Read Opiniones de un payaso Online
Authors: Heinrich Böll
Lo más penoso me parece que son las películas artísticas. Los films artísticos los realizan, las más de las veces, personas que por un cuadro no le hubieran dado a Van Gogh ni siquiera un paquete de tabaco entero, sino medio nada más, y aún después se habrían arrepentido, al darse cuenta de que bastaba el tabaco para una pipa. En las películas artísticas se sitúan siempre en el pasado los sufrimientos del artista, la miseria y la lucha con su demonio. Un artista vivo, que no tiene cigarrillos, que no puede comprar zapatos para su mujer, carece de interés para los productores cinematográficos, porque tres generaciones de charlatanes no les han confirmado aún que es de un genio. Una sola generación de charlatanes no les bastaría. «La búsqueda apasionada del alma del artista.» Incluso Marie creía en eso. Da grima: claro que algo hay pero habría que llamarlo de otro modo. Lo que un payaso necesita es paz, la ilusión de lo que los demás llaman fiesta. Pero los demás no comprenden que para un payaso la ilusión de la fiesta consiste en olvidarse de su trabajo, no lo comprenden porque ellos sólo en
su
fiesta se acuerdan de lo que llaman arte, lo cual es en ellos muy lógico. Problema aparte lo constituyen los temperamentos artísticos que no piensan más que en el arte, pero no necesitan fiestas porque nunca trabajan. Cuando se empieza a tomar por artistas a los temperamentos artísticos, surgen los más irritantes equívocos. Los temperamentos artísticos también se ponen a darle al arte en el momento en que el artista tiene la ilusión de una fiesta. Destrozan los nervios con asombrosa infalibilidad: en los dos, tres, cinco minutos en que el artista se olvida de su arte, aparece un temperamento artístico y se lanza a hablar de Van Gogh, Kafka, Chaplin o Beckett. En tales momentos estoy expuesto al suicidio: cuando comienzo a pensar
sólo
en la cosa que hago con Marie, o en la cerveza, en las hojas que caen en otoño, en el juego de la oca o en algo cursi, tal vez sentimental, comienza algún Fredebeul o Sommerwild a hablar de arte. Precisamente en el instante en que experimento la sensación extraordinariamente estimulante de ser completamente normal, tan bobamente normal como Karl Emonds, se ponen Fredebeul o Sommerwild a darle a Claudel o Ionesco. Algo de eso tiene también Marie, poco al principio, más en los últimos tiempos. Lo noté cuando le anuncié que comenzaría a cantar acompañándome con guitarra. Eso ofendía su instinto estético, según dijo. La fiesta del no artista coincide con el horario de trabajo de un payaso. Todos saben lo que es la fiesta, desde el gerente espléndidamente pagado hasta el más simple obrero, tanto si se emborrachan con cerveza o cazan osos en Alaska, como si coleccionan sellos de correos, cuadros impresionistas o cuadros expresionistas (una cosa es indudable, que un coleccionista de arte no es un artista). Sólo el gesto con que encienden sus cigarrillos de fiesta y la cara que ponen basta para enfurecerme, porque conozco su sensación lo bastante para envidiarles lo que a ellos les dura. Hay momentos de fiesta para un payaso: entonces puede estirar las piernas y durante medio cigarrillo saber lo que es fiesta. Las llamadas vacaciones son espantosas: ¡ellos conocen la fiesta durante tres, cuatro, seis semanas! Marie intentó unas cuantas veces procurármela a mí, y nos fuimos al mar, al llano, a los baños, a ía montaña; a los dos días me puse enfermo, mi piel se cubrió de granos y a mi alma la agitaban pensamientos homicidas. Supongo que enfermaba de envidia. Luego tuvo Marie la ocurrencia atroz de ir conmigo de vacaciones a un lugar al que los artistas van de vacaciones. Naturalmente no eran más que temperamentos artísticos, y ya en la primera noche tuve una disputa con un imbécil, importante en la industria del cine, que me enzarzó en una conversación sobre Grock y Chaplin y los bufones de los dramas de Shakespeare. No sólo quedé hecho cisco (estos temperamentos artísticos que consiguen vivir bien de oficios casi artísticos, no trabajan y rebosan vitalidad), sino que además pesqué una grave ictericia. En cuanto abandonamos aquella funesta madriguera me curé rápidamente.
