En la Montaña Kaemenek
Un sendero franquea la empinada pendiente
Allí me detengo a descansar
Y contemplo el Mar de las Ilusiones Ahogadas.
Las ráfagas de furia me azotan
Las nubes navegantes merodean por el cielo
Me aferró a mi capa
Sobre un Mar de Ilusiones Ahogadas.
Un sol ligero en su círculo de sangre
Muy pronto mitiga el calor de la tarde
El mar parece hervir
Y enrojece en un torrente de Ilusiones Ahogadas.
No volveré a gozar de esta vista Tampoco vendré jamás por aquí Pero sí me detendré a descansar En una canción de espuma e Ilusiones Ahogadas.
Llegaron a Kaiel-hontokae por la noche. Ella apenas si notó que se acercaban, ya que toda su atención se centraba en la luna, que durante toda una semana había dominado el horizonte, creciendo. Ahora estaba llena. A lo largo de cada día iba menguando, hasta que al atardecer sólo quedaba una delgada hoz sobre las montañas distantes. Durante la deslumbrante retirada de Getasol, la hoz se volteaba convirtiéndose en un cuenco y luego comenzaba a aplastarse mientras las carretas crujían en la noche purpúrea. ¡Luna Adusta era enorme! ¡El mundo sin luna de su juventud se había desvanecido!
Humildad abandonó la carreta y comenzó a caminar hacia aquella luna, hipnotizada. ¡Hasta las estrellas se apagaban ante su gloria! ¡Toda la tierra se iluminaba! Por la noche poseía una sombra, una pálida extensión de ella misma que desaparecía al final del camino. La gran Luna Adusta inundó sus pies de música y su corazón de canciones. Qué noche para amar, en un paisaje erótico enmarcado por el resplandor rojizo de la muerte siniestra.
Finalmente, Humildad imploró a uno de los Ivieth que le permitiese viajar sobre sus hombros. No constituiría una carga muy pesada para él. Era una jovencita tan pequeña. Aferrada a su cabello, con las piernas cruzadas sobre su pecho, vio por vez primera Kaiel-hontokae a la luz de la luna, con la forma fantasmal de los acueductos y la simetría oscura de los edificios.
¡Vaya!,
pensó mientras subían a la cima de una colina y divisaban los ovoides cadavéricos del Palacio del que hablaban las canciones.
¡Enemigo mío que serás mi
amante!,
pensó. Con gran agilidad puso los pies sobre los hombros del Ivieth y se alzó en perfecto equilibrio, con los brazos extendidos. El Ivieth quiso sujetarla, pero ella apartó su mano con un pie, lentamente flexionó la cintura y, apoyando la cabeza en la de él, alzó los pies hacia el cenit de tal modo que veía el Palacio cabeza abajo.
La celda que le asignaron en la colmena Liethe de Kaiel-hontokae había sido tallada en los muros de asperón de una antigua bodega. Había un jergón para dormir y algunos muebles sencillos, pero ninguna tapicería ni artículos de lujo. Humildad se despertó temprano, rezó y, para alejar la desazón de los sueños, adoptó la actitud mental de la Mente Blanca mientras colocaba su cuerpo en las Tres Posiciones sucesivas.
Luego, sin ninguna prisa, comenzó a trabajar. Guiándose por el sol, destinó una parte de su tiempo a repasar sus ejercicios de memoria: ese día aprendería dos canciones y la regla mnemotécnica de su archivo genético.
Un rostro se asomó a su habitación, emitió una risita y se retiró. Humildad se levantó de un salto, descalza y con los senos descubiertos, y se asomó al pasillo.
—¡Eh!
El rostro volvió a aparecer, enfundado en una túnica con capucha. Un rostro con los pies descalzos. Su rostro con los pies descalzos. Humildad rió. Su hermana clon le respondió con una sonrisa.
—La se-Tufi que Aguza el Oído —dijo la mujer en una presentación formal, ladeando un poco la cabeza para mostrar que aguzaba el oído.
