Oelita racionó sus actividades en un patrón cíclico que no tenía en cuenta las semanas o el tiempo transcurrido. Sólo observaba el paso del sol, luego las estrellas; el día, después la noche. La comida y el agua tenían prioridad. Dedicaba bastante tiempo a recorrer el desierto, buscando qué comer. Pocos conocían tan bien como ella la materia: qué partes de las semillas desechar, cómo hervir y secar al sol la médula de los cactus, cómo comer los pequeños frutos anaranjados y rojos del pequeño árbol de beiera.
Siempre se movía furtivamente para que Joesai no pudiera verla.
Sin embargo, los alimentos profanos no alcanzarían para satisfacer su hambre secreta, de modo que cada día trabajaba un poco en su jardín sagrado. Ella sabía dónde podía crecer el trigo, cómo trabajar la tierra y cómo mantener vivos los granos. En ocasiones dedicaba toda una noche a limpiar el pozo y a cavar un estrato nuevo. La primavera le proporcionó agua suficiente para ella, pero no para su jardín.
Otras noches las dedicaba a preparar telas o a aplastar fibras para hacer jergones. Mientras quebraba los tallos en pequeños pedazos y los ponía en remojo venían a su mente imágenes de Dios que emergían de su infancia donde habían quedado enterradas por su implacable ateísmo. De pronto, una niña supersticiosa ocupó su lugar y fue a colocar un carbón encendido sobre el sagrado altar de piedra, para que cuando Dios surcase el cielo y mirase a Su gente, no dejase de verla porque faltaba un resplandor rojizo sobre su rostro.
Oelita volvió a sentarse en cuclillas y comenzó a «charlar» con Hoemei sobre su embarazo. Sabía que él estaba a su espalda, inmóvil y silencioso. Ella le explicó que en los viejos tiempos, cuando el hombre era un recién llegado al refugio de Geta y el planeta los mataba a todos con tanta crueldad, engendrar mellizos era algo que Dios consideraba favorable para asegurar la supervivencia. Muchas mujeres todavía alumbraban mellizos. Era probable que ella volviese a tener dos, le aseguró a Hoemei. Quería estar bien provista antes de que naciesen sus mellizos para que ellos nunca tuvieran que sufrir.
«Está bien», le dijo él claramente, con una voz que resonó dentro de su cabeza, y ella se sintió mejor.
Los recuerdos de Kaiel-hontokae todavía la asustaban. Era una ciudad de diez mil Joesais, más inmensa de lo que jamás había soñado que podía ser una ciudad. Allí había calles, edificios, un templo tras otro con sus hermosos jardines, etéreos acueductos que surcaban la ciudad como múltiples Huellas de Dios, mujeres de pechos desnudos, finas telas y tiendas donde se podía regatear el precio de la carne de un niño que no había pasado alguna prueba en la guardería. Y las máquinas cuya abrumadora presencia susurraba sobre la distante fuerza de Dios.
Sin embargo, en el desierto se extendía la meseta roja, naranja y ocre, erosionada donde la escasa vegetación no alcanzaba a observar los raros chubascos fugaces, y Dios era casi invisible a menos que uno observase Su paso por las noches, con fe. Era silencioso como las estrellas, pero iba más de prisa.
—¡Teenae! —gritó, poniéndose alerta. Había visto la ciudad al otro lado de los riscos del barranco.
Allí, en la ciudad, Dios no era ninguna Abstracción Invisible. Él se sentaba muy serio frente a ella, con el rostro de Joesai. Le sujetaba las muñecas con grilletes de hierro, discutía, y replicaba a todos sus argumentos con grandes insectos de vidrio que brillaban con un tinte rojizo, que fastidiaban su cristal del mar y, riendo, pronunciaban las rimbombantes palabras de Dios sobre el Terror del que Él la había salvado, los había salvado a todos, hasta que no quedaba ninguna otra alternativa salvo creer. Dios la había hecho sentirse avergonzada a través de Joesai. Dios se le había aparecido en Joesai, en toda su violencia desatada con fuegos solares que devoraban a la gran Hiroshima en un momento, carbonizando sus propias creencias como un insecto que se posa sobre una antorcha del Templo.