Lo que a mí me priva de reposo es mi incapacidad de limitarme, o, como diría mi representante Zobnerer, de concentrarme. En mis números hay demasiada mezcla de pantomima, escenografía, chistes: yo sería un buen Pierrot, pero también podría ser un buen clown, y cambio de números demasiado a menudo. Es probable que hubiese podido vivir durante años con mis números de los sermones católico y protestante, de la reunión del consejo de administración, del tráfico urbano y unos pocos más, pero cuando he interpretado diez o veinte veces un mismo número, me resulta tan aburrido, que en plena actuación me entran unas ansias irreprimibles de bostezar, literalmente, y tengo que disciplinar con un supremo esfuerzo los músculos de mi boca. Me aburro de mí mismo. Cuando pienso que hay payasos que durante treinta años interpretan el mismo número, noto un desasosiego en mi corazón, como si me condenaran a tragarme a cucharadas todo un saco de harina. Tiene que divertirme lo que hago, o me pongo enfermo. De repente se me ocurre que tal vez podría también cantar o hacer malabarismos: y son sólo evasiones para eludir los ensayos diarios. Como mínimo cuatro horas de ensayos, a ser posible seis, y mejor que fueran más. Lo había descuidado en las últimas seis semanas, contentándome cada día con unas volteretas y unas verticales sobre las manos o la cabeza, y con un poco de gimnasia sobre la esterilla de caucho que siempre llevo conmigo a todas partes. Ahora, la rodilla lesionada era una excusa para tenderme en el diván, fumar cigarrillos y acumular compasión de mí mismo. La última pantomima, de un discurso de ministro, se me dio muy bien, pero ya estaba harto de hacer de caricato y no pude ir más allá de un cierto límite. Todas mis tentativas de lirismo fracasaron. Nunca conseguí representar lo humano sin caer en una espantosa ramplonería. Mis números de la pareja de baile, y del camino hacia al escuela y regreso a casa, eran por lo menos pasables artísticamente. Cuando intenté el número de los períodos de la vida de un hombre, caí otra vez en la caricatura. Marie tenía razón al calificar de tentativa de evasión, mis intentos de interpretar canciones a la guitarra. Lo que me salía mejor era la descripción de absurdos cotidianos: observo, sumo las observaciones, las potencio y saco de ellas la raíz, pero con un exponente distinto a aquel con que había yo potenciado. En cualquier gran estación llegan por la mañana miles de personas que trabajan en la ciudad, y parten a millares de la ciudad para ir a trabajar en las afueras. ¿Por qué no intercambian sin más sus lugares de trabajo toda esta gente? O las colas de autos, que en las horas punta se importunan unos a otros para lograr adelantarse. Trueque de viviendas o de lugares de trabajo, y toda la estéril barahúnda, el dramático molineo-con-los-brazos de los policías, se podían evitar: los cruces de las calles se hacían tan quietos que podía yo jugar allí a la oca. De esta observación deduje una pantomima, en la cual yo sólo actuaba con los pies y las manos, impávido el rostro y siempre blanco como la nieve en el centro, y con mis cuatro extremidades conseguí dar la impresión de una enormidad de precipitados movimientos. Mi meta es: pocos accesorios, y, mejor aún, ninguno. Para el número del camino de la escuela y vuelta a casa, no necesitaba ni siquiera cartera de colegial: la mano, de la cual cuelga, es suficiente, en los últimos momentos atravieso corriendo la calle, pasando ante bamboleantes tranvías, salto al autobús, me apeo de