—La se-Tufi que Camina con Humildad —fue la respuesta formal, unida al gesto de manos abiertas y mirada al suelo, universalmente asociado a la humildad. Las Liethe del mismo linaje genético empleaban estos gestos para reconocerse de inmediato.
—¿Te gustaría desayunar? Ven.
La cocina era austera, pero había recipientes de harina, patatas y grandes tinajas de abejas y especias.
—Quisiera unas tortitas con miel.
Comenzaron a preparar la mezcla y a chismorrear como si se hubiesen conocido desde siempre.
—¿Conoces la fama de Aesoe? Tú eres mi reemplazante. Estoy embarazada de él. Esta vez será una niña. —Quería decir que esta vez no tendría que sufrir un aborto—. El viejo me envía al hogar colmena para que tenga al bebé. Nunca he viajado tan lejos. Yo nací en Oiena. ¡Tú sí que has viajado! —Oído Aguzado ya había recabado datos sobre Humildad, y aunque nunca antes se habían visto conocía sus archivos de desempeño genético—. ¿Cómo es llegar tan lejos? ¡Tendré que cruzar el Njarae en un barco!
—¡Anoche vi la luna! —Humildad estaba extasiada.
—¿Es eso todo lo que ocurre cuando viajas? Tengo miedo de las violaciones. ¿Alguna vez has sido violada?
Humildad se levantó y, antes de darse la vuelta, saltó girando en el aire como una bola y embistió la pared con un golpe devastador de sus pies. Luego dio otro giro en el aire y volvió a caer con gracia, en el lugar de donde había partido.
—¡Tendrías que ver la sorpresa de cualquier hombre cuando lo golpeas de ese modo en pleno pecho! —Regresó a sus tortitas.
—¿Dónde aprendiste tanta ferocidad?
Humildad sólo sonrió. El entrenamiento había sido parte de su curso como asesina.
—Uf. Viajar significa bajarse a cada rato para empujar la carreta cuando muere algún Ivieth. Ése fue el día más interesante de mi último viaje. Nunca antes había asistido al funeral de un Ivieth. Tienes suerte de atravesar el Njarae en un barco. He leído tantos poemas sobre el Njarae que con sólo pensar en ello siento alas de hoiela que revolotean en mi cabeza. Imagina el océano por la noche, con Luna Adusta en el cielo, las velas extendidas y uno de esos sudorosos Mnankrei rodeándote con el brazo en la cubierta. Desfallezco.
Oído Aguzado frunció la nariz.
Humildad percibió su hostilidad de inmediato. Estaba sorprendida. Las Liethe habían sido aliadas de los Mnankrei durante siglos. Entre ellas se creía que cuando llegase la Unión, los Mnankrei serían los amos de todo Geta. Estaban orgullosas de servirles como amantes. En cierta ocasión, Humildad había estrangulado a un sacerdote errante que transportaba mensajes contra los Mnankrei.
—Los Mnankrei tienen kalothi —le dijo.
—Los Mnankrei son malvados.
—Orina de escarabajos. —Humildad tragó un gran bocado—. Has estado viviendo en Kaiel-hontokae demasiado tiempo. Es hora de que te marches.
—¡En el Palacio, los Kaiel tienen un oído mágico que puede escuchar a los Mnankrei hablando
en este mismo instante!
Me atemoriza lo que hacen esos marineros.
—¿Quién te ha hablado de los oídos mágicos?
—¡Aesoe!
—¡Los Kaiel son acérrimos enemigos de nuestros Mnankrei! ¿Tú crees en todo lo que te dice un sacerdote viejo y gordo? ¡Ellos les abren las piernas a las niñas y se comen hasta sus cerebros!
Oído Aguzado esbozó una sonrisa y las cuentas marcadas en su rostro se abrieron como una cortina.
