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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Panfleto

¡Pobre Patria Mía! (5 page)

Pero los habitantes encajonados en villas de emergencia no son los culpables. Muchos tuvieron la valentía de denunciar presiones políticas. Dijeron que les apretaban el pescuezo para que sumasen su apoyo al corte de la ruta. Joaquín Morales Sola se preguntó unos días después: ¿la policía necesita orden previa de una fiscal para hacer frente a un delito? ¿La policía necesita la orden de un fiscal para detener a un ladrón que roba delante de sus narices? Bueno, aquí es así.

A fines de diciembre un paro convocado por los gremios de las seis líneas de subte provocó graves demoras. Muchos eligieron entonces ir al centro con sus autos. Los colectivos sufrieron un exceso de demanda y las calles se convirtieron en una pesadilla. A este engorro se añadieron varias marchas de piqueteros. Los piqueteros han asumido —ante el consentimiento oficial— que son propietarios del espacio público, en especial las avenidas. Como de costumbre, enarbolaban sus palos de combate y mantenían cubierto el rostro, como los bandidos.

Lo notable fue que la medida de fuerza implementada por empleados de los subtes se hacía para oponerse a las elecciones convocadas por su sindicato. Es decir, se trataba de un problema interno que debía padecer toda la ciudadanía. Es cosa de locos, pero lo vivimos como normal. Los mismos delegados que impusieron la huelga habían protagonizado el día anterior incidentes en varias estaciones desde la mañana temprano. Hasta Hugo Moyano, jefe de la CGT, calificó de "lamentable" la huelga. Pero, desde luego, los opositores dicen que Moyano es amigo de quien iba a ser favorecido en las elecciones. Hasta la viceministra de Trabajo se animó a expresar que "el derecho de huelga no es para estas cosas" y reconoció que se perjudicó a por lo menos un millón de ciudadanos. Para completar la escenografía hubo quema de neumáticos en la avenida 9 de Julio y columnas de artesanos se dirigieron al Congreso. Varias avenidas fueron cerradas por piquetes que enarbolaban consignas tan nobles como "El hambre es un crimen". Sí, el hambre es un crimen, pero ¿quién se podía fijar en esa frase cuando los oídos de la gente ya habían sido taponados por los bombos y la cólera generalizada? ¿Cerrando avenidas y llenando de desesperación a la gente se combate el hambre? El asombro no tiene límites cuando este pandemonio, como si fuera una macabra ceremonia, cerró con fuegos artificiales. No exagero: con fuegos artificiales. Somos un espectáculo que hubiera reventado de envidia a Nerón. Algunos, además, exigían "una Constitución social" (sin explicitar cómo generará riqueza), asignación universal a todos los hijos menores de dieciocho años (que la
Kaja
no dará), un aumento de emergencia a los jubilados (que tampoco entregará la
Kaja
) y que haya una prohibición compulsiva de los despidos.

En ese día agitado y grotesco no fue sembrada una sola semilla que dé fruto. Sólo crecieron el odio, la impotencia y la ilusión de los más alienados. Se agrandó nuestro propio sepulcro. Somos incorregibles, Borges, incorregibles.

Cada vez que regreso de un viaje al extranjero, alguien me pregunta: "¿Qué opinan de nosotros?" Existe ansiedad por obtener la aprobación ajena, como si fuésemos conscientes de la culpa que arrastramos por haber corrompido el presente argentino. Mi respuesta, hace años, trataba de reflejar los conceptos que habían llegado a mis oídos. Ahora ya no debo esforzarme. Contesto sin anestesia: "¿Crees que opinan mal? ¡No te hagas ilusiones! Ni siquiera mal: ya no hablan de nosotros".

Por obra de obstinados desatinos empezó una desconfianza cada vez más pedregosa, luego se instaló el desprecio y, por último, caímos en la irrelevancia. La grande y bella Argentina, la Canaán de la leche y la miel a la que había cantado Rubén Darío, el milagro latinoamericano que en medio siglo había pasado de ser el país más despoblado, miserable y analfabeto del continente al más opulento y promisorio, es ahora un cúmulo de anomia, resentimiento e impotencia. Muchos lo saben. Muchos nos han sacado del mapamundi.

