Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
De pena, ni siquiera podía yo llorar más en el momento en que terminó la mazurca de Chopin. Debió haberlo notado. Al ponerse al teléfono, dijo sólo en voz baja: «Bueno, vea usted...» Yo dije: «La culpa fue mía, no de usted. Perdóneme usted.»
Me sentía como si estuviese tendido en el arroyo y apestase, cubierto de comida vomitada, la boca llena de horribles maldiciones, y hubiese encargado a alguien que me fotografiase y enviado la foto a Monika: «¿Podré volver a llamarla?», pregunté en voz baja. «Puede que después de algunos días. Mi atrocidad sólo tiene una explicación, para mí es tan mortificante que no sabría describirla.» No oí nada, sólo su respiración, durante un par de minutos, luego dijo: «Me marcho por quince días.»
«¿Adonde?», pregunté.
«A hacer ejercicios», dijo, «y a pintar un poco».
«¿A ver cuándo vuelve usted», pregunté, «y me hace una tortilla con setas y una de sus magníficas ensaladas?»
«No puedo ir», dijo, «ahora no».
«¿Más adelante?», pregunté.
«Iré», dijo; sólo oí que lloraba, después colgó.
Pensé que debería tomar un baño, tan sucio me sentía yo, y pensé que debía apestar como había apestado Lázaro, pero yo estaba completamente limpio y no olía a nada. Me arrastré hasta la cocina, encendí el gas debajo de las judías, debajo del agua, fui otra vez al cuarto de estar, me llevé la botella de coñac a la boca: no me alivió nada. Ni siquiera el timbre del teléfono me despertó de mi letargo. Descolgué, dije: «¿Sí?» y Sabina Edmonds dijo: «Hans, ¿qué es lo que te ocurre?» Yo callé, y ella dijo: «Me mandaste un telegrama. Suena muy dramático. ¿De verdad que es tan horrible?»
«Bastante horrible», dije abatido.
«Me había ido a pasear con los niños», dijo, «y Karl estará fuera por una semana, con su clase en un albergue escolar campestre, y primero tuve que buscar a alguien que cuidase de los niños antes de que pudiese llamarte.» Su voz sonaba excitada, también un poco irritada, como suena siempre. No tenía la intención de pedirle dinero. Desde que está casado, Karl cuenta con su sueldo mínimo; tenía tres niños cuando reñí con él, entonces el cuarto estaba en camino y no tuve el valor de preguntarle a Sabina, cómo había ocurrido esto entretanto. En su piso siempre priva la ya no disimulada irritación, por todas partes se ven sus condenados cuadernos de notas, en los que hace él sus cálculos acerca de cómo se las arreglará con su sueldo, y cuando estaba a solas conmigo se mostraba ofensivamente «franco» y comenzaba su charla-entre-hombres; siempre comenzaba por recriminar a la Iglesia Católica (¡y precisamente conmigo!) y venía siempre un momento en que me parecía un perro aullador, y casi siempre entraba Sabina en aquel momento, le miraba amargamente, porque otra vez volvía a estar embarazada. Para mí apenas hay nada más desagradable que cuando una mujer mira a su marido con amargura, porque es señal de que está embarazada. Acababan sentándose allí los dos, y lloraban, porque en realidad se querían mutuamente. El ruido de los niños venía de las habitaciones de atrás, vasos de noche eran volcados con alboroto, estropajos mojados eran arrojados contra flamantes papeles pintados, mientras Karl siempre habla de «disciplina, disciplina» y de «obediencia absoluta, ciega», y sólo me resta hacer irme al cuarto de los niños e interpretar ante ellos un par de números para tranquilizarles, pero esto no los tranquilizaba nunca, chillaban de contento, querían imitar todo lo que hacía, y al final nos sentábamos allí, cada uno de nosotros con un niño sobre las rodillas, los