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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (20 page)

16

Me sentí fastidiado al volver al piso y cerrar la puerta. Tenía que haber aceptado su ofrecimiento de hacerme café y retenerle un poco más. En el momento decisivo, cuando él sirviese el café y satisfecho de su eficiencia me llenase la taza, entonces hubiese debido decirle: «Venga el dinero» o «Dame el dinero.» En momentos decisivos ocurre siempre lo primitivo, lo bárbaro. Luego se dice: «Vosotros ocupáis la mitad de Polonia, nosotros la mitad de Rumania; y, por favor, ¿preferís dos tercios de Silesia o sólo la mitad? Vosotros tendréis cuatro carteras ministeriales, nosotros dirigiremos el Sindicato de los Descargadores.» Yo había sido un imbécil, al dejarme engañar por mis sentimientos y les suyos, y ni siquiera extender la mano hacia su billetero. Hubiese debido empezar hablando de dinero, y hablar con él acerca de ello, acerca del dinero muerto, abstracto, encadenado, que para muchos hombres significaba la vida o la muerte. «El dinero eterno»; este grito de terror lo lanzaba mi madre en todas las ocasiones, y ya cuando le pedíamos pfennigs para un cuaderno. El dinero eterno. El sempiterno amor.

Entré en la cocina, corté una rebanada de pan, extendí mantequilla encima, fui al cuarto de estar y marqué el número de Bela Brosen. Esperaba que mi padre, en el estado en que se encontraría —temblando de emoción—, no se dirigiría a casa, sino a la de su querida. Parecería que ella iba a meterle en cama, ponerle tina bolsa de agua caliente y darle un vaso de leche caliente con miel. Mamá tenía una funesta táctica que. si alguien se encontraba mal, consistía en hablar de hacer un esfuerzo y de la voluntad, y desde hace algún tiempo tiene al agua fría como «único remedio». «Aquí Brosen», dijo, y me resultó simpático que ella no despidiera ningún olor. Tenía una voz maravillosa de contralto, cálida y agradable.

Yo dije: «Schnier, Hans, ¿me recuerda?» «Le recuerdo», dijo cordialmente «y créame que comparto su pesar.» No supe de qué hablaba, caí en la cuenta sólo cuando ella siguió hablando. «Tenga presente», dijo, «que todos los críticos son estúpidos, vanidosos y egoístas.» Suspiré. «Si pudiese creerlo», dije, «me iría mejor.» «Créalo, de verdad», dijo, «créalo. No puede usted imaginarse lo que ayuda una férrea voluntad en creer algo.» «¿Y si después alguien me alaba, cómo me lo tomo?» «Oh», riose y al proferir el
oh
hizo una bonita coloratura. «en tal caso crea simplemente que, por casualidad, ha tenido él un arranque de sinceridad y que se ha olvidado de su egoísmo.»

Reí. No sabía si llamarle Bela o señora Brosen. No nos conocíamos en absoluto, y aún no existe un libro en el que se pueda consultar qué tratamiento hay que dar a la querida del padre. Me decidí por «señora Bela», si bien este nombre artístico me pareció bastante estúpido. «Señora Bela» dije, «estoy en un conflicto enojoso. Mi padre estuvo aquí conmigo, hablamos de lo divino y de lo humano, y, bien a mi pesar, no encontré el momento para hablarle de dinero», tuve la impresión que se ruborizaba, la tenía por muy escrupulosa, creía que su relación con papá iba ligada, con seguridad, al «verdadero amor», y que las «cuestiones de dinero» eran desagradables para ella. «Oiga usted, por favor», dije, «olvídese de todo lo que ahora pasa por su cabeza, no sienta vergüenza, le ruego tan sólo que cuando mi padre hable de mí, quiero decir, que quizás usted podría insinuarle que necesito dinero urgentemente. Dinero en efectivo. Y en seguida, ya que estoy completamente arruinado. ¿Me oye usted?»

