—¿Es tan insensible para creer algo semejante? —preguntó Humildad.
—Sí— dijo la anciana.
—¡Cómo se puede tolerar a un insecto así! —bramó Palmadas con desprecio.
—Es mi vocación.
—¡No le hagas daño! —le advirtió la anciana con severidad.
—No. —La Reina de la Vida antes de la Muerte inclinó la cabeza, sumisa—. ¿Tiene instrucciones?
—Sí. Obedécele.
Del Templo del Viento llegó la petición de que enviasen cinco bailarinas para animar un banquete. Unos jóvenes Mnankrei enmascarados la llevaron a la terraza superior, donde se habían tallado varias ranuras en los muros para que el viento entonase su extraña melodía. Humildad descubrió que todos sus espectadores eran varones. Las mujeres Mnankrei, invisibles en el mundo del placer, no acompañaban a sus hombres cuando éstos bebían y se divertían.
Cubierta con un velo, una anciana madre acompañaba a sus niñas. Era la más joven de todas las madres, pero estaba acostumbrada a ejercer su autoridad y no derrochaba palabras. Sólo una vez se acercó a Humildad y le señaló a un alto Mnankrei.
—El Amo de las Tormentas Invernales Nie t'Fosal —le susurró con voz casi risueña.
El mago creador del escarabajo aberrante. El hombre que experimenta con los cuerpos de las mujeres. El que ha golpeado a la máscara conocida como Radiante. El hombre al cual ahora temo y amo, ya que yo soy Radiante,
se dijo.
Humildad fingió sorpresa al verlo. De forma casi imperceptible, abrió la boca y dio un pequeño paso atrás. Con una expresión enamorada y confundida, lo miró unos momentos para grabar el rostro de aquel hombre en su archivo mental. Vio a un gigante de fuertes músculos cuyas cejas eran tan espesas que estaban trenzadas en su cabello. La barba le ocultaba el rostro como las algas marinas cubren el cuerpo de un ahogado. Él no dijo nada. Ella hizo una reverencia y cruzó la terraza del brazo de otro Mnankrei, que la acompañó hasta el escenario donde iba a iniciarse la danza.
Mientras bailaba, Humildad observó al Amo de las Tormentas Invernales. Él era un centro de poder. Soebo no caería hasta que él cayese. Hoemei era un necio si esperaba que un hombre como aquél se derrumbase sin llevarse el mundo consigo. ¡Creer que un tirano tan implacable estaría dispuesto a destruirse a sí mismo no era más que autoengañarse!
Hoemei sólo es un hombre, un hombre adorable que tantea en la oscuridad como todos nosotros,
se dijo. Este pensamiento la conmovió, la hizo sentirse sola, casi como si Dios hubiese dejado de surcar Su Cielo.
Cuando la acompañante se las estaba llevando de la celebración, Fosal apareció y se interpuso entre la asustada Radiante y las demás.
La Liethe más vieja trató de protegerla, pero él se lo impidió. Radiante, todavía asustada pero deseosa de estar a su lado, colaboró con él en el secuestro. Qué fácil era manipular a ese conductor de los hombres.
Él la llevó a unos salones para hombres que había en el interior del Templo, y le ordenó que sirviese bebidas en unas grandes jarras cristalinas mientras jugaba al ajedrez con un amigo y discutía sobre el Concilio, por momentos en serio y en ocasiones en broma. Humildad lo observó atacar temerariamente con su Dios Blanco y sus Sacerdotes, avanzando por los casilleros de su oponente mientras dejaba indefenso a su Niño.
Es un tonto,
pensó ella al ver cómo podía ser aniquilado.
—No debí haber hecho eso —gruñó él—. Radiante. Has estado observando. ¿Cómo salgo de este embrollo?
No puedes,
pensó. Colocó un brazo alrededor de su cuello.
—Encontrarás una manera.
