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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (28 page)

BOOK: Opiniones de un payaso
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«Sí», dijo abatido.

«Por favor, dame su dirección, su .número de teléfono.»

Calló. Suspiró, y lo hizo ya como si hubiera pasado cien años en un confesionario, suspirando por los pecados y locuras de la humanidad. Por fin, dijo con audible esfuerzo: «¿No lo sabes, pues?»

«¿Qué tengo que saber?», grité, «Dios mío, Leo, habla claro.»

«Heinrich ya no es sacerdote», dijo en voz baja.

«Yo tenía entendido que nunca se deja de serlo.»

«Naturalmente», dijo, «quiero decir que ya no está en activo. Se marchó, desde hace meses, sin dejar rastro.» Todo esto le salió dificultosamente. «Vamos», dije, «yo aparecerá»; luego se me ocurrió una idea y pregunté: «¿Está solo?»

«No», dijo Leo, con severidad, «se marchó con una muchacha.» Sonó como si dijera: «Tiene la peste.»

Lo sentí por la muchacha. Seguramente era católica, y debía ser penoso para ella esconderse en una casucha, con un antiguo sacerdote y soportar los detalles de la «concupiscencia carnal»: sábanas, calzoncillos, tirantes, platillos con colillas, entradas de cine rotas, incipiente escasez de dinero, y si la muchacha bajaba a buscar pan, cigarrillos o una botella de vino, una patrona hostil abría la puerta, y ella ni siquiera podía proclamar: «Mi marido es un artista, sí, un artista.» Ambos me dieron lástima, pero la muchacha más que Heinrich. Las autoridades eclesiásticas se mostraban seguramente muy severas en tales casos, en que se trataba de un cura no sólo insignificante, sino antipático. Con un Sommerwild debían cerrar con pertinacia los ojos. Ciertamente no tenía un ama de llaves que anduviera con muletas, sino una criatura linda y exuberante que él llamaba Maddalena, excelente cocinera, siempre atildada y contenta.

«O sea», dije, «que de momento no podré contar con él.»

«Dios mío», dijo Leo. «tienes una cínica manera de tomarte las cosas.»

«Ni soy el obispo de Heinrich ni me concierne el caso», dije, «sólo los detalles me duelen. ¿Tienes por lo menos la dirección de Edgar o su número de teléfono?»

«¿Te refieres a Wieneken?»

«Sí», dije, «¿no te acuerdas de Edgar? En Colonia os habéis encontrado con nosotros, y en casa jugábamos siempre con los Wieneken y comíamos su ensalada de patatas.»

«Sí, naturalmente», dijo, «naturalmente que me acuerdo, pero Wieneken no está en el país, por lo que me han dicho. Me han contado que está en viaje de estudios con no sé qué comisión en la India o Tailandia, no lo sé exactamente.»

«¿Estás seguro?», pregunté.

«Me parece», dijo, «¡ah, sí!, ahora me acuerdo bien, me lo dijo Heribert.»

«¿Quién?», grité, «¿quién dices que te lo contó?»

Calló y ya no le oí suspirar, y comprendí por qué no quería venir a mi casa.

«¿Quién?», grité una vez más, pero no hubo respuesta.

También se había acostumbrado a esa tosecilla de confesionario que a veces oí cuando esperaba a Marie en la iglesia. «Será mejor», dije en voz baja, «que no vengas mañana por la mañana. Sería una lástima que faltases a clase. Dime tan sólo que también has visto a Marie.»

Por lo visto no había aprendido más que a suspirar y a toser. Ahora volvió a suspirar largo y profundo, con inquietud. «No necesitas responderme», dije, «saluda de mi parte al individuo amable con quien hablé hoy dos veces por teléfono.»

«¿Struder?», preguntó quedamente.

«No sé cómo se llama, pero al teléfono me resultó amable.»

«Pero si nadie se lo toma en serio», dijo, «está acogido, por así decirlo, por caridad.» Leo consiguió emitir una especie de risa. «A veces por teléfono dice disparates.»