niños podían sorber de nuestros vasos de vino. Karl y Sabina comenzaban a hablar de libros y calendarios, por los que se puede saber cuándo una mujer no puede tener ningún niño. Y luego venían sin cesar los niños, y no caían en la cuenta que a Marie y a mí estos relatos debían de resultarnos especialmente penosos, porque no teníamos hijos. Cuando Karl se achispaba comenzaba a lanzar improperios contra Roma, a colmar de agravios el colegio cardenalicio y los sentimientos del Papa, y lo grotesco de ello era que yo empezaba a defender al Papa. Marie estaba mejor enterada y explicó a Karl y Sabina que en Roma nada pueden variar en esta cuestión. Por último se volvían suspicaces y nos miraban como queriendo decirnos: Ah, vosotros... vosotros sí que debéis arreglároslas con finura, ya que no tenéis niños, y casi siempre acababa con que el más cansado de los niños nos hacía caer el vaso de la mano, a Marie, o a mí, o a Karl o a Sabina, y el vino se derramaba sobre los cuadernos con los trabajos escolares, que siempre Karl dejaba apilados sobre su escritorio. Esto naturalmente era mortificante para Karl, que sin cesar predicaba a sus alumnos sobre disciplina y orden, devolverles sus cuadernos con manchas de vino. Hubo azotaina, lloros, y mientras Sabina nos arrojaba una mirada de Oh-vosotros-los-hombres, fue con Marie a la cocina, y seguramente sostendrían allí charlas-entre-mujeres, algo que para Marie resultaba tan penoso como para mí. Cuando estuve a solas con Karl empezó a hablar de dinero, en tono de reproche, como si quisiera decir: De esto hablo yo contigo porque eres un chico simpático, pero de ello no
entiendes
nada.
Suspiré y dije: «Estoy por completo arruinado, profesionalmente, espiritualmente, físicamente, financieramente... estoy...»
«Si es que tienes hambre», dijo, «espero que sabrás que encima del fogón tienes siempre un pote de sopa para ti.» Callé, estaba conmovido, sonaba ello tan sincero y seco. «¿Me oyes?», dijo ella.
«Te oigo», dije, «vendré a más tardar mañana al mediodía y me tomaré mi pote de sopa. Y si os hace falta alguien que cuide los niños, yo..., yo», me quedé atascado. Mal podía yo ofrecer por dinero lo que siempre hice gratis por ellos, y esta estúpida historia del huevo que yo le había dado a Gregor, me vino a las mientes. Sabina rió y dijo: «Vamos, dilo de una vez.» Dije: «Quiero decir, que si me pudieseis recomendar a conocidos, recordarles que tengo teléfono, y lo hago tan barato como el que más.»
Calló ella, y yo pude notar que estaba conmovida. «Oye», dijo, «no dispongo de mucho tiempo para hablar, pero dime, ¿qué ha pasado?» Por lo visto era la única en Bonn que no había leído la crítica de Kostert, y comprendí que no podía saber nada de lo que nos había ocurrido a Marie y a mí. En realidad, no conocía a nadie del grupo. «Sabina», dije, «Marie me ha dejado... y se ha casado con un tal Züpfner.»
«Dios mío», gritó, «no será verdad...»
«Es verdad», dije.
Calló y oí cómo daban golpes a la pared de la cabina telefónica. Seguramente algún idiota que a su compañero de juego quería comunicarle que había sacado el as de corazones.
«Debiste de haberte casado con ella», dijo Sabina en voz baja, «me refiero..., oh, tú sabes a qué me refiero.»
«Lo sé», dije, «quise hacerlo, pero luego resultó que había que tener ese maldito documento del Registro Civil, y que yo tenía que firmar, ¿comprendes?, firmar mi consentimiento a dejar educar a los niños en la religión católica.»
«Pero, ¿no se frustraría por esto nada más?», preguntó. Los golpes en la puerta de la cabina telefónica se hicieron más fuertes.