—Sé que lo hace. Y después se ríe de ello. El otro día tenía a esta pobre mujer Kaiel, con los muebles apilados contra la puerta... ¡y él entró por la ventana! Le doy las gracias a nuestro Dios por el Control Mental. Tuve que adoptar la Mente Blanca para mantener el rostro imperturbable. Aesoe es una criatura tan adorable. Me preocupa que vaya a sufrir un ataque cardíaco.
Humildad se ahogó con su tortita y abrió los ojos de par en par.
—¡Estás enamorada de él!
—¡No es verdad!
—¿Sólo porque besa bien el trasero? —bromeó Humildad.
—Lo extrañaré —admitió Oído Aguzado—. ¡Espero que su hija pertenezca al mejor linaje que las Liethe jamás han conocido! Él nos adora. ¡De veras!
—Tonterías —replicó Humildad—. ¿Y yo tendré que dormir con ese hombre?
—¡Sabiendo que él piensa que soy yo quien le susurra al oído! —se desquitó la hermana.
—Por Dios, tardaré un tiempo en habituarme a esto.
—La vieja bruja sólo te dará tres días plenos antes de que empiece tu actuación.
Humildad volvió a abrir los ojos de par en par.
—¿Tan pronto?
—¡Te hará trabajar hasta convertirte en sopa!
—¿Nunca nos agotamos? —Humildad sabía que la madre de la colmena pertenecía al mismo linaje se-Tufi que ellas. Era la famosa se-Tufi que Recoge Guijarros.
—No, no nos agotamos, sólo nos ponemos más cascarrabias.
Humildad pensó en sus palabras. La madre de la colmena había vivido cinco veces más que ella. Debía de ser muy cascarrabias.
—¿A qué viene tanta prisa?
—La se-Tufi que Canta por las Noches ha estado completando el trío de Aesoe esta semana, pero ahora será enviada al sur. Con esto sólo quedan cuatro de vosotras para los tres papeles. Yo estaré aquí un tiempo para ayudaros, pero no mucho.
—¿Qué clase de kalothi-cero es ese Aesoe? ¿Su ego es tan grande que necesita
tres
amantes, y aunque el sol se eleve diez mil veces ni siquiera nota que lo están engañando, que sus mujeres nunca envejecen? ¿Ése es el hombre que gobierna a los Kaiel? ¿El que tiene ilusiones de grandeza que abarcan el planeta entero? ¡Los Mnankrei lo desollarán vivo!
—Le agrada dormir con la cabeza apoyada en tu pecho. Y ronca. —Oído Aguzado parecía divertida.
—¡Me encantará! ¡Muchas han matado a un hombre por mucho menos!
—Y cuando él te llama «su abejita», tu acto reflejo es apretarte a él y succionarle el lóbulo de la oreja.
Otra mujer entró en la cocina. Era más alta que una se-Tufi, más ancha de caderas y con el rostro más sensual. Sobre la frente lucía una rúbrica de ocho nodulos. La mandíbula era casi familiar. Rápidamente hizo el signo de la baya y fue a prepararse una tortita, pero cuando Humildad le hizo un signo, la mujer se detuvo y la miró con una sonrisa.
—¡No te conozco!
Se presentaron formalmente. La joven pertenecía a un linaje de hijas de las se-Tufi que aún no tenían edad suficiente para poseer un nombre reconocido. Sólo habían sido creadas media vida atrás, combinando óvulos de las se-Tufi y las be-Mami. Este linaje, como casi todos los de las Liethe, no tenía padre.
Tres presentaciones después, cuando la cocina comenzaba a colmarse, apareció la anciana madre y miró directamente a Humildad. Ésta nunca había visto una versión envejecida de ella misma, y quedó muy impresionada. Era vieja. La mujer debía de estar cerca de la muerte, pero su mente continuaba lúcida, pues sus modales eran autoritarios y su energía implacable, aunque económica.
—Tus ejercicios comienzan ahora —dijo la madre en tono severo.
—Sí, anciana. —Humildad se puso de pie e hizo una reverencia. No terminó sus tortitas.
