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Authors: Heinrich Böll

Opiniones de un payaso (12 page)

Mientras se llenaba la bañera, me acordé de Blothert, un importante miembro del grupo, a quien sólo había visto un par de veces. Era algo así como el «brazo derecho» de Kinkel, político como éste, pero «con otra formación y procedente de otras esferas»; para él era Züpfner lo que Fredebeul era para Kinkel: una especie de ordenanza, y también «heredero espiritual», pero telefonear a Blothert hubiese sido menos acertado que pedir auxilio a las paredes de mi cuarto. Lo único que en él despertaban signos de vida medianamente reconocibles eran las madonas barrocas de Kinkel. Las comparaba con las suyas, de tal modo que me hizo comprender lo hondamente que se odiaban. Era presidente de no sé qué, y a Kinkel le hubiese gustado serlo, y se tuteaban porque habían ido a un mismo colegio. Las dos veces que vi a Blothert me asusté. Era de estatura mediana, rubio claro, y aparentaba veinticinco años; si alguien le miraba hacía una mueca, al hablar hacía rechinar los dientes durante medio minuto, y de cuatro palabras que decía, dos eran «el canciller» y «los católicos»: y entonces se veía de repente que pasaba de los cincuenta, y mostraba el aspecto de un bachiller envejecido por vicios secretos. Inquietante personaje. A veces se quedaba rígido tras pronunciar dos palabras, comenzaba a tartamudear y decía: «el ca, ca, ca, ca» o los «ca, ca, ca, ca», y sentía yo compasión por él hasta que conseguía expectorar el restante «-nciller» o «-tólicos». Marie me había dicho que verdaderamente era «inteligente de un modo sensacional». Nunca tuve pruebas de tal aserto, sólo en una ocasión le oí hablar más de veinte palabras: cuando en el grupo se habló de la pena de muerte. Él «estaba a favor, sin restricción alguna», y lo que me maravilló en esta declaración fue sólo el hecho que no dijera hipócritamente lo contrario. Hablaba con una expresión de triunfo en el rostro, volvía a atascarse en su ca, ca, y sonaba como si a cada ca decapitase a alguien. Me miró alguna que otra vez, y siempre con asombro, como si reprimiese un «increíble»: los meneos de cabeza no los reprimía. Creo que alguien que no sea católico no existe para él. Siempre pensé que si se implantase !a pena de muerte abogaría él por ejecutar a todos los no católicos. Tenía también esposa, niños y teléfono. Pero me sedujo más volver a llamar a mi madre. Me acordé de Blothert al pensar en Marie. Entraría y saldría de casa de ella, pues tenía algo que ver con la Liga, y al imaginarme que formaba parte de sus visitantes habituales, sentí miedo. Ella me enternece, y sus palabras de
girl-scout
: «Debo seguir el camino que debo seguir», tienen quizá que interpretarse como la fórmula de despedida de una cristiana que se deja arrojar a las fieras. También pensé en Monika Silvs, y comprendí que algún día tendría que acogerme a su compasión. Era tan linda y tan buena, y todavía me parecía encajar con el grupo menos que Marie. Tanto si trabajaba en la cocina —también la ayudé una vez a hacer bocadillos— o se sonreía, bailaba o pintaba, resultaba siempre natural, aunque los cuadros que pintaba no me gustaban. Se había dejado sermonear demasiado por Sommerwild sobre «expresiones» y «símbolos», y últimamente casi sólo pintaba madonas. Intentaría disuadirla de eso. No hay modo de que salga bien, por más que uno tenga fe y sepa pintar. Debería confiarse la pintura de madonas a los niños o a piadosos monjes, que no se consideran artistas. Pensé si conseguiría disuadir a Monika de pintar madonas. No es una aficionada, pero es aún joven, veintidós o veintitrés años, virgen con certeza, y este hecho me inspiraba miedo. Se me ocurrió el pensamiento horrible de que los católicos me han reservado el papel de hacer de Sigfrido para ellos. Acabaría por hacer vida matrimonial conmigo durante un par de años, sería un encanto hasta que comenzasen a actuar los principios de orden, y entonces regresaría a Bonn y se casaría con Von Severn. Me ruboricé y pensé en otra cosa. Monika era muy simpática, y no quise hacerla objeto de malignas reflexiones. Caso de comprometerme con ella, debía ante todo persuadirla de que se apartarse de Sommerwild, ese
dandy
de salón, que casi parece mi padre. La única pretensión de mi padre es la de ser un explotador medianamente humano, y realmente la cumple. Con Sommerwild tengo siempre la impresión que podría ser igualmente director de conciertos o de un balneario, agente de relaciones públicas de una fábrica de zapatos, un atildado cantante de moda, quizás también redactor de una revista de modas «inteligentemente» planeada. Todos los sábados por la noche da una plática en St. Korbinian. Marie me llevó allí dos veces. La función es más desagradable de lo que deberían permitir les superiores de Sommerwild. Antes leer a Rilke, a Hofmannsthal y a Newman por separado, que tragarme una especie de hidromiel obtenido mezclándolos. Sudé durante la plática. Mi sistema nervioso vegetativo no soporta ciertas formas de afectación. ¡Que lo existente existe y que lo figurante figura! Siento miedo al oír tales expresiones. Prefiero que un cura de aldea bobo y obeso tartamudee desde el pulpito las incomprensibles verdades de esta religión, y no pretenda hablar «literariamente». Marie se entristecía al ver que no me impresionaban las pláticas de Sommerwild. Lo más irritante era que después de la plática, íbamos a un café cerca de la iglesia de St. Korbinian, y que el café se llenaba de temperamentos artísticos que venían de la plática de Sommerwild. Después llegaba él mismo, se formaba a su alrededor una especie de círculo, y nosotros éramos sorbidos por el círculo, y aquella tira de seda artificial que él dejara caer desde el púlpito era reengullida y rumiada dos, tres, hasta cuatro veces. Una joven actriz escultural, de largos cabellos dorados y rostro de ángel, de quien Marie me susurró que se había convertido ya «en tres cuartas partes», estuvo a punto de besarle los pies a Sommerwild. Creo que él no se lo hubiese impedido.