Sólo Teenae la comprendía.
Viniendo de un mundo de Terror, ¿podía Dios amar a una mujer dulce? Oelita se ocultaba de Él en el desierto, pero dejaba las brasas sobre el altar para que Él pudiese encontrarla al pasar. ¿Este Dios Salvador sería el mismo de los templos, el que sacrificaba a los niños más débiles para que Su humanidad llegase a ser lo bastante fuerte para afrontar los horrores del Cielo? ¿Cómo podía hacer algo semejante y al mismo tiempo ser un Salvador?
Oelita estaba dominada por su embarazo. Después de que sus mellizos lisiados fueran condenados a muerte por falta de kalothi, nada había sido más inquebrantable que su decisión de no volver a tener hijos. Pero cuando una mujer pierde su objetivo, ¿no regresa a algún propósito antiguo? El embarazo había sido premeditado. Ahora la ciudad de Kaiel-hontokae estaba dentro de su vientre, creciendo con todo su poder y su arrogancia, y sus hombres eran los padres de su segunda camada. En la memoria de Oelita los maran-Kaiel era padres ilustres y formidables, pero también eran esclavos de Dios. Los hombres fecundaban a sus mujeres pero estaban al servicio de Dios, y no de ellas.
Gaet todavía reconfortaba sus sueños. Ella tenía que estar medio dormida, de buen ánimo, tal vez reclinada contra una pared, antes de que él viniera para bromear con ella y tratarla con su noble encanto. Hoemei le inspiraba mayor confianza. Venía a verla cuando estaba despierta. Gaet tenía una dulzura que la atraía, que conmovía sus mismos genes; la dulzura de Hoemei era mental. En una ocasión le había enseñado a aclarar un pensamiento con el cual ella sabía que discrepaba profundamente. Qué fácil era llegar a él.
—Hoemei. ¿Estás ahí?
«Estoy leyendo», le respondió él desde las sombras, a su espalda.
—Ya no recuerdas nuestro juego sobre los cojines cuando me hiciste un hijo —rió ella. Su único recuerdo de tierno amor por Hoemei provenía de aquella tarde. Ella usaba su pecho como almohada. Él tenía un brazo alrededor de sus hombros y la otra mano posada entre sus piernas. Con la mirada algo perdida, ella observaba su mentón sabiendo que lo había convertido en padre. ¿Por qué recordaba ese momento con tanta claridad? Luego había tratado de expulsar el embarazo con su sangre.
Adormecida, Oelita dejó a un lado su labor, efectuó una última bendición frente al altar y se arrastró hasta el jergón. Extendió la mano buscando a Hoemei.
—¡Hoemei! —Él se había ido.
Trabaja demasiado,
pensó con tristeza.
Joesai siempre estaba con ella. Era el hombre que aparecía vagamente detrás de un arbusto o una puerta, el que siempre llevaba un disfraz y era imposible de burlar. Cuando estaba despierta, muchas veces se sobresaltaba al verlo como una mancha en un cerro distante, o como una sombra que se escurría en su choza al atardecer. En sus sueños él nunca la seguía cuando escapaba, pero siempre lograba atraparla y ella despertaba agitada ante el recuerdo de su poderío.
Joesai le seguía el rastro en sus sueños. Esperaba. Si ella cojeaba, la atacaba físicamente. Si lloraba, sonreía y la atacaba en sus sentimientos. Ella doblaba una esquina y lo encontraba leyendo un manuscrito con una mueca sarcástica en el rostro. Oelita se preparaba y entonces él alzaba la vista... y le espetaba una frase corta que socavaba la esencia de sus pensamientos. Algunas veces despertaba en su choza, segura de que algún sonido que había escuchado provenía de Joesai, que merodeaba por allí.