él, me distraigo mirando los escaparates, escribo con tiza faltas ortográficas sobre las tapias, me encuentro —llego tarde— ante el maestro regañón, me bajo la cartera de los hombros y me cuelo en el banco. El describir lo poético de la vida infantil me da buen resultado: en la vida de un niño lo banal posee grandeza, se siente extraño, sin orden, siempre trágico. Tampoco un niño tiene nunca fiesta como niño; sólo al aceptarse los «principios de orden» comienza la fiesta. Observo cualquier forma de manifestación de la fiesta con fanático ardor: cómo un obrero guarda en su bolsillo el sobre con la paga y sube a la moto; cómo un agente de bolsa al fin cuelga el auricular del teléfono, pone su cuaderno de notas en el cajón y lo cierra con llave, o una vendedora de comestibles se quita el delantal, se lava las manos y ante el espejo se retoca el cabello y los labios, toma su bolso y ya está, todo es tan humano que a menudo tengo la impresión de ser yo un monstruo, porque sólo puedo representar la fiesta como número. Hablé con Marie de si un animal podía tener fiesta, una vaca que rumia, un asno que adormilado se apoya sobre la valla. Ella pretendía que sería blasfemia que los animales trabajasen y, por consiguiente, tuviesen fiesta. El sueño es algo así como la fiesta, una sublime afinidad entre el hombre y los animales, pero lo festivo del día de fiesta es el vivirlo conscientemente. Hasta los médicos tienen fiesta, recientemente también los sacerdotes. Esto me disgustó, pues no deberían tenerla, y deberían comprender el caso de los artistas, ellos por lo menos. No necesitan entender nada de arte, nada de vocación y misión creadora y demás zarandajas, pero sí de la naturaleza del artista. Continuamente discutía con Marie si el Dios en el que ella cree tuvo realmente fiesta; ella sostuvo siempre que sí, iba a buscar el Antiguo Testamento y en el Génesis me leía: Y al séptimo día descansó Dios. Yo la contradecía con el Nuevo Testamento, y opinaba que acaso el Dios del Antiguo Testamento tuvo fiesta, pero que un Cristo de fiesta sería para mí inconcebible. Marie se puso lívida al decirle yo esto, y reconoció que la idea de un Cristo con día de fiesta le parecía una blasfemia: había experimentado la fiesta, pero sin día festivo.
Soy capaz de dormir como un animal, la mayoría de las veces sin soñar; a menudo duermo sólo unos minutos, y no obstante tengo la sensación de haber estado ausente por toda una eternidad, como si hubiese pasado la cabeza por una pared, tras la cual se halla el oscuro infinito, el olvido y la eterna festividad, y aquello en lo que pensaba Henriette cuando repentinamente dejó caer la raqueta de tenis al suelo o la cuchara en la sopa, o en un brusco gesto arrojó la baraja al fuego: la nada. Una vez le pregunté en qué pensaba cuando le sobrevenía aquello, y dijo: «¿De verdad que no lo sabes?» «No», dije, y ella dijo en voz baja: «En nada, no pienso en nada.» Yo dije que no se puede pensar en nada, y ella dijo: «Sí se puede, de repente me siento completamente vacía y sin embargo como embriagada, y ardo en deseos de tirar también los zapatos y los vestidos: de quedar sin lastre.» Dijo también que aquello era tan prodigioso que ella lo aguardaba siempre, pero nunca venía cuando lo esperaba, siempre era del todo inesperado y era como una eternidad. Le había ocurrido un par de veces en el colegio, recuerdo la vehemente conversación telefónica de mi madre con la maestra y la expresión: «Sí, sí, histérica, ésta es la palabra: y castíguela con rigor.»
