—Vamos —les dijo a sus dos pulcras niñas.
—¡Atrápanos!
En el viaje hacia Congoja, una tormenta repentina estuvo a punto de destrozar la pequeña embarcación, haciéndoles perder un día completo. Eiemeni acabó con tres costillas rotas. Al fin Joesai desembarcó para llevar a cabo su breve misión. Lucía un ligero maquillaje que resaltaba las líneas de sus cicatrices faciales, lo cual lo tornaba menos reconocible, pero ésta resultó una precaución superflua ya que no se toparon con nadie en el trayecto hacia la casa de Oelita. Curiosamente sólo había un hombre custodiando el lugar, y se encontraba en la parte trasera. Irrumpir por el frente resultó mucho más fácil de los esperado.
Un registro rápido mostró que desde la visita de Teenae, se habían producido muchos cambios. El cristal había desaparecido. De todos modos, aquél no era el mejor momento para realizar una búsqueda exhaustiva. Joesai no quería alertar al guardia de afuera, así que cuando sus hombres le indicaron que todo continuaba en calma, volvió a descender por el muro dejando las escarpias en su lugar.
Los tres hombres se reunieron en la calle y comenzaron a caminar lentamente debido a las costillas rotas de Eiemeni. El viento todavía soplaba, pero era preferible que continuase el mal clima ya que la lluvia y la bruma les proporcionaban una excusa para ocultar el rostro tras las bufandas. Pocos aldeanos transitaban por las calles.
—Tendremos que averiguar dónde está.
—Nos llevará días. No estamos equipados.
—No debe de estar en la aldea. De otro modo la casa estaría mejor vigilada.
—Lo averiguaré. —Joesai pensó en varias posadas donde podría obtener alguna información, pero una con un pequeño tallo de trigo grabado en la puerta le pareció la ideal. Después de explorar las calles adyacentes buscando la mejor ruta de escape, entró ciñéndose la capa mojada alrededor del cuerpo. Pidió aguamiel caliente y cuando le sirvieron preguntó sin concederle importancia al asunto:
—¿Alguna otra noticia de Oelita?
—Todavía está en la torre. —La voz parecía apenada.
Joesai bebió un sorbo de aguamiel mientras digería sus palabras. Los Stgal se la habían llevado e iban a matarla. Era increíble.
—Feo lugar para estar —murmuró.
Para cuando volvió a salir, Joesai ya había decidido lo que harían. Miró a Rae y a Eiemeni.
—Rae, tú eres el más fuerte. Regresa a ese castigo de Dios que tenemos por nave y trae el visor espía. Eiemeni, quiero que busques el mejor camino para ir desde la aldea hasta la torre del Templo. Tómate tiempo. Apréndete de memoria cada piedra. Tendré que ir al Templo a buscar cierta información. Nos encontraremos en Cinco Cruces, o si el asunto se torna demasiado espinoso, en el Mojón Ocho de la costa. Trataré de regresar para el tercer nodo pleno de Dios. De no ser así, esperad al nodo pleno de la siguiente Órbita.
El Templo estaba graciosamente atendido. De entre las muchas cortesanas, Joesai escogió a una muchacha de baja estatura, nueva en la aldea, una bonita joven Nolar que probablemente había escapado de casa. Pidió un juego de Kol y se situó en uno de los compartimentos más caros. Era importante preservar su intimidad después del incendio de aquel granero. La muchacha jugaba bastante bien. Se la veía ansiosa por complacerlo y, lentamente, Joesai inició una conversación con ella.
Una parte de él no se sentía cómoda sonsacando información a una jovencita tan adorable, pero otra parte estaba acostumbrada a inducir a las personas a que le dijesen lo que quería saber. El secreto era comenzar hablando de lo que les interesaba a ellos, para luego alentarlos a hablar y dedicarse a escuchar.
