impagable, capaz de cobrar la pieza antes de que la hubiera alcanzado el perdigón.

—Muy buen trabajo, felicidades subinspector, ha dado en el clavo.

Por lo visto, al tipo le había costado bastante reconocer la verdad. Había empezado a darle a la matraca con la protección al anonimato del cliente, hasta que mi compañero tuvo que amenazarlo con la acusación de encubrir un asesinato para que entrara en razones. Lo hizo por fin, claro e inapelable: el señor Masderius lo había contratado para localizar a Juan Jardiel. Desgraciadamente, según aseguraba, no lo localizó. ¿Y qué hubiera pasado si llega a encontrarlo? preguntó Fermín. «
Naturalmente lo hubiera denunciado a la policía
», respondió el muy cretino. Por supuesto, el director de su agencia se empleó a fondo en desmarcarse de él. ¿El señor Masderius? Ése era un caso que había tomado su empleado sin autorización previa. Lo dejó con el culo al aire, como siempre suele suceder.

Garzón se había presentado pitando en comisaría y había citado a Masderius para un interrogatorio inmediato, pero sus prisas fueron inútiles, obviamente el dueño de la agencia le avisó, y cuando se presentó ante nosotros lo hizo ya con su abogado.

Noté en la cara del arquitecto una pátina de miedo que no había tenido hasta entonces. En cuanto el abogado abrió la boca comprendí que se proponía no dejarlo decir ni una palabra.

—A la hora del asesinato mi cliente se hallaba en su club, jugando un partido de tenis con su colega Pedro Pifarré. Pueden ustedes comprobarlo inmediatamente.

—Supongo que no es necesario —contesté.

—¿Entonces...?

—Del mismo modo que usted, señor Masderius, ha contratado a alguien para encontrar a Jardiel, es posible que hubiera ampliado sus encargos a algún asesino profesional.

Siguió contestando el abogado por él.

—Eso está por demostrar, del mismo modo que habrá que saber si la declaración del detective ha sido lograda con intimidación.

—¿Va a intentar comprar al testigo para que se retracte?

El abogado expandió sus untuosas plumas de pavo real.

—¿Usted sabe quién es el señor Masderius?

—Sé que es alguien que contrató a un detective privado al margen de la investigación policial.

Masderius intervino ante la mirada alarmada de su defensor.

—¿La investigación policial?, ¡no me haga reír!, han sido ustedes incapaces de aclarar nada, ¡pura ineptitud! Así es como funciona todo en este país: la sanidad, el comercio, correos...

—Debo entender que, para paliar la ineficacia oficial, tuvo usted que recurrir a la iniciativa privada.

El abogado terció:

—Mi cliente no ha dicho tal cosa.

Puso una mano sobre el brazo de Masderius. Continué.

—Con esa manera de pensar debe dolerle mucho pagar sus impuestos, señor Masderius.

El abogado me miró con aire conspicuo.

—Lamento no entender.

—A Al Capone lo cazaron así, no pagaba sus impuestos y fue encarcelado por esa razón.

Masderius se erizó como un gato acorralado:

—¡No toleraré semejantes injurias!

—Es lógico, señor Masderius, no debe ofenderle, una vez que se empieza a delinquir...

La mano del abogado se posó sobre el segundo brazo de Masderius, lo hubiera amordazado si hubiera podido.

—Inspectora Delicado, usted sabe bien que mi cliente es un hombre con muchas obligaciones, no podemos perder el tiempo en
boutades
.

—Por supuesto que lo sé, yo también soy abogada, reconozco enseguida cuál es el calibre de ocupación de una persona. Sin embargo, debo advertirle que su cliente se ha metido en un lío. Voy a pasarle el resultado de las investigaciones al juez y él dictaminará.

Salieron casi sin decir adiós. Cuando Masderius pasó junto a mí, noté que estaba desencajado, nervioso, próximo a un ataque.

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