«No sé», dije, «ése fue el motivo, pero hay algo más que yo no comprendo. Cuelga ahora, Sabinita, de lo contrario ese irritado ciudadano alemán derribará la puerta. Este país está lleno de monstruos.» «Tienes que prometerme que vendrás», dijo, «y piensa en ello: tu sopita estará al fuego todo el día.» Oí como bajaba la voz, susurró aún: «¡Qué grosero, qué grosero!», pero en su confusión no había puesto el auricular sobre la horquilla, sólo sobre la mesita en la que está el listín. Oí decir al individuo: «Vaya, por fin», pero Sabina parecía haberse marchado. Grité al teléfono: «Socorro, socorro», con voz fuerte y chillona, el individuo cayó en la trampa, cogió el auricular y dijo: «¿Puedo hacer algo por usted?» Su voz sonaba grave, serena, muy viril y pude oler que había comido algo ácido, arenques en escabeche o algo por el estilo. «Oiga, oiga», dijo, y yo dije: «¿Es usted alemán? Por principio, sólo hablo con alemanes.»
«Éste es un buen principio», dijo, «¿qué es lo que le preocupa a usted?»
«Me preocupa el CDU», dije, «¿votará usted por el CDU?
«Por supuesto que sí», dijo ofendido, y yo dije: «En tal caso, quedo tranquilo», y colgué.
La realidad era que yo había ofendido a aquel individuo; debí preguntarle si había gozado ya de su propia mujer, si había ganado jugando a las cartas y si en la oficina había soltado ya la obligatoria parrafada de dos horas sobre la guerra. Tenía la voz de un auténtico marido y alemán de pies a cabeza, y su «vaya, por fin» había sonado como «apunten armas». La voz de Sabina Emonds me había consolado un poco, sonó un poco irritada, excitada también, pero sabía que desaprobaba el modo de obrar de Marie y que el pote de sopa en su casa me aguardaría siempre sobre el fogón. Era muy buena cocinera, y si no estaba embarazada y arrojaba sin cesar en derredor suyo miradas de Ah-vosotros-los-hombres, era muy desenvuelta y católica, de un modo mucho más simpático que Karl, que había conservado sobre el «sexto» sus extraños prejuicios de seminarista. Las miradas de Sabina, llenas de reproches, representaban en realidad a todo su sexo, sólo cuando miraba a Karl, el causante de su estado, adquirían entonces una tonalidad oscura especial, casi tormentosa. Casi siempre intentaba yo distraer a Sabina representando alguno de mis números, entonces tenía que reírse, mucho y con toda su alma, hasta que se le soltaban las lágrimas, y entonces casi siempre le dominaban las lágrimas, y ya se acabaron las risas... Y Marie tenía que acompañarla hasta la puerta y consolarla, mientras Karl, con expresión hosca y culpable, se sentaba junto a mí y, desesperado, comenzaba por fin a corregir cuadernos. A veces le ayudaba yo en ello, tachando las faltas con tinta roja, pero no confiaba él en mí, volvía a repasarlo todo y se enfurecía cada vez, porque yo no pasaba por alto nada y las faltas las había corregido correctamente. No podía concebir el que yo realizase tal trabajo evidentemente en regla y como es debido. El problema de Karl es sólo un problema de dinero. Si Karl dispusiera de un piso de siete habitaciones, dejarían de ser inevitables la precipitación y la irritación. Una vez discutí con Kinkel sobre el concepto que él tenía del «sueldo mínimo». Kinkel pasaba por ser uno de los más geniales especialistas en tales temas, y creo que se habló del sueldo mínimo para una persona que vive sola en una capital, no contando el alquiler, fijándolo en un principio en ochenta y cuatro marcos, y más tarde en ochenta y seis. No quise, en modo alguno, oponerle la objeción de que él mismo, a juzgar por aquella irritante anécdota que él nos contó, sostuvo por sueldo mínimo
suyo
