Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
Quedé atónito. Si ella hubiese dicho: «Aquí la señora Schnier», es probable que yo hubiese dicho: «Aquí Hans, ¿cómo estás, mamá?» En lugar de esto dije: «Le habla un delegado del comité central de los judíos yanquis que se encuentra de viaje, póngame con su hija, por favor.» Incluso yo me asusté. Oí cómo mi madre daba un grito, el cual me dio a entender claramente cuan vieja se había vuelto. Dijo: «Nunca podrás olvidarlo, ¿eh?» Yo mismo estaba a punto de llorar y dije en voz baja: «¿Olvidarlo yo, mamá?» Calló, y sólo oí aquel lloriqueo senil que tanto me turbaba. Hacía cinco años que no la había visto, y ahora debería tener más de sesenta. Durante un momento había yo creído realmente que ella iba a cambiar la comunicación y ponerme con Henriette. En todo caso ella siempre habla de que «tal vez tenga incluso un enchufe para el cielo»; ella se lo toma a broma, como todo el mundo habla hoy de sus enchufes: un enchufe para el partido, para la Universidad, para la televisión, para el ministerio del interior.
Me hubiese gustado mucho oír la voz de Henriette, aunque sólo hubiese dicho «nada» o, por mi, «mierda» tan sólo. En su boca no hubiese sonado a vulgar en lo más mínimo. Cuando ella se lo dijo a Schnitzler, al hablar éste de la disposición mística de ella, me había parecido hermoso como si de la nieve hablase
↵
(Schnitzler era un escritor, uno de los parásitos que durante la guerra vivieron con nosotros, y siempre que Henriette caía en aquel estado de ensoñación hablaba él de su disposición mística, y ella le decía simplemente «mierda» todas las veces que él comenzaba a hablar de ello.) Ella hubiese podido decir también algo diferente: «Hoy le he zumbado otra vez a este necio lechuguino», o algo en francés: «
La condition de Monsieur le Comte est parfaite»
. Me había ayudado a veces en mis deberes escolares y siempre nos hizo gracia que a ella se se dieran bien los deberes de los demás y tan mal los propios.
En lugar de esto, oí tan sólo el lloriqueo senil de mi madre, y pregunté: «¿Cómo está papá?»
«Oh», dijo, «se ha vuelto viejo, viejo y sabio.»
«¿Y Leo?»
«Oh, Le, es aplicado, aplicado», dijo, «se le pronostica un buen futuro como teólogo.»
«Dios mío», dije yo, «precisamente a Leo un futuro como teólogo.»
«Fue bastante cruel para nosotros que él se convirtiera», dijo mi madre, «pero el espíritu sopla donde quiere.»
Había ya recuperado la firmeza en la voz, y por un momento estuve tentado de preguntarle por Schnitzler que sin cesar entraba y salía de nuestra casa. Era un sujeto corpulento, atildado, que a la sazón siempre fantaseaba sobre el noble europeísmo, la dignidad que tenían los germanos. Por curiosidad leí más tarde una de sus novelas,
Amoríos franceses
, más aburrida de lo que el título prometía. Lo más notable de dicha obra era que el héroe, un teniente francés prisionero, era rubio, y la heroína, una muchacha alemana del Mosela, de negros cabellos. Se sobresaltaba cada vez que Henriette —creo que ocurrió dos veces en total— decía «mierda», y afirmaba que una disposición mística podía concordar perfectamente con «el irreprimible afán de fulminar a los demás con palabras feas» (con todo, no había en Henriette nada irreprimible, y ella no soltaba esa palabra para «fulminar»a nadie, sino que lo decía para sí), y aportó como prueba la
Mística Cristiana
en cinco tomos de Gorres. Naturalmente que en su novela todo transcurre de un modo idílico. Allí «resuena como cristal la poesía de los nombres de vinos franceses que hablan de amor para así festejarse mutuamente». La novela termina con una boda secreta; pero todo ello supuso para Schnitzler caer en desgracia para la Sociedad de Autores del Reich, que le impuso la «prohibición de escribir» durante unos diez meses. Los americanos lo acogieron con los brazos abiertos como pionero al servicio de la cultura, y hoy se pasea por Bonn y relata en cualquier oportunidad que los nazis le habían prohibido escribir. Un farsante así ni siquiera necesita mentir para quedar siempre bien. Y con todo, fue él quien convenció a mi madre para que nos alistásemos, yo en la Jungvolk y Henriette en la Sección Femenina. «En esta hora, mi querida señora, a toda costa hemos de mantenernos unidos, hacer causa común, sufrir juntos.» Le veo de pie junto al fuego de la chimenea, con uno de los cigarros de papá en la mano. «Ciertas injusticias, de las que he sido víctima, no podrán ofuscar mi inteligencia lúcida e imparcial, v así sé que el Führer —le tembló la voz, no obstante— el Führer tiene la salvación en sus manos.» Lo dijo unos dos días antes que los americanos ocupasen Bonn.
