—¡Lista! ¡Vamos! Joesai descendió y se afirmó.
—¡Listo! ¡Vamos! —le respondió. Cuando llegaron a un reborde sobre el primer contrafuerte importante, Oelita volvió a sentirse invadida por el terror y debió luchar contra él para poder continuar.
—En la Prueba Cuatro tendrás que volver a
subir.
—Joesai emitió su sonora carcajada mientras compartían el reborde construido para una persona y media.
—¿Por qué no me empujas y terminas con esto? —replicó Oelita enfurecida.
—Bésame o lo haré yo.
Ella estaba aferrada a él, pero no por amor.
—Tenemos que continuar —dijo Joesai.
—No puedo.
Él esperó con paciencia, más tiempo del que deseaba aguardar.
—Ya has mostrado tener al menos la mitad del coraje necesario para llegar hasta abajo.
—Si esto es una Prueba de un Rito Mortal, no deberías ayudarme.
—No lo hago. No te estoy llevando sobre mi espalda, ¿verdad?
Llegaron al techo. Cuando recibió la señal de que todo estaba tranquilo, Joesai bajó las cuerdas y el arnés y se las dio a un lacayo que estaba estratégicamente situado. Entonces saltaron. Abajo les aguardaba una pequeña muchedumbre con un par de túnicas, y confundidos entre la gente se introdujeron en la aldea. Joesai indicó una taberna en una calle lateral.
—¡Allí! ¡Tengo sed después de tanto ejercicio!
—No —protestó Oelita mientras le tironeaba de la túnica. No quería correr riesgos.
—¿Realmente crees que esos cobardes Stgal vendrán por ti ahora?
—¡Iban a asesinarme!
—Jamás. Sólo trabajaban en una resolución que te otorgaría un permiso especial para contribuir al Gran Vertedero de Cromosomas con tus famosos genes Ainokie. —Joesai se echó a reír, la tomó en brazos y la llevó a la taberna. Continuó la conversación en su oído—. Y tú los frustraste blandiendo tu kalothi mientras ellos continuaban con su tedioso debate. ¡Esta noche la cabeza les saldrá por el trasero!
Joesai la depositó en el suelo mientras sus compañeros subían la escalera tras ellos. Entonces hizo una reverencia ante los sorprendidos parroquianos.
—¡Os presento a la Dulce Hereje! —Cogió sus brazos bruscamente, les arrancó las mangas y los levantó por las muñecas mostrando que éstas no lucían ningún corte. Aquél era el gesto universal del elevado kalothi. El tabernero comenzó a llorar. Tanto los que bebían como los que jugaban lanzaron vítores y alzaron sus jarras. Un anciano cayó al suelo de rodillas. Joesai pidió una ronda de aguamiel para todos, cortesía de las arcas de Aesoe.
Oelita estaba sentada ante una mesa, bebiendo su aguamiel, cuando Joesai se acercó a ella con unas ramas de trigo sazonado.
—No te comprendo —dijo Oelita—. No comprendo tu ética. No comprendo tus creencias, ni siquiera tus lealtades. ¿Por qué haces lo que haces? ¿No podríamos abandonar tu pequeño juego e iniciar algo simple? ¿Algo como una partida de ajedrez, quizás?
—Siempre pierdo al ajedrez.
—Me he percatado de ello. No eres muy listo en la defensa. Cuando tu oponente te amenaza una pieza, corres a protegerte y dos movidas después has perdido al defensor.
Joesai chocó su jarro de aguamiel con el de ella y esbozó una pequeña sonrisa.
—¿Entonces sabes que no he sido yo quien quemó el silo?
—No estaba segura. Te dije que no te comprendía.
—La vida es una carrera para burlar a la Muerte.
—No es verdad. La vida es la paz, siempre y cuando tú crees esa paz. —Oelita lo miró a los ojos y vio el pasaje de una luna oscura sobre un planeta verde y extraño—. ¿Paz? —le imploró.
Él se echó a reír.