«Sí», dijo, tan bajo, que sentí miedo. Después oí que respiraba profundamente.

«Seguramente me toma usted por una mala mujer, Hans», dijo, ahora lloraba sin disimulo, «por un ser que se compra, como tantos hay. Sí, debe usted tomarme por eso. ¡Oh!»

«En absoluto», dije alzando la voz,' «nunca la tomé a usted por eso, de veras que no.» Tenía miedo que comenzase ella a hablar de su alma y de la de mi padre, pues a juzgar por sus vivos sollozos era bastante sentimental, y no había que descartar el que comenzase a hablar también de Marie. «Realmente», dije, no del todo convencido, pues me pareció sospechoso el que intentase hacer despreciables los seres que se compran, «realmente», dije, «siempre estuve convencido de su honradez y nunca pensé mal de usted.» Esto era verdad. «Y además», con gusto le hubiese llamado Bela, pero ese horrible nombre no llegó a cruzar mis labios, «además casi tengo treinta años. ¿Me oye usted aún?»

«Sí», suspiró y siguió sollozando allá en Godesberg, como si estuviese arrodillada en el confesionario.

«Intente usted darle a entender, nada más, que yo necesito dinero.»

«Creo», dijo con voz fatigada, «que sería una equivocación hablarle de ello directamente. Todo lo que concierne a su familia —usted ya me comprende, es tabú para nosotros—, pero existe otra posibilidad.» Callé. Volvió a atenuar sus sollozos en ligeros suspiros. «Me da él de vez en cuando dinero para colegas necesitados», dijo, «en esto me da él carta blanca por completo, y... ¿y no cree usted que sería indicado si yo sacase partido de esta pequeña suma en favor de usted como colega necesitado por el momento?»

«En realidad soy un colega necesitado, y no por el momento, sino por medio año como mínimo. Pero, por favor, dígame lo que usted entiende por pequeña suma.»

Tosió ligeramente, profirió otro «oh», pero éste descolorido y dijo: «Se trata las más de las veces de ayudas económicas para casos concretos de necesidad, para cuando alguien fallece, enferma, o una mujer tiene un hijo; quiero decir no se trata de ayudas a largo plazo, sino de las así llamadas subvenciones.»

«¿Cuánto?», pregunté. No respondió en seguida y yo intenté imaginármela. La vi, hacía ya cinco años, cuando Marie consiguió llevarme a ver una ópera. La señora Brosen tenía el papel de una aldeana seducida por un conde y me maravillé del buen gusto de papá. Era una mujer medianamente alta, bastante vigorosa, visiblemente rubia y con el obligado pecho ondulante, que, primero en una choza, después arrimada a un carromato y por último apoyándose en una pala, acertó a traducir, con su poderosa y bella voz, distintos estados pasionales.

«¿Oiga?», grité, «¿oiga?»

«Oh», dijo, y consiguió otra coloratura, aunque floja esta vez. «Su pregunta es tan directa...»

«Se corresponde con mi situación», dije. Sentí miedo. Cuanto más tiempo callase ella, tanto más baja sería la cantidad que citaría.

«Vamos», dijo por fin, «las sumas oscilan entre los diez y los treinta marcos.»

«¿Y si a usted le notifican que un colega se encuentra ahogado, en una situación desusadamente difícil: digamos que ha sufrido un grave accidente y que por algunos meses puede ir tirando con una ayuda de unos cien marcos?»

«Amigo mío», dijo en voz baja, «¿no esperará usted de mí que cometa una estafa?»

«No», dije, «realmente he sufrido un accidente; y, ¿no somos colegas, después de todo? ¿Artistas?»

«Lo intentaré», dijo, «pero no sé si él va a picar.»

«¿Cómo dice?», grité.

«No sé si dará resultado describirle la situación de modo que quede convencido. No tengo mucha fantasía.»

Esto último no necesitaba decirlo, comencé a considerarla como la hembra más estúpida con la que nunca tuve que tratar.