¿Saldremos adelante? Yo no pierdo la esperanza, por eso escribo. Por eso trato de conectarme con vos, alguien a quien tal vez no conozca, pero que sufre y quiere un real cambio para bien de todos.

Me siento expresado por Cioran cuando dice que "sólo creo en los libros que expresan el estado de ánimo de quien escribe, y que manifiestan la necesidad profunda de liberarse de algo". "Cada uno de mis escritos —agrega— es una victoria sobre el desánimo. Mis libros tienen varios defectos, pero no están fabricados, sino escritos con toda pasión."

Apasionado, pues, tecleo mi computadora en este momento para compartir con vos mi tristeza y mi anhelo de un progreso verdadero, pacífico y dichoso. Nuestra patria podría haber sido ejemplar, de no haberse extraviado en el dédalo de la sucia demagogia y un populismo que maquilla sus versiones llenas de trampas. ¡No callemos, y no nos resignemos, y no dejemos de participar! Tantas han sido las frustraciones que se expande la tendencia a bajar los brazos. ¡No! Países que estaban peor han salido de su agonía o letargo o estado de coma. Pero tengamos en cuenta algo elemental redactado por Einstein: "No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo".

Me parece que ayudaría a mejorar nuestra reflexión la canasta de preguntas que ahora te presento.

¿Por qué los gobiernos no peronistas no consiguieron terminar sus mandatos? ¿Por qué esa maldición ya no es exclusiva? Recordemos que tampoco lo han terminado varios gobiernos peronistas, con la excepción de Menem y Néstor Kirchner. ¿Por qué los líderes que asumen auroleados de carisma siempre terminan despreciados? ¿Por qué nuestro sistema de partidos políticos se fue degenerando a medida que le ganamos años a la democracia? ¿Por qué sigue vigente el hipócrita latiguillo de la "herencia recibida" y les echamos la culpa de nuestros infortunios al pasado, al exterior, al otro, a Magoya, con una perseverancia que hace dudar sobre la existencia de la sensatez? ¿Por qué la obsesión de empezar siempre de cero, como si en la gestión anterior no hubiese nada rescatable? ¿Por qué seguimos enamorados de un utópico Estado de bienestar que lo único que hizo en más de medio siglo fue robarnos, mentirnos y degradarnos? ¿Por qué cuando asume un nuevo presidente y gana fuerza, automáticamente se encogen el Congreso y la Justicia, mientras los organismos de control se desinflan como neumáticos pinchados?

Tras la crisis de 2001–2002 parecía que Néstor Kirchner, el presidente menos votado de la historia, que incluso debía su esmirriado éxito a los votos de Eduardo Duhalde, lograba devolver jerarquía al Ejecutivo con sus furiosas bofetadas. Eso gusta al enano fascista que habita en el corazón de millones. Pero luego mucha gente comenzó a sospechar que no utilizó ese poder como un medio para el crecimiento del país, sino como un fin: quería mucho poder para tener más poder, infinito poder y, al mismo tiempo, aceitar el enriquecimiento desenfrenado de sus bolsillos y los bolsillos de su círculo de amigos, socios o testaferros, no lo sabemos con precisión ahora —suponen—, pero lo sabremos más adelante.

Hacia el final de su mandato constitucional lleno de suerte —tuvo a favor los vientos del mundo—, zapateó sus mocasines sobre la resquebrajada Constitución manteniendo en vilo a la opinión pública con el suspenso arrogante de "Pingüino o Pingüina", que salpicaba de oprobio a las estructuras partidarias que él siempre miró con poca simpatía.