Su oponente, un sacerdote más viejo que tenía la mitad del rostro quemado, atacó con su Caballo mientras se cubría con la Reina Negra, destruyendo la línea de Granjeros Blancos. Fosal simplemente continuó con su ataque desenfrenado, sin perder jamás el control, y le dio jaque mate en cinco jugadas. Humildad no pudo menos que reconocerle el mérito.
Él volvió a armar el tablero. Cuando llegó uno de sus hijos, Fosal ordenó a Radiante que fuese con el joven a una habitación contigua. Se la había prometido a su hijo.
—Pero yo te quiero
a ti.
—Más tarde. Si complaces a mi Beil.
Abrió el segundo juego avanzando con un Granjero. Pero no finalizó su ataque porque estaba perdiendo y eso le aburría. Durante un rato se dedicó a deambular por el lugar, murmurando planes y estrategias, y finalmente apañó las cortinas para observar a su hijo mientras inventaba bromas obscenas sobre la inexperiencia juvenil en cuestiones de sexo.
Un rato después sus bromas se transformaron en impaciencia, y arrojó fuera a su hijo para poseerla él. Humildad estaba preparada para la violencia, pero en cuanto estuvo sobre los cojines Fosal pareció calmarse.
—¿Todavía estás enfadado conmigo? —le preguntó con un temblor en la voz.
El rió con la universal risa getanesa.
—Has sido una buena niña hoy. ¿Por qué iba a estar enfadado?
—Yo
quiero
ser una buena niña. —Deslizó un dedo por su nariz, pero luego lo retiró con temor. Él volvió a estrecharla contra su cuerpo y la poseyó. Humildad había esperado que fuese impotente. No era conocido como un don Juán. Tenía hijos pero carecía de esposas y de compañía femenina permanente. Las Liethe habían tratado varias veces de llegar a él, pero nunca habían logrado atravesar su indiferencia, su activo desinterés por las mujeres. Sin embargo, no era impotente. Su fuerza era prolongada y estable, e incluso parecía disfrutar con aquellos desmañados embates.
—Me gusta cómo bailas —le dijo él por hablar de algo.
—Gracias.
Cuando hubo terminado con ella, la acomodó sobre unos cojines donde podía tocarla y mirarla.
—No comprendo por qué te agrado —le dijo Fosal.
—No me agradas;
yo te quiero.
De forma impulsiva, él la llevó hasta el salón y ordenó que todos dejasen de jugar. Pidió un poco de música, y luego le indicó que bailase. Humildad obedeció. Él la miró con una sonrisa en el rostro, aplaudiendo y bebiendo whisky. Era un hombre demasiado grande para emborracharse. De todos modos, su mente empezó a divagar.
Con un gesto, Humildad acalló a los músicos. El silencio se posó sobre el salón como la calma después de una tormenta en el mar. Fosal parecía perdido en algún aspecto de su propio mundo.
—Ahora debo irme —dijo ella con suavidad.
Eso lo despabiló.
—No, no. Tú vienes conmigo. Aún no he terminado contigo.
Durante un rato, sólo caminaron por las calles de la ciudad, donde el viento arreciaba. Entonces él la condujo hasta el apartamento de una torre donde Radiante nunca había estado.
—Yo trabajo aquí. Vengo a pensar. Es muy solitaria la tarea de vigilar una ciudad, de planificar la siguiente movida de un clan en un juego implacable para ganar el lugar que nos corresponde. Cocino yo solo. Aquí lo hago todo yo solo —le dijo con orgullo, mientras le mostraba el lugar. Sacó un pan y cortó dos grandes rebanadas. Luego las untó con algo oscuro y le entregó una a Humildad. Se suponía que a eso se refería cuando dijo «cocinar».
—Podría mudarme aquí. Te ayudaría.
—No es lugar para una mujer. Ni siquiera vienen hombres. Me agrada trabajar solo.
—¿Estoy aquí porque te agrado?
—Mucho.
—¿No puedo quedarme?
Él comió su tajada de pan en un bocado. Eso le impidió responderle de inmediato.