«¿Qué hace Schnitzler?», pregunté a mi madre. «Le va formidable», dijo ella, «en el Ministerio del Exterior no pueden pasarse sin él.» Naturalmente, ella lo ha olvidado todo, siendo bastante extraño que los judíos yanquis aún despierten recuerdos en ella. Ya no me arrepentía de haber comenzado así mi conversación con ella.
«¿Y qué hace el abuelo?», pregunté.
«Fabuloso», dijo, «indestructible. Pronto va a festejar su nonagésimo aniversario. Es para mí un misterio cómo lo consigue.»
«Esto es muy sencillo», dije, «estos viejos verdes no se dejan turbar ni por la conciencia ni por los recuerdos. ¿Está en casa?»
«No», dijo ella, «marchó a Ischia por seis semanas.»
Callamos los dos, yo seguía sin estar seguro de mi voz, ella volvía a estarlo del todo de la suya cuando me preguntó: «Pero ¿cuál es el verdadero motivo de tu llamada? —por lo que he oído, las cosas vuelven a irte mal Tienes mala suerte profesional— así me lo han contado.»
«¿De veras?», dije, «lo que tú temes es que os pida dinero, pero puedes ahorrarte este temor, mamá. Ya sé que no vais a darme. Recurriré a los tribunales, pues es el caso que necesito dinero, ya que quiero marcharme a América. Alguien me ha ofrecido allí una oportunidad. Un yanqui judío, por más señas, pero yo no toleraré ninguna divergencia racial.» Ella estaba ahora más lejos que nunca del llanto. Antes de colgar oí aún como decía algo referente a principios. Por lo demás, olía ella como siempre había olido: a nada. Uno de sus principios: «Una dama no despide ninguna clase de olor». Probablemente por este motivo tiene mi padre una querida tan linda, que ciertamente no despide olor, pero tiene el aspecto de oler muy bien.
Puse bajo mi espalda todos los almohadones a mi alcance, levanté mi pierna herida, me aproximé el teléfono, y reflexioné si iría a la cocina, para abrir la nevera y coger la botella de coñac.
Lo de la «mala suerte profesional» había sonado de un modo asaz sarcástico en boca de mi madre, y no había intentado disimular su triunfo. Probablemente yo era demasiado ingenuo al suponer que aquí en Bonn nadie estaba enterado de mis fracasos. Si mi madre lo sabía, lo sabía papá, luego lo sabría Leo también, a través de Leo Züpfner, todo el grupo, y Marie. Debió afectarle horriblemente, peor que a mí. Si dejo completamente la bebida, en seguida me encontraré de nuevo en un nivel que Zohnerer, mi representante, describe como «situado francamente por encima del término medio», y esto sería suficiente para ir tirando en los veintidós años que me quedan antes de caer al arroyo. Lo que Zohnerer elogia siempre es mi «amplia base técnica»; de arte no entiende nada en absoluto y lo valora, con una ingenuidad que linda en lo genial, simplemente por el éxito. Del oficio entiende algo y sabe bien que yo aún puedo actuar veinte años, más arriba de la-raya-de-los-treinta-marcos. Con Marie las cosas ocurren de modo muy distinto. Estará contristada por «el bajo nivel artístico» y por mi miseria, la cual yo no encuentro en modo alguno tan espantosa. Alguien que lo mire desde fuera — todo el mundo es mirado desde fuera por los demás— siente siempre una cosa mejor o peor que aquél que conoce el asunto, trátese de felicidad o de desgracia, penas de amor o «decadencia artística». No me importaría en absoluto actuar en lúgubres salas ante amas de casa católicas o enfermeras evangélicas, realizando buenas bufonadas o tan sólo imitaciones. Lástima que tales agrupaciones confesionales tengan una pobre idea de los honorarios. Es natural que una buena directora de ta! agrupación piense que cincuenta marcos son una buena suma, y que si se cobra veinte veces al mes, tienen que dejar buen margen. Pero si le muestro la cuenta del maquillaje y le explico que para ensayar necesito una habitación en un hotel que sea algo mayor de dos veinte por tres, pensará probablemente que mi querida me resulta tan costosa como la reina de Saba. Pero si le cuento después que vivo casi únicamente de huevos pasados por agua, caldo, albondiguillas y tomates, se santiguará y pensará que voy insuficientemente alimentado si al llegar al mediodía no tomo una «comida fuerte». Si continúo relatándole que mis vicios privados consisten en periódicos vespertinos, cigarrillos y jugar a la oca, me tomará probablemente por un farsante. Hace ya tiempo que desistí de hablar con alguien de dinero o de arte. En el momento en que los dos entramos en discusión, nunca nos ponemos de acuerdo: el arte está invariablemente mal pagado o lo está excesivamente. En un circo ambulante inglés conocí una vez un payaso que en lo profesional valía veinte veces lo que yo y era diez veces más artista que yo, y que sin embargo no llegaba a ganar diez marcos al día: se llamaba James Ellis, rozaba ya la cincuentena, y cuando le invité a cenar —hubo tortilla con jamón, ensalada y pastel de manzana— la comida le sentó mal: hacía diez años que no comía tanto de una vez. Desde que conocí a James jamás he vuelto a discutir de dinero ni de arte.
Aceptaré las cosas tal y como vengan, y cuento con el arroyo. Marie tiene en la cabeza ideas completamente distintas; hablaba siempre de «vocación», pretendía que todo, incluso lo que yo hago, es vocación; yo soy tan alegre, a mi manera tan piadoso y tan casto, y así sucesivamente. Es horrible lo que les pasa por la cabeza a los católicos. Ni siquiera pueden beber buen vino sin hacerse violencia, cueste lo que cueste han de tener «conciencia» de cuan bueno es el vino, y por qué. En lo referente a la conciencia no les van a la zaga a los marxistas. Marie se sobresaltó cuando hace un par de meses me compré una guitarra y le dije que de noche cantaría a la guitarra canciones compuestas y escritas por mí. Opinó que esto quedaba por debajo de mi «nivel», y yo le dije que por debajo del nivel del arroyo queda aún la alcantarilla, pero ella no comprendió lo que quise decir y odio el dar explicaciones. Se me comprende o no. No soy un exégeta.
Se hubiese podido imaginar que la marioneta que yo soy tuviera los hilos rotos; al contrario: los asía yo con fuerza en la mano y me veía a mí, tendido en Bochum en el escenario de la agrupación, borracho, con la rodilla lesionada, oí en la sala el compasivo rumor y me pareció ofensivo: en modo alguno merecía yo tanta compasión, y hubiese preferido un par de silbidos; ni siquiera la cojera era adecuada a la lesión, aunque yo estaba realmente lesionado. Quería recobrar a Marie y había comenzado a luchar, a mi manera, sólo por mor de aquello que en los libros de ella se designa como «concupiscencia carnal».
Yo tenía veintiún años, ella diecinueve, cuando una noche subí simplemente a su cuarto para hacer con ella lo que un hombre y una mujer hacen juntos. Por la tarde la había visto aún con Züpfner y como salían del centro parroquial cogidos de la mano, sonrientes los dos, sentí una punzada en el corazón. Ella no pertenecía a Züpfner y esta estúpida familiaridad me enojó. A Züpfner le conocían casi todos en la ciudad, sobre todo a causa de su padre, a quien los nazis habían expulsado; había sido catedrático de instituto e inmediatamente después de la guerra se negó a aceptar el cargo de director en el mismo centro. Incluso hubo alguien que le quiso hacer ministro, pero él se enfureció y dijo: «Soy profesor, y me gustaría volver a ser profesor». Era un hombre alto, taciturno, a quien yo encontraba un poco aburrido como profesor. Suplió una vez a nuestro profesor de alemán y nos leyó en voz alta una poesía, aquella de las hadas liliáceas, jóvenes y bellas.