Otra vez tuvo un sueño sobre Noé, que compraba unos mellizos sin vida en la carnicería del templo.
Los días pasaron. Oelita hizo unas precarias paces con Dios, y cada vez con más frecuencia se arrodillaba frente al altar para rezar. Mientras trabajaba o descansaba, repasó cada Salmo que conocía en busca de su sabiduría oculta. Era muy propio de ella descubrir a un Dios de los Cielos tan diferente al Dios de los templos. El sol anaranjado se elevaba y caía. Su vientre se llenó de puntapiés y entonces supo sin lugar a dudas que eran mellizos. Las largas caminatas se tornaron imposibles. Comenzó a pasar días enteros dentro de la choza, preparando los alimentos profanos para eliminar sus venenos.
Oelita disfrutaba de sus conversaciones con Nonoep, que algunas veces venía a visitarla cuando estaba muy concentrada en sus pensamientos.
Llovió. El chaparrón sólo duró lo que el crepúsculo, pero unos días después había estallado una gloria de flores por las colinas, seduciendo a los insectos a cometer desatinados excesos. Ella no pudo resistir el deseo de dar una caminata por la hondonada, recogiendo los azules labios del desierto para adornarse el cabello. El paseo no la fatigó. Estaban las rocas que había removido de su jardín, y comenzó a llevarlas hasta la escalera, unas pocas cada vez, colocándolas allí para que estuviesen protegidas del clima, de los años, de la fuerza de las raíces. El ermitaño anterior, muerto antes de que naciera su padre, había colocado aquellas rocas con exquisito cuidado. Ella lo honró procediendo del mismo modo.
La noche la sorprendió en la cima de la escalera que se elevaba hacia las estrellas. Las flores se habían cerrado, y los insectos comenzaban su bulla nocturna, buscando pareja. En la soledad de la noche desértica, se veían las estrellas en todo su esplendor. El Río de la Bruma fluía sobre el horizonte, llevando consigo la constelación de la Mariposa Nocturna y la de la Sota.
Estoy a solas con la belleza,
se dijo.
La oscuridad y la distancia ocultaban cualquier perfidia que pudiese existir detrás de aquella perfección.
En cierto sentido somos todos ermitaños,
pensó.
Dios es un solitario como yo,
añadió para sí. ¿Qué dioses lo habían llevado a Él hasta ese rincón apartado del espacio, para meditar mientras otros destruían? De pronto se sintió parte de Él, y como en una compasiva respuesta Dios inició su escalada sobre el escabroso horizonte negro, navegando a través del campo de estrellas.
¿Es verdad que la bondad no es más que el primer síntoma de una voluntad débil?,
se preguntó. ¿La gente buena debía retirarse a un aislamiento total si deseaba sobrevivir? Tal vez Dios no era ningún protector cruel. Tal vez sólo era un alma bondadosa que había escapado a los guerreros estelares, así como Oelita había escapado de Joesai. Aquellas ideas estimulaban su ira. ¡Ella no creería en una herejía semejante! ¡La dulzura era la más noble de las virtudes! ¡La bondad uniría al mundo! ¡Para ocuparse de los débiles había que ser muy fuerte!
Cada estrella ardiente irradiaba enfermizas imágenes de
La Fragua de la Guerra.
Desde la cima de su escalera, Oelita comenzó a maldecir esa mezcla de ejércitos con toda la fuerza de sus pulmones. Su furia se desató sobre el desierto oscuro, reflejándose sobre cada arroyo, amplificándose por los riscos para lanzar su ira al cielo de refulgentes Hiroshimas y masacres de Bagdad, y a las sutiles torturas de hordas rojas que recorrían las estrellas, castigando a campesinos y a ancianos, eligiendo niños al azar para efectuar sus prácticas de tiro.
—¡Basta! —gritó a la avalancha de imágenes.