«¿Qué le parece», dije, «si usted intentase buscarme un contrato, en el teatro de aquí; papeles de poca importancia naturalmente, sé hacer bien de partiquino.»

«No, no, mi querido Hans», dijo, «aparte de lo que le he dicho, no veo otra solución a este embrollo.»

«Bueno», dije, «sólo me resta decirle que las pequeñas sumas serán igualmente bien acogidas. Hasta la vista y muchas gracias.» Colgué, antes de que ella hubiese podido decir nada más. Tenía el presentimiento que de esta fuente nunca manaría nada. Ella era demasiado estúpida. El tono con que habló de «picar» me inspiró desconfianza. No era imposible que consiguiese estas «ayudas para colegas necesitados». Lo sentí por mi padre, pues yo había deseado para él una querida bonita e inteligente. Volví a lamentar no haberle dado la oportunidad de hacerme café. Esta estúpida ramera es probable que sonriese, que moviese disimuladamente la cabeza como una maestra que es estorbada, cuando, en su piso, entrase él en la cocina para hacer café, y luego pusiese cara de pascuas, hipócritamente, y alabase el café, como si se tratase de un perro que trae una piedra. Estaba irritado cuando dejé el teléfono y fui a la ventana, la abrí y miré hacia la calle. Temía que llegaría un día que tendría que aprovechar el ofrecimiento de Sommerwild. De repente saqué mi marco del bolsillo y lo arrojé a la calle, en seguida me arrepentí de haberlo hecho, traté de divisarlo, pero no lo vi, pero creí haber oído el ruido que hizo al caer sobre el techo de un tranvía que pasaba. Cogí el pan con mantequilla de la mesa, lo comí mientras miraba a la calle. Casi eran las ocho, pronto haría dos horas que yo estaba en Bonn, ya había llamado a seis supuestos amigos, hablado con mi madre y con mi padre y no poseía un sólo marco más, sino un marco menos que cuando llegué. Gustosamente hubiese bajado a recoger el marco en la calle, pero pronto serían las ocho y media, y Leo podía telefonear o venir en cualquier momento.

A Marie las cosas le iban bien, estaba ahora en Roma, en el seno de su Iglesia, y reflexionaba sobre lo que iba a ponerse para la audiencia ante el Papa. Züpfner le proporcionaría un retrato de Jacqueline Kennedy, una mantilla española y un velo, pues, bien mirado, Marie era ahora algo así como una “first lady” del catolicismo alemán. Me propuse hacer un viaje a Roma y solicitar también una audiencia del Papa. Él también tiene algo de payaso sabio y viejo, V después de todo la figura de Arlequín nació en Bérgamo; esto me lo haría confirmar por Genneholm, que todo lo sabe. Le explicaría al Papa que, en realidad, mi matrimonio con Marie se había frustrado a causa del casamiento civil, y le rogaría que me considerase una especie de antípoda de Enrique VIII: éste había sido polígamo y creyente, yo era monógamo e infiel. Le contaría cuan engreídos y groseros son los católicos alemanes «descollantes», y que él no debería dejarse engañar. Le interpretaría un par de números, cosas fáciles y bonitas como el camino de la escuela y el regreso, pero no mi número del cardenal; esto le ofendería, porque él mismo había sido cardenal y era el último a quien yo hubiese lastimado.