Si uno es precavido ante los obsequios de un enemigo, ¿podrá existir jamás la unión de la humanidad bajo el Cielo Único de Dios?
El sacerdote ermitaño Rimi-rasi ante el Concilio para Honrar a Dios
Al escuchar un chirrido, Oelita despertó y se sentó en la cama. En medio del pánico, notó que el sonido intermitente provenía de la ventana. Entonces vio el perno entre los barrotes. Éste giraba alegremente y se detenía en forma caprichosa, uniendo dos pesadas tuercas que, a su vez, empujaban una estructura rígida contra los barrotes. Éstos se doblaban y comenzaban a salirse de su base de piedra. Era fascinante porque no podía haber nadie allí fuera. Oelita observó durante un rato. El perno giró y se detuvo, giró, gruñó, protestó y volvió a detenerse. Un barrote se desprendió y la máquina se zafó. De inmediato, Oelita sujetó la estructura romboidal y por unos momentos se preguntó cómo podría volver a colocarla nuevamente entre los barrotes. Tendría que girar el perno hasta que se hubiese reducido lo suficiente.
—¿La coloco otra vez? —le preguntó al cielo, perpleja.
—Bueno —le respondió una voz en el viento—. Eso me ahorraría bastante trabajo. ¿Hay guardias cerca?
—Están dormidos.
—¿La barca acodada se ha desprendido?
—Creo que puedo soltarla.
—No la dejes caer afuera. ¡El ruido despertaría al mismo Dios!
—¿Dónde estás?
—Soy el escarabajo del antepecho de la ventana.
Por unos momentos, Oelita no dijo nada más. Escuchando los latidos de su propio corazón, volvió a colocar el perno y retiró los barrotes sueltos. Una varilla metálica, desde arriba, movía el perno. Al fin pudo asomar la cabeza y mirar hacia abajo, a la base del Templo. La altura era vertiginosa, aunque normalmente no le hubiese preocupado.
—¿Vas a entrar para ayudarme? —preguntó con voz temblorosa.
—No. Tú saldrás y te ayudarás a ti misma.
—¡Nunca llegaré abajo!
—Sólo tienes que salir por esa ventana... la gravedad hará el resto.
—¡Odio tu sentido del humor!
—¡Vaya! Pensé que era un buen momento para bromear.
No tenía alternativa. Con el corazón desbocado, Oelita se dispuso a salir por la ventana. Trató de aferrarse a algo, pero afuera sólo había piedras lisas. Cuando vio al hombre que estaba sobre ella, el terror la paralizó. Era Joesai, el asesino Kaiel. El viento y sus propias expectativas habían impedido que reconociese su voz.
—¿Lista para la Prueba Tres? —Apoyado en un estrecho reborde del muro, él le sonreía. Parecía imposible que no cayese.
—Volveré a entrar.
—Hay una puerta en esa habitación, y es la puerta de la Muerte. Tú decides.
Ella estaba tan paralizada que ni siquiera podía regresar.
—¡Me matarás!
—No —sonrió él—. No será necesario.
Joesai entregó a Oelita un arnés, que debía de estar confeccionado con el cuero de algún desdichado mendigo. Se ajustaba en la cintura y en la entrepierna. El cinto llevaba incorporados unos sólidos anillos metálicos. Joesai le enseñó a fijar las cuerdas y a descender caminando por el muro sosteniendo el peso con un pitón, pero el viento se llevó la mayor parte de sus palabras y ella tuvo que descubrir el proceso por su cuenta. Él sujetó las cuerdas mientras Oelita descendía, y luego ella hizo lo mismo por él. En un momento Joesai le gritó porque ella estaba haciendo algo mal, pero fue demasiado tarde y un pitón cedió soltando la cuerda. Oelita cayó. Terror. Pero la segunda cuerda se tensó y detuvo la caída con un golpe contra el muro. Ella no se detuvo. Sólo volvió a afirmarse y gritó el aviso: