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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (9 page)

«He visto los carteles», dije.

«¿Y no te pasó por la cabeza que Heribert y el prelado Sommerwild tienen que estar aquí?»

No sabía que Züpfner se llamaba Heribert. Cuando dijo el nombre, comprendí que sólo a él podía referirse. Pensé otra vez en el momento en que los vi cogidos de la mano. Me llamó la atención que en Hannover se viesen más sacerdotes y monjas de los que corresponden a la ciudad, pero no pensé que Marie pudiese encontrarse con nadie, ni que tuviera importancia: siempre que tuve unos cuantos días libres partíamos para Bonn, con lo que ella había podido gozar plenamente del «grupo».

«¿Aquí en el Hotel?», pregunté cansado.

«Sí», dijo.

«¿Y por qué no me has reunido con ellos?»

«Apenas estabas aquí», dijo, «toda una semana viajando siempre, Braunschweig, Hildesheim, Celle...»

«Pero ahora tengo tiempo», dije, «llámalos por teléfono, y aún podremos tomar unas copas en el bar.»

«Ya no están», dijo, «marcharon hoy a primera hora de la tarde.»

«Me alegro», dije, «de que hayas podido respirar «aire católico», aunque importado, durante tanto tiempo y a pleno pulmón.» La expresión no era mía, sino suya. Repetidas veces había dicho que debía respirar otra vez aire católico.

«¿Por qué quieres herirme?», dijo; seguía de pie mirando hacia la calle, volvió a fumar, y tampoco esto era corriente en ella: aquel fumar nerviosamente era tan extraño para mí como el tono en que ella me hablaba. En este momento hubiese podido ser una desconocida, una mujer guapa, no muy inteligente, que buscaba un pretexto para marcharse.

«No quiero herirte», dije, «ya lo sabes. Dime que lo sabes.»

No dijo nada, pero asintió con la cabeza, y pude ver que reprimía sus lágrimas. ¿Por qué? Hubiese debido llorar, mucho y con pasión. Entonces me hubiese levantado y la hubiese tomado en mis brazos y besado. No lo hice. No tenía ganas, y no quise hacerlo por rutina o por deber. Seguí tendido. Pensé en Züpfner y en Sommerwild, en que durante tres días había estado conversando con ellos sin decirme nada a mí. Seguramente habrían hablado de mí. Züpfner pertenece a la Liga de seglares católicos. Titubeé demasiado, un minuto, uno y medio o dos, no sé. Cuando luego me levanté y fui hacia ella, meneó la cabeza, apartó mis manos de sus hombros y comenzó otra vez a hablar de su terror metafísico y de principios de orden, y me pareció que hacía ya veinte años que estábamos casados. Su voz tenía un tono doctrinal, y yo estaba demasiado cansado para rebatir sus argumentos que resbalaban sobre si sin que yo los acusase. La interrumpí y le hable del fracaso que había sufrido en el
music-hall
, el primero desde hacía tres años. Estábamos uno junto a otro ante la ventana, y mirábamos a la calle, donde incesantemente circulaban taxis que llevaban a la estación a los miembros de la delegación católica: sacerdotes, monjas y eficientes seglares. En un grupo reconocí a Schnitzler, que mantenía abierta la portezuela del taxi ante una monja anciana de aspecto muy distinguido. Cuando vivía con nosotros, era protestante. O se había convertido o estaba allí como observador protestante. Todo se podía esperar de él. Allá abajo se cargaban maletas y se ponían propinas en las manos de los mozos del hotel. En medio de mi fatiga y confusión, todo giraba ante mis ojos: taxis y monjas, luces y maletas, y seguía oyendo aquellos aplausos corteses y crueles. Hacía tiempo que Marie había interrumpido su monólogo sobre los principios de orden, tampoco fumaba ya, y, cuando me aparté de la ventana, se me acercó, me cogió por los hombros y me besó en los ojos. «Eres un cariño», dijo, «un cariño y tan fatigado», pero cuando quise abrazarla, dijo en voz baja: «Por favor, no, te lo ruego», y cometí la equivocación de soltarla. Me arrojé vestido sobre la cama, me dormí en seguida, y cuando me desperté al día siguiente no me sorprendió que Marie se hubiese marchado. Sobre la mesa encontré una nota: «Debo seguir el camino que debo seguir.» Casi tenía veinticinco años, y bien podía ocurrírsele algo mejor. No se lo cargué en cuenta, pero me pareció banal. Me senté inmediatamente y le escribí una larga carta, otra después del desayuno, le escribí todos los días y enviaba las cartas a la dirección de Fredebeul en Bonn, pero nunca recibí respuesta.