Me levanté y a través de una rendija en las cortinas miré al reloj de la plaza. Eran las nueve menos tres minutos.

«Ahora tienes que irte», dije, «o te lo ponen en el expediente. Y no pierdas la clase de mañana.»

«Pero compréndeme, hombre», suplicó.

«Maldita sea», dije, «te comprendo. Sólo que demasiado bien.»

«Pero, ¿qué clase de persona eres tú?», preguntó. «Soy un payaso», dije, «y colecciono momentos. Adiós.» Y colgué.

25

Olvidé preguntarle por sus experiencias de servicio militar, pero quizá más adelante se me presentaría una ocasión. Seguro que él alabaría «las condiciones materiales» (en casa nunca había comido tan bien), estimaría que la instrucción es «de alto valor educativo», y el contacto con el hombre del pueblo «muy aleccionador». Podía ahorrarme el preguntárselo. Aquella noche no iba a pegar un ojo, dando vueltas y más vueltas a su conciencia, sobre si había obrado bien al no ir a mi casa. Tantas cosas me hubiera gustado decirle: que sería mejor para él estudiar teología en cualquier otro lugar del mundo, en Sudamérica o en Moscú, pero no aquí en Bonn. Debía comprender que no hay lugar para lo que él llama su fe entre Sommerwild y Blothert, que en Bonn un Schnier convertido, e incluso futuro sacerdote, era un medio para consolidar la bolsa. Tenía que hablarle alguna vez de todo aquello, y mejor sería hacerlo en casa, en un
jour fixe
. Los dos hijos pródigos nos sentaríamos con Anna en la cocina, beberíamos café, y evocaríamos viejos tiempos, los tiempos gloriosos en que nos ejercitábamos en nuestro parque con puños antitanques y los autos de la Wehrmacht aparcaban en el jardín y alojábamos militares. Un comandante o algo por el estilo, con su séquito de sargentos y soldados, un auto con estandarte, y todos ellos pensando exclusivamente en huevos al plato, coñac, cigarrillos y juegos de manos con las criadas en la cocina. A veces les sobrecogía el espíritu militar, o sea la fanfarronada: entonces se pavoneaban ante la casa, el comandante abombaba el pecho e incluso metía la mano entre los botones de la guerrera, como un comiquillo de mala muerte que representa un coronal de lansquenetes, y pegaba voces de «victoria final». Penoso, ridículo, estúpido. Cuando se descubrió que la señora Wieneken, de noche, había atravesado secretamente el bosque con un grupo de mujeres, por entre las líneas americanas y alemanas, para ir a buscar pan a casa de su hermano, que tenía una panadería, la fanfarronada se volvió peligrosa. El comandante quiso hacer fusilar a la señora Wieneken y a otras dos mujeres por espionaje y sabotaje (la señora Wieneken confesó en el interrogatorio haber hablado con un soldado americano). Pero entonces mi padre se puso enérgico (por segunda vez en su vida, según alcanzo a recordar), sacó a las mujeres de su improvisada prisión, nuestro cuarto de planchar, y las escondió en el cobertizo para los botes, junto al río. Estuvo realmente intrépido, e increpó al oficial, que le increpó a él. Lo más ridículo en el oficial eran sus condecoraciones, que al gesticular le bailaban en el pecho, mientras mi madre con su voz apagada decía: «Señores míos, señores míos, todo tiene su límite.» Lo penoso para ella era que dos «señores»arremetieran a gritos. Mi padre dijo: «Antes que a estas mujeres les ocurra una desgracia, tendrá que fusilarme a mí: aquí me tiene», y se desabrochó la chaqueta y presentó el pecho al comandante, pero los militares se retiraron porque los americanos habían llegado ya a las lomas del Rhin, y las mujeres pudieron volver. a salir del cobertizo. Decididamente, lo lamentable de aquel comandante, o lo que fuese, eran sus medallas. Sin ellas, hubiese tenido aún la posibilidad de mantener una cierta dignidad. Cuando veo a esos mansitos burgueses andar de un lado para otro, en los
jour fixe
de mamá, con sus condecoraciones, pienso siempre en aquel militar, y hasta la condecoración de Sommerwild me parece menos grotesca:
Pro Ecclesia
o algo así. Por lo menos, Sommerwild hace algo duradero por su iglesia: tiene a sus «artistas» bien sujetos, y le queda aún suficiente buen gusto para considerar que la condecoración, «en sí», es ridícula. La lleva sólo en las procesiones y oficios solemnes, y en los debates por televisión. La televisión le hace perder el último resto de vergüenza que debo reconocer guarda. Si nuestra edad merece un nombre, se le llamará la edad de la prostitución. Las gentes se van acostumbrando al lenguaje de las prostitutas. Una vez me encontré con Sommerwild después de un debate de ésos (»¿Puede darse un arte sacro moderno?») y me preguntó: «¿Estuve bien? ¿Le gusté?»: exactamente, literalmente, lo que preguntan las prostitutas a sus clientes. Sólo faltaba que me dijera: «Recomiéndeme a sus amigos.» Le dije: «Usted no me gusta, de modo que no pudo gustarme ayer.» Quedó completamente desinflado, y, sin embargo, expresé muy moderadamente la impresión que me causó. Había estado repugnante: con unos cuantos truquillos pedantes había «degollado» o «aplastado» a .su contrincante en el debate, un socialista algo despistado. Astutamente insinuó: «¿Encuentra abstractos a los primeros Picassos, no es así?», y puso fuera de combate al viejo de cabellos grises, que murmuraba no sé qué de
engagement
, cuando ante diez millones de espectadores le espetó: «Ah, usted habla de arte socialista; ¿p tal vez de realismo socialista?»

Cuando le encontré al día siguiente por la calle y le dije que no me había gustado, quedó anonadado. No gustar a
uno
de los diez millones de espectadores hería su vanidad gravemente, pero luego fue ampliamente desagraviado por una «verdadera ola de alabanzas» en todos los periódicos católicos. Escribieron que había logrado una victoria para la «buena causa».

Encendí el antepenúltimo cigarrillo, volví a tomar la guitarra y ensayé unos rasgueos. Pensé en lo que quería contar a Leo y en lo que quería preguntarle. Siempre que yo necesitaba hablarle en serio, o preparaba un examen o le asustaba un
scrutinium
. También pensé si era buena idea la de cantar la letanía, y decidí que no. Podía ocurrírsele a alguien tomarme por católico, por «uno de los nuestros», y utilizarme como propaganda. Todo lo «utilizan», y cualquiera les da a entender que no soy católico, y que simplemente me gusta la letanía y me es simpática la muchacha judía a quien está dedicada. Encontrarían un instrumento registrador que señalaría en mí dos millones de unidades de catolicismo, me arrastrarían ante la televisión, y subirían los índices de los cursos bursátiles. Tenía que buscar otro texto, lástima, qué hermosa es la letanía, pero en la estación de Bonn induce a confusiones. Lástima. Con lo bien que la había ensayado, y el
Ora pro nobis
se presta tanto al acompañamiento de guitarra.

Me puse en pie, para preparar mi aparición. Seguro que también el representante, Zohnerer, me «daría por perdido» si salía a cantar y tocar la guitarra por la calle. Tal vez con lo de cantar la letanía y el
Tantum ergo
y todo eso que hace tantos años que ensayo en el baño todavía pudiera «embarcarle»: una especialidad rara pero admisible, como pintar madonas. Incluso creo que Zohnerer me tiene cariño (los hijos de este mundo tienen más corazón que los hijos de la luz), pero «profesionalmente» yo quedaba para él liquidado en cuanto me pusiera a cantar en las escaleras de la estación de Bonn.

Logré ya andar sin que se notara mi cojera. Sobraba, pues, la caja de naranjas, y me bastaba un almohadón del sofá bajo el brazo izquierdo, la guitarra en la mano derecha, y a trabajar. Me quedaban dos cigarrillos. Fumaría uno, y el otro, puesto en el sombrero negro, serviría de cebo; también, por lo menos, una moneda sería útil. Hurgué en los bolsillos del pantalón, los volví del revés: unas cuantas entradas de cine, una ficha del juego de la oca, un sucio pañuelo de papel, pero ningún dinero. Abrí el cajón del armario ropero: un cepillo para la ropa, un recibo de suscripción a la
Gaceta Eclesiástica
de Bonn, un vale por una botella de cerveza, ningún dinero. Revolví todos los cajones de la cocina, corrí al dormitorio, busqué entre cuellos, varillas, gemelos, entre calcetines y pañuelos, en los bolsillos de los pantalones caqui: nada. Me quité el pantalón oscuro, lo dejé caer al suelo como el pellejo de una muda, arrojé al lado la camisa blanca, y pasé la cabeza por el jersey azul claro. De caqui y azul, me miré al espejo. Estupendo, nunca había estado tan elegante. Me había puesto demasiada crema de maquillaje. La grasa se había secado con los años que había pasado guardada, y vi que la gruesa capa se saltaba ya y mostraba hendiduras, como un rostro de una tumba excavada. Encima mi pelo oscuro, como una peluca. Tarareé una letra que acababa de ocurrírseme:

Dice el Papa Juan: «No votes

por la democristiandad.

Mira que la caridad

consiste en no hacer más pobres.»

Servía para un comienzo, y el Comité contra la Blasfemia no podía objetar nada. Añadiría muchas estrofas, y lo cantaría con ritmo de balada. Me sentí a punto de echar a llorar, pero el maquillaje me lo impedía. Estaba tan logrado, con sus descascarillados y sus grietas, y las lágrimas lo hubieran echado a perder. Ya lloraría luego, un día de fiesta, si estaba de humor. La costumbre profesional es la mejor protección: sólo para aficionados y para santos hay cuestiones de vida o muerte. Retrocedí ante el espejo, hundiéndome en mí mismo y huyendo de mí mismo. Si Marie me viera de aquel modo, y si después de verme fuera todavía capaz de limpiar las manchas de cera del uniforme de Caballero de Malta, entonces sí: estaba muerta, por fin divorciados. Yo podría cantar lamentos ante su tumba. Y confiar en que todos los que acudieran llevaran dinero en los bolsillos. Leo, un poco más de una perra. Edgar Wieneken, si volvía de Tailandia, tal vez una vieja moneda de oro, y si el abuelo acudía de Ischia no podía ahorrarse firmar un cheque. Una ocasión muy rentable. Mi madre estimaría probablemente que de dos a cinco pfennigs era la suma adecuada. Monika Silvs se inclinaría tal vez y me daría un beso, en tanto que Sommerwild y Kinkel y Freudebeul, indignados ante mi falta de delicadeza, no arrojarían ni siquiera un pitillo en mi sombrero. Y en los períodos muertos, en las horas en que no llegaban expresos del sur, iría en bicicleta a casa de Sabine Emonds y comería mi sopita. Tal vez Sommerwild llamaría a Züpfner, a Roma, y le aconsejaría bajar del tren en Godesberg. Pero yo montaría en mi bicicleta, me instalaría en la pendiente, ante la villa con sus terrazas de jardines, y cantaría mi cancioncilla hasta que ella saliera, me viera, y mostrara estar muerta o estar viva. El único que me daba pena era mi padre. Tuvo un buen gesto cuando salvó a las mujeres del fusilamiento, tuvo un buen gesto cuando me puso la mano en el hombro, y además, mirándome en el espejo con aquel maquillaje vi que no sólo me parecía a él, sino que éramos iguales, y comprendí su abominación al convertirse Leo. Leo no me daba ninguna pena: ése ya tiene su fe.

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