Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
Bebí un sorbo de la botella, me la guardé otra vez en el bolsillo de la chaqueta y me palpé la rodilla. Echado en el sofá, me dolía menos. Si me sosegaba y me concentraba, hinchazón y dolor acabarían desapareciendo. Me procuraría una caja de manzanas vacía, me sentaría en la escalera de la estación, y cantaría la letanía con acompañamiento de guitarra. Como quien no quiere la cosa, dejaría en el peldaño, a mi lado, el sombrero o la gorra, y si alguien arrojaba una primera moneda otros seguirían el ejemplo. Necesitaba dinero, sobre todo porque se me terminaban los cigarrillos. Lo mejor sería poner yo mismo unas cuantas perras en el sombrero, como cebo. Cabía esperar que Leo me diera algún dinero. Ya me vi sentado en la escalera: la cara blanca ante la estación negra, un jersey azul, la chaqueta negra de
tweed
y el pantalón caqui, y mi voz luchando con el estrépito callejero.
Rosa mystica, ora pro nobis. Turris Davidica, ora pro nobis. Virgo fidelis, ora pro nobis.
Allí estaría yo sentado a la llegada de los expresos de Roma, a la llegada de mi
coniux infidelis
con su católico de marido. La ceremonia matrimonial debió provocar penosas reflexiones: Marie no era viuda, no estaba divorciada, y, como yo sabía con toda precisión, no era virgen. Sommerwild debió de pasar por trasudores de angustia: un casamiento sin velo blanco chocaba con todas sus nociones estéticas. ¿O dispondrían acaso de prescripciones litúrgicas especiales para muchachas caídas y ex-concubinas de payasos? ¿Qué pensó el obispo que les casó? Pero no debieron atreverse a echar mano de un obispo. Marie me llevó una vez a ver una boda con obispo y me impresionó mucho todo aquel ir y venir, ponerse y quitarse la mitra, ceñir la faja blanca, desceñir la faja blanca, báculo adelante, báculo atrás, ceñir faja roja, desceñir la blanca. Mi sensible naturaleza artística posee un órgano para la estética de la repetición.
Pensé en mi pantomima de las llaves. Podía procurarme pasta para modelar, tomar la impronta de unas llaves, y en el molde así producido verter agua; poniéndolo un rato en la nevera se formarían llaves de hielo; seguramente iba a ser posible encontrar un pequeño frigorífico transportable, en el que cada noche podría conservar congeladas las llaves, y se irían fundiendo durante mi número. Puede que de la idea resultase algo, pero la deseché de momento, era demasiado complicado, dependía de demasiados requisitos y detalles técnicos, y si algún tramoyista fue engañado una vez durante la guerra por un renano, abriría el frigorífico y me estropearía el número. Lo otro era mejor: con mi cara natural, sólo maquillada de blanco, sentarme en las escaleras de la estación de Bonn, cantar la letanía lauretánica y pulsar unos acordes en la guitarra. Junto a mí el sombrero que en mis primeros tiempos me sirvió para mis imitaciones de Chaplin. Sólo me faltaban las monedas de reclamo: una de diez pfennigs ya bastaría, y además con otra de cinco, mejor; pero lo estupendo serían tres monedas: una de diez, una de cinco y otra de dos pfennigs. La gente debería ver que yo no era un fanático religioso que despreciaba una humilde limosna, y deberían ver que cualquier óbolo, por pequeño que fuera, sería bienvenido. Más tarde añadiría yo una moneda de plata, para dejar bien sentado que las grandes limosnas, no sólo no son rechazadas, sino que también se dan. Hasta pondría en el sombrero un cigarrillo, pues a la mayoría les es seguramente más fácil llevar la mano al paquete de cigarrillos que al portamonedas. Era de prever que se presentaría alguien a invocar los principios de orden y pedirme la licencia de cantar callejero, o que la Liga contra la Blasfemia encontraría censurable lo religioso de mi número. Como documentación me armaría con un pedazo de carbón. El
slogan
de «caliéntese con Schnier» lo conocen todos los niños. Con tinta roja subrayaría yo bien el negro «Schnier», y hasta puede que delante pintase una H. Sería una tarjeta de visita poco práctica, pero inconfundible: Permítame, Schnier. Y mi padre podría ayudarme por una vez sin que le costase nada. También él podría procurarme una licencia de cantor callejero. No necesitaba más que llamar por teléfono al alcalde, o hablarle cuando en la Herren-Union jugase a las cartas con él. Esto sí tenía que hacerlo por mí. Entonces podría yo sentarme en las escaleras de la estación y esperar la llegada del tren de Roma. Si Marie lograba pasar de largo ante mí, sin abrazarme, quedaba aún el suicidio. Más tarde. Titubeaba al pensar en el suicidio, por un motivo que parecía orgulloso: quería conservarme para Marie. Podía ella volver a separarse de Züpfner, y entonces estaríamos en la ideal situación de Besewitz. Ella podría quedarse conmigo como concubina, ya que la iglesia nunca más la separaría de Züpfner. Entonces yo no tendría más que hacerme descubrir por la televisión y adquirir nueva fama, y la Iglesia cerraría los ojos. Después ya nadie me exigiría que me casara por la Iglesia con Marie, y ni siquiera dispararían contra mí sus anticuados cañones de Enrique VIII.