9

También en casa de Fredebeul tardaron mucho en ponerse al aparato; el continuo sonar del teléfono me puso nervioso, me imaginé que la señora Fredebeul dormía, que se despertó al oír el timbre, volvió a dormirse, de nuevo se despertó, y sufrí todos los tormentos de sus oídos turbados por esta llamada. Estuve a punto de renunciar, pero me dije que me hallaba en una situación apurada y dejé que el teléfono siguiese sonando. No hubiese tenido remordimientos por despertar a Fredebeul: ese pájaro no merece un sueño tranquilo; es patológicamente ambicioso, es probable que tenga siempre puesta la mano sobre el teléfono, para llamar o para recibir llamadas de ministerios, periódicos, comisiones, agrupaciones y del partido. Su esposa me es simpática. Era aún estudiante cuando él la introdujo por primera vez en el grupo, y me resultó penoso verla allí entre ellos, siguiendo con sus lindos ojos las aclaraciones teológico-sociológicas. Leí en su rostro que ella hubiese preferido ir a bailar o al cine. Sommerwild, en cuya casa tenía lugar la reunión, me preguntaba sin cesar: «¿Tiene usted calor, Schnier?», y yo decía: «No, Eminencia», si bien el sudor me corría por la frente y las mejillas. Acabé por salir al balcón, porque ya no podía soportar la charla por más tiempo. La muchacha había sido la causante de toda aquella controversia, al decir —por lo demás enteramente fuera del tema del diálogo de aquel día, sobre la magnitud y límites del provincianismo— que encontraba «muy bonito» algo que había leído de Gottfried Benn. A esto Fredebaul, que la había presentado como su prometida, enrojeció hasta la raíz del cabello, y Kinkel le lanzó una de sus famosas miradas expresivas: «¿Cómo, no la has metido todavía en cintura?» Kinkel asumió la tarea, y fue tarea carpinteril: se puso a desbastar a la pobre muchacha, sirviéndose de todo el Occidente como cepillo. Casi nada quedó de la buena muchacha, volaban las virutas, y me indignó aquel cobarde de Fredebeul, que no intervenía porque está «conjurado» con Kinkel en una cierta línea ideológica, no sé ahora si es de derechas o de izquierdas, en todo caso poseen una tendencia, y Kinkel se sintió moralmente obligado a encargarse de meter en cintura a la novia de Fredebeul. Sommerwild tampoco intervino, aunque él seguía la línea opuesta a la de Kinkel y Fredebeul, no sé cuál: si Kinkel y Fredebeul están a la izquierda, Sommerwild está a la derecha, o al revés. También Marie se había puesto un poco pálida, pero a ella la cultura le imponía respeto —nunca pude cambiarla en esto— y la cultura de Kinkel impresionó también a la futura señora Fredebeul: soportó con suspiros casi obscenos la fuerte reprimenda: ésta cayó como una granizada, pasando desde los Padres de la Iglesia hasta Brecht, y cuando, ya reanimado, regresé del balcón, les vi a todos completamente agotados, y bebiendo ponche; y todo únicamente porque la pobre criatura había dicho que encontraba «muy bonito» un escrito de Benn.

Ahora tiene ya dos niños de Fredebeul, apenas ha cumplido veintidós años, y mientras el teléfono seguía sonando en el piso, me la imaginé manipulando biberones, botes de polvos de talco, pañales y papillas, completamente desesperada y confusa, y pensé en las montañas de ropitas de niño sucias, y en la grasienta vajilla, aún por lavar, en su cocina. Una vez en que la conversación me resultaba penosa, la ayudé a hacer tostadas, a cortar pan para bocadillos y a preparar café, quehaceres de los que puedo decir tan sólo que me resultan menos enojosos que ciertas clases de conversación.