—Te quedarás para que tengamos sexo una vez más; luego te irás. Yo tengo demasiadas preocupaciones. Necesito estar a solas.
—¿No podría ayudarte?
—¿Qué puedes hacer por mí? —protestó Fosal, y ella supo que iba a pedirle un favor. Se mostraba demasiado dócil. Casi podía ver la tensión de sus músculos mientras la abrazaba. El amor de Radiante lo complacía porque le brindaba poder sobre ella, pero no estaba dispuesto a ponerlo a prueba con ninguna brutalidad.
—Haré cualquier cosa que me pidas. Soy esa clase de mujer. Al menos podría intentarlo.
—Hay cosas que una mujer
no puede
hacer.
—¿Cuáles? —lo desafió ella.
—Ahuyentar a los Kaiel.
—Estás preocupado por el Concilio, ¿verdad?
—No, pero estoy pensando en ello. Vienen hacia aquí para quemarnos vivos.
—Eso es horrible. Estoy asustada. He oído que han asesinado a gente por todo el norte de Mnank.
Él se había desvestido y se servía whisky de una botella de vidrio. Estaba junto a una ventana hexagonal y el sol rojizo se reflejaba sobre su cuerpo ilustrado.
—Las Liethe son mujeres de sacerdotes. ¿Estoy en lo cierto? —Era una afirmación, no una pregunta.
—Sí.
—¿De Kaiel?
—Siempre hemos evitado a los Kaiel —respondió ella, y se detuvo unos momentos mientras él se mostraba más tenso. Humildad observó la presión sobre la copa de whisky—. Pero sí. Nuestro código nos permite servir a los Kaiel.
—Deben de estar terriblemente aburridos después de tanto caminar y de marearse a bordo de un barco al cruzar el Njarae. Algo de diversión les vendría bien. Tal vez quieran revolcarse un poco en el suelo con una mujer afectuosa.
—Yo no quiero hacer eso.
Él se echó a reír.
—Lo harías por mí. Si
yo
lo quisiera.
—Son el enemigo —dijo ella con repugnancia.
Sin responder, él fue hasta su enfriador de evaporación y cogió un pequeño frasco azul, hecho en vidrio de cobalto y recubierto con una cesta acojinada.
—Si esto se agregara con disimulo en su comida, morirían todos. Es un veneno que crece y puede ser transmitido de hombre a hombre. Morirían todos. Se lo pasarían unos a otros y morirían.
—Ése no es mi trabajo. —Humildad disfrazaba su negativa con indecisión, pero al mismo tiempo estaba pensando.
Dios mío, las ancianas madres me han dicho que obedezca a este hombre,
se dijo.
—Los Kaiel no me admitirán en su campamento —continuó él—, pero tú no tendrás problemas para entrar.
Humildad cogió el frasco con curiosidad, y lo sostuvo con la punta de las uñas.
—Nos salvarás a todos —insistió Fosal—. Una pizca de mi polvo convierte a un hombre en un idiota.
Joesai se encontraba allí, en las afueras de la ciudad, esperando con impaciencia porque Hoemei le había ordenado que lo hiciese. Si aceptaba, volvería a verlo. Era un pensamiento muy perturbador.
—Como recompensa entregaré a las Liethe el Palacio de la Mañana. Es hermoso. ¿Alguna vez has estado en la cúpula al amanecer? —Él sabía que las Liethe estaban en venta.
Radiante sonrió con anhelo.
—Hoy eres una mujer encantadora.
—Una zurra me suaviza.
—¿Lo harás?
Así que eso era lo que quería, por este motivo se mostraba tan solícito.
—Déjame pensar.