Me sentí mejor. La rodilla se deshinchó, el dolor cedió, quedaban la jaqueca y la melancolía, pero me son tan familiares como el pensamiento de la muerte. Un artista tiene siempre la muerte a mano, como un buen cura su breviario. Incluso sé con exactitud, lo que ocurrirá después de mi muerte: el panteón familiar de los Schnier no me será ahorrado. Mi madre llorará y afirmará haber sido la única en comprenderme. Después de mi muerte les contará a todos, «cómo era en realidad nuestro Hans». Hasta el día de hoy, y probablemente por toda la eternidad, está ella firmemente convencida de que soy «sensual» y «codicioso». Dirá: «Sí, nuestro Hans tenía talento. Qué pena que fuera tan sensual y codicioso, por desgracia del todo indisciplinado: pero muy bien dotado, bien dotado.» Sommerwild dirá: «Nuestro buen Schnier, excelente, excelente; pero por desgracia tenía resentimientos anticlericales inextirpables, y ningún sentido de la metafísica.» Blothert lamentará no haber logrado implantar su pena de muerte a tiempo para hacerme ejecutar públicamente. Para Fredebeul seré yo «un tipo único», pero «sin significación sociológica». Kinkel llorará con lágrimas sinceras y cálidas, estará totalmente conmovido, pero demasiado tarde. Monika Silvs sollozará como si fuese mi viuda, y lamentará no haber venido inmediatamente a mi casa a hacerme la tortilla. Marie no logrará creer que he muerto: abandonará a Züpfner e irá de hotel en hotel, preguntando en vano por mí.
Mi padre saboreará la tragedia, muy arrepentido por no haberme dejado algo al irse. Karl y Sabine llorarán inconteniblemente, de un modo que a todos los asistentes al entierro les parecerá antiestético. Sabine buscará disimuladamente en los bolsillos del abrigo de Karl, porque una vez más habrá olvidado su pañuelo. Edgar se sentirá obligado a reprimir las lágrimas, y quizás después de la inhumación correrá otra vez por nuestro parque los cien metros, y volverá sólo al cementerio y ante la lápida que recuerda a Henriette depositará un gran ramo de rosas. Excepto yo, nadie sabe que estuvo enamorado de ella, nadie sabe que las cartas encintadas que quemé llevaban todas las mismas iniciales de remitente: E. W. Y me llevaré otro secreto a la tumba: que una vez observé cómo mamá, en el sótano, iba secretamente a la despensa, se cortaba una gruesa lonja de jamón y se la comía allí mismo, de pie, con los dedos, precipitadamente; no me pareció desagradable, sólo sorprendente, y me sentí más conmovido que asqueado. Yo había entrado en la bodega para buscar viejas pelotas de tenis, cosa prohibida, y cuando oí sus pasos apagué la luz, y vi cómo tomaba de la estantería un tarro de compota de manzana, cómo volvía a dejarlo, luego sólo vi los movimientos de sus codos al cortar el jamón, y luego se metió en la boca la lonja arrollada. No lo he contado nunca y nunca lo contaré. Mi secreto descansará bajo una losa de mármol en el panteón de los Schnier. Es curioso que yo odie tan poco a mis semejantes, a las personas.