Una voz muy tímida dijo: «¿Sí? Diga, por favor», y de esta voz pude deducir que cocina, cuarto de baño y dormitorio estaban peor que nunca. Apenas noté olor alguno: tan sólo que ella debía de tener un cigarrillo en la mano. «Schnier», dije, y yo esperaba una exclamación de alegría, como hacía siempre que la telefoneaba. «Ah, está usted en Bonn, qué estupendo», o algo por el estilo. Pero calló confusa, luego dijo en voz baja: «Ah, bien.» Yo no sabía qué decir. Antes siempre decía ella: «¿Cuándo vendrá otra vez y nos interpretará algo?» Ni una palabra. Me resultó penoso, no por mi parte, sino por la suya, para mí era sólo deprimente, para ella era desagradable. «Las cartas», dije haciendo un supremo esfuerzo, «¿las cartas que mandé a esa dirección de ustedes?»

«Están aquí», dijo, «fueron devueltas sin abrir.»

«¿A qué dirección las remitieron ustedes?»

«No lo sé», dijo, «se encargó mi marido.»

«Pero en las cartas devueltas debe usted haber leído la dirección.»

«¿Quiere usted interrogarme?»

«Oh, no», dije suavemente, «en absoluto, pensé humildemente que tenía derecho a enterarme de lo sucedido con mis cartas.»

«Las cuales nos mandó usted aquí sin consultarnos.» «Mi querida señora Fredebeul», dije, «por favor, sea usted humana.»

Rió quedamente, pero de modo audible, y no dijo nada.

«Quiero decir que hay un punto en el que las personas, aunque sea por motivos ideológicos, se vuelven humanos.»

«¿Significa esto que hasta ahora me he comportado de un modo inhumano?»

«Sí», dije. Volvió a reír, muy quedamente, pero de un modo siempre audible.

«Este asunto me ha dejado abrumada», dijo por fin, «no le puedo decir más. Usted «nos ha decepcionado a todos.»

«¿Como payaso?»

«También», dijo, «pero no sólo por eso.»

«¿Su marido no está en casa?»

«No», dijo, «tardará un par de días en regresar. Tiene su campaña electoral en el Eifel.»

«¿Cómo?», grité; esto era realmente una novedad, «¿pero no será a favor del CDU?»

«¿Por qué no?», dijo en un tono que me dio claramente a entender que cortaría gustosa.

«Bien», dije, «tal vez sea demasiado pedir si le ruego que me remita mis cartas.»

«¿Adonde?»

«A Bonn; aquí, a mi dirección de Bonn.»

«¿Está usted en Bonn?», preguntó, y me pareció como si reprimiese un «válgame Dios».

«Hasta la vista», dije, «y gracias por tanta compasión.» Lamenté haber sido descortés con ella, pero ya no podía más. Entré en la cocina, cogí la botella de coñac de la nevera y tomé un largo trago. No me alivió nada, tomé otro, y tampoco me alivió. Nunca hubiese esperado tal acogida de la señora Fredebeul. Contaba con un largo sermón sobre el matrimonio, con reproches sobre mi conducta con Marie; ella podía ser pedante de un modo amable y tenaz, pero casi siempre que estuve en Bonn y le telefoneé me había exigido festivamente que la ayudase una vez más en la cocina y en el cuarto de los niños. Debí de equivocarme al juzgarla, o puede que estuviese otra vez embarazada y de mal humor. No tuve el valor de volver a llamar e indagar qué le ocurría. Había sido siempre muy amable conmigo. No pude explicármelo de otro modo que suponiendo que Fredebeul le había dado «instrucciones precisas». A menudo me ha llamado la atención que las esposas son leales con sus maridos hasta la estupidez. La señora Fredebeul era en realidad demasiado joven para saber cómo me ofendería su fingidad frialdad, y no podía esperarse se diera cuenta de que Fredebeul es poco más que un charlatán oportunista, capaz de vender el pellejo de su abuela por hacer carrera. Seguramente dijo: «Hay que tachar a Schnier», y simplemente ella me tachó. Dependía de él, y mientras él se había figurado que yo podría servirle para algo, ella pudo seguir sus impulsos y ser amable conmigo, pero ahora tenía que violentarse y ser dura. Puede también que yo fuese injusto, y que los dos no hiciesen más que seguir los dictados de su conciencia. Si Marie se había casado con Züpfner, era probablemente un pecado ponerme en contacto con ella; que Züpfner fuese «el hombre» de la Liga y pudiese ser útil a Fredebeul no estorbaba a su conciencia. Bien podían hacer lo bueno y decente aunque les fuera provechoso. Con Fredebeul estaba yo menos disgustado que con su esposa. Nunca me hice ilusiones sobre él, y ni siquiera el que colaborara a la campaña del CDU me podía producir estupor.