, uno treinta y cinco veces superior a aquél. Tales objeciones pasan por demasiado personales y de mal gusto, pero el mal gusto consiste en calcular así el sueldo mínimo de los demás. En la suma de ochenta y seis marcos había incluso un apartado para gastos culturales: es probable que fuese el cine, o periódicos, y cuando le pregunté a Kinkel si esperaban ellos que el destinatario de esta suma puede ver una buena película, es decir, una de valor educativo para el pueblo, se enfureció, y cuando le pregunté cómo había que entender el apartado «reposición de la ropa blanca», si habría que contratar extraoficialmente un anciano bien dispuesto que corriese a través de Bonn y desgastase sus calzoncillos y que el Ministerio informase sobre cuánto tiempo se necesita hasta que los calzoncillos queden inservibles; aquí terció su esposa, diciendo que yo soy peligrosamente subjetivo, y yo le dije que todo aquello me recordaba cuando los comunistas comenzaron a hacer planes acerca de comidas-tipo, tiempo de duración de los pañuelos de bolsillo y demás lindezas, al fin y al cabo tos comunistas no tenían la hipócrita coartada de lo sobrenatural, pero que cristianos como su marido se hiciesen cómplices de tamaña monstruosidad, me parecía increíble; aquí replicó ella que yo era un solemne materialista y no era capaz de comprender lo que eran el sacrificio, la desgracia, el destino, grandeza de la pobreza. En casa de Karl Emonds nunca tuve la sensación de sacrificio, desgracia, destino, grandeza de la pobreza. Se gana bien la vida, y todo lo que mostraba referente a destino y grandeza era una continua irritación, porque pudo calcular que nunca podría pagar un piso adecuado para él. Cuando comprendí que Karl Emonds era precisamente el único a quien podía yo pedir dinero, me di perfecta cuenta de mi situación. Yo no poseía ni un pfennig más.
Sabía también que no iba a hacerlo todo: emprender un viaje a Roma y hablar con el Papa o soplar cigarrillos y puros, meterme cacahuetes en el bolsillo, pasado mañana, en el
jour fixe
de mamá. Ya no tenía la fuerza de voluntad para creer en ello, como creía que aserré con Leo aquel trozo de madera. Todo intento de volver a anudar los hilos de las marionetas y tirar de ellos, fracasaría. Llegaría un día en que tendría que dar el sablazo a Kinkel, también a Sommerwild y hasta a este sádico de Fredebeul, quien probablemente lanzaría al aire ante mis narices una moneda de cinco marcos y me obligaría a dar un salto para cazarla. Estaría contento si Monika Silvs me invitase a tomar café, no porque se tratase de Monika Silvs, sino por el café gratis. Volvería a telefonear a la estúpida Bela Brosen para congraciarme con ella y decirle que nunca le preguntaría por el importe de la suma, que cualquier suma, cualquiera que fuese, sería siempre bienvenida para mí; después, un día, iría a casa de Sommerwild, para tratar de «convencerle» de que me había arrepentido, y que reconocía estar en buena disposición de ánimo para convertirme, y luego vendría lo más horroroso: una reconciliación, escenificada por Sommerwild, con Marie y Züpfner, pero si yo me convertía es probable que mi padre no moviese ni un dedo por mí. Por lo visto, para él esto era lo más horroroso. Tenía que reflexionar sobre ello: mi elección no estaba entre el
rojo
y el
negro
, sino entre el pardo oscuro y el negro: el lignito o la iglesia. Llegaría a ser lo que todos ellos esperaron tanto tiempo de mí: un hombre, hecho y derecho, ya no subjetivo, sino objetivo, y dispuesto a entablar en la Herren-Union una disputada partida de naipes. Me quedaban aún unas cuantas posibilidades: Leo, Heinrich Behlen, mi abuelo, Zohnerer, quien tal vez hiciese de mí un guitarrista enfadoso, y yo cantaría: «Cuando vea que el viento juguetea con tus cabellos, sé que serás mía.» Se lo había cantado ya a Marie, y ella se cerró los oídos, diciéndome que la encontraba horrible. Por último, haría lo último que me quedaba por hacer: irme con los comunistas y presentarles todos los números que ellos calificasen tan bonitos como anticapitalistas.