Otra vez daba rienda suelta a mi fantasía: imaginé con tanta precisión mi audiencia ante el Papa, me veía allí arrodillado y como infiel rogarle su bendición, los guardias suizos en la puerta y un cierto Monsignore deferente, con una sonrisa ligeramente hastiada, que casi creí que estaba ante el Papa. Estaría tentado de contar a Leo que había yo estado con el Papa y había tenido una audiencia con él. En estos minutos yo estaba ante el Papa, veía su sonrisa y oía su bella voz de aldeano, le contaba cómo el bufón local de Bérgamo se había convertido en Arlequín. Leo en estas cuestiones es siempre muy riguroso, y siempre me llama embustero. Leo se enfadaba siempre que me encontraba con el y le preguntaba: «¿Recuerdas cómo entre los dos aserramos aquella estaca?» Él gritaba: «Pero si no la hemos aserrado.» Tenía razón, pero de un modo accidental, estúpido. Leo tenía seis o siete años, yo ocho o nueve, cuando él encontró en las cuadras un trozo de madera, el resto de una estaca, también había encontrado allí una sierra cubierta de herrumbre y me rogó que junto con él aserrásemos aquel trozo de estaca. Le pregunté por qué debíamos aserrar aquel estúpido trozo de madera; no podía haber motivo alguno, él sólo quería simplemente aserrar; lo encontré completamente disparatado, y Leo estuvo media hora llorando; y mucho más tarde, sólo diez años después, cuando en nuestra clase de alemán con el padre Wunibald hablábamos de Lessing, repentinamente, en medio de la clase y sin ninguna relación, caí en la cuenta de lo que había querido Leo: él quería sencillamente aserrar, en este momento que tenía ganas de hacerlo conmigo. Le comprendí en el acto, después de diez años, y viví su alegría, su excitación, su disgusto, todo lo que a él le había conmovido, con tanta intensidad que en medio de la clase comencé a imitar los movimientos de la sierra. Vi el rostro de chiquillo de Leo, contento y acalorado frente a mí, tiraba hacia mí la herrumbrosa sierra, luego la movía hacia atrás, hasta que el padre Wunibald me cogió por los cabellos y «me hizo recobrar el conocimiento.» Desde entonces he aserrado realmente la estaca con Leo; él no lo puede comprender. Es un realista. No comprende, aún hoy, que algo que aparentemente sea estúpido hay que hacerlo inmediatamente. Hasta mamá tiene a veces deseos repentinos: jugar a las cartas ante el fuego de la chimenea, preparar ella misma en la cocina infusión de té con flores de azahar. Seguramente siente deseos repentinos de sentarse en los sillones de caoba bruñida, jugar a las cartas, de ser una familia feliz. Pero siempre que ella tenía ganas, éramos nosotros los que no teníamos; hubo escenas, aspavientos de madre incomprendida, luego insistió ella sobre nuestro deber de obedecer el cuarto mandamiento, pero luego notó que sería un extraño capricho jugar a las cartas con niños, que sólo participaban por deber de obediencia, y llorando subió a su cuarto. A veces intentó coaccionarnos, ofreciéndonos a cambio darnos de comer o de beber algo «especialmente bueno», y entonces tenía lugar una de esas tardes lacrimosas, de las cuales tantas nos ha deparado mamá. Ella no sabía que si nosotros nos negábamos con tanta obstinación era porque el siete de corazones seguía en la baraja y que a nosotros cada juego de cartas nos recordaba a Henriette, pero nadie se lo dijo, y más adelante, cuando yo pensé en sus infructuosos intentos de interpretar la familia feliz ante el fuego de la chimenea, sólo con el pensamiento jugaba yo a las cartas con ella, si bien los juegos de cartas que tienen lugar entre dos resultan aburridos. Yo jugué
realmente
con ella, el «sesenta y seis» y la «guerra», bebí té con aroma de azahar, e incluso con miel; mamá —amenazándome con el índice graciosamente levantado—, me dio incluso un cigarrillo, y en algún lugar de atrás tocaba Leo sus Estudios, mientras todos nosotros, hasta la criada, sabíamos que papá estaba con «esta hembra». De un modo u otro, debió Marie enterarse de estas «mentiras», pues me miraba con desconfianza si yo le contaba algo, y hasta a ese chico de Osnabrück lo he visto yo
realmente
. A veces me ocurre también al revés: que lo que realmente he vivido parece falso y no real. Como el hecho que, de vuelta de Colonia, fuese a Bonn con el grupo de Marie, y hablase con las muchachas sobre la Virgen María. Lo que los demás llaman no-ficción a mí me parece muy ficticio.

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