Noto una sensación parecida de sublime vacío, a veces, al jugar a la oca, si el juego dura, tres, cuatro horas; bastan los ruidos, el traqueteo de los dados, el golpear con la ficha que adelanta, el choque de dos fichas. Conseguí que Marie se apasionase por este juego, a pesar de que ella siente más afición por el ajedrez. Era para nosotros como un narcótico. A veces jugábamos durante cinco, seis horas seguidas, y los camareros y doncellas que nos traían té o café mostraban en su rostro la misma mezcla de miedo y disgusto que mi madre cuando Henriette caía en trance, y a veces decían lo que dijo la gente en el autobús en el que, saliendo de casa de Marie, iba yo a la mía: «Increíble.» Marie ideó un sistema muy complicado de tanteo: según uno era desalojado o desalojaba al otro, obtenía puntos, componiendo una interesante tabla, y le compré un lapicero de cuatro colores para que pudiese marcar mejor los valores pasivos y los valores activos, como los llamaba ella. A veces jugábamos durante largos viajes en tren, para asombro de ¡os viajeros serios, hasta que noté repentinamente que Marie sólo seguía jugando conmigo porque quería contentarme, tranquilizarme, procurar esparcimiento a mi «alma de artista». Ya no participaba en ello, y la cosa comenzó hace un par de meses, al negarme yo a ir a Bonn, aunque tenía cinco días seguidos sin actuar. No quise ir a Bonn. Tenía miedo del grupo, tenía miedo de encontrarme con Leo, pero Marie decía continuamente que ella tenía que respirar una vez más «aire católico». Le recordé cuando, después de la primera reunión con el grupo, regresamos de Bonn a Colonia, cansados, sin un céntimo, abatidos, y cómo ella me decía sin cesar en el tren: «Eres tan bueno, tan bueno», y se había quedado dormida sobre mi hombro, despertándose sólo cada vez que el revisor voceaba los nombres de las estaciones: Sechtem, Walberberg, Brühl, Kalscheuren: se sobresaltaba a cada vez, asustándose mucho, y yo descansaba su cabeza otra vez sobre mi hombro, y al bajar en Koln-West, dijo: «Mejor hubiese sido ir al cine.» Se lo recordé cuando comenzó a hablar del aire católico que debía respirar, y le propuse ir al cine, ir a bailar, jugar a la oca, pero ella meneó la cabeza y se marchó sola a Bonn. No puedo concebir lo que será eso del aire católico. Al fin y al cabo, estábamos en Osnabrück, de modo que el aire no podía ser enteramente acatólico.
Entré en el cuarto de baño, vertí en la bañera parte de las sales de baño que Monika Silvs me había dejado y abrí el grifo del agua caliente. Bañarse es casi tan bueno como dormir, y dormir es casi tan bueno como hacer «la cosa». Marie la llamó así, y pienso en la cosa siempre en sus términos. No podía concebir que ella hiciese «la cosa» con Züpfner, mi fantasía no tiene compartimientos para tales ideas, del mismo modo que nunca estuve seriamente tentado de revolver en la ropa interior de Marie. Sólo llegaba a imaginarme que ella jugaría a la oca con Züpfner, y me enfurecía. Nada de lo que yo había hecho con ella lo podía ella hacer con él sin parecerme traidora o prostituta. Ni siquiera le podía extender mantequilla sobre el pan. Si imagino que ella toma del cenicero el cigarrillo de él y lo termina de fumar, casi me vuelvo loco, y no supone ningún alivio saber que él no fuma y que es probable que juegue al ajedrez. Algo debía ella hacer con él, bailar o jugar a las cartas, él leerle a ella o ella a él, y debía hablarle del tiempo y de dinero. En realidad lo único que ella podía hacer para él sin pensar continuamente en mí era cocinar, pues esto me lo hizo tan raras veces, que no sería necesariamente infidelidad y fornicación. Me hubiese gustado mucho llamar en seguida a Sommerwild, pero aún era demasiado pronto, ya que me había propuesto despertarle de su sueño allá por las dos y media de la madrugada, y conversar con él largo y tendido sobre arte. Las ocho de la noche era una hora demasiado decente para telefonearle y preguntarle cuántos principios de orden le había hecho tragar a Marie, y qué comisión había recibido él de Züpfner: ¿una cruz abacial del siglo trece, o una madona centrorrenana del catorce? También reflexioné cómo le asesinaría. A los» estetas lo mejor es romperles en la cabeza un valioso objeto de arte, con lo cual sufren, aún al morir, por el crimen artístico. Una madona no sería lo bastante valiosa y es demasiado sólida, y moriría con el consuelo de que la madona se había salvado; y una pintura no es lo bastante pesada, si se exceptúa el marco, y le quedaría también el consuelo de que el cuadro se conservaba. Podría yo raspar la pintura de un cuadro valioso y estrangularle o asfixiarle a él con la tela: ningún crimen perfecto, pero un perfecto crimen estético. Tampoco sería fácil enviar al otro mundo a un sujeto tan rebosante de salud: Sommerwild es alto y delgado, de «hermosa planta», de blancos cabellos «bien llevados», alpinista, orgulloso de haber participado en dos guerras mundiales y haber ganado la medalla deportiva. Un adversario duro, bien entrenado. Era indispensable procurarme una obra de arte en metal, de bronce o de oro, puede que de mármol, pero mal podía yo marcharme antes a Roma y robar algo del Museo Vaticano.