Coloqué definitivamente en la nevera la botella de coñac.

Lo mejor era seguir llamando a todos, uno tras otro, y acabar de una vez con los católicos. No sé cómo me había despejado, y ya no cojeé al salir de la cocina y entrar en la sala.

En el vestíbulo, hasta el perchero y la puerta del recinto de las escobas eran de color orín.

No me prometía nada bueno de telefonear a Kinkel, y sin embargo marqué su número. Siempre se había manifestado como un admirador entusiasta de mi arte —y quien conoce nuestra profesión, sabe que aún la más insignificante alabanza de un tramoyista ensancha nuestro pecho hasta estallar—. Tenía deseos de perturbar el cristiano sosiego vespertino de Kinkel, y la segunda intención de que me descubriera el paradero de Marie. Era el jefe del grupo, había estudiado teología, luego a causa de una mujer bonita había interrumpido los estudios, se hizo jurista, tenía siete hijos y pasaba por ser «uno de nuestros más competentes expertos en cuestiones sociales». Puede que fuese cierto, yo no podía opinar. Antes de que yo le conociera. Marie me había dado a leer un folleto suyo,
Caminos hacia un Nuevo Orden
, y tras la lectura de ese escrito, que me gustó, me había yo imaginado un hombre alto, delicado y rubio, y cuando le vi por primera vez me encontré con un individuo grueso y bajo, con abundantes cabellos negros, «rebosante de vitalidad», y no podía creer que fuera él. El que no tuviese el aspecto que yo me había imaginado, tal vez me hizo ser injusto con él. Siempre que Marie comenzaba a hablar con entusiasmo de Kinkel, el viejo Derkum hablaba de los «cocktails Kinkel»: mezclas de los más diversos ingredientes, Marx más Guardini o bien Bloy más Tolstoi.