Me pongo triste cuando muere alguien de mi especie. Hasta en la tumba de mi madre lloraría yo. Ante la del viejo Derkum me descompuse: arrojé tierra y más tierra sobre la desnuda madera del ataúd, y oí susurrar a alguien detrás de mí que aquello era indecente, pero seguí amontonando tierra, hasta que Marie me .arrebató la pala de las manos. No quise volver a ver la tienda ni la casa, ni guardar ningún recuerdo de él. Nada. Marie estaba sosegada, y vendió la tienda y guardó el dinero «para nuestros niños».
Pude ya ir al vestíbulo sin cojear, en busca de la guitarra. Retiré la funda, en la sala coloqué dos sillones uno enfrente del otro junto al teléfono, me tendí otra vez y pulsé la guitarra. Las notas apagadas hicieron que me sintiese mejor... Cuando empecé a cantar ya casi me sentí bien del todo:
mater amabilis
—
mater admirabilis
— los
ora pro nobis
los confiaba sólo a la guitarra. La cosa me gustó. Con la guitarra en la mano, el sombrero a mi lado, con mi verdadero rostro, esperaría yo que llegase el tren de Roma.
Mater boni consilii
. Cuando llegué con el dinero de Edgar Wieneken, me dijo Marie que nunca, nunca más nos separaríamos: «Hasta que la muerte nos separe.» Yo aún no había muerto. La señora Wieneken decía siempre: «Quien canta, sigue viviendo», y: «El que come bien, no está aún perdido.» Yo cantaba y tenía hambre. Me costaba mucho imaginarme a Marie sedentaria: juntos íbamos de ciudad en ciudad, de un hotel a otro, y cuando en algún sitio nos quedábamos algunos días, decía siempre: «Las maletas abiertas me miran como fauces que quieren ser saciadas», y saciábamos las fauces de las maletas, y si en el mismo sitio tenía que quedarme un par de semanas, ella recorría las ciudades como si fueran ciudades desenterradas. Cines, iglesias, periódicos frívolos, juego de la oca. ¿Quería ella realmente asistir al gran oficio solemne, cuando Züpfner fuera nombrado Caballero de la Orden de Malta, entre cancilleres y presidentes, y de vuelta a casa quitar con la plancha, con sus propias manos, las manchas de cera del uniforme de la orden? Es cuestión de gustos, Marie, pero no es ése tu gusto. Mejor confiar en un payaso ateo, que te despierta temprano para que llegues puntualmente a misa, y que, cuando es necesario, nunca te escatima un taxi para ir a la iglesia. Mi jersey azul no tienes que lavarlo.
Cuando sonó el teléfono, quedé desconcertado por algunos instantes. Me había concentrado en atender al timbre del piso y abrir la puerta a Leo. Aparté la guitarra, miré al aparato que sonaba, tomé el auricular y dije: «Dígame.» «¿Hans?», dijo Leo.