Un universo atroz volvió la vista en su dirección... con curiosidad. El ataque combinado de aquella atención la golpeó como una bofetada de silencio. Los insectos cantaron a sus parejas con voces diminutas. Oelita permaneció paralizada sobre su montón de piedras. Escudriñó, con los oídos alerta, consciente de que estaba bañada por la luz de las estrellas. ¿Joesai la habría escuchado? Se ocultó rápidamente, tratando de escuchar el sonido de una respiración, el crujido de una rama. No se atrevió a volver a la choza. Pasó toda la noche sola, temblando, oculta entre las malezas del arrecife sobre su plantación de trigo.
Aquel que juzgue será juzgado con la misma vara, pero quienquiera que no se atreva a juzgar por miedo a ser juzgado deberá sufrir la tiranía.
Prólogo del
Enrejado de Evidencia
El frasco azul cobalto estaba protegido por un diminuto cojín en un tazón de bronce, y se hallaba sobre una mesa. La se-Tufi que Tañe la Campana del Alma sonreía ante la brasa del incienso que acababa de encender. Humildad estaba frente a ella, muy tensa y formal.
—Lo has hecho bien —dijo la anciana madre mientras se volvía para acariciar el frasco—. Este veneno debe de hacer las delicias de una asesina.
—No ofrece la discreción sutil que sería de desear. Carece de precisión ya que una vez asestado el golpe, ¿cuándo deja de repercutir?
—¿Eres reacia a la idea de matar así a los Kaiel?
—Yo mato a uno cada vez —respondió Humildad fríamente.
Campana del Alma mondó una fruta, recortando con sumo cuidado las partes ponzoñosas, y ofreció una tajada a su huésped.
—Tranquilízate. Por favor, recita el Enrejado de Evidencia.
Humildad obedeció sin vacilar.
—Bien. Ahora no significa nada para ti, pero es como una semilla de cristal. Ya descubrirás cuánto crece a su alrededor en los años siguientes. La presión de los acontecimientos nos obliga a acelerar tu entrenamiento. Cada Liethe debe pasar por distintas etapas. Para ti aún no ha llegado el Tiempo de Cambios, pero de todos modos te necesitamos. La larva de hoiela pretende volar antes de fabricar su capullo. El día de mañana serás una anciana madre. Por favor, desvístete.
Humildad obedeció sin comprender la orden. Con la gracia que le era habitual, sus brazos y su cuerpo se movieron para quitarse las prendas.
Campana del Alma la observó con actitud crítica.
—No sirve. Muévete como si fueras vieja, como si el simple acto de caminar fuese una Prueba para el Espíritu. —Sin impaciencia, observó la indecisión de Humildad—. Camina como lo harás en el crepúsculo de tu vida.
Humildad recordó a su mentora en la colmena de Kaiel-hontokae. Adoptó el aspecto de la se-Tufi que Recoge Guijarros, lenta, digna, sufriendo dolores con cada movimiento pero demasiado orgullosa para pedir ayuda. Campana del Alma la observó, y entonces le entregó un bastón con puño de platino.
—Ya eres una anciana madre. —Cogió un lápiz y otros instrumentos, y comenzó a trazar líneas en el rostro de Humildad. Oscureció sus mejillas, encaneció sus cabellos, maquilló sus senos para que parecieran flaccidos, envejeciéndola como si sus manos ágiles hubiesen sido las arenas abrasivas de una tormenta de tiempo.
Entonces vistió a Humildad con el lujo excéntrico de una Liethe mayor.
—Sé como las ancianas madres. Piensa como nosotras. Antes de actuar, proyecta tu pensamiento hacia el futuro en una imagen espectral, y espera a que rebote en la distancia reflejando su propia consecuencia peculiar. Sólo entonces lleva a cabo la acción. Eres lenta y pausada. Tu mente es artera y nunca se apresura. No has olvidado nada de tu larga vida.