—¡Hasta mañana!
Cuando la llevaron a casa, los dos hombres de Joesai encabezaron una patrulla que registró cada intersección, cada calleja y todas las entradas antes de permitirles avanzar. Joesai le explicó a Oelita que no había peligro, pero que quería ser prudente. Le ofreció acompañarla fuera de Congoja, a algún sitio donde estuviese segura.
En una esquina, mientras aguardaban a que regresase la patrulla, Oelita se impacientó y se asomó sobre el hombro de Joesai para mirar la calle. Tenía las manos posadas sobre sus brazos. Fue en ese momento cuando se preguntó si lograría seducirlo. Ella siempre había sido honesta con sus favores, nunca prometía lo que no era capaz de dar, y había descubierto que el afecto genuino, con un poco de condimento físico, atraía a los hombres hacia ella y con frecuencia los hacía cambiar. ¿Por qué no tenerlo consigo por unos pocos días?
¿Adonde iré?,
se preguntó. Podía ir a la granja de Nonoep. Era el sitio lógico desde el cual planificar una defensa contra los Mnankrei. Nonoep sabía extraer alimentos depurados de toda clase de vegetales profanos. Podían derrotar a los Mnankrei de ese modo. Pero él era un Stgal, y a pesar de su naturaleza rebelde, mostraba su rasgo fatal de impotencia cuando se trataba de afrontar grandes proyectos.
En una emergencia extrema, Nonoep probablemente podría suministrar alimentos para diez personas. Pero la producción a gran escala significaría una frustración y una derrota para él. Era un Stgal: soñador, amoral, ególatra, melindroso con los detalles hasta el punto de ser incapaz de cumplir con un plazo prefijado. Él prepararía una gran hornada de confitura y se olvidaría de los cuencos donde ponerla. Oelita se echó a reír pensando en ello.
Tal vez, si Joesai fuese con ella, sería posible organizar la producción de alimentos profanos en grandes cantidades. Así lo mantendría a su lado. Un hombre no sería capaz de dañar a la mujer que le concedía sus favores. Se preguntó cuál sería la reacción de Nonoep al ver que estaba con otro hombre. No era el típico hogareño, pero ella había hecho el amor con el soplador de vidrio, y a él no le había importado.
Por supuesto que Joesai tenía a su mujer, pero Teenae le había sugerido que había espacio para otra más. Ahora se estaría recuperando de sus heridas en alguna parte, y él regresaría a su lado.
Me agradó Teenae, y yo le agradé a ella,
recordó. ¿Tal vez juntas? Oelita sabía que Teenae disfrutaría humillando a los Mnankrei. ¡Era tan implacable jugando al Kol!
Cualquier cosa que hiciesen, debía hacerse pronto. Cuando los sacerdotes marinos llegasen con su trigo y sus administradores, todo habría terminado. Le asustaba la idea de confiar en los Kaiel. Eran tan violentos como los Mnankrei. Ambicionaban la tierra tanto como ellos. ¿Cuál era la diferencia entre Teenae colgada del mástil de un barco y ella misma encerrada en una jaula para que se ahogase?
Pero yo podré acercarme a Joesai,
pensó.
Me acercaré a él esta noche,
decidió finalmente.
Cuando el convoy llegó a su casa, Oelita no prestó atención al pandemónium de vecinos que festejaban su liberación ni tampoco a los guardias que se negaban a abandonarla. Condujo a Joesai hasta las ventanas verdes de la parte delantera de la casa y le enseñó la increíble panorámica del Templo. Su casa estaba construida sobre un terreno elevado frente a la aldea.
—Me encanta este sitio, pero lo escogí por su invulnerabilidad.
—¡Estás casi a la misma altura que la torre!
—Mi torre de Vida y su torre de Muerte.
—Teenae disfrutó de su visita aquí.
—¿Ella te lo dijo?
—Sí.
—¿Se encuentra bien?
—Ya está parloteando otra vez. Me habló de tu colección de insectos y de ese pequeño cristal que posees.
—Recuerdo que el cristal la impresionó. Lo llamó una Voz de Dios. Vosotros, los Kaiel, sois tan supersticiosos.
—A mí me resulta supersticioso pensar en Dios como una roca. Y peligroso. ¿Podría ver ese cristal? Probablemente sólo sea un vidrio muy bonito.
Oelita se mostró indignada.
—¡
No es
vidrio! —Fue a buscarlo—. La casa estaba tan desordenada cuando Teenae vino aquí. Acababa de mudarme y todavía no había decidido cómo acomodar mis cosas.
Joesai cogió el cristal con reverencia, y Oelita pudo notar su emoción.
—
Es
una Voz Congelada de Dios.
—¿Qué significa eso para ti?
Fueron interrumpidos por la entrada del herrero que había fabricado los pitones para la ascensión de la torre. Joesai lo recibió amablemente y después de dejar el cristal, le explicó a Oelita lo importante que había sido su ayuda.
—No puedo creer que estés a salvo —dijo el hombre, conmovido casi hasta las lágrimas. Sus miradas se encontraron con afecto. Cuando Oelita volvió a mirar a su alrededor, tanto Joesai como el cristal habían desaparecido.
No había forma de que hubiese podido pasar al fondo de la casa. Debía de estar en el balcón. Cuando salió, Oelita pudo ver las escarpias de hierro clavadas en el muro del frente. Se fijó en ellas porque como acababa de descender por la torre, los muros ya no significaban una barrera infranqueable para ella.
Oelita giró sobre sus talones y regresó a la casa.
—¡Ese hombre! —Estaba furiosa—. ¡Ladrón! ¡Ponzoña de Dios! ¡Es un embustero! —bramó—. ¡Maiel! ¡Herzain! ¡Se ha llevado mi cristal! ¡Tenemos que atraparlo! ¡No es más que un cristal, pero yo lo encontré y lo quiero de vuelta!
Uno de sus amigos se acercó.
—No hay necesidad de perseguirlos. Yo sé dónde está anclado su barco. Lo más probable es que hayan ido hacia allí.
—¡Quiero recuperar mi cristal! ¿Puedes traérmelo?
—No son más que tres.
—¡Pero no quiero que resulten heridos! ¡Lo prohíbo!
De pronto Oelita decidió que no podía confiar en ninguno de ellos. Recordó ese estúpido incidente en el cual Teenae había sido apuñalada. ¿Nunca aprenderían?
—Iré con vosotros. —Cogió una cerbatana, un arma que no era conocida en Congoja pero que alguien le había obsequiado para que la emplease a modo de protección. A Oelita le había agradado porque era efectiva e inofensiva. Los dardos estaban impregnados en un destilado del temible ei-cactus. En realidad éste no era tan peligroso. Si su sarro penetraba bajo la piel, la persona tardaba cuatro segundos en caer, pero la parálisis sólo era temporal. El peligro radicaba en caer sobre ellos con la piel expuesta al sarro. Entonces uno moría de hambre o de frío, consciente pero sin ninguna posibilidad de mover un músculo.
Tendieron una emboscada, pero no ocurrió nada. Oelita estaba a punto de renunciar. Su cólera había cedido y comenzaba a tomar conciencia de que se encontraba en peligro, de que necesitaba abandonar la aldea cuanto antes, pero justo en ese momento aparecieron los tres hombres que esperaban. Oelita derribó al joven con las costillas rotas de inmediato. Uno de sus hombres sujetó a Joesai y ella los dejó a ambos fuera de combate. Al tercero lo aguijoneó mientras el herrero y otro de los suyos lo inmovilizaban.
Oelita recuperó el cristal y ordenó que amarraran a los tres Kaiel, que permanecían conscientes. Le pareció divertido atarlos con un nudo ingenioso que sólo podía deshacerse si la víctima disponía de tiempo, paciencia y sentido de la percepción. Luego ordenó reparar el barco. La tormenta había hecho estragos en él, y la vela estaba desgarrada. Cuando vio que Joesai se esforzaba por flexionar los dedos, Oelita se sentó a su lado sin prestar atención a la grava que se clavaba en sus rodillas.
—¡Ésta es la Prueba Cuatro del Rito Mortal! ¿Me comprendes? Él murmuró una respuesta ininteligible.
—¡Si ataco a hombres tan peligrosos como vosotros, estoy arriesgando mi vida! ¡Eso cuenta! ¡Es la Prueba Cuatro!
Oelita lloró. Temía a la muerte. Tenía miedo por su gente. Desesperada, comenzó a caminar por la playa. ¿Cómo podía acudir a su amigo Nonoep si él mismo había escapado de su propia responsabilidad? Pensó en sus amados seguidores. ¿Había alguno capaz de tomar el mando entre ellos? No. No eran sacerdotes. No habían sido engendrados para mandar. ¿Por qué sería que si uno quería escapar a la tiranía de los sacerdotes, sólo podía acudir a ellos?
La sabiduría maduraba en tiempos de crisis y ella se sentía ignorante. No tratar con los sacerdotes era parte de su política. Había despreciado a los Kaiel y odiado a los Mnankreí, ¿pero ellos no formaban parte de la humildad y poseían sus propias aptitudes especiales?
Debí haberles predicado. Debí habérmelos ganado, reflexionó. Pero ya era demasiado tarde. Les he tenido miedo, se dijo. Oelita imaginó escenas de un juicio por herejía. Recordó la matanza de los Arant y el nuevo clan Kaiel sentado en el Banquete del Juicio. Era una visión horrible.
Oelita corrió por la playa, pero entonces pensó que se había alejado demasiado de sus amigos y regresó cortando camino por el mar. Ah, el agua y la tradición tenían mucho en común. Si se luchaba contra ella y se pataleaba con todas las fuerzas, tal como ella hacía en ese momento, tanto las aguas como la tradición no hacían más que abrirse unos momentos para dejarla pasar, pero luego volvían a cerrarse como si ella nunca hubiese existido.
Su gente se dedicaba a reparar la vela de Joesai. Al igual que el viento que traía la lluvia, de pronto un destello de esperanza se abatió sobre su desesperación. Joesai le había enseñado a no temerle tanto a las pruebas.
Seré valiente, se dijo. Oelita tembló como cuando los hombres se abalanzaron sobre ella en Caleta Dorada, como cuando tomó la decisión de salir por la ventana de la torre. Iré a Kaiel-hontokae, se prometió. Emplearía el cristal como prenda para asegurarse de que no le harían daño.
Una Liethe es hermosa, ya que el clan sólo multiplica cuerpos hermosos. Eso no basta para cautivar a un sacerdote. Un cuerpo necesita gracia. La gracia sólo puede lograrse mediante la disciplina, y la disciplina sólo puede encontrarse en un lugar ascético.
Una Liethe es inteligente, ya que el clan sólo multiplica cuerpos inteligentes. Eso no basta para hechizar a un sacerdote. La inteligencia necesita forma. La forma sólo puede lograrse mediante la disciplina y la disciplina sólo puede encontrarse en un lugar ascético.
Aquella que proviene de un lugar ascético puede disfrutar del placer ya que, ¿dónde existe mayor contraste del placer que en la renuncia? Aquella que proviene de un lugar ascético puede esgrimir poder, ya que la disciplina la ha convertido en maestra de los placeres que se obtienen con el poder.
De las Liethe,
Velo de los Salmos
En una habitación desnuda, la se-Tufi que Aguza el Oído adoptaba el papel de maestra frente a su se-Tufi hermana. Ambas se hallaban erguidas, en la Posición de Fuerza en Descanso. Interactuaban a través del catalizador llamado Matriz de Nueve Filas de Comprensión, para transferir a Humildad los conocimientos básicos sobre las concubinas previas de Aesoe.