¡Joesai!,
pensó ella. Humildad recordó cómo Hoemei la había entregado a Joesai aquella velada, no como Fosal la entregara a su hijo sino como un hombre que comparte una esposa con su amado hermano. Recordó la confianza de Hoemei, y el recelo de Joesai. Amarlo había sido divertido. Él no estaba habituado al afecto de las mujeres, y era tan fácil de complacer, tan fácil de embaucar, aunque nunca parecía dispuesto a abandonar su desconfianza. Él le había dicho que eso lo mantenía con vida en los momentos en que la confianza resultaba fatal. No sabía nada sobre los placeres efímeros de la vida. No estaba habituado a las cortesanas. La había tratado como a una esposa, como a alguien a quien amaba. De todos los hombres que había conocido, aquella experiencia había sido la más dolorosa. Incluso Hoemei, que la trataba con el mayor de los respetos, sólo la veía como a una sibarita. Tal vez Joesai la había conmovido tanto sólo porque estaba enamorada de su hermano y esposo.
—Iré —le dijo—. Tengo miedo.
—Sólo sé como tú eres. Te enseñaré cómo usar el frasco y cómo protegerte.
Fosal la miró con una amplia sonrisa.
Mis sueños tenían el color del edredón familiar, lavado en el arroyo de la montaña hasta deslucirse como las horas que siguen al alba, con aroma a piedra y a esporas, húmedo como la mano del miedo. No obstante, los ojos infantiles recuerdan los colores que tejía mi abuela, como la risa teñida de un vidrio cristalino. Hoy día acaricio ese edredón, imaginando los rojos súbitos de las flores brasa de las montañas, y la tintura azul de la corteza del feina en los cubos. Así es como los sueños se zurcen en una tela gastada que alguna vez abrigó a mis hermanas de los copos de nieve.
El Ermitaño Ki, de
Notas en una Botella
Se dice que los ermitaños aparecieron antes de que Dios dejara de hablar. Geta es un planeta extenso poblado por menos de 200 millones de personas, y hay valles, rincones, montañas y desiertos que nunca son pisados por el hombre. En los límites de estas tierras, un viajero puede encontrar las ruinas de una choza de piedra, el altar de Dios y en ocasiones también una escalera, todo construido por algún ermitaño.
La escalera cónica es la señal distintiva de que un ermitaño vivió en el lugar alguna vez. En ocasiones son muy altas. A veces un ermitaño que llega repara el trabajo del que murió hace mucho, y continúa agregando cono tras cono a la espiral, piedra tras piedra sin un propósito aparente. Nadie sabía por qué la meta invariable de los ermitaños era construir escaleras. Ellos trabajaban solos, y jamás trataban de adiestrar a un acólito para llevar a cabo su ritual. No tenía importancia.
¿Cómo continuaba la tradición de la escalera? Tal vez era por la admiración que causaban aquellos extraños objetos, los susurros de un misterio que inspiraban a la siguiente generación de ermitaños a seguir adelante. Todos ellos estaban locos. Se sabía que estaban locos.
¿No era Joesai el que se escurría entre las sombras?
Cuando Oelita fue lo bastante grande para seguir a su padre por el desierto, él le había enseñado este barranco. El apuntaba estos lugares con sumo cuidado porque siempre significaban que había agua, nunca abundante, pero sí un tazón o dos en el fondo de un pozo, o un chorro delgado que se escurría por la grieta de una roca.
En un principio la había ayudado un muchacho de Congoja. Oelita lo había llevado con ella cuando se marchó de Kaiel-hontokae. Ahuecaron los tallos carnosos de las largas Antorchas de Dios, y luego los unieron para crear una tubería que llevaba agua desde la caverna hasta la choza. Cuando el agua comenzó a gotear y el techo estuvo reparado, Oelita despidió al muchacho. El no quería dejarla sola, pero ella se puso furiosa y lo azotó con un tallo de Antorcha de Dios, obligándolo a alejarse hacia una loma. Desde allí él la observó hasta la segunda puesta del sol rojo tras las tierras baldías, y luego se alejó con renuencia en dirección al oeste, siguiendo al sol, pero juró que algún día volvería con provisiones y mensajes de aquellos que la amaban.