Esta joven estaba fascinada con el Templo. Era el lugar más hermoso en que había trabajado, así que Joesai la estimuló para que le hablase de ello. No pasó mucho tiempo antes de que ella mencionase las fabulosas habitaciones de la torre. Sabía que Joesai no se mostraría susceptible al respecto porque su elevado kalothi era evidente, y la suntuosidad de trabajar con los Suicidios Rituales era algo que la intrigaba.
—Seguramente tendrás que subir a brindar tu consuelo —le dijo él para que no se apartara del tema.
—Ya hay una pobre mujer en la habitación del norte. La escucho llorar cada noche. ¿Por qué la tendrán allí tanto tiempo?
—¿La has atendido?
—Oh, no. La habitación del norte no es mía. Es la más elegante de todas, y yo soy nueva. Si permanezco aquí el tiempo suficiente, es posible que me envíen allí. Me gustaría. Si complazco a bastantes hombres, quizá me lo permitan. —Esbozó una sonrisa cautivadora, y él pudo percibir su turbación.
Joesai permitió que lo complaciera. Ella comenzó por darle un baño caliente que obró maravillas con los músculos tensos que habían soportado la tempestuosa travesía por mar. Fue lo mejor que podía haber hecho antes de iniciar la difícil prueba que le aguardaba. Joesai pagó muy bien a su pequeña cortesana, de modo que no le quedara ninguna duda sobre su talento para complacer.
El conocía a casi toda la gente de Oelita, y revisó sus archivos mentales buscando al hombre que quería. Al fin se decidió por un herrero robusto, que era tan amable como corpulento. Cuando Joesai entró en la herrería, el hombre estaba trabajando. El fuego de la forja desafiaba las grietas de sus paredes.
—¡Tú! —El hombre alzó una vara al rojo vivo, pero Joesai sabía que era inofensivo.
—Necesito tu ayuda.
—¡Mi ayuda! —repitió el hombre con voz ahogada.
Joesai había decidido convencer al herrero mediante una juiciosa combinación de embustes y verdades.
—¿Tú crees en todas las mentiras que cuentan de los Stgal?
—Él sabía que los Stgal eran conocidos por sus tergiversadas versiones de la verdad—. ¿Por qué iba yo a hacerle daño a la dulce Oelita? ¿Se lo harías tú? —Entonces decidió ir al grano—. Son los Stgal quienes la tienen en su prisión, ¿no es verdad?
—¡Tú has tratado de matarla!
—¿Estás seguro? —preguntó él—. Son los Stgal quienes la quieren muerta. ¿Eso no es evidente ahora? Y si los Stgal hubiesen tratado de matarla, ¿no sería típico de ellos buscar a algún otro a quien culpar? Si sobreviene una hambruna, ¿no les conviene limpiar las calles de herejes? ¿Sabes a ciencia cierta quién causó el incendio en el silo? ¿Quién tiene más acceso a él que los Stgal?
—¡Tu mujer confesó!
—¡Después de ser violada y colgada de un mástil toda la noche! ¿Llamas a eso una confesión?
El herrero volvió a colocar la vara en el fuego.
—Habéis sido vistos cerca del lugar del incendio. —Esperó con la vara en la mano.
—¿Y por qué iba yo a ser tan torpe? —exclamó Joesai. Ahora que estaba seguro de que no traicionaría la verdad, podía liberar sus emociones—. ¿Por qué haría algo así a la vista de todos? ¿Qué podía ganar? Los Kaiel tienen trigo y no pueden venderlo aquí debido a las montañas. Recuerda que cuando fue incendiado el granero, los Mnankrei estaban negociando con los Stgal para venderles trigo. ¿No se habrán confabulado esos dos infames clanes? Si así fuera, los Stgal podrían deshacerse de los tuyos y más adelante traicionar a los Mnankrei. Para éstos significaba la oportunidad de traicionar a los Stgal y obtener el dominio en la costa. Mi esposa escuchó el plan de los Mnankrei para quemar el silo. Nosotros nos mofamos de ella, pero nos apostamos prudentemente para prevenir semejante atrocidad. No pudimos hacerlo, y las apariencias nos señalaron como culpables. —Joesai no esperó una respuesta—. ¿Quieres que tu Oelita salga de la torre? Yo la sacaré.