Cuando fuimos invitados por primera vez a su casa, la cosa empezó mal. Llegamos demasiado temprano, y en las habitaciones traseras discutían acaloradamente los niños de Kinkel, con voces sibilantes que fueron acalladas con silbidos, acerca de quién debía despejar la mesa de la cena. Vino Kinkel, sonriente, masticando aún y dramatizó aparatosamente su enfado por haber llegado nosotros tan temprano. También vino Sommerwild, no masticando, sino sonriendo irónicamente y frotándose las manos. Los niños de Kinkel chillaban de un modo desesperante que contrastaba penosamente con la sonrisa de Kinkel y el gesto sarcástico de Sommerwild, oímos sonar bofetadas, un ruido brutal, y tras las puertas cerradas, lo sabía yo, proseguían los chillidos con más fuerza que antes. Me senté junto a Marie y, desquiciado completamente por el estrépito que venía de las habitaciones de atrás, fumaba nerviosamente un cigarrillo tras otro, mientras Sommerwild charlaba con Marie, siempre con su «sonrisa de perdón y generosidad» en el rostro. Era la primera vez que volvíamos a Bonn después de nuestra huida. Marie estaba pálida de emoción, también influían el respeto y el orgullo, yo la comprendía muy bien. Le importaba «reconciliarse con la Iglesia», y Sommerwild se mostraba amable con ella, y Kinkel y Sommerwild eran gente a la que ella miraba con veneración. Me presentó a Sommerwild, y cuando volvimos a sentarnos, dijo Sommerwild: «¿Está usted emparentado con los Schnier del lignito?» Eso me desagradó. Él sabía perfectamente con quién estaba yo emparentado. Casi cualquier niño en Bonn sabía que Marie Derkum había huido con uno de los Schnier del lignito, «faltando poco para el examen de bachillerato y con lo religiosa que ella era». Dejé sin contestar Ja pregunta de Sommerwild, quien rió y dijo: «A veces voy de caza con su señor abuelo, y en ocasiones coincidimos con su señor padre en la Herren-Union de Bonn.» También esto me desagradó. No podía ser tan estúpido como para suponer que me impresionaría esa tontería de la caza y de la Herren-Union, y me dio la impresión de que hablaba a tontas y a locas por embarazo. Por fin abrí la boca y dije: «¿De caza? Siempre pensé que a los sacerdotes católicos les estaba prohibido ir de caza.» Se produjo un penoso silencio, Marie se ruborizó, Kinkel corrió irritado por el cuarto y buscó el sacacorchos, su esposa, que acababa de aparecer, puso almendras saladas en una bandeja de cristal en la que ya había aceitunas. Hasta Sommerwild se puso colorado, y no le sentaba nada bien, pues su rostro era ya bastante encarnado. Dijo en voz baja, y un poco ofendido: «Para ser protestante está usted bien informado.» Y yo dije: «No soy protestante, pero me intereso por determinadas cosas, porque Marie se interesa por ellas.» Y mientras Kinkel nos servía vino a todos, dijo Sommerwild: «Existen preceptos, señor Schnier, pero también dispensas. Procedo de una familia en la que el cargo de Jefe Forestal era hereditario.» Si hubiese hablado de la profesión, yo lo hubiese aceptado, pero que hablara de cargos volvió a enojarme, pero no dije nada, sólo puse rostro huraño. Luego se pusieron a hablar con los ojos. La señora Kinkel dijo con los ojos a Sommerwild: déjele usted, es tan estúpidamente joven. Y Sommerwild le dijo a ella, también con los ojos: Sí, joven y bastante grosero, y Kinkel me dijo, al servirme vino en último lugar, con los ojos: Dios mío, qué joven es usted aún. A Marie le dijo en voz alta: «¿Cómo está su padre? ¿Sigue igual?» La pobre Marie estaba tan lívida y demudada que sólo pudo asentir sin decir palabra. Sommerwild dijo: «¿Qué sería de nuestra buena, antigua y piadosa ciudad sin el señor Derkum?» Esto me irritó otra vez, pues el viejo Derkum me había contado que Sommerwild había intentado prevenir contra él a los niños de la escuela católica que le iban a comprar caramelos y lápices. Dije: «Sin el señor Derkum, nuestra buena, antigua y piadosa ciudad sería aún más sucia, por lo menos él no es hipócrita.» Kinkel me lanzó una mirada de asombro, levantó su vaso y dijo: «Gracias, señor Schnier, me da usted ocasión para un buen brindis: bebamos a la salud de Martin Derkum.» Yo dije: «Sí, a su salud, con placer.» Y la señora Kinkel volvió a hablar con los ojos a su marido: No sólo es joven y grosero, es también desvergonzado. Nunca comprendí que Kinkel calificase más tarde esta «primera velada con ustedes» de muy agradable. Poco