«Sí», dije, «me alegro de que vengas.» Calló y carraspeó: había hablado con voz alterada. Dijo: «Tengo el dinero para ti.» El dinero sonaba raro. Leo tiene nociones curiosas sobre el dinero. Puede decirse que no tiene gastos, no fuma, no bebe, no lee los periódicos de la tarde y sólo va al cine cuando por lo menos cinco personas en quienes confía plenamente, le han recomendado el film: ocurre cada dos o tres años. Prefiere ir a pie a viajar en tranvía. Cuando dijo el dinero, volvieron a decaer mis ánimos en seguida. Si él hubiese dicho un poco de dinero, yo habría contado con dos o tres marcos. Tragué saliva de miedo y pregunté con voz ronca: «¿Cuánto?» «Oh», dijo, «seis marcos con setenta.» Para él era una enormidad, y creo que para lo que llaman necesidades personales, le hubiera durado dos años: de vez en cuando un billete de andén, un cartucho de pipermint, diez pfennigs para un pobre; ni siquiera usa fósforos, y si de vez en cuando se compra una caja es para dar lumbre a sus «superiores», y tiene bastante para un año, y aunque lleve la caja un año parece nueva. Naturalmente, tiene que ir de vez en cuando al peluquero, pero seguramente lo saca de la «cuenta para estudios» que su padre le abrió. Antes gastaba a veces dinero para entradas a conciertos, pero casi siempre recibe entradas gratis de mamá. A los ricos les regalan más cosas que a los pobres, y lo que tienen que comprar casi siempre lo obtienen más barato: mamá tiene todo un catálogo de mayoristas, y la creo capaz de conseguir incluso los sellos de correo con rebaja. Seis marcos con setenta era para Leo una respetable suma. Para mí también lo era, de momento. Pero probablemente no sabía él aún que yo, como decían en casa, «de momento estaba sin ingresos». Dije: «Bien, Leo, muchas gracias; cómprame un paquete de cigarrillos cuando vengas.» Le oí carraspear, no dijo nada, y pregunté: «¿Me oyes, verdad?» Puede que se hubiese ofendido al pedirle que me comprase cigarrillos con su dinero. «Sí, sí», dijo, «sólo que...», se atascó, tartamudeó: «Siento mucho decírtelo, pero no podré venir.» «¿Cómo?», grité, «¿que no podrás venir?» «Son ya las nueve menos cuarto», dijo, «y debo estar a las nueve en el seminario.»
«Y si llegas tarde», dije, «¿te excomulgan?»
«No bromees», dijo ofendido.
«¿No podrías pedir permiso?»
«A esta hora, no», dijo, «debía pedirlo a mediodía.»
«Y si llegas tarde, ¿qué ocurre?»
«Entonces me expongo a una severa
adhortatio
», dijo en voz baja.
«Cosa de jardines», dije, «por lo que puedo recordar de mi latín.»
Rióse un poco. «Más bien a podaderas de jardín: es bastante desagradable.»
«Bien», dije, «no quiero obligarte a soportar este desagradable proceso, Leo, pero la presencia de una persona me haría mucho bien.»
«La cosa es complicada», dijo, «debes comprenderme. Una
adhortatio
no me importaría en sí, pero si esta semana incurro en otra
adhortatio
, figura en el expediente y debo rendir cuentas en el
scrutinium
.»
«¿Dónde?», dije, «por favor, dilo más despacio.» Suspiró, gruñó un poco y dijo muy lentamente:
Scrutinium
.»
«Maldita sea, Leo», dije, «suena como una disección de insectos. Y el expediente recuerda el I.R.9 de Anna. Todo lo apuntaban en una especie de antecedentes penales.»
«Dios mío, Hans», dijo, «en los pocos minutos que nos quedan, no vamos a discutir nuestro sistema educativo.»
«Si te resulta tan penoso, dejémoslo. Pero seguro que hay caminos, quiero decir rodeos, trepar por las paredes o algo por el estilo, como en el I.R.9. Quiero decir que en sistemas tan severos hay siempre lagunas.»
«Sí», dijo, «las hay, como en el servicio militar, pero no quiero usarlos. Quiero seguir el camino recto.»
«¿No podrás vencer por mí tu aversión y trepar una vez por la pared?»
Suspiró, y me figuré cómo meneaba la cabeza. «¿No puedes esperar a mañana? Quiero decir que puedo faltar a clase y estar contigo a eso de las nueve. ¿Es tan urgente? ¿O vuelves a partir en seguida?» «No», dije, «me quedaré algún tiempo en Bonn. Dame por lo menos la dirección de Heinrich Behlen, le llamaré y tal vez acudirá de Colonia o de donde se encuentre. Estoy con una herida en la rodilla, sin dinero, sin contratos, y sin Marie. De todos modos mañana seguiré con la rodilla herida, sin dinero, sin contrato y sin Marie; por lo tanto, no es tan urgente. Pero puede que Heinrich sea ya párroco y que tenga una vespa. ¿Me oyes?»