Mi opinión en cuestiones escolares no cuenta para nada. Fue sencillamente una equivocación enviarme a la escuela durante más tiempo que el legalmente prescrito; incluso el período impuesto por la ley era ya excesivo. Nunca he acusado a los profesores a causa del colegio, sino únicamente a mis padres. Esta observación: «pero él tiene que hacer el bachillerato», es en realidad una cuestión de la que debería ocuparse alguna vez el comité central de las asociaciones para conciliar las diferencias raciales. Es realmente una cuestión racial: bachilleres, no bachilleres, profesores, catedráticos de instituto, universitarios, no universitarios —todo razas—. Cuando el padre de Züpfner acabó de leernos la poesía, aguardó un par de minutos y luego preguntó sonriente: «Bien, ¿algún comentario?» y yo me puse de pie inmediatamente y dije: «Encuentro maravillosa esta poesía». Acto seguido estalló la clase entera en risas, no así el padre de Züpfner. Sonrió, pero no con altanería. Lo encontré muy amable, aunque algo seco. No conocía muy bien a su hijo, pero mejor que al padre. Una vez pasé junto al campo de deportes, y él jugaba allí al fútbol con el equipo juvenil, y al aproximarme yo para ver mejor, me gritó.: «¿No quieres jugar con nosotros?» y yo dije en seguida que sí y entré en el equipo como medio izquierda, en el que jugaba contra Züpfner. Después del partido me dijo: «¿Quieres venir con nosotros?» Pregunté: «¿Adonde?» y dijo: «A nuestra reunión en el centro», y al decirle yo: «Pero si yo no soy católico», rió, y con él los demás chicos; Züpfner dijo: «Cantaremos, y a ti te gusta cantar». «Sí», dije, «pero estoy hasta las narices de reuniones, estuve dos años en un internado». Aunque rió, se le notaba enojado. Dijo: «Pero si te gusta, ven otro día a jugar al fútbol». Jugué aún un par de veces con su equipo, fui con ellos a comer helados, y él ya no me invitó más a las reuniones. Supe también que Marie se reunía en el mismo centro con los de su grupo, yo la conocía bien, muy bien, porque muchas veces me reunía yo con su padre, y a veces iba yo por la tarde al campo de deportes, cuando ella jugaba a balonmano con las chicas de su grupo, y las miraba. Mejor dicho: la miraba, y a veces ella me hacía una seña en pleno juego y me sonreía, y yo le devolvía la seña y sonreía también; nos conocíamos muy bien. A la sazón iba yo muy a menudo a casa de su padre, y a veces venía a sentarse con nosotros, cuando el viejo intentaba explicarme a Hegel y a Marx, pero en casa nunca me sonreía. Cuando aquella tarde la vi salir del centro parroquial con Züpfner, cogidos de la mano, sentí una punzada. Me hallaba en una situación confusa. Había dejado la escuela, acabando el sexto curso con veintiún años. Los sacerdotes habían sido muy amables, hasta me habían dado una reunión de despedida, con cerveza y bocadillos, cigarrillos y, para los no fumadores, chocolate, y yo interpreté para mis condiscípulos toda clase de números: plática católica y plática evangélica, obreros con el sobre conteniendo la paga, y también toda suerte de bufonadas e imitaciones de Charlot. Incluso pronuncié un discurso de despedida: «Sobre el falso supuesto de que el bachillerato es un requisito para la eterna salvación». Fue una emotiva despedida, pero en casa estaban disgustados y con caras largas. Mi madre estuvo sencillamente grosera conmigo. Sugirió a mi padre que me hiciera «bajar a la mina», y mi padre me preguntaba continuamente qué quería ser, y yo dije «payaso». Dijo: «Querrás decir actor —bien— quizás pueda enviarte a una escuela.» «No», dije, «actor, no, he dicho payaso, y las escuelas no me sirven para nada.» «Pero, ¿qué te has creído?», preguntó. «Nada», dije, «nada. Me marcharé de casa.» Fueron dos meses horribles, pues no tuve valor para marcharme realmente de casa, y a cada bocado que comía me miraba mi madre como si yo fuese un delincuente. No obstante, ella ha dado sustento, durante años enteros, a toda clase de parásitos