después llegaron Fredebeul, su novia, Monika Silvs y un tal von Severn, de quien se dijo antes de su llegada que «hacía poco que se había convertido, pero que simpatizaba con los socialistas»: por lo visto se le consideraba la sensación del año. En esta velada vi también por primera vez a Fredebeul, y con él me ocurrió igual que con casi todos: a ellos les fui simpático, a pesar de todo, y ellos me fueron a mí todos antipáticos, también a pesar de todo, excepto la novia de Fredebeul y Monika Silvs; von Severn no fue para mí ni lo uno, ni lo otro. Era aburrido, y parecía firmemente decidido a vivir definitivamente de las rentas de su sensacional hazaña; haberse convertido y ser socialista; sonreía, estaba risueño, y sus ojos algo prominentes parecían decir constantemente: ¡Miradme, soy yo! No me pareció mala persona. Fredebeul estuvo muy amable conmigo, habló durante casi tres cuartos de hora sobre Beckett y lonesco, y me di cuenta de que repetía y combinaba cosas leídas; y su rostro fino y atractivo, con su boca sorprendentemente ancha, brilló de satisfacción al confesar yo ingenuamente que había leído a Beckett; todo lo que él dice me da siempre la impresión de cosa que he leído antes de oírselo. Kinkel le miró admirado, y Sommerwild miró a su alrededor, diciendo con los ojos: «¿Qué? Los católicos .no estamos en Babia.» Todo esto antes de rezar. Fue la señora Kinkel la que dijo: «Creo, Odilo, que podríamos rezar la oración. Ya veo que Heribert no va a venir.» Todos miraron a Marie, y después desviaron sus miradas bruscamente, pero no comprendí porqué volvía a producirse aquel silencio tan penoso hasta Hannover, en la habitación del hotel, no supe repentinamente que Heribert era el nombre de pila de Züpfner. Llegó más tarde, después de la oración, cuando ellos se hallaban enfrascados en pleno tema de la velada, y encontré simpático que Marie, tan pronto como él entró, fuese hacia él, le mirase y le hiciese con los hombros un signo suplicante, antes que Züpfner saludase a los presentes y se sentase sonriendo junto a mí. Sommerwild contó luego la historieta del escritor católico que durante mucho tiempo vivió con una mujer divorciada, y cuando al fin se casó con ella, le dijo un eminente prelado: «Pero, mi querido Besewitz, ¿no podía dejarlo en concubinato?» Todos rieron bastante ruidosamente el final del relato, en especial la señora Kinkel de un modo casi obsceno. El único que no reía era Züpfner, y por este motivo me resultó simpático. Marie tampoco rió. Seguramente Sommerwild contó esta historia para demostrarme cuan generosa y acogedora, cuan ingeniosa y pintoresca es la Iglesia católica; que yo también vivía con Marie, por así decir, en concubinato, nadie lo pensó. Les conté la anécdota de aquel obrero que fue vecino nuestro: se llamaba Frehlingen, y vivía también en su casucha con una mujer divorciada, y además mantenía a los tres hijos de ella. Frehlingen recibió un día la visita del párroco, quien con rostro serio y bajo ciertas amenazas le intimó a que «pusiese fin a la relación inmoral», y Frehlingen, que era bastante piadoso, en efecto despidió a aquella linda mujer con sus tres hijos. También conté cómo la mujer hizo después de prostituta para dar de comer a sus niños, y cómo Frehlingen se dio a la bebida, ya que la quería realmente. Otra vez se produjo el penoso silencio, como siempre que yo decía algo, pero Sommerwild rió y dijo: «Pero, señor Schnier, ¿no querrá usted comparar los dos casos?» «¿Y por qué no?», dije. «Lo hará usted, porque no tiene la menor idea de quién es Besewitz», dijo enfadado, «es el autor más agudo entre los que merecen el calificativo de cristiano.» Y yo también me enfadé y dije: «Pues sepa usted que Frehlingen era muy agudo, y un obrero auténticamente cristiano.»Me miró meneando la cabeza y alzó las manos con desesperación. Sucedió una pausa, en la cual sólo se oía toser a Monika, pero mientras se halle presente Fredebeul ningún anfitrión debe preocuparse si la charla llega a un punto muerto. Rompió el breve silencio, volvió al tema de la velada y habló de la relatividad del concepto de pobreza durante hora y media, hasta que dio a Kinkel la oportunidad de contar la anécdota de aquel hombre que entre los quinientos y tres mil marcos al mes había vivido en plena miseria, y Züpfner me pidió un cigarrillo para disimular su sonrojo con el humo.

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