Los ojos del herrero traslucían desconfianza.
—¿Porqué?
—Para limpiar mi nombre —mintió él—. No me agrada la forma en que los Stgal me han hecho pasar por tonto.
—Nadie puede escapar de la torre.
—Dame escarpias de hierro y un gato elevador a rosca. ¿Los tienes? No necesito otra cosa.
La madre del herrero apareció en la puerta, con un trapo en la mano. Era una mujer endeble, medio ciega y bastante sorda, una candidata para la torre en tiempos de hambruna.
—¿Quién es ése? ¿Por qué gritáis?
—Podrás seguirme —le imploró Joesai mientras se acercaba al fuego con más audacia—. Verás con tus propios ojos que tu Oelita se encuentra a salvo. Sus amigos serán de gran ayuda. Si te miento y me quedo aquí, ella permanecerá en la torre. ¿Entonces qué daño podría hacerle? Si te digo la verdad, ¿cómo lesionarla si todos observáis mis movimientos mientras la bajo?
—¿De qué habla? —graznó la anciana en forma histérica.
—Anciana madre. El hombre necesita un gato. —Volvió a dirigir su atención a Joesai—. ¿Para qué te servirá un gato?
—Y escarpias. Echaré un vistazo a todos los gatos que podáis encontrar, y escogeré el mejor. —Se volvió hacia la anciana y habló lentamente, alzando el volumen, ya que evidentemente era dura de oído—. Y tú, buena mujer, si tuvieras un poco de sopa caliente. Me aguarda una larga noche si pretendo subir a esa torre, y un poco de sopa me vendría muy bien. ¡Tu hijo y yo iremos a rescatar a nuestra amada Oelita!
El rostro de la mujer se iluminó, ya que finalmente comprendió de qué se trataba.
Totalmente bajo control, Joesai se acercó a la forja y cogió una vara al rojo con unas tenazas.
—Necesitaré escarpias que quepan entre las piedras de la torre. Esto es demasiado grueso. Te enseñaré. —Comenzó a martillear el metal hasta lograr la forma que deseaba—. ¡Así! ¿Podemos hacerlas?
—Nadie ha subido a la torre sin un andamiaje —dijo el herrero mientras cogía la escarpia para enfriarla.
Joesai sonrió. Su capa echaba vapor y su rostro maquillado ya había comenzado a sudar.
—¡Por eso lograremos la descabellada hazaña de rescatar a nuestra hereje de los Stgal!
Un secreto compartido deja de ser un secreto.
Proverbio de las Liethe
La caravana de ciento veinte hombres se extendía a lo largo del desierto Itraiel. A sus espaldas dejaban la cadena montañosa llamada La Pila de Huesos, y a su izquierda estaba la implacable Lengua Henchida. Allí la tierra era plana o suavemente ondulada, pero estaba más verde aunque la vegetación nunca excedía del nivel de la cintura.
Tres imponentes Ivieth tiraban de la carreta donde ella viajaba. Antes eran cuatro, pero uno había muerto. Eso significaba comer carne un día más. La mujer era conocida bajo el nombre de Humildad, pero la impulsaba un nombre secreto, mucho más letal. Ella había disfrutado con la carne fibrosa y asada del Ivieth, pero no le entusiasmaba nada tener que caminar a ratos para aliviar la carga de los tres restantes. Sin el equipo completo, con frecuencia los propios pasajeros debían colaborar empujando la carreta en los trechos accidentados.