Cerré el grifo de la bañera, me pasé chaqueta, camisa y camiseta por encima de la cabeza, las arrojé a un rincón y cuando iba a entrar en el baño sonó el teléfono. Sólo conozco a un hombre que haga sonar el teléfono de un modo tan vital y viril: Zohnerer, mi representante. Habla tan cerca del teléfono y con tanta intensidad que siempre temo que su saliva me dé en el rostro. Si quiere mostrarse amable, comienza la charla con: «Ayer estuvo usted formidable»; lo dice por las buenas, sin saber si estuve realmente formidable o no; si quiere ser descortés, comienza con: «Oiga, Schnier, usted no es ningún Chaplin»; con lo cual no insinúa que yo no sea un payaso tan bueno como Chaplin, sino tan sólo que no soy lo bastante famoso para permitirme algo que disguste a Zohnerer. Hoy ni siquiera sería descortés, tampoco pronosticaría el inminente fin del mundo, como hacía siempre que yo me había negado a representar una función. Ni siquiera me reprocharía ya mi «histeria de renuncia». Probablemente Offenbach, Bamberg y Nüremberg se habían también vuelto atrás, y me enumeraría por teléfono cuántos gastos se iban cargando en mi cuenta. El aparato siguió sonando, fuerte, viril, vital, y estuve a punto de arrojarle un almohadón del sofá, pero me puse el albornoz, entré en la sala y me detuve ante el sonante teléfono. Los representantes poseen nervios fuertes y bienes muebles, y las expresiones como la de «sensibilidad del alma de artista» son para ellos como «Cerveza de Dorfmund, S. A.», y todo intento de hablar con ellos seriamente sobre arte y artistas sería despilfarrar aliento. Saben además perfectamente que hasta un artista sin conciencia tiene mil veces más conciencia que un representante concienzudo, y posee un arma contra la cual nadie puede nada: la fría comprensión de que un artista no puede más que hacer lo que hace: pintar cuadros, ir de ciudad en ciudad como payaso, cantar, o esculpir en mármol o granito «lo imperecedero». Un artista es como una mujer, que no puede hacer más que amar, y que es seducida por el asno viril de turno. Para explotados, dan inmejorables resultados artistas y mujeres, y todo representante lleva dentro de sí entre un uno y un noventa y nueve por ciento de
maquereau
. El sonido del teléfono era puro
maquereau
. Naturalmente, debió enterarse por Rosten de que partí de Bochum, y sabía perfectamente que yo estaba en casa. Me abroché el albornoz y descolgué el auricular. Inmediatamente recibí en el rostro una vaharada de cerveza. «Caramba, Schnier», dijo, «¿qué significa hacerme esperar tanto?»

«Justamente abrigaba el modesto propósito de tomar un baño», dije, «¿o viola eso el contrato?»

«Su humor no es más que humor de ahorcado», dijo.

«¿Dónde está la soga?», dije, «¿se balancea ya?»

«Dejémonos de simbolismos», dijo, «vamos al grano.»

«No estrené los símbolos», dije.

«No importa quien haya empezado», dijo. «A lo que parece, está usted firmemente decidido a suicidarse artísticamente.»

«Mi querido señor Zohnerer», dije en voz baja, «¿le importaría apartar algo su rostro del auricular? su aliento, que apesta a cerveza, me da directamente en la cara.»

Maldijo para sus adentros en su jerga: «Fantoche, cagón de mierda», después rió: «Su frescura sigue siendo imperturbable. ¿De qué hablábamos?»

«De arte», dije, «pero me permito rogarle que hablemos de negocios.»

«En tal caso, apenas nos queda nada de que hablar», dijo, «óigame, no le dejaré en la estacada. ¿Me comprende?»

Asombrado, no pude responder nada.

«Durante medio año le tendremos retirado de la circulación, y después vamos a reconstruirle. Espero que este baboso de Bochum no le habrá afectado gravemente, ¿verdad?»

«Pues, sí», dije, «me estafó por valor de una botella de aguardiente, además de la diferencia entre un billete de primera para Bonn y uno de segunda.»

«Fue imbécil de su parte dejar que le regateasen a usted sus honorarios. Contrato es contrato y por el accidente se justifica su negativa a actuar.»

«Zohnerer», dije en voz baja, «¿de verdad que es usted tan humano o es que...?»

«Pamplinas», dijo, «me es usted simpático. Si no lo ha notado aún es más tonto de lo que pensé, y además, hay aún en usted algo aprovechable comercialmente. Deje de una vez ese beber como un chiquillo.»

Tenía razón. Era una puerilidad. Dije: «Pero me ha ayudado.»

«¿En qué?», preguntó.

«En el aspecto anímico», dije.

«Tonterías», dijo, «no meta el alma en esto. Naturalmente que podríamos poner pleito a los de Maguncia por rotura de contrato y es probable que ganásemos, pero desisto. Medio año de descanso y le reconstruiré.»

«¿Y de qué voy a vivir?», pregunté.

«Vamos», dijo, «un poco le ayudará su padre.»

«¿Y si no lo hace?»

«Entonces búsquese una amiguita complaciente que le mantenga durante este tiempo.»

«Preferiría irme a actuar en bicicleta por aldeas y villorrios.»

«Se engaña usted», dijo, «aún en aldeas y villorrios leen los periódicos, y de momento no logrará usted ni actuar por veinte marcos en la Federación de jóvenes cristianos.»

«¿Lo ha intentado?», pregunté.

«Sí», dijo, «he estado telefoneando por usted todo el día. No hay nada que hacer. Para el público lo más deprimente es un payaso que inspira lástima. Es como un camarero que viniera en silla de ruedas a servirle a usted cerveza. Usted vive de ilusiones.»

«¿Y usted no?», pregunté. Calló, y dije: «Me refiero a que supone que pasado medio año puedo volver a probar.»

«Tal vez», dijo, «pero es la única posibilidad. Mejor sería esperar un año.»

«Un año», repetí, «¿sabe usted cuánto es un año?» «Trescientos sesenta y cinco días», dijo, y sin miramientos volvió hacia mí su rostro. El hálito de cerveza me mareó.

«¿Y si lo intentase con otro nombre?», pregunté, «con una nariz postiza y otros números. Canciones a la guitarra y un poco de malabarismo.»

«Tonterías», dijo, «su cancionero es para echarse a llorar y sus malabarismos son de aficionado. Pamplinas todo. En usted hay madera para un payaso bastante bueno, e incluso para uno del todo bueno, y no se me vuelva a presentar sin antes haber pasado un trimestre ensayando ocho horas al día. Entonces vendré y veré sus números nuevos o viejos, pero ensaye y deje de emborracharse como un cretino.»

Callé. Le oí jadear, dar una chupada a su cigarrillo. «Búsquese otra vez un alma fiel», dijo, «como esa muchacha que viajaba con usted.»

«Un alma fiel», repetí.

«Sí», dijo, «todo lo demás son tonterías. Y no se imagine que puede arreglárselas sin mí y actuar en míseras asociaciones. Eso va bien unas tres semanas, Schnier, puede hacer el tonto en la fiesta del cuerpo de bomberos y pasar el sombrero. En cuanto me entere yo, le desbarataré los planes.»

«Puerco», dije.

«Sí», dijo, «soy el mejor puerco que usted podía encontrar, y si comienza a actuar por propia iniciativa, al cabo de dos meses, a lo sumo, estará completamente perdido. Conozco el oficio. ¿Me oye?»

Callé. «¿De verdad me oye?», preguntó quedamente.

«Sí», dije.

«Me es usted simpático, Schnier», dijo, «con usted he trabajado a gusto; de lo contrario no sostendría con usted una conferencia tan costosa.»

«Son más de las siete», dije, «y a tarifa reducida la broma le va a costar aproximadamente dos marcos cincuenta.»

«Sí», dijo, «puede que tres marcos, pero de momento ningún representante arriesgaría tanto por usted. Por consiguiente: para dentro de un trimestre y, por lo menos, con seis números irreprochables. Sáquele a su viejo todo lo que pueda. Adiós.»

En efecto cortó. Guardé el auricular en mi mano, escuché la señal de línea, y, tras largo titubeo, colgué. Me había estafado unas cuantas veces, pero nunca me había mentido. En un tiempo en que probablemente me hubiesen dado doscientos cincuenta marcos por actuación, él me procuraba contratos por ciento ochenta marcos y seguro que sacaba su buena tajada. Después de colgar me di cuenta de que era el único con quien me hubiera gustado seguir hablando. Debía haberme dado alguna otra posibilidad, sin tener que esperar medio año. Puede que algún grupo de artistas necesitase a alguien como yo, que no pesaba excesivamente, no sufría vértigos y que, tras algunos ensayos, podía realizar un poco de acrobacia, o preparar algunos sketches en colaboración con otro payaso. Marie siempre me dijo que necesito un «interlocutor», para que los números no se me hagan tan aburridos. Ciertamente, Zohnerer no había pensado en todas las posibilidades. Resolví llamarle más tarde, regresé al cuarto de baño, me quité el albornoz, arrojé las ropas restantes a un rincón y entré en la bañera. Un baño caliente va casi tan bien como el dormir. Cuando viajábamos, tomé siempre habitaciones con baño, incluso cuando teníamos aún poco dinero. Marie decía siempre que de ese despilfarro tenía la culpa mi educación, pero no es cierto. En casa fueron siempre tan tacaños en lo de bañarse con agua caliente como en todo lo demás. Ducharnos con agua fría lo podíamos hacer a cualquier hora, pero un baño caliente pasaba en mi casa por un despilfarro, y ni siquiera Anna, que en otras cosas hacía la vista gorda, cambió de opinión en este punto. En su I.R. 9, por lo visto, un baño caliente en bañera se hubiese considerado como una especie de pecado mortal.

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