Decidió que fuese candidata presidencial la Pingüina, quien años antes había sido elegida senadora por la provincia de... Buenos Aires, no ya Santa Cruz. Ganó la senaduría porque su marido era el Presidente y manipulaba los recursos electorales. No conocía los problemas de esta enorme y difícil provincia que había abandonado hacía décadas y por cuyo mejoramiento no movió ni el dedo meñique. Tampoco tuvo un solo cuestionamiento, porque en la Argentina los senadores —con excepciones escasas— no representan de verdad a sus provincias respectivas, sino que se representan a sí mismos y tratan de obtener las caricias del poder central, como lo demostraron sin asomo de pudor cuando se discutieron las retenciones a la producción agropecuaria. Semejante aplazo no tiene consecuencias ante un pueblo atontado, que ni siquiera los conoce y jamás exige que rindan cuenta de sus ocios y negocios.

Como venía diciendo, el presidente Néstor eligió candidata a su esposa, para de ese modo eternizar en la presidencia a la letra K. No tuvo que torcer la Constitución para que la K sea reelegida hasta el Juicio Final, como necesitan desesperadamente Chávez y su caterva de discípulos latinoamericanos. Néstor no se fatigó en consultas partidarias y Cristina evitó la pesada campaña electoral: voló hacia una glamorosa gira (sin rendir cuenta de sus gastos, por supuesto). Con ese viaje esquivó el peligro de hablar, cosa que le encanta, en especial cuando puede dar lecciones sobre cualquier tema sin que la interrumpan. Pero entonces... mete la pata. En armonía con la injuria al sistema democrático que significó mandarse a mudar en medio de una campaña tan importante como la presidencial, tampoco aceptó discutir en público con los opositores, porque temía ser refutada o acusada en los numerosos temas que manchan su legajo. Ni dio reportajes, con mínimas excepciones.

Eso sí: insistió en ser "presidenta" y no presidente, para acentuar su género y poner énfasis en la independencia que mantendría con su furibundo cónyuge. Su innovación fue un inesperado aporte a la lengua. No bromeo. Fijate: en la gramática castellana existen participios activos como derivaciones verbales; por ejemplo el participio activo del verbo "atacar" es "atacante" y no resulta correcto ni eufónico decir "atacanta". Lo mismo se aplica a tantos otros casos: de sufrir deriva sufriente, no "sufrienta"; de cantar cantante, no "cantanta"; de existir existente, no "existenta". El participio activo del verbo ser es ente. El ente significa que tiene entidad. Por eso, cuando queremos nombrar a una persona con capacidad para ejercer la acción que expresa el verbo, se le agrega el sufijo "ente". En consecuencia, quien preside es presidente, aunque le disguste a Cristina. Además, por si esto no alcanzara (supongo que a ella no, debido a su sordera para lo que no le gusta), es bueno recordar que una capilla es ardiente y no "ar-dienta", una estudiante no es "estudianta" por femenina que luzca y una paciente no es "pacienta", aunque su enfermedad nos rompa el corazón.

La esposa de Néstor no ganó con la deseada mayoría absoluta, sino que tuvo un 54 por ciento de votos en contra, desperdigados por el archipiélago opositor. En contra. Fue derrotada en casi todas las grandes ciudades. No le importó. ¡Cómo le va a importar si su marido pudo ofender desde el primer día a todo el mundo con apenas el 22 por ciento, de los cuales la mitad no era propia! Incorporo a su imagen una variedad infinita de ropa, fuerza una sonrisa tan poco convincente como perpetua e irguió una arrogancia de maestra ciruela que bordea el ridículo. Lo cierto es que en ningún meandro de nuestra historia, ni siquiera en el primer o segundo peronismo, se estableció con tanta desvergüenza un Ejecutivo manifiestamente conyugal. Nuestro pueblo, que a menudo se autoimpone el calificativo de Gilada —con mayúscula—, percibió, no obstante, que se trataba de una reelección. Por eso no le concedió a Cristina ni tres semanas de gracia (no digo tres meses), como ocurre con un nuevo mandato. Enseguida se reanudaron las protestas, huelgas y desmanes, que es el cilicio de cada día en nuestro atormentado país.

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