Esa noche acampaban en una elevación donde había un caserío permanente de los Ivieth. Humildad corrió para ejercitar las piernas, y también danzó un poco. Ella era una bailarina, y la elasticidad de su cuerpo le proporcionaba un gran placer. Al notar que se alejaba mucho del camino de caravanas, un Ivieth gigantesco fue tras ella. El hombre actuaba con sus pasajeros como un pastor con su rebaño.
—No es seguro deambular por ahí —dijo con su voz atronadora, a modo de reproche.
—¡Mira! —Ella le enseñó un ramillete de flores azules cuyo ápice se tornaba violeta—. ¿Alguna vez has visto algo tan alegre? —Se quitó la capucha y se colocó unas flores en la cabeza, desafiando al gigante.
—No es seguro tocar aquello que no se conoce. —El Ivieth le revisó las polainas para asegurarse de que estaba lo bastante protegida para caminar por el desierto.
—¡Estas inocentes florecillas azules! —Humildad sonrió y se colgó del brazo de su protector. El codo del Ivieth le rozaba el hombro. Luego, exaltada por su extraordinario descubrimiento, permitió que la condujese de vuelta entre las malezas.
La flor azul contenía un veneno tan raro que ni siquiera estaba registrado en los libros. Después de secarse al sol y lixiviarse en alcohol, los pétalos despedían una esencia dulce, tan fuerte que unas pocas gotas bastaban para matar a un hombre. Aturdía como el whisky, provocando una sensación de calor y embotamiento agradable, y luego dejaba de latir el corazón. Deleite de la Asesina, fue el hombre con que ella bautizó a la flor.
Su propio nombre fue registrado como se-Tufi'87, pero era conocida como la se-Tufi que Camina con Humildad. Al igual que todas las Liethe, Humildad lucía cicatrices con la rúbrica de su linaje. El se-Tufi estaba marcado por siete nodulos que iban desde la base de cada ojo hasta la mandíbula, como una ristra de joyas, y un brazalete de nodulos se unía en la parte superior del brazo izquierdo. No estaba adornada con el símbolo de 87 porque cada Liethe de un linaje podía ser utilizada en forma intercambiable con sus hermanas. A diferencia de lo que ocurría con las mujeres normales, los cuerpos de las Liethe no lucían ningún otro corte con excepción de la rúbrica del linaje. Humildad también tenía un nombre secreto que, según era costumbre, había adoptado la noche en que sedujo a su primer sacerdote... un Saie de cabellos blancos que ahora estaba muerto. El nombre que guardaba en su pecho era Reina de la Vida antes de la Muerte, y así era como se consideraba a sí misma.
Después de prensar su preciosa flor, Humildad se situó frente a su espejo de bronce para retocarse el maquillaje. Con una gran habilidad artística, lograba ocultar el hecho de que prácticamente carecía de cicatrices. Estaba prohibido que una Liethe revelase el clan al que pertenecía durante un viaje. Apoyada contra la rueda de su carreta, se comió unas galletas con miel y una mezcla de granos hervidos, y luego fue a pasar el resto de la velada junto al fuego de los Ivieth para protegerse del frío.
A ella le encantaban las canciones Ivieth. Hacían revivir al músico que llevaba en su interior. ¡Cómo cantaban bajo la Luna Adusta! Humildad había vivido toda su vida en el otro extremo del planeta, y por lo tanto no imaginaba cómo era aquello de tener una luna en el cielo. Al igual que una galleta que se elevaba lentamente en el horno del cielo, la luna se posaba sobre el horizonte, cada día un poco más alto. Era fascinante.
Los gigantes reían tanto. Disfrutaban mucho con sus canciones. ¿Cómo resistir la tentación de coger un arpa pequeña y cantarles una de sus propias baladas? El Código de las Liethe no permitía que lo hiciese, puesto que la música Liethe era sólo para los sacerdotes. Pero la voz aguda y melodiosa de Humildad se elevó por encima de las llamas del fuego.