errantes, pero se trataba de «artistas y poetas»; Schnitzler, este mamarracho, y Gruber, quien desde luego no era tan funesto. Era un poeta lírico gordinflón, silencioso y sucio, quien vivió medio año con nosotros y no escribió ni una sola línea. Cuando por la mañana bajaba a desayunar, no dejaba de mirarle mi madre, como si esperara descubrir las huellas de su lucha nocturna con e! demonio. Era casi impúdico su modo de mirarle. Desapareció él un día, sin dejar rastro, y nosotros niños quedamos extrañados y asustados, cuando descubrimos en su cuarto un buen montón de novelas policíacas, sobadas de tanto releerlas, y sobre la mesa de su escritorio un par de cuartillas, en las cuales sólo se leía una palabra: «Nada», en una cuartilla figuraba dos veces: «Nada, nada». Para individuos así mi madre llegaba a bajar a la bodega para buscar un trozo extra de jamón. Creo que si yo hubiese comenzado por montar gigantescos caballetes, y pintarrajeado estupideces sobre gigantescos lienzos, ella hubiese estado dispuesta incluso a transigir con mi modo de vivir. Después habría dicho: «Nuestro Hans es un artista, acabará por abrirse camino. Todavía se busca». Pero la realidad era que yo no era más que un alumno de sexto, demasiado viejo, del cual sólo se sabía que podía hacer «perfectamente algunas payasadas». Naturalmente que me negué a dar «pruebas de mi capacidad» por el escaso pienso que me daban. Así pasaba yo la mitad de la jornada junto al padre de Marie, el viejo Derkum, a quien ayudaba un poco en la tienda y que me regalaba cigarrillos, si bien las cosas no le iban muy bien. Pasé sólo dos meses en casa de este modo, pero me parecieron una eternidad, mucho más largos que la guerra. A Marie la veía raras veces, pues estaba enfrascada en prepararse para el bachillerato y se quedaba a estudiar con sus compañeras de colegio. A veces se daba cuenta el viejo Derkum de que yo no le escuchaba ya, sino que miraba fijamente a la puerta de la cocina, movía la cabeza y decía: «Tardará aún en venir», y yo me ruborizaba. Era viernes y yo sabía que el viejo Derkum siempre iba al cine los viernes por la noche, pero no sabía si Marie estaría en casa o en la de una amiga preparándose para el examen. No pensé en nada y a la vez en casi todo, incluso en si ella estaría «después» aún en condiciones de hacer su examen, y sabía ya lo que después se confirmaría, que no sólo medio Bonn se escandalizaría de la seducción, sino que añadiría: «y tan cerca del examen de final de bachillerato», incluso pensé en las chicas de su grupo, para quienes ello sería una decepción. Sentí un miedo espantoso por lo que un chico en el internado había llamado una vez «los pormenores físicos», y la cuestión de la potencia me inquietaba. Lo sorprendente para mí fue que no experimenté lo más mínimo la «concupiscencia carnal». También pensé que sería indigno de mi parte el servirme de las llaves que el padre de ella me había dado para entrar en la casa y subir al cuarto de Marie, pero no tenía otra opción. La única ventana en el cuarto de Marie daba a la calle, la cual estaba tan concurrida hasta las dos de la madrugada, que yo hubiese terminado en la comisaría de policía, y yo tenía que hacerlo hoy con Marie. Incluso entré en una droguería y me compré, con el dinero que me había prestado mi hermano Leo, no sé qué producto del cual me habían contado en la escuela que aumenta la fuerza viril. Enrojecí hasta la raíz del cabello al entrar en la droguería, por fortuna me sirvió un hombre, pero hablé tan bajo que se impacientó y me pidió que le dijese, «de modo claro y audible», lo que yo quería, y yo cité el nombre del producto, me lo dio y pagué a la esposa del farmacéutico, quien me miró meneando la cabeza. Naturalmente me conocía, y cuando, al día siguiente por la mañana, se enteró de lo que había sucedido, se imaginó tal vez lo que en absoluto respondía a la realidad, pues dos calles más abajo abrí la cajita y dejé